sábado, 24 de diciembre de 2011

¡A todos los amigos visibles e invisibles!

★ *. • ˚ ˚ Feliz Navidad 2011 ★ ★ *. • ˚ ˚ ˛ ˚ ˛ •
•. ★ ★ Feliz Año 2012 *.
★ ★ *. • ˚ ˚ ˛ ˚ ˛ •°. ° ˛
°. ° ˛ ˚ ˛ * * _Π_____. ˚ * ★ *. • ˚ ˚ ˛ ˚ ˛ •°. ° ˛°. ° ˛
˚ ˛ • ˛ • ˚ */______/~ \. ˚ ˚ ˛★ *. • ˚ ˚ ˛ ˚ ˛ •°. ° ˛
. ˚ ˛ • ˛ • ˚ | 田田 | 门 | ˚★ ★ *. • ˚ ˚ ˛ ˚ ˛ •°. ° ˛˚ ˛ •

¡Y venturoso de Prosperidad. Amor. Salud. Nuevos propósitos. Nuevos libros. Nuevas lecturas. Nuevos escritores. Realización de proyectos...de lecturas, por supuesto...
Mis perennes deseos para todos los lectores...

¡Y no falten a sus fiestas!
Con gratitud,
Marcelo Del Castillo
Gestor comunitario
Bibliófilos Café Literario
Biblioteca Pública Virgilio Barco
"Algunos libros son probados, otros devorados, poquísimos masticados y digeridos. "

Francis Bacon


Bibliófilos, se toma unas merecidísimas vacaciones blogueras, más no de tareas literarias en el vicio solitario y constante de leer y escribir. Por ende, a los lectores del infinito ciberespacio de la nube creciente de Internet. Les agradezco sus comentarios que hicieron durante el año. Volverá el Blog con la cauda de noticias literarias, y una que otra de actualidad social y política, a partir del 10 de enero de 2012.
¡Felices Fiestas!

El cuento de Navidad

Guy de Maupassant

Un extraño relato de Navidad


El doctor Bonenfantes forzaba su memoria, murmurando:

¿Un recuerdo de Navidad?... ¿Un recuerdo de Navidad?...

Y, de pronto, exclamó:

Sí, tengo uno, y por cierto muy extraño. Es una historia fantástica, ¡un milagro! Sí, señoras, un milagro de Nochebuena.

Comprendo que admire oír hablar así a un incrédulo como yo. ¡Y es indudable que presencié un milagro! Lo he visto, lo que se llama verlo, con mis propios ojos.

¿Que si me sorprendió mucho? No; porque sin profesar creencias religiosas, creo que la fe lo puede todo, que la fe levanta las montañas. Pudiera citar muchos ejemplos, y no lo hago para no indignar a la concurrencia, por no disminuir el efecto de mi extraña historia.

Confesaré, por lo pronto, que si lo que voy a contarles no fue bastante para convertirme, fue suficiente para emocionarme; procuraré narrar el suceso con la mayor sencillez posible, aparentando la credulidad propia de un campesino.

Entonces era yo médico rural y habitaba en plena Normandía, en un pueblecillo que se llama Rolleville.

Aquel invierno fue terrible. Después de continuas heladas comenzó a nevar a fines de noviembre. Amontonábanse al norte densas nubes, y caían blandamente los copos de nieve tenue y blanca.

En una sola noche se cubrió toda la llanura.

Las masías, aisladas, parecían dormir en sus corralones cuadrados como en un lecho, entre sábanas de ligera y tenaz espuma, y los árboles gigantescos del fondo, también revestidos, parecían cortinajes blancos.

Ningún ruido turbaba la campiña inmóvil. Solamente los cuervos, a bandadas, describían largos festones en el cielo, buscando la subsistencia, sin encontrarla, lanzándose todos a la vez sobre los campos lívidos y picoteando la nieve.

Sólo se oía el roce tenue y vago al caer los copos de nieve.

Nevó continuamente durante ocho días; luego, de pronto, aclaró. La tierra se cubría con una capa blanca de cinco pies de grueso.

Y, durante cerca de un mes, el cielo estuvo, de día, claro como un cristal azul y, por la noche, tan estrellado como si lo cubriera una escarcha luminosa. Helaba de tal modo que la sábana de nieve, compacta y fría, parecía un espejo.

La llanura, los cercados, las hileras de olmos, todo parecía muerto de frío. Ni hombres ni animales asomaban; solamente las chimeneas de las chozas en camisa daban indicios de la vida interior, oculta, con las delgadas columnas de humo que se remontaban en el aire glacial.

De cuando en cuando se oían crujir los árboles, como si el hielo hiciera más quebradizas las ramas, y a veces desgajábase una, cayendo como un brazo cortado a cercén.

Las viviendas campesinas parecían mucho más alejadas unas de otras. Vivíase malamente; cada uno en su encierro. Sólo yo salía para visitar a mis pacientes más próximos, y expuesto a morir enterrado en la nieve de una hondonada.

Comprendí al punto que un pánico terrible se cernía sobre la comarca. Semejante azote parecía sobrenatural. Algunos creyeron oír de noche silbidos agudos, voces pasajeras. Aquellas voces y aquellos silbidos los daban, sin duda, las aves migratorias que viajaban al anochecer y que huían sin cesar hacia el sur. Pero es imposible que razonen gentes desesperadas. El espanto invadía las conciencias y se aguardaban sucesos extraordinarios.

La fragua de Vatinel hallábase a un extremo del caserío de Epívent, junto a la carretera intransitada y desaparecida. Como carecían de pan, el herrero decidió ir a buscarlo. Entretúvose algunas horas hablando con los vecinos de las seis casas que formaban el núcleo principal del caserío; recogió el pan, varias noticias, algo del temor esparcido por la comarca, y se puso en camino antes de que anocheciera.

De pronto, bordeando un seto, creyó ver un huevo sobre la nieve, un huevo muy blanco; inclinose para cerciorarse; no cabía duda; era un huevo. ¿Cómo sé hallaba en tan apartado lugar? ¿Qué gallina salió de su corral para ponerlo allí? El herrero, absorto, no se lo explicaba, pero cogió el huevo para llevárselo a su mujer.

-Toma este huevo que encontré en el camino.

La mujer bajó la cabeza, recelosa:

-¿Un huevo en el camino con el tiempo que hace? ¿No te has emborrachado?

-No, mujer, no; te aseguro que no he bebido. Y el huevo estaba junto a un seto, caliente aún. Ahí lo tienes; me lo metí en el pecho para que no se enfriase. Cómetelo esta noche.

Lo echaron en la cazuela donde se hacía la sopa, y el herrero comenzó a referir lo que se decía en la comarca.

La mujer escuchaba, palideciendo.

-Es cierto; yo también oí silbidos la pasada noche, y entraban por la chimenea.

Sentáronse y tomaron la sopa; luego, mientras el marido untaba un pedazo de pan con manteca, la mujer cogió el huevo, examinándolo con desconfianza.

-¿Y si tuviese algún maleficio?

-¿Qué maleficio puede tener?

-¡Toma! ¡Si yo supiera!

-¡Vaya! Cómetelo y no digas bestialidades.

La mujer abrió el huevo; era como todos, y se dispuso a tomárselo con prevención, cogiéndolo, dejándolo, volviendo a cogerlo. El hombre decía:

-¿Qué haces? ¿No te gusta? ¿No es bueno?

Ella, sin responder, acabó de tragárselo. Y de pronto fijó en su marido los ojos, feroces, inquietos, levantó los brazos y, convulsa de pies a cabeza, cayó al suelo, retorciéndose, dando gritos horribles.

Toda la noche tuvo convulsiones violentas y un temblor espantoso la sacudía, la transformaba. El herrero, falto de fuerza para contenerla, tuvo que atarla.

Y la mujer, sin reposo, vociferaba:

-¡Se me ha metido en el cuerpo! ¡Se me ha metido en el cuerpo!

Por la mañana me avisaron. Apliqué todos los calmantes conocidos; ninguno me dio resultado. Estaba loca.

Y, con una increíble rapidez, a pesar del obstáculo que ofrecían a las comunicaciones las altas nieves heladas, la noticia corrió de finca en finca: 'La mujer de la fragua tiene los diablos en el cuerpo.'

Acudían los curiosos de todas partes; pero sin atreverse a entrar en la casa, oían desde fuera los horribles gritos, lanzados por una voz tan potente que no parecían propios de un ser humano.

Advirtieron al cura. Era un viejo incauto. Acudió con sobrepelliz, como si se tratara de auxiliar a un moribundo, y pronunció las fórmulas del exorcismo, extendiendo las manos, rociando con el hisopo a la mujer, que se retorcía soltando espumarajos, mal sujeta por cuatro mocetones.

Los diablos no quisieron salir.

Y llegaba la Nochebuena, sin mejorar el tiempo.

La víspera, por la mañana, el cura fue a visitarme:

-Deseo -me dijo- que asista la infeliz a la misa de gallo. Tal vez Nuestro Señor Jesucristo la salve, a la hora en que nació de una mujer.

Yo respondí:

-Me parece bien, señor cura. Es posible que se impresione con la ceremonia, muy a propósito para conmover, y que sin otra medicina pueda salvarse.

El viejo cura insinuó:

-Usted es un incrédulo, doctor, y, sin embargo, confío mucho en su ayuda. ¿Quiere usted encargarse de que la lleven a la iglesia?

Prometí hacer para servirle cuanto estuviese a mi alcance.

De noche comenzó a repicar la campana, lanzando sus quejumbrosas vibraciones a través de la sombría llanura, sobre la superficie tersa y blanca de la nieve.

Bultos negros llegaban agrupados lentamente, sumisos a la voz de bronce del campanario. La luna llena iluminaba con su tibia claridad todo el horizonte, haciendo más notoria la pálida desolación de los campos.

Fui a la fragua con cuatro mocetones robustos.

La endemoniada seguía rugiendo y aullando, sujeta con sogas a la cama. La vistieron, venciendo con dificultad su resistencia, y la llevaron.

A pesar de hallarse ya la iglesia llena de gente y encendidas todas las luces, hacía frío; los cantores aturdían con sus voces monótonas; roncaba el serpentón; la campanilla del monaguillo advertía con su agudo tintineo a los devotos los cambios de postura.

Detuve a la mujer y a sus cuatro portadores en la cocina de la casa parroquial, aguardando el instante oportuno. Juzgué que éste sería el que sigue a la comunión.

Todos los campesinos, hombres y mujeres, habían comulgado pidiendo a Dios que los perdonase. Un silencio profundo invadía la iglesia, mientras el cura terminaba el misterio divino.

Obedeciéndome, los cuatro mozos abrieron la puerta y acercáronse a la endemoniada.

Cuando ella vio a los fieles de rodillas, las luces y el tabernáculo resplandeciente, hizo esfuerzos tan vigorosos para soltarse que a duras penas conseguimos retenerla; sus agudos clamores trocaron de pronto en dolorosa inquietud la tranquilidad y el recogimiento de la muchedumbre; algunos huyeron.

Crispada, retorcida, con las facciones descompuestas y los ojos encendidos, apenas parecía una mujer.

La llevaron a las gradas del presbiterio, sosteniéndola fuertemente, agazapada.

Cuando el cura la vio allí, sujeta, se acercó cogiendo la custodia, entre cuyas irradiaciones de oro aparecía una hostia blanca, y alzando por encima de su cabeza la sagrada forma, la presentó con toda solemnidad a la vista de la endemoniada.

La mujer seguía vociferando y aullando, con los ojos fijos en aquel objeto brillante; y el cura estaba inquieto, inmóvil, hasta el punto de parecer una estatua.

La mujer mostrábase temerosa, fascinada, contemplando fijamente la custodia; presa de terribles angustias, vociferaba todavía; pero sus voces eran menos desgarradoras.

Aquello duró bastante.

Hubiérase dicho que su voluntad era impotente para separar la vista de la hostia; gemía, sollozaba; su cuerpo, abatido, perdía la rigidez, recobraba su blandura.

La muchedumbre se había prosternado con la frente en el suelo; y la endemoniada, parpadeando, como si no pudiera resistir la presencia de Dios ni sustraerse a contemplarlo, callaba. Luego advertí que se habían cerrado sus ojos definitivamente.

Dormía el sueño del sonámbulo, hipnotizada..., ¡no, no!, vencida por la contemplación de las fulgurantes irradiaciones de la custodia de oro; humillada por Cristo Nuestro Señor triunfante.

Se la llevaron, inerte, y el cura volvió al altar.

La muchedumbre, desconcertada, entonó un tedeum.

Y la mujer del herrero durmió cuarenta y ocho horas seguidas. Al despertar, no conservaba ni la más insignificante memoria de la posesión ni del exorcismo.

Ahí tienen, señoras, el milagro que yo presencié.

Hubo un corto silencio y, luego, añadió:

-No pude negarme a dar mi testimonio por escrito.

fuente:El Cuento del día. Foto:internet

miércoles, 21 de diciembre de 2011

El mundo no se acaba en 2012

Algunas teorías apocalípticas aprovechan el fin del calendario maya para predecir una serie de catástrofes en la Tierra. Científicos desmienten
El cataclismo final, puro sofisma espiritualista y mentiroso. foto.fuente:elespectador.com

El mundo no se acabará en 2012 tal y como anuncian algunas páginas web de mal agüero, que aprovechan el fin del calendario maya para predecir una serie de catástrofes pero que los científicos de la NASA desmienten tajantemente.

La fecha marcada en rojo es el 21 de diciembre de 2012, día en el que se producirá el solsticio anual de invierno, se alinearán el Sol y la Tierra y concluirá un ciclo de más de 5.000 años del antiguo calendario Maya.

Libros y numerosas películas de Hollywood, como "2012" de Roland Emmerich, advierten del cataclismo que se avecina. Sin embargo, según los científicos de la NASA no pasará más que cuando el 31 de diciembre acabe este año.

"Esa fecha es el fin del largo periodo de la cuenta maya pero entonces, igual que nuestro calendario comienza de nuevo el 1 de enero, comenzará otro periodo en el calendario Maya", aseguran.

Ante la avalancha de teorías apocalípticas que han surgido en internet, la agencia espacial estadounidense ha puesto a disposición del público una batería de respuestas de sus expertos y enlaces a otras páginas para despejar cualquier duda.

Las predicciones fatídicas tienen su origen en la historia del supuesto descubrimiento por los sumerios del planeta Nibiru, que se predijo que impactaría en la Tierra en mayo de 2003. Pero como no sucedió nada, la fecha se pospuso a diciembre de 2012.

Pero la NASA asegura que nada malo le va pasar a la Tierra en 2012. "Nuestro planeta se las ha apañado bien durante más de 4.000 años y científicos fiables de todo el mundo no conocen amenaza alguna asociada con 2012".

No es de la misma opinión Robert Bast, autor de la página Survive2012.com, que advierte de peligros como el impacto de un asteroide gigante como el que extinguió a los dinosaurios, una eyección gigante de masa solar, un cambio en los campos magnéticos de los polos o una explosión de un agujero negro, por citar algunos.

Otras páginas como 2012endofdays.org o December212012.com (que comercializa libros y dvds que dibujan un escenario dantesco al tiempo que vende sets de supervivencia) auguran desde la tercera Guerra Mundial hasta una profecía bíblica.

"No hay ninguna evidencia de que alguna de esas afirmaciones que apoyan que acontecerán una serie de eventos inusuales en diciembre de 2012 (...) por más que haya libros, películas, documentales o paginas de internet (que hablen sobre el tema) no podemos cambiar ese simple hecho", apuntan los científicos.

La Tierra siempre está rodeada de cometas y asteroides. El último impacto de un gran asteroide fue el que causó la extinción de los dinosaurios hace 65 millones de años, pero hoy día un departamento de la NASA se encarga de hacerles un seguimiento y detectar si la Tierra está en la trayectoria de alguno de ellos.

"Niribu y otras historias sobre planetas desorbitados son un engaño de internet. No hay datos consistentes sobre esas teorías", explica la agencia espacial.
La NASA precisa a los más incrédulos que si Niribu o cualquier otro planeta que fuera real se encaminara hacia la Tierra, los astrónomos lo llevarían siguiendo, al menos, una década. Es más, se vería a simple vista desde la Tierra.

Otro de los planetas supuestamente peligrosos es Eris, un planeta enano como Plutón, ubicado fuera de nuestro sistema solar, por lo que lo más cerca que puede llegar a la Tierra son unos 6.400 millones de kilómetros.

Sobre las advertencias de fuertes tormentas solares, explican que el Sol tiene ciclos regulares de máximo de actividad cada 11 años que pueden causar interrupciones de las comunicaciones satelitales, algo en lo que trabajan desde hace años los ingenieros de todo el mundo para protegerlos. El próximo máximo está previsto entre 2012 y 2014 pero no auguran que sea diferente a los ciclos anteriores.

"Disfruta de un buen libro o de una película como cualquier otro pero lo que está circulando en el ciberespacio, la televisión y las películas no está basado en ciencia. Hay incluso notas de prensa de la NASA falsas", advierte Don Yeoman, miembro del equipo de investigadores científicos de la agencia espacial.

martes, 20 de diciembre de 2011

La neurosis poética de Rafael Pombo

La Fundación Rafael Pombo, ha venido pregonando durante meses la idea de que el 2012 sea el año de Rafael Pombo. A esta iniciativa solo le resta la firma final del Ministerio de Cultura. El poeta falleció el 5 de mayo de 1912

Rafael Pombo, el poeta de los niños. foto.fuente:elespectador.com

Ingeniero. Aristócrata. Militar. Diplomático. Conspirador. Neurótico. Casi mujeriego y paradójicamente célibe. Rafael Pombo, el así llamado poeta de los niños, fue un hombre de variadas pasiones, y aunque su obra es en principio recordada por sus poemas y cuentos infantiles, detrás de esa errónea figura de suavidad se agazapan no otra, sino mil caras más. Y el año que vendrá, con su misticismo de fin del mundo que coincide con los 100 años de su muerte, hará de perfecta excusa para descubrir al verdadero poeta.

Sus lectores, desde unos apenas en sus primeras palabras y otros en sus palabras finales, podrían recitar en sincronía varios de los versos del poeta bogotano, nacido en 1833 en medio de una Colombia donde todavía persistía el olor a sangre de la independencia. Versos inmortales, como estos: El hijo de rana, Rinrín renacuajo/ salió esta mañana, muy tieso y muy majo. Lo que un buen número de lectores ignorará es que esos versos no son enteramente originales de Rafael Pombo, sino que provienen del cuento A frog he would a-wooing go. Pombo, en realidad, hizo la adaptación al español de este y otros cuentos infantiles –muchos de sus más famosos– por petición de la editorial neoyorquina Appleton & Co., y lo hizo debido a su precaria situación económica en esa ciudad.

La poesía de Rafael Pombo, en realidad, era otra.

Popayán

Vientos extraños movían la vida del joven Pombo cuando apenas terminaba su carrera de ingeniero, como su padre. La evidente falta de vocación por esa profesión, y la también evidente inclinación de Pombo hacia las artes, hicieron que don Lino de Pombo lanzara un fuerte reproche contra su hijo, a lo que el poeta replicaría: "Si he de ser franco debo confesarte que la cosa por la que siento más definida inclinación es la poesía". Y la poesía, así, con la sencillez de lo inexorable, fue la elegida.

Rafael Pombo, abatido por la muerte de José Eusebio Caro y el desencanto de una de sus primeras decepciones amorosas, fue a refugiarse a Popayán, donde escribió su poema Mi amor, firmado con el seudónimo femenino Edda, y del que abjuraría hasta seis años después cuando en Nueva York dos amigos recordaran la lectura de esos versos en un recital en Popayán.

A su regreso a Bogotá, Pombo se une a la Sociedad Filotémica y junto con otros jóvenes conservadores conspira contra el gobierno liberal de José Hilario López, un intento de revolución que acabaría con su arresto por parte de otro grupo de estudiantes universitarios.

New York City

Pero sí hubo un lanzamiento: el del General Melo contra el liberal José María Obando. Rafael Pombo, quien había recibido instrucción táctica en el Colegio Militar, azuzado por la ilusión de lo inesperado, ingresa al ejército de la legitimidad, combate en dos batallas, e ingresa victorioso con el bloque Tequendama a la ciudad de Bogotá. Ese prestigio ganado en combate, más su linaje aristócrata, hacen que Pombo sea enviado a Nueva York como secretario del embajador Pedro Herrán, quien fuera su comandante.

En esa ciudad, de la que se conservan excelentes registros gracias a un diario personal, Pombo compondrá sus mejores versos, aun cuando los haya escrito bajo los efectos de horribles crisis neuróticas y de que luego se retractara de ellos. Pombo escribe La hora de tinieblas, donde en 61 estrofas ataca a Dios –con quien más tarde se reconciliará, muy pese a una clara decadencia en su obra– y la existencia, exponiendo las profundadas dudas que lo atormentaban:

¿Por qué, invisible sayón/ que llamo y no me respondes,/ lanzas el dardo y te escondes/ a mi desesperación?/ Estoy a tu discreción,/ invulnerable enemigo;/ sáciate, apura el castigo,/ triunfa y goza en mi dolor/ mientras yo, vil gladiador,/ te saludo y te bendigo.

Eran días de desasosiego en Nueva York; el poeta así lo registra en sus anotaciones de septiembre de 1855: "Todo, todo en fin, una locura más o menos convencional y organizada. ¿A dónde diablos va a parar esta farsa de farsas? ¿Qué quiere decir esta miserable baraja de hombres i mujeres, días i años, i subidas i bajadas, vueltas i revueltas con que se ha propuesto Dios entretenerse i divertirse? Reniego del bien que me hizo… Sólo el sueño no es ridículo porque él es la existencia sin la vida". Y en la anotación del día 16 de ese mes, el mismo en que escribió el poema: "¡Oh! ¡Qué día tan triste! Si hubiera estado en el Tequendama con qué delirio de satisfacción me habría lanzado en él. Al cabo de un año y ocho meses he vuelto a llorar, involuntariamente he estado todo el día brotando lágrimas. La pobre Maraya (hijita de la señora del boarding) me ha estado sin cesar preguntando con ternura —Why you look so sad? Why are you in tears? Poor Mr. Pombo! He is very, very sad![1]"

Mujer

De un bello modo, las mujeres fueron también ciudades de esencial importancia para la obra poética de Rafael Pombo. Diría: Tú mujer, tú eres la poesía,/ el arte es sólo parodia fría. Y gracias a ellas y al goce de su cercanía, Pombo escribió líneas irrigadas por un fino erotismo a menudo olvidado en la poesía de hoy. Versos apasionados: El brillo de sus ojos me abrasaba,/ y arder y arderla el corazón quería. Versos nostálgicos: Voy para atrás, pisada por pisada/ recogiendo el rumor de nuestros píes/ repensando un silencio, una mirada,/ un toque, un gesto… tanto que fue nada. Versos amorosos: ¡Ah! saber que nos aman, que vivimos/ entre otro ser, que hay algo entre los dos/ mayor que el tiempo y mundo y vida y muerte. Versos ansiosos: Que esta horrible delicia, esta agonía/ este dolor de Dios, de amarnos tanto/ sin más peso que abrume,/ dos senos de veinte años, grandes, bellos,/ que un corazón golpeando convulsivo,/ contra otro amado corazón amante. Versos encendidos: ¿No sientes que tú misma no te sientes/ en todo tu sabor mientras no expriman/ en ti tu rico jugo extraños dientes?

El fin del mundo

Es verdad que el mundo podría acabarse en 2012, aunque también lo es que podría acabarse en cualquier momento durante la lectura de un periódico. Sea o no, vale la pena tomar ciertas precauciones: sembrar un árbol, destruir un arma, leer un libro. Y gracias a la iniciativa de la Fundación Rafael Pombo, en 2012 ese libro podrá ser algún ignorado poemario de Rafael Pombo. Quien, es cierto, se alza como uno de los más inquietantes poetas colombianos, aunque quizá todavía nos falte conocer las verdaderas causas.

Cápsulas complementarias


Héctor H. Orjuela

La investigación de Héctor H. Orjuela, reunida en varios volúmenes, es la más extensa disponible sobre Rafael Pombo (y aún no alcanza a ser total). Puede ser consultada en el Instituto Caro y Cuervo, una de las entidades que ha patrocinado esa recopilación.

Biblioteca virtual Rafael Pombo

El próximo año la Fundación Rafael Pombo lanzará la primera biblioteca virtual dedicada exclusivamente a la difusión de la obra de este poeta. Manuel Toro, director de la Fundación, afirma que "si bien Rafael Pombo es comúnmente conocido como el poeta de los niños, su obra es extensa, con más de 1.200 poemas, fábulas, rimas y poesía folclórica, existencialista, erótica y homeopática".

¿Por qué soy poeta?

"De que soi poeta apenas tengo estos datos. —1° que no sirvo para nada sino para hacer versos. —2° que creo poseer un corazón incomparable. —3° que conozco mui bien que todo lo que me falta de talento me sobra en imaginación, de tal modo que por esto me atribuyen algunos tener aquél. —4° que quiero serlo".

Rafael Pombo

domingo, 18 de diciembre de 2011

El cuento del domingo

Horacio Quiroga

La guerra de los Yacarés

En un río muy grande, en un país desierto donde nunca había estado el hombre, vivían muchos yacarés. Eran más de cien o más de mil.

Comían pescados, bichos que iban a tomar agua al río, pero sobre todo pescados. Dormían la siesta en la arena de la orilla, y a veces jugaban sobre el agua cuando había noches de luna.

Todos vivían muy tranquilos y contentos. Pero una tarde, mientras dormían la siesta, un yacaré se despertó de golpe y levantó la cabeza porque creía haber sentido ruido. Prestó oídos y lejos, muy lejos, oyó efectivamente un ruido sordo y profundo. Entonces llamó al yacaré que dormía a su lado.

-¡Despiértate!- le dijo-. Hay peligro.

-¿Qué cosa?- respondió el otro, alarmado.

-No sé-contestó el yacaré que se había despertado primero-. Siento un ruido desconocido.

El segundo yacaré oyó el ruido a su vez, y en un momento despertaron a los otros. Todos se asustaron y corrían de un lado para otro con la cola levantada.

Y no era para menos su inquietud, porque el ruido crecía, crecía.

Pronto vieron como una nubecita de humo a lo lejos, y oyeron un ruido de chas-chas en el río como si golpearan el agua muy lejos.

Los yacarés se miraban unos a otros: ¿qué podía ser aquello?

Pero un yacaré viejo y sabio, el más sabio y viejo de todos, un viejo yacaré a quien no quedaban sino dos dientes sanos en los costados de la boca, y que había hecho una vez un viaje hasta el mar, dijo de repente:

-¡Yo sé lo que es! ¡Es una ballena! ¡Son grandes y echan agua blanca por la nariz! El agua cae para atrás.

Al oír esto, los yacarés chiquitos comenzaron a gritar como locos de miedo, zambullendo la cabeza. Y gritaban:

-¡Es una ballena! ¡Ahí viene la ballena!

Pero el viejo yacaré sacudió de la cola al yacarecito que tenía más cerca.

-¡No tengan miedo!- les gritó-. ¡Yo sé lo que es la ballena! ¡Ella tiene miedo de nosotros! ¡Siempre tiene miedo!

Con lo cual los yacarés chicos se tranquilizaron. Pero en seguida volvieron a asustarse, porque el humo gris se cambió de repente en humo negro, y todos sintieron bien fuerte ahora el chas-chas-chas en el agua. Los yacarés, espantados, se hundieron en el río, dejando

solamente fuera los ojos y la punta de la nariz. Y así vieron pasar delante de ellos aquella cosa inmensa, llena de humo y golpeando el agua, que era un vapor de ruedas que navegaba por primera vez por aquel río.

El vapor pasó, se alejó y desapareció. Los yacarés entonces fueron saliendo del agua, muy enojados con el viejo yacaré, porque los había engañado, diciéndoles que eso era una ballena.

-¡Eso no es una ballena!- le gritaron en las orejas, porque era un poco sordo-. ¿Qué es eso que pasó?

El viejo yacaré les explicó entonces que era un vapor, lleno de fuego, y que los yacarés se iban a morir todos si el buque seguía pasando.

Pero los yacarés se echaron a reír, porque creyeron que el viejo se había vuelto loco. ¿Por qué se iban a morir ellos si el vapor seguia pasando? Estaba bien loco, el pobre yacaré viejo!

Y como tenían hambre se pusieron a buscar pescados.

Pero no había ni un pescado. No encontraron un solo pescado. Todos se habían ido, asustados por el ruido del vapor. No había más pescados.

-¿No les decía yo?- dijo entonces el viejo yacaré-. Ya no tenemos nada que comer. Todos los pescados se ha ido. Esperemos hasta mañana.

Puede ser que el vapor no vuelva más, y los pescados volverán cuando no tengan más miedo.

Pero al día siguiente sintieron de nuevo el ruido en el agua, y vieron pasar de nuevo al vapor, haciendo mucho ruido y largando tanto humo que oscurecía el cielo.

-Bueno-dijeron entonces los yacarés-; el buque pasó ayer, pasó hoy, y pasará mañana. Ya no habrá más pescados ni bichos que vengan a tomar agua, y nos moriremos de hambre. Hagamos entonces un dique.

-Sí, un dique! Un dique!- gritaron todos, nadando a toda fuerza hacia la orilla-. Hagamos un dique!

En seguida se pusieron a hacer el dique. Fueron todos al bosque y echaron abajo más de diez mil árboles, sobre todo lapachos y quebrachos, porque tienen la madera muy dura... Los cortaron con la especie de serrucho que los yacarés tienen encima de la cola; los

empujaron hasta el agua, y los clavaron a todo lo ancho del río, a un metro uno del otro. Ningún buque podía pasar por allí, ni grande ni chico. Estaban seguros de que nadie vendría a espantar los pescados.

Y como estaban muy cansados, se acostaron a dormir en la playa.

Al otro día dormían todavía cuando oyeron el chaschas-chas del vapor.

Todos oyeron, pero ninguno se levantó ni abrió los ojos siquiera. ¿Qué les importaba el buque? Podía hacer todo el ruido que quisiera, por allí no iba a pasar.

En efecto: el vapor estaba muy lejos todavía cuando se detuvo. Los hombres que iban adentro miraron con anteojos aquella cosa atravesada en el río y mandaron un bote a ver qué era aquello que les impedía pasar. Entonces los yacarés se levantaron y fueron al dique, y miraron por entre los palos, riéndose del chasco que se había llevado el vapor.

El bote se acercó, vio el formidable dique que habían levantado los yacarés y se volvió al vapor. Pero después volvió otra vez al dique, y los hombres del bote gritaron:

-¡Eh, yacarés!

-¡Qué hay!- respondieron los yacarés, sacando la cabeza por entre los troncos del dique.

-¡Nos esta estorbando eso!- continuaron los hombres.

-¡Ya lo sabemos!

-¡No podemos pasar!

-¡Es lo que queremos!

-¡Saquen el dique!

-¡No lo sacamos!

Los hombres del bote hablaron un rato en voz baja entre ellos y gritaron después:

-¡Yacarés!

-¿Qué hay?- contestaron ellos.

-¿No lo sacan?

-¡No!

-¡Hasta mañana, entonces!

-¡Hasta cuando quieran!

Y el bote volvió al vapor, mientras los yacarés, locos de contentos, daban tremendos colazos en el agua. Ningún vapor iba a pasar por allí y siempre, siempre, habría pescados.

Pero al día siguiente volvió el vapor, y cuando los yacarés miraron el buque, quedaron mudos de asombro: ya no era el mismo buque. Era otro, un buque de color ratón, mucho más grande que el otro. ¿Qué nuevo vapor era ése? ¿Ese también quería pasar? No iba a pasar, no. ¡Ni ése, ni otro, ni ningún otro!

-¡No, no va a pasar!- gritaron los yacarés, lanzándose al dique, cada cual a su puesto entre los troncos.

El nuevo buque, como el otro, se detuvo lejos, y también como el otro bajó un bote que se acercó al dique.

Dentro venían un oficial y ocho marineros. El oficial gritó:

-¡Eh, yacarés!

-¡Qué hay! - respondieron éstos.

-¿No sacan el dique?

-No.

-¿No?

-¡No!

-Está bien- dijo el oficial-. Entonces lo vamos a echar a pique a cañonazos.

-¡Echen!- contestaron los yacarés.

Y el bote regresó al buque.

Ahora bien, ese buque de color ratón era un buque de guerra, un acorazado, con terribles cañones. El viejo yacaré sabio, que había ido una vez hasta el mar, se acordó de repente y apenas tuvo tiempo de gritar a los otros yacarés:

-¡Escóndanse bajo el agua! ¡Ligero! ¡Es un buque de guerra! ¡Cuidado! ¡Escóndanse!

Los yacarés desaparecieron en un instante bajo el agua y nadaron hacia la orilla, donde quedaron hundidos, con la nariz y los ojos únicamente fuera del agua. En ese mismo momento, del buque salió una gran nube blanca de humo, sonó un terrible estampido, y una

enorme bala de cañón cayó en pleno dique, justo en el medio. Dos o tres troncos volaron hechos pedazos, y en seguida cayó otra bala, y otra y otra más, y cada una hacía saltar por el aire en astillas un pedazo de dique, hasta que no quedó nada del dique. Ni un tronco, ni

una astilla, ni una cáscara. Todo había sido deshecho a cañonazos por el acorazado. Y los yacarés, hundidos en el agua, con los ojos y la nariz solamente afuera, vieron pasar el buque de guerra, silbando a toda fuerza.

Entonces los yacarés salieron del agua y dijeron:

-Hagamos otro dique mucho más grande que el otro.

Y en esa misma tarde y esa noche misma hicieron otro dique, con troncos inmensos. Después se acostaron a dormir, cansadísimos, y estaban durmiendo todavía al día siguiente cuando el buque de guerra llegó otra vez, y el bote se acercó al dique.

-¡Eh, yacarés!- gritó el oficial.

-¡Qué hay!- respondieron los yacarés.

-¡Saquen ese otro dique!

-¡No lo sacamos!

-¡Lo vamos a deshacer a cañonazos como al otro!

-¡Deshagan... si pueden!

-¡Y hablaban así con orgullo porque estaban seguros de que su nuevo dique no podría ser deshecho ni por todos los cañones del mundo.

Pero un rato después el buque volvió a llenarse de humo, y con un horrible estampido la bala reventó en el medio del dique, porque esta vez habían tirado con granada. La granada reventó contra los troncos, hizo saltar, despedazó, redujo a astillas las enormes vigas. La segunda reventó al lado de la primera y otro pedazo de dique voló por el aire. Y así fueron deshaciendo el dique. Y no quedó nada del dique; nada, nada. El buque de guerra pasó entonces delante de los yacarés, y los hombres les hacían burlas tapándose la boca.

-Bueno- dijeron entonces los yacarés, saliendo del agua-. Vamos a morir todos, porque el buque va a pasar siempre y los pescados no volverán.

Y estaban tristes, porque los yacarés chiquitos se quejaban de hambre.

El viejo yacaré dijo entonces:

-Todavía tenemos una esperanza de salvarnos. Vamos a ver al Surubí. Yo hice el viaje con él cuando fui hasta el mar, y tiene un torpedo. El vio un combate entre dos buques de guerra, y trajo hasta aquí un torpedo que no reventó. Vamos a pedírselo, y aunque está muy enojado con nosotros los yacarés, tiene buen corazón y no querrá que muramos todos.

El hecho es que antes, muchos años antes, los yacarés se habían comido a un sobrinito del Surubí, y éste no había querido tener más relaciones con los yacarés. Pero a pesar de todo fueron corriendo a ver al Surubí, que vivía en una gruta grandísima en la orilla del río Paraná, y que dormía siempre al lado de su torpedo. Hay surubíes que tienen hasta dos metros de largo y el dueño del torpedo era uno de éstos.

-¡Eh, Surubí!- gritaron todos los yacarés desde la entrada de la gruta, sin atreverse a entrar por aquel asunto del sobrinito.

-¿Quién me llama?- contestó el Surubí.

-¡Somos nosotros, los yacarés!

-¡No tengo ni quiero tener relación con ustedes -respondió el Surubí, de mal humor.

Entonces el viejo yacaré se adelantó un poco en la gruta y dijo:

-¡Soy yo, Surubí! ¡Soy tu amigo el yacaré que hizo contigo el viaje hasta el mar!

Al oír esa voz conocida, el Surubí salió de la gruta.

-¡Ah, no te había conocido!- le dijo cariñosamente a su viejo amigo-. ¿Qué quieres?

-Venimos a pedirte el torpedo. Hay un buque de guerra que pasa por nuestro río y espanta a los pescados. Es un buque de guerra, un acorazado. Hicimos un dique, y lo echó a pique. Hicimos otro y lo echó también a pique. Los pescados se han ido, y nos moriremos de

hambre. Danos el torpedo, y lo echaremos a pique a él.

El Surubí, al oír esto, pensó un largo rato, y después dijo:

-Está bien; les prestaré el torpedo, aunque me acuerdo siempre de lo que hicieron con el hijo de mi hermano. ¿Quién sabe hacer reventar el torpedo?

Ninguno sabía, y todos callaron.

-Está bien-dijo el Surubí, con orgullo-, yo lo haré reventar. Yo sé hacer eso.

Organizaron entonces el viaje. Los yacarés se ataron todos unos con otros; de la cola de uno al cuello del otro; de la cola de éste al cuello de aquél, formando así una larga cadena de yacarés que tenía más de una cuadra. El inmenso Surubí empujó al torpedo hacia la corriente y se colocó bajo él, sosteniéndolo sobre el lomo para que flotara. Y como las lianas con que estaban atados los yacarés uno detrás de otro se habían concluido, el Surubí se prendió con los dientes de la cola del último yacaré, y así emprendieron la marcha. El Surubí sostenía el torpedo, y los yacarés tiraban corriendo por la costa. Subían, bajaban, saltaban por sobre las piedras, corriendo siempre y arrastrando al torpedo, que levantaba olas como un buque por la velocidad de la corrida. Pero a la mañana siguiente, bien temprano, llegaban al lugar donde habían construido su último dique, y comenzaron en seguida otro, pero mucho más fuerte que los anteriores, porque por consejo del Surubí colocaron los troncos bien juntos, uno al lado del otro. Era un dique realmente formidable.

Hacía apenas una hora que acababan de colocar el último tronco del dique, cuando el buque de guerra apareció otra vez, y el bote con el oficial y ocho marineros se acercó de nuevo al dique. Los yacarés se treparon entonces por los troncos y asomaron la cabeza del otro lado.

-¡Eh, yacarés!- gritó el oficial.

-¡Qué hay!- respondieron los yacarés.

-¿Otra vez el dique?

-¡Sí, otra vez!

-¡Saquen ese dique!

-¡Nunca!

-¿No lo sacan?

-¡No!

-¡Bueno; entonces, oigan- dijo el oficial-: Vamos a deshacer este dique, y para que no quieran hacer otro los vamos a deshacer después a ustedes, a cañonazos. No va a quedar ni uno solo vivo -ni grandes, ni chicos, ni gordos, ni flacos ni jóvenes, ni viejos, como ese viejísimo yacaré que veo allí, y que no tiene sino dos dientes en los costados de la boca.

El viejo y sabio yacaré, al ver que el oficial hablaba de él y se burlaba, le dijo:

-Es cierto que no me quedan sino pocos dientes, y algunos rotos. ¿Pero usted sabe qué van a comer mañana estos dientes?-añadió, abriendo su inmensa boca.

-¿Qué van a comer, a ver?- respondieron los marineros.

-A ese oficialito- dijo el yacaré y se bajó rápidamente de su tronco.

Entretanto, el Surubí había colocado su torpedo bien en medio del dique, ordenando a cuatro yacarés que lo agarraran con cuidado y lo hundieran en el agua hasta que él les avisara. Así lo hicieron. En seguida, los demás yacarés se hundieron a su vez cerca de la orilla, dejando únicamente la nariz y los ojos fuera del agua. El Surubí se hundió al lado de su torpedo.

De repente el buque de guerra se llenó de humo y lanzó el primer cañonazo contra el dique. La granada reventó justo en el centro del dique, e hizo volar en mil pedazos diez o doce troncos.

Pero el Surubí estaba alerta y apenas quedó abierto el agujero en el dique, gritó a los yacarés que estaban bajo el agua sujetando el torpedo:

-Suelten el torpedo, ligero, suelten!

Los yacarés soltaron, y el torpedo vino a flor de agua.

En menos del tiempo que se necesita para contarlo, el Surubí colocó el torpedo bien en el centro del boquete abierto, apuntando con un solo ojo, y poniendo en movimiento el mecanismo del torpedo, lo lanzó contra el buque.

¡Ya era tiempo! En ese instante el acorazado lanzaba su segundo cañonazo y la granada iba a reventar entre los palos, haciendo saltar en astillas otro pedazo del dique.

Pero el torpedo llegaba ya al buque, y los hombre que estaban en él lo vieron: es decir, vieron el remolino que hace en el agua un torpedo.

Dieron todos un gran grito de miedo y quisieron mover el acorazado para que el torpedo no lo tocara.

Pero era tarde; el torpedo llegó, chocó con el inmenso buque bien en el centro, y reventó.

No es posible darse cuenta del terrible ruido con que reventó el torpedo. Reventó, y partió el buque en quince mil pedazos; lanzó por el aire, a cuadras y cuadras de distancia, chimeneas, máquinas, cañones, lanchas, todo.

Los yacarés dieron un grito de triunfo y corrieron como locos al dique.

Desde allí vieron pasar por el agujero abierto por la granada a los hombres muertos, heridos y algunos vivos que la corriente del río arrastraba.

Se treparon amontonados en los dos troncos que quedaban a ambos lados del boquete y cuando los hombres pasaban por allí, se burlaban tapándose la boca con las patas.

No quisieron comer a ningún hombre, aunque bien lo merecían. Sólo cuando pasó uno que tenía galones de oro en el traje y que estaba vivo, el viejo yacaré se lanzó de un salto al agua, y ¡tac! en dos golpes de boca se lo comió.

-¿Quién es ése?- preguntó un yacarecito ignorante.

-Es el oficial- le respondió el Surubí-. Mi viejo amigo le había prometido que lo iba a comer, y se lo ha comido.

Los yacarés sacaron el resto del dique, que para nada servía ya, puesto que ningún buque volvería a pasar por allí. El Surubí, que se había enamorado del cinturón y los cordones del oficial, pidió que se los regalaran, y tuvo que sacárselos de entre los dientes al viejo yacaré, pues habían quedado enredados allí. El Surubí se puso el cinturón, abrochándolo por bajo las aletas, y del extremo de sus grandes bigotes prendió los cordones de la espada. Como la piel del Surubí es muy bonita, y las manchas oscuras que tiene se parecen a las de una víbora, el Surubí nado una hora pasando y repasando ante los yacarés, que lo admiraban con la boca abierta.

Los yacarés lo acompañaron luego hasta su gruta, y le dieron las gracias infinidad de veces. Volvieron después a su paraje. Los pescados volvieron también, los yacarés vivieron y viven todavía muy felices, porque se han acostumbrado al fin a ver pasar vapores y buques que llevan naranjas.

Pero no quieren saber nada de buques de guerra.

Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, Uruguay, 31 de diciembre de 1878Buenos Aires, Argentina, 19 de febrero de 1937), cuentista, dramaturgo y poeta uruguayo. Fue el maestro del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista.2 Sus relatos breves, que a menudo retratan a la naturaleza como enemiga del ser humano bajo rasgos temibles y horrorosos, le valieron ser comparado con el estadounidense Edgar Allan Poe.

La vida de Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes de caza y los suicidios, culminó por decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires a los 58 años de edad, tras enterarse de que padecía de cáncer de próstata.3
Horacio Quiroga fue el segundo hijo del matrimonio de Prudencio Quiroga y Pastora Forteza. En el momento de su nacimiento, su padre había sido, por dieciocho años, el Vice-Cónsul argentino en Salto. Antes de cumplir dos meses y medio, el 14 de marzo de 1879 su padre murió al dispararse accidentalmente con una Barret calibre 50 que llevaba en la mano.

Hizo sus estudios en Montevideo, capital de Uruguay hasta terminar el colegio secundario. Estos estudios incluyeron formación técnica (Instituto Politécnico de Montevideo) y general (Colegio Nacional), y ya desde muy joven demostró un enorme interés por la literatura, la química, la fotografía, la mecánica, el ciclismo y la vida de campo. A esa temprana edad fundó la Sociedad de Ciclismo de Salto y viajó en bicicleta desde Salto hasta Paysandú (120 km).

En esta época pasaba larguísimas horas en un taller de reparación de maquinarias y herramientas. Por influencia del hijo del dueño empezó a interesarse por la filosofía. Se autodefiniría como «franco y vehemente soldado del materialismo filosófico».

Simultáneamente también trabajaba, estudiaba y colaboraba con las publicaciones La Revista y La Reforma. Poco a poco, fue puliendo su estilo y haciéndose conocido. Aún se conserva su primer cuaderno de poesías, que contiene 22 poemas de distintos estilos, escritos entre 1894 y 1897.

Durante el carnaval de 1898, el joven poeta conoció a su primer amor, una niña llamada María Esther Jurkovski, que inspiraría dos de sus obras más importantes: Las sacrificadas (1920) y Una estación de amor. Pero los desencuentros provocados por los padres de la joven —que reprobaban la relación, debido al origen no judío de Quiroga— precipitaron la separación definitiva.

En 1897 fundó la Revista de Salto. Después del suicidio de su padrastro, que presenció, Horacio decidió invertir la herencia recibida en un viaje a París. Estuvo —contando el tiempo de viaje— cuatro meses ausente. Sin embargo, las cosas no salieron como había planeado: el mismo joven orgulloso que había partido de Montevideo en primera clase, regresó en tercera, andrajoso, hambriento y con una larga barba negra que ya no se quitaría nunca más. Resumió sus recuerdos de esta experiencia en Diario de viaje a París (1900).

Al volver a su país, Quiroga reunió a sus amigos Federico Ferrando, Alberto Brignole, Julio Jaureche, Fernández Saldaña, José Hasda y Asdrúbal Delgado, y fundó con ellos el «Consistorio del Gay Saber»,4 una especie de laboratorio literario experimental donde todos ellos probarían nuevas formas de expresarse y preconizarían los objetivos modernistas. Pese a su corta existencia, el Consistorio presidió la vida literaria de Montevideo y las polémicas con el grupo de Julio Herrera y Reissig.

La alegría que le provocó la aparición de su primer libro (Los arrecifes de coral, poemas, cuentos y prosa lírica, publicado en Buenos Aires en 1901, dedicado a Lugones) se vio trágicamente opacada —una vez más— por las muertes de dos de sus hermanos, Prudencio y Pastora, víctimas de la fiebre tifoidea en el Chaco.

El funesto año de 1901 guardaba aún otra espantosa sorpresa para el escritor: su amigo Federico Ferrando, que había recibido malas críticas del periodista montevideano Germán Papini Zas, comunicó a Quiroga que deseaba batirse a duelo con aquél. Horacio, preocupado por la seguridad de Ferrando, se ofreció a revisar y limpiar el revólver que iba a ser utilizado en la disputa. Inesperadamente, mientras inspeccionaba el arma, se le escapó un tiro que impactó en la boca de Federico, matándolo instantáneamente. Llegada al lugar la policía, Quiroga fue detenido, sometido a interrogatorio y posteriormente trasladado a una cárcel correccional. Al comprobarse la naturaleza accidental y desafortunada del homicidio, el escritor fue liberado tras cuatro días de reclusión.

La pena y la culpa por la muerte de su querido compañero llevaron a Quiroga a disolver el Consistorio y a abandonar el Uruguay para pasar a la Argentina. Cruzó el Río de la Plata en 1902 y fue a vivir con María, otra de sus hermanas. En Buenos Aires el artista alcanzaría la madurez profesional, que llegaría a su punto cúlmine durante sus estancias en la selva. Además, su cuñado lo inició en la pedagogía, consiguiéndole trabajo bajo contrato como maestro en las mesas de examen del Colegio Nacional de Buenos Aires.

Designado profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos Aires en marzo de 1903, Quiroga quiso acompañar, en junio del mismo año y ya convertido en un fotógrafo experto, a Leopoldo Lugones en una expedición a Misiones, financiada por el Ministerio de Educación, en la que el insigne poeta argentino planeaba investigar unas ruinas de las misiones jesuíticas en esa provincia. La excelencia de Quiroga como fotógrafo hizo que Lugones aceptara llevarlo, y el uruguayo pudo documentar en imágenes ese viaje de descubrimiento.

La profunda impresión que le causó la jungla misionera marcaría su vida para siempre: seis meses después Quiroga invirtió el último dinero que le quedaba de su herencia (siete mil pesos) en comprar unos campos algodoneros en el Chaco, ubicados a siete kilómetros de Resistencia, a orillas del Río Saladito. El proyecto fracasó en el aspecto económico, principalmente por problemas de Quiroga con sus peones aborígenes, pero la vida de Horacio se enriqueció al convertirse, por primera vez, en un hombre de campo. Su narrativa, en consecuencia, se benefició con el profundo conocimiento de la cultura rural y de sus hombres, en un cambio estilístico que el escritor mantendría para siempre.

Al regresar a Buenos Aires luego de su fallida experiencia en el Chaco, Quiroga abrazó la narración breve con pasión y energía. Fue así que en 1904 publicó el notable libro de relatos El crimen de otro, fuertemente influido por el estilo de Edgar Allan Poe, que fue reconocido y elogiado, entre otros, por José Enrique Rodó. Estas primeras comparaciones con el «Maestro de Boston» no molestaban a Quiroga, que las escucharía con complacencia hasta el fin de su vida, respondiendo a menudo que Poe era su primer y principal maestro.

Durante dos años Quiroga trabajó en multitud de cuentos, muchos de ellos de terror rural, pero otros en forma de deliciosas historias para niños pobladas de animales que hablan y piensan sin perder las características naturales de su especie. A esta época pertenecen la novela breve Los perseguidos (1905), producto de un viaje con Leopoldo Lugones por la selva misionera, hasta la frontera con Brasil, y su soberbio y horroroso El almohadón de plumas, publicado en la celebérrima revista argentina Caras y Caretas en 1905, que llegó a publicar ocho cuentos de Quiroga al año. A poco de comenzar a publicar en ella, Quiroga se convirtió en un colaborador famoso y prestigioso, cuyos escritos eran buscados ávidamente por miles de lectores.

En 1906 Quiroga decidió volver a su amada selva. Aprovechando las facilidades que el gobierno ofrecía para la explotación de las tierras, compró una chacra (junto con Vicente Gozalbo) de 185 hectáreas en la provincia de Misiones, sobre la orilla del Alto Paraná, y comenzó a hacer los preparativos destinados a vivir allí, mientras enseñaba Castellano y Literatura.

Durante las vacaciones de 1908, el literato se trasladó a su nueva propiedad, construyó las primeras instalaciones y comenzó a edificar el bungalow donde se establecería.

Enamorado de una de sus alumnas —la adolescente Ana María Cires—, le dedicó su primera novela, titulada Historia de un amor turbio. Quiroga insistió en la relación frente a la oposición de los padres de la alumna obteniendo por fin el permiso para casarse y llevarla a vivir a la selva con él. Los suegros de Quiroga, preocupados por los riesgos de la vida salvaje, siguieron al matrimonio y se trasladaron a Misiones con su hija y yerno. Así, pues, el padre de Ana María, su madre y una amiga de esta, se instalaron en una casa cercana a la vivienda del matrimonio Quiroga.

En 1911 Ana María dio a luz a su primera hija, Eglé Quiroga, en su casa de la selva. Durante ese mismo año, el escritor comenzó la explotación de sus yerbatales en sociedad con su amigo uruguayo Vicente Gozalbo y, al mismo tiempo, fue nombrado Juez de Paz (funcionario encargado de mediar en disputas menores entre ciudadanos privados y celebrar matrimonios, emitir certificados de defunción, etc.) en el Registro Civil de San Ignacio. Las tareas de Quiroga como funcionario merecen mención aparte: olvidadizo, desorganizado y descuidado, tomó la costumbre de anotar las muertes, casamientos y nacimientos en pequeños trozos de papel a los que «archivaba» en una lata de galletas. Más tarde adjudicaría conductas similares al personaje de uno de sus cuentos.

Al año siguiente nació su hijo menor, Darío. En cuanto los niños aprendieron a caminar, Quiroga decidió ocuparse personalmente de su educación. Severo y dictatorial, exigía que cada pequeño detalle estuviese hecho según sus exigencias. Desde muy pequeños, los acostumbró al monte y a la selva, exponiéndolos a menudo —midiendo siempre los riesgos— al peligro, para que fueran capaces de desenvolverse solos y de salir de cualquier situación. Fue capaz de dejarlos solos en la jungla por la noche o de obligarlos a sentarse al borde de un alto acantilado con las piernas colgando en el vacío.

El varón y la niña, sin embargo, no se negaban a estas experiencias —que aterrorizaban y exasperaban a su madre— y las disfrutaban. La hija aprendió a criar animales silvestres y el niño a usar la escopeta, manejar una moto y navegar, solo, en una canoa.

Entre 1912 y 1915 el escritor, que ya tenía experiencia como algodonero y yerbatero, emprendió una denodada búsqueda de salidas económicas mediante la explotación de los recursos naturales de sus tierras. Destiló naranjas, fabricó carbón, elaboró resinas y muchas otras actividades similares, pero sólo cosechó fracasos monetarios.

Mientras tanto, criaba ganado, domesticaba animales salvajes, cazaba y pescaba con profusión. La literatura siguió siendo, en esta etapa, el norte de su vida: la revista Fray Mocho de Buenos Aires publicó numerosos cuentos de Quiroga, muchos de ellos ambientados en la selva y poblados de personajes tan naturalistas que parecen reales.

Pero la esposa de Quiroga no estaba contenta: no lograba adaptarse a la vida selvática y pedía a su esposo, una y otra vez, que regresaran a Buenos Aires o, si él quería quedarse, que le permitiera volver sola. Ante la cerrada negativa del literato a ambas posibilidades, e inmersa en una gravísima crisis depresiva, Ana María sumó una nueva tragedia en la vida de Quiroga, suicidándose con veneno en 1915 después de una violenta pelea con el escritor. Sufrió una espantosa agonía de ocho días, muriendo luego entre horribles sufrimientos y dejando a Horacio y a los niños sumidos en la más oscura desesperación.

Tras el suicidio de su esposa, Quiroga se trasladó con sus hijos a Buenos Aires, donde recibió un cargo de Secretario Contador en el Consulado General uruguayo en esa ciudad, tras arduas gestiones de unos amigos orientales que deseaban ayudarlo.

A lo largo del año 1917 habitó con los niños en un sótano de la avenida Canning (hoy Raúl Scalabrini Ortiz) 164, alternando sus labores diplomáticas con la instalación de un taller en su vivienda y el trabajo en muchos relatos que iban siendo publicados en prestigiosas revistas como las ya mencionadas, «P.B.T.» y «Pulgarcito». La mayoría de ellos fueron recopilados por Quiroga en varios libros, el primero de los cuales fue Cuentos de amor de locura y de muerte (1917) (por decisión expresa del autor, el título no lleva coma).5 La redacción del libro le había sido solicitada por el escritor Manuel Gálvez, responsable de Cooperativa Editorial de Buenos Aires, y el volumen se convirtió de inmediato en un enorme éxito de público y de crítica, consolidando a Quiroga como el verdadero maestro latinoamericano del relato breve.5

Al año siguiente se estableció en un pequeño departamento de la calle Agüero, al tiempo que apareció su celebrado Cuentos de la selva, colección de relatos infantiles protagonizados por animales y ambientados en la selva misionera. Quiroga dedicó este libro a sus hijos, que lo acompañaron durante ese período de pobreza en el húmedo sótano de dos pequeñas habitaciones y cocina-comedor.

Con dos importantes ascensos en el escalafón consular (primero a cónsul de distrito de segunda clase y luego a cónsul adscrito) llegó también su nuevo libro de cuentos, El salvaje (1919). Al año siguiente, siguiendo la idea del Consistorio, fundó Quiroga la Agrupación Anaconda, un grupo de intelectuales que realizaba actividades culturales en Argentina y Uruguay. Su única obra teatral (Las Sacrificadas) se publicó en 1920 y se estrenó en 1921, año en que salía a la venta Anaconda y otros cuentos, otro libro de cuentos. El importantísimo diario argentino La Nación comenzó también a publicar sus relatos, que a estas alturas gozaban ya de una impresionante popularidad. Colaboró también en La Novela Semanal. Entre 1922 y 1924, Quiroga participó como secretario de una embajada cultural a Brasil (cuya Academia de Letras lo distinguió especialmente) y, de regreso, vio publicado su nuevo libro: El desierto (cuentos).

Poco después, Horacio regresó a Misiones. Nuevamente enamorado, esta vez era de una joven de 17 años, Ana María Palacio, intentó convencer a los padres de que la dejasen ir a vivir con él a la selva. La negativa de éstos y el consiguiente fracaso amoroso inspiró el tema de su segunda novela, Pasado amor, publicada en 1929. En ella narra, como componentes autobiográficos de la trama, las mil estratagemas que debió practicar para conseguir acceso a la muchacha: arrojando mensajes por la ventana dentro de una rama ahuecada, enviándole cartas escritas en clave e intentando cavar un largo túnel hasta su habitación para secuestrarla. Finalmente, cansados ya del pretendiente, los padres de la joven la llevaron lejos y Quiroga se vio obligado a renunciar a su amor.

En una parte de su vivienda, Horacio instaló un taller en el que comenzó a construir una embarcación a la que bautizaría «Gaviota». En su casa —ahora convertida en astillero— fue capaz de concluir esta obra y, puesta ya en el agua, la piloteó río abajo desde San Ignacio hasta Buenos Aires, realizando con ella numerosas expediciones fluviales.

A principios de 1926 Quiroga volvió a Buenos Aires y alquiló una quinta en el partido suburbano de Vicente López. En la cúspide misma de su popularidad, una importante editorial le dedicó un homenaje, del que participaron, entre otros, figuras literarias como Arturo Capdevila, Baldomero Fernández Moreno, Benito Lynch, Juana de Ibarbourou, Armando Donoso y Luis Franco.

Amante de la música clásica, Quiroga asistía con frecuencia a los conciertos de la Asociación Wagneriana, afición que alternó con la lectura incansable de textos técnicos y manuales sobre mecánica, física y artes manuales.

Para 1927, Horacio había decidido criar y domesticar animales salvajes, mientras publicaba su nuevo libro de cuentos, quizá el mejor, Los desterrados. Pero el enamoradizo artista había fijado ya los ojos en la que sería su último y definitivo amor: María Elena Bravo, compañera de escuela de su hija Eglé, que sucumbió a sus reclamos y se casó con él en el curso de ese mismo año sin haber cumplido 20 años

Además de los ya mencionados Leopoldo Lugones y José Enrique Rodó, la infatigable labor de Quiroga en el ámbito literario y cultural le granjeó la amistad y admiración de grandes e influyentes personalidades. De entre ellos se destacan la poeta argentina Alfonsina Storni y el escritor e historiador Ezequiel Martínez Estrada. Quiroga llamaba cariñosamente a este último «mi hermano menor».

Caras y Caretas, mientras tanto, publicó diecisiete artículos biográficos escritos por Quiroga, dedicados a personajes como Robert Scott, Luis Pasteur, Robert Fulton, H.G. Wells, Thomas de Quincey y otros.

En 1929 Quiroga experimentó su único fracaso de ventas: la ya citada novela Pasado amor, que solo vendió en las librerías la exigua cantidad de cuarenta ejemplares. A la vez comenzó a tener graves problemas de pareja.

A partir de 1932 Quiroga se radicó por última vez en Misiones, en lo que sería su retiro definitivo, con su esposa y su tercera hija (María Elena, llamada «Pitoca», que había nacido en 1928). Para ello, y no teniendo otros medios de vida, consiguió que se promulgase un decreto trasladando su cargo consular a una ciudad cercana. Los celos dominaban a Quiroga, quien pensó que en medio de la selva podría vivir tranquilo con su mujer y la hija de su segundo matrimonio.

Pero un avatar político provocó un cambio de gobierno, que no quiso los servicios del escritor y lo expulsó del consulado. Algunos amigos de Horacio, como el escritor salteño (de Salto, Uruguay) Enrique Amorim, tramitaron la jubilación argentina para Quiroga. Comenzando a partir de este problema, el intercambio epistolar entre Quiroga y Amorím se hizo numeroso. Las cartas que se conservan demuestran que Horacio hacía partícipe a su confidente de la mayor parte de sus problemas —casi todos de índole íntima y familiar—, pidiéndole consejos y ayuda: a la mujer de Quiroga —al igual que su infortunada antecesora— no le gustaba la vida en el monte y las peleas y violentas discusiones se volvieron diarias y permanentes.

En esta época de frustración y dolor salió a la venta una colección de cuentos ya publicados titulada Más allá (1935). A partir de su interés en las obras de Munthe e Ibsen, Quiroga se decantó por nuevos autores y estilos, y comenzó a planear su autobiografía.

En ese año de 1935 Quiroga comenzó a experimentar molestos síntomas, aparentemente vinculados con una prostatitis u otra enfermedad prostática. Las gestiones de sus amigos dieron frutos al año siguiente, concediéndosele una jubilación. Al intensificarse los dolores y dificultades para orinar, su esposa logró convencerlo de trasladarse a Posadas, ciudad en la cual los médicos le diagnosticaron hipertrofia de próstata.

Pero los problemas familiares de Quiroga continuarían: su esposa e hija lo abandonaron definitivamente, dejándolo —solo y enfermo— en la selva. Ellas volvieron a Buenos Aires, y el ánimo del escritor decayó completamente ante esta grave pérdida.

Cuando el estado de la enfermedad prostática hizo que no pudiese aguantar más, Horacio viajó a Buenos Aires para que los médicos tratasen sus padecimientos. Internado en el prestigioso Hospital de Clínicas de Buenos Aires a principios de 1937, una cirugía exploratoria reveló que sufría de un caso avanzado de cáncer de próstata, intratable e inoperable. María Elena, entristecida, estuvo a su lado en los últimos momentos, así como gran parte de su numeroso grupo de amigos.

Por la tarde del 18 de febrero, una junta de médicos explicó al literato la gravedad de su estado. Algo más tarde, Quiroga pidió permiso para salir del hospital, lo que le fue concedido, y pudo así dar un largo paseo por la ciudad. Regresó al hospital a las 23.

Al ser internado Quiroga en el Clínicas, se había enterado de que en los sótanos se encontraba encerrado un monstruo: un desventurado paciente con espantosas deformidades similares a las del tristemente célebre inglés Joseph Merrick (el «Hombre Elefante»). Compadecido, Quiroga exigió y logró que el paciente —llamado Vicente Batistessa— fuera liberado de su encierro y se lo alojara en la misma habitación donde estaba internado el escritor. Como era de esperar, Batistessa se hizo amigo y rindió adoración eterna y un gran agradecimiento al gran cuentista.

Desesperado por los sufrimientos presentes y por venir, y comprendiendo que su vida había acabado, el soberbio Horacio Quiroga confió a Batistessa su decisión: se anticiparía al cáncer y abreviaría su dolor, a lo que el otro se comprometió a ayudarlo. Esa misma madrugada (19 de febrero de 1937) y en presencia de su amigo, Horacio Quiroga bebió un vaso de cianuro que lo mató pocos minutos después entre espantosos dolores.6 Su cadáver fue velado en la Casa del Teatro de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) que lo contó como fundador y vicepresidente. Tiempo después, sus restos fueron repatriados a su país natal.

Seguidor de la escuela modernista fundada por Rubén Darío y obsesivo lector de Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, Quiroga se sintió atraído por temas que abarcaban los aspectos más extraños de la Naturaleza, a menudo teñidos de horror, enfermedad y sufrimiento para los seres humanos. Muchos de sus relatos pertenecen a esta corriente, cuya obra más emblemática es la colección Cuentos de amor de locura y de muerte.

Por otra parte se percibe en Quiroga la influencia del británico Rudyard Kipling (Libro de las tierras vírgenes), que cristalizaría en su propio Cuentos de la selva, delicioso ejercicio de fantasía dividido en varios relatos protagonizados por animales.

Su Decálogo del perfecto cuentista, dedicado a los escritores noveles, establece ciertas contradicciones con su propia obra. Mientras que el decálogo pregona un estilo económico y preciso, empleando pocos adjetivos, redacción natural y llana y claridad en la expresión, en muchas de sus relatos Quiroga no sigue sus propios preceptos, utilizando un lenguaje recargado, con abundantes adjetivos y un vocabulario por momentos ostentoso.

Al desarrollarse aún más su particular estilo, Quiroga evolucionó hacia el retrato realista (casi siempre angustioso y desesperado) de la salvaje Naturaleza que lo rodeaba en Misiones: la jungla, el río, la fauna, el clima y el terreno forman el andamiaje y el decorado en que sus personajes se mueven, padecen y a menudo mueren. Especialmente en sus relatos, Quiroga describe con arte y humanismo la tragedia que persigue a los miserables obreros rurales de la región, los peligros y padecimientos a que se ven expuestos y el modo en que se perpetúa este dolor existencial a las generaciones siguientes. Trató, además, muchos temas considerados tabú en la sociedad de principios del siglo XX, revelándose como un escritor arriesgado, desconocedor del miedo y avanzado en sus ideas y tratamientos. Estas particularidades siguen siendo evidentes al leer sus textos hoy en día.

Algunos estudiosos de la obra de Quiroga opinan que la fascinación con la muerte, los accidentes y la enfermedad (que lo relaciona con Edgar Allan Poe y Baudelaire) se debe a la vida increíblemente trágica que le tocó en suerte. Sea esto cierto o no, en verdad Horacio Quiroga ha dejado para la posteridad algunas de las piezas más terribles, brillantes y trascendentales de la literatura hispanoamericana del siglo XX.

Foto: Internet. Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del dia.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Blecua:"En ningún sitio se habla el mejor español del mundo"

La RAE culmina su Nueva gramática con el tomo dedicado a la fonética y la fonología. La obra incluye por primera vez un DVD que recoge la gran variedad de acentos del español
El director de la Real Academia Españaola (RAE), José Manuel Blecua. foto:Toni Albir.fuente:elpais.com

José Manuel Blecua está afónico, toda una paradoja para un hombre que ha consagrado buena parte de sus investigaciones a la lengua hablada. Por más que, paradoja sobre paradoja, el sillón que ocupa en la Real Academia Española desde 2006 corresponda a la letra muda, la h. Así, su nombramiento hace un año como director de la institución le pilló ultimando el tomo de fonética y fonología de la Nueva gramática de la lengua española, presentado hoy. Ese volumen, publicado por Espasa con una tirada de 20.000 ejemplares que se venden a 39,90 euros, culmina una obra monumental coordinada por Ignacio Bosque que hace dos años sacó a la luz los volúmenes dedicados a la morfología y la sintaxis.

Queda cerrada así una gramática cuya edición anterior se remontaba a 1931, todo un viaje en el tiempo para una disciplina que en estos 80 años ha conocido varias revoluciones y contrarrevoluciones. Fruto de unas y otras y de avances técnicos inimaginables para los padres de la filología es el DVD que complementa las 532 páginas del nuevo tomo, trufado de resonancias magnéticas, diagramas, espectrogramas, oscilogramas y, por supuesto, explicaciones lo más sencillas posible de la rama más viva y, a la vez, menos popular de la lingüística. "¡Cuántas veces habré intentado yo imitar en clase el acento de los mexicanos para explicar un caso!", dice Blecua, risueño, en su despacho de la Academia. Bajo el título de Las voces del español. Tiempo y espacio, el disco presenta la situación actual de la lengua y su evolución histórica y geográfica; además, incluye un curso de fonética acústica y articulatoria y recoge muestras de los acentos y entonaciones de todos los países hispanohablantes.

Los participantes en esa particular antología del español universal son todos titulados universitarios de entre 20 y 40 años y residentes en las capitales de cada país. Se trataba, explica José Manuel Blecua, de respetar la variedad de la lengua sin perderse en ella: "¿Qué hacer si no en Ecuador, donde hay tres regiones lingüísticas distintas?" Como todas las publicaciones de la RAE de los últimos años, también la gramática es fruto del trabajo de la Asociación de Academias de la Lengua Española, integrada por 22 países, incluidos Filipinas y Estados Unidos.

Una gramática que sesea

Por supuesto, en las reuniones de trabajo que han dado lugar al tomo de fonética y fonología se seseaba. "Solo somos un 10% los hablantes que no lo hacemos. Lo curioso es que en España haya todavía gente que cree que el seseo es una incorrección. Una alumna estadounidense me dijo una vez: "Qué bien pronuncia usted la z". Yo le respondí: "Pero si soy de Zaragoza. No es ningún mérito".

"Me voy de casa para ir de caza". Solo una minoría de los hispanohablantes pronuncia de forma diferente los dos sustantivos de esa frase. El origen del fenómeno está en las diferencias que a principios del siglo XVI se establecieron entre el norte y el sur de España. El origen meridional de los viajeros que marcharon a América inclinó la balanza. Pero, ¿no se sigue usando como modelo la pronunciación septentrional de la Península? "No. En los Cervantes rige la de cada profesor", responde el responsable de la RAE, que antes fue director académico de ese instituto. "En Israel, por ejemplo, hay muchos argentinos y siempre se plantean que hacer con el voseo, que es algo muy localizado".

El mito del español de Valladolid

Si la fonética estudia desde un punto de vista físico el aspecto material de los sonidos del lenguaje, independientemente de su función en la lengua, la fonología se ocupa de ellos teniendo en cuenta esa función. Las dos des de "dedo" no se pronuncian igual. Cambian según su posición en la sílaba o en la palabra. A un mismo fonema le pueden corresponder sonidos diferentes. Como parte de la gramática, subraya Blecua, la fonología es "la parte más descriptiva y menos normativa". La RAE dice cómo es la lengua oral, no cómo debe ser. "No existe una lengua mejor que otra. En ningún sitio se habla el mejor español del mundo", dice. ¿Y el viejo mito del español de Valladolid? "Es eso, un mito que se debe a Madame D'Aulnoy, una viajera francesa del siglo XVII que escribió un libro muy bonito sobre España. Cuando preguntó dónde se hablaba el mejor español le dijeron que en Valladolid y ahí se quedó. Yo aprendí a hablar allí, así que no se enfadarán conmigo si digo que el mejor español se habla en Cochabamba, en el DF, en Buenos Aires, en Tenerife... y en Valladolid".