jueves, 31 de mayo de 2012

El cuento y el desafío

Gabriel García Márquez  Homenaje: 85.45.30 *

Vivir para contarla, el título de la autobiografía de Gabo, sirve al columnista para hilar algunas ideas sobre el país en el que vivimos

El cuento y el desafío
Gabriel García Márquez sonríe a la cámara del fotógrafo venezolano Vasco Szinetar. foto.fuente:elmalpensante.com
Con motivo de la celebración de los 85 años de García Márquez, se hicieron frecuentes referencias a su autobiografía, Vivir para contarla. Se habló de muchas cosas, menos de lo que yo estaba interesado en saber de manera obsesiva: si a alguien más le parecía raro el título. ¿No les llama la atención? A mí me sorprende que una autobiografía comience con una cláusula, entre aliviada y desafiante, que significa: “todavía estoy aquí”. En efecto, gugleo y escojo referencias al azar, lo que me corrobora que la expresión denota superación de un riesgo extraordinario. Un periodista mexicano nos cuenta desde Tamaulipas que, después de sendos accidentes, los políticos locales “vivieron para contarla”. Y así sucesivamente. El propio Google ofrece la siguiente interpretación: “Si sobrevives a una experiencia peligrosa o atemorizante... se puede decir que has vivido para contarlo”.

A nosotros el título de la obra nos parece más bien rutinario, y me pregunto si esa naturalización de cierto sentimiento de riesgo no es una característica específicamente colombiana, uno de los elusivos rasgos de nuestra aún más elusiva identidad. Claro: no es algo “exclusivamente” nuestro. Desde Oxford hasta Kinshasa, la vida es (también) una “experiencia peligrosa y atemorizante”. “Vivimos en diario temor”. Algunos escritores, entre ellos Bierce, lo supieron mejor que nadie. Uno no puede leer a Kafka sino con el corazón en la mano. La literatura de varios géneros –policial, de horror– solo tiene sentido si es capaz de evocar un buen sobresalto. Cuando Graham Greene llamó a Patricia Highsmith la poetisa de la ansiedad no solo estaba produciendo un elogio fantástico, y plenamente justificado, sino que estaba apuntando a una experiencia profundamente humana. También los políticos, claro, supieron desde el principio que parte fundamental de su oficio consistía en lidiar con el temor y con el riesgo. Tal intuición no ha sido especialidad solo de los matones, aunque estos por supuesto se han esforzado por hacer bien la tarea precisamente en este terreno. Mussolini unió brutalidad y lírica, recomendando “vivir peligrosamente”. Logró, en efecto, vivir peligrosamente –para los demás, pero finalmente incluso para él mismo–. No hablemos ya de la cultura popular. Cualquiera que haya visto programas de televisión como I Survived se dará cuenta del enorme poder que tiene el simple relato de alguien que logra mantenerse en este mundo contra todas las expectativas y probabilidades.

Pero en una autobiografía... Además, hay un giro que sí me parece claramente idiosincrático: esa mezcla de las sensaciones de alivio y de desquite que está encapsulada en expresiones como “vivir para contarla” o “todavía estoy contando el cuento”. Hay en esta dirección un aforismo que siempre me ha parecido maravilloso, por lo contundente y por lo diciente, del gran polemista antioqueño el Ñito Restrepo: “En Colombia, sobrevivir es una venganza”. No es: “increíble, todavía estoy aquí”, como en I Survived (“y miren la cantidad de traumas que me quedaron”). En el Ñito es más bien el grito de triunfo de la víctima que ha conservado su pellejo por un pelo, y hace gestos obscenos a la distancia: “se jodieron: todavía estoy vivo”. ¿No tiene que ver eso con la atormentada trayectoria colombiana? Para poder responder, hay que hacer tres precisiones. Primero, ni de lejos es cierto que Colombia sea el país más violento del mundo, y mucho menos que lo haya sido en el siglo XX. Ese honor queda para los alemanes, o los camboyanos, o los gringos, o los belgas. Segundo, no se sostiene que nuestro siglo XX haya sido de guerra continua. Aquí ya hay que ser más prudentes: incluso nuestros períodos relativamente largos de estabilización –primera mitad del siglo XX, Frente Nacional– estuvieron puntuados por enfrentamientos y negros nubarrones de conflicto civil. Pero la imagen de conflagración ininterrumpida seguramente no se sostenga. Tercero, sí hemos vivido una violencia endémica, de mediana o baja intensidad, con gotero, en buena parte fervientemente localista, ejercida por y contra los próximos, durante décadas. Dos ciclos de violencia muy, muy prolongados –el último, que comienza a finales de los setenta y aún continúa, constituye el conflicto más largo del mundo–, brutales y acerbos, sin fronteras muy bien definidas, sin enemigos con e mayúscula, sino con vagas amenazas acechando en el vecindario... Estoy leyendo prensa diariamente desde antes de alcanzar la mayoría de edad, y no me acuerdo de un solo día sin un suceso de espanto. Y después he venido a darme cuenta de que la abrumadora mayoría de ellos no tienen atribución de autor específico. Eso tiene que dejar algo debajo de la piel.

Ya que esta vez eché por la azarosa trocha de la especulación, añadiría una impresión más. Metido el dedo, metida la mano. Puede ser que esa sensación de estar rodeados de riesgos cotidianos, vagos y espectrales nos lleve a vivir específicamente el riesgo como rabia, y el triunfo como exasperación, sobre todo cuando esa experiencia se mezcla con la del ascenso social acelerado en un país brutalmente desigual (ascensos de vértigo y desigualdad insoportable, dos marcas de la Colombia de las últimas décadas). Pero tienen razón: aquí realmente ya estoy yendo demasiado lejos.

Una de las características más poderosas de García Márquez es su capacidad de apelar a sentimientos universales desde repertorios y experiencias rigurosamente locales. Se me ocurre que hay algo de eso en esta narrativa de su vida como una saga de riesgo y de revancha.
*85 años de Gloria. 45 años de la publicación de Cien años de soledad. 35 años del otorgamiento del Premio Nobel de Literatura.

martes, 29 de mayo de 2012

Por un seno descubierto, vetan la más reciente edición de Arcadia en puntos de venta

Almacenes de cadena se niegan a vender Arcadia porque lleva en su portada un autorretrato de la artista francesa Orlan con el pecho parcialmente descubierto. Gloria Zea y Ana Piedad Jaramillo, directoras del Museo de Arte Moderno de Bogotá y del Museo de Antioquia, critican la medida

Portada de la edición 80 de Arcadia. Polémica que se ha despertado porque asoma un bonito seno. ¿Puritanismo tardío? ¿Secuelas de un consevadurismo doblemoralista cargado de censura? Juzguen lectores. foto.fuente:revistaarcadia.com
Llegan al Mambo en Bogotá y al Museo de Antioquia en Medellín dos exposiciones de la artista francesa Orlan. Su trabajo incluye imágenes controversiales, e incluso ha transmitido en directo las excéntricas cirugías plásticas a las que se ha sometido. Arcadia escogió para su portada un autorretrato en el que la artista sale envuelta en un manto blanco con un pecho parcialmente descubierto, una imagen realizada hace casi 30 años, que ha sido exhibida cientos de veces en los museos más importantes de todo el mundo.
A pesar de que la obra de la portada no tiene ninguno de los elementos chocantes del trabajo de la artista, Arcadia fue rechazada en Panamericana y en Carrefour. Los almacenes explicaron que las asociaciones de padres de familia han sido inclementes en la vigilancia de las imágenes que consideran inadecuadas para sus hijos, que se exhiben en los anaqueles de las cadenas. La reacción pone en evidencia la enorme distancia que aún separa el arte contemporáneo de los prejuicios de la sociedad.
Tanto Gloria Zea, directora del Museo de Arte Moderno en Bogotá, como Ana Piedad Jaramillo, directora del Museo de Antioquia en Medellín, dieron a conocer a este medio su opinión sobre la determinación tomada por los almacenes y sobre la obra de la artista.
“Es absolutamente ridículo –aseguró Zea–. Estamos en 2012, pero volvemos a los tiempos de la inquisición. La decisión es anticuada, cavernaria. La imagen de Arcadia fue justamente la que yo elegí para las invitaciones a la exposición y hasta ahora ha tenido una respuesta extraordinaria. Orlan ha sido un ícono, especialmente para los jóvenes, pues ha sido polémica, contestataria y ha tenido mucho éxito. Justamente lo que ella busca es escandalizar, su trabajo es así, y lo ha logrado”.
Por su parte, Ana Piedad Jaramillo le comentó a Arcadia: “Pienso que en la historia del arte ha habido obras mucho más fuertes y escandalosas. En la exposición, nosotros le advertimos al público que podrá encontrar imágenes inquietantes, pero cuyo único propósito es motivar una reflexión sobre el cuerpo. Orlan tiene una propuesta ética, social y política, incluso tiene un punto de vista frente a la salud, así que me llama la atención la forma en la que reaccionaron a la portada. Además, los museos están llenos de desnudos y a estos asisten miles de niños y colegios. ¿Qué pasará entonces con la Venus de Milo o La maja desnuda?

lunes, 28 de mayo de 2012

Contra el mito de Andrés Caicedo

Este ensayo desmitifica a un ícono literario de Cali y de Colombia en la década de los 70

Andrés Caicedo, autor de ¡Qué viva la música!  foto: archivo. fuente:elespectador.com
Exposición de manuscritos y fotografías en la sala audiovisual de la Biblioteca Luis Ángel Arango; curaduría de Luis Ospina; extenso artículo de Sandro Romero en el número 126 de la revista El malpensante; reedición, esta vez en el sello Alfaguara, de ¡Que viva la música! La enumeración fácilmente podría superar las palabras de esta diatriba. Haciendo caso omiso a mi aspecto de buitre, pelear con los muertos no ocupa un renglón de mi agenda. Sin embargo, algo entre las bambalinas del boom caicediano siembra, cuando menos, sospechas. Quizá la cuestión radica en el manejo dado por los deudos a los despojos de los artistas, sean los huesos o las hojas dejadas en una gaveta. Trátese de la viuda de Roberto Bolaño, la de Borges o los albaceas de contra quien va dirigido este texto, para el caso da igual, los herederos transforman el legado del difunto en una marca de moda, en el seductor clic de máquinas registradoras.
A pesar suyo, mas gracias a sus pocos buenos amigos, Andrés Caicedo pasó de malogrado escritor y prematuro suicida —¿cuál no lo es?— a estandarte de una generación que a punto estuvo de darles un vuelco a las instituciones sociales, pero a la postre resultó acomodada en la burocracia antes blanco de escupitajos y pedradas. Sobre el caleño se ha dicho mucho, la mayor parte de lo cual no resiste un examen minucioso, como a menudo sucede con las leyendas mediáticas. Por ejemplo, la diadema de inventor de la narrativa urbana en Colombia ciñe la melenuda testa del creador de Ojo al cine. Sus personajes, dicen los misarios de la liturgia caicediana, están desgarrados por la disyuntiva de aquello que de ellos se espera y sus reales ambiciones. O el socorrido mantra de intelectuales de naricilla respingada y calculada marginalidad: por fin alguien le dio respiración boca a boca a la momificada novela de esta esquina del continente.
A lo anterior, contesto en orden: Cali es apenas la escenografía de los relatos del cinéfilo, no su núcleo. El Madrid de la posguerra es el centro discursivo de La colmena; Bogotá, al menos la maltrecha red vial, es la médula de Ciudad Baabel; el D.F. es la nuez de La región más transparente. La urbe deja de ser escenario y cobra la dimensión de personaje principal cuando los pequeños dramas de los habitantes pasan a un segundo plano y sirven de pretexto para captar las vibraciones del fenómeno citadino. Nada de eso ocurre en los libros de Caicedo.
Segundo, la desazón existencial de los jóvenes de los años maravillosos, y utilizo la cursiva en una expresión que adquirió con el tiempo ropaje de cliché, es el resultado, entre otras cosas, del triunfo de un modelo socioeconómico basado en la producción y el consumo, y de las secuelas de la conflagración europea de los cuarenta. Eso en la cuna del rock: Inglaterra y EE.UU. En Colombia el diagnóstico es completado por las cientos de matanzas elevadas a la categoría de guerra por nuestra proverbial costumbre de creer que cambiándole de rótulo el problema pierde virulencia. Con esas coordenadas, entendemos de dónde viene la angustia sin matices no sólo de Andrés sino de un no menor número de artistas coetáneos. Además, la declaración de la juventud como umbral de una muerte digna, amén de típica bravata adolescente es un pastiche de la afirmación del personaje de un filme de Nicholas Ray y del famoso aparte de una canción de The Who. La canonización del muerto por propia mano es una estupidez sólo comparable con su total defenestración. El suicidio no mejora la obra ni la enturbia.
Tercero, la salud de la novela colombiana del siglo XX es envidiable. Además del fenómeno García Márquez, del ecuador de la centuria hasta los ochenta proliferan trabajos de registros interesantes. Baste mencionar los nombres de Fanny Buitrago, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Umberto Valverde, Germán Espinoza y Óscar Collazos. En síntesis, Caicedo merece un puesto en los manuales de literatura colombiana —no un capítulo ni una nota pie de página; ojalá un párrafo no escrito por Sandro Romero—, pero lejos está de ser el ábrete sésamo de una tradición valiosa incluso si de él prescindiera.
Así como el destino de Bolívar es eficaz metáfora de la suerte de América Latina —cada quien usa a su antojo la proclamas del prócer, desde el bufón de Chávez hasta los no menos risibles patriarcas del conservadurismo—, Andrés Caicedo ilustra el saldo de los sesenta en Colombia. Lectura obligada en colegios y universidades, santón de una hornada de angelitos con el destino reluciente de Master Card, ícono vendido a cuentagotas pero con pulso firme, rebelde bien visto por el establecimiento literario, alma y nervio del interesante y ya vetusto Caliwood, Caicedo, al menos su póstuma celebridad, es el fruto de una cruzada publicitaria de familiares y amigos. A fin de cuentas, el anzuelo propagandístico en torno a su silueta consiste en asimilarla con un contexto histórico de utopía y drogas. De esa forma, como por arte de magia, la alusión al nombre de Caicedo de inmediato conduce a la época en la cual Ricardo Ray no era un nostálgico pastor protestante y la delincuencia tenía el rostro de James Dean y no el de un pistolero narcotizado.
Una facción de herejes propuso una interesante variación de la doctrina oficial del cristianismo: Jesucristo es la creación suprema de Pablo de Tarso. Aprovechando el cese de actividades del Santo Oficio, concluyo con una parodia de la sacrílega tesis: Andrés Caicedo es tal vez la mejor invención de la mente de Sandro Romero y, en menor medida, de la de Luis Ospina. De hecho, el asunto traspone los umbrales del chiste. El paralelismo entre Pablo de Tarso y Sandro Romero merece el calificativo de sorprendente. Ninguno conoció en persona a Cristo o a Caicedo, no obstante escribieron hasta la extenuación sobre el uno, el primero, o el otro, el segundo. Sin el denuedo apostólico de Pablo y Sandro, Jesús habría sido un sedicioso más, crucificado por los romanos, y Andrés, otro joven burgués con veleidades de genio a quien se le fue la mano con la dosis de calmantes.

domingo, 27 de mayo de 2012

El cuento del domingo

Dalton Trevisan

Pedrinho 


El niño jaló la falda de la mamá quejándose de un dolorcito de cabeza. Bueno, que vaya a jugar con el hermano; jugando el dolor pasaba. Ella ya estaba atrasada con la cena. 
La familia reunida alrededor de la mesa. 
- ¿Dónde está Pedrinho? – preguntó el papá.           

- Jugando allá afuera – respondió la mujer.           
- No con nosotros – añadió el hermano. 
La madre se asomó por la ventana: 
- Vecina, ¿no vio a Pedrinho?

Regresando del cuarto el hermano contó que Pedrinho estaba allá, en la oscuridad, él, el más miedoso de la familia.  
- ¡Echado con zapatos, mi hijo! 
El niño tenía los ojos abiertos en la oscuridad. El papá encendió la luz, le alisó el cabello, le descalzó el zapato de suela ahuecada.  

- Quiero unas zapatillas, papá.          
- Después te las compro. ¿Te duele? 
- Un poco. 
- Tu mamá te traerá una sopita. 
Él lloró que no, con los ojos fijos en la lámpara. 
- No mires hacia la luz, mi hijo. 

El niño pidió para que la apagase. 
- ¿No tienes miedo? 
Sábado frío, con garúa. El papá llevó en los brazos a Pedrinho hasta la farmacia de la esquina. Resfriado, sentenciaba el farmacéutico, después de espiar en la lengua del niño. Recetó un jarabe, una cucharada cada dos horas. El domingo Pedrinho no quiso salir de la cama. El hermano se cansó de jalarle el cabello, él ni lloró. El papá abrió la ventana. 
- ¿No irás a jugar, Pedrinho?

Susurró bajito que no. 
- ¿Todavía con el dolor de cabeza? 

- Sólo un poquito.
- ¿Qué cuente una historia? 
El niño fijaba los ojos en la lámpara apagada. No hizo ni una pregunta, prueba de que no escuchaba. Allá afuera el hermano corría a los gritos. En el almuerzo tomó sopita, por la tarde pestañeó. La madre cosía al lado de la ventana, y, para saber la hora del jarabe, iba a mirar el reloj en la sala. El reloj estaba antes en el cuarto, hasta que el niño hizo señal con la mano, de un día para otro muy pálido. 
- El reloj mamá. Duele…

El tic-tac le estremecía la cabeza. La mamá alejó el reloj y, de dos en dos horas, daba a Pedrinho una cucharada del segundo vidrio del jarabe. El niño con la mirada fija en la lámpara. 
De la cocina la mamá escuchó que la llamaba: 
- Agua, mamá. Agua.

 - ¿Duele la cabeza mi hijo? 
Que sí, con el párpado, bajándolo en el ojo vacío. Tanteaba distraído en el aire. Ella le dirigió la mano que se cerró en el vaso. 
La luz encendida, Pedrinho lloriqueaba. Fue enrolado una hoja de papel alrededor de la lámpara. El papá tocó la puerta de la farmacia. El niño no estaba bien, tenía mucha fiebre, y aquel dolorcito en la cabeza.  

- No es nada – dijo el farmacéutico. – Es gripe. Es igual a mi bronquitis – y comenzó a toser, llevando la mano a su boca desdentada. Al día siguiente el niño no quiso almorzar. La mamá le ponía el vaso en la mano: él bebía, con los ojitos cerrados. De la cocina ella escuchó:        
- André, dame la pelota. ¡Mamá…! Mira a André.
Llegó a la puerta con el secador en las manos.        
- ¿Qué pasa mi hijo?         
- Nada, mamá.-         
- ¿Su hermano está aquí en el cuarto?-        
- No mamá. Era una broma. 
La mujer regresó a la cocina.        
- André, dame la pelota. ¡Mamá…! André no quiere. ¡André me está jalando el cabello mamá! 
Ella corrió hasta la esquina, vino con el farmacéutico.        

- Don Juca, ¿no cree que pueda ser …?         
- ¡Qué esperanza, doña!
Levantó con cuidado la cabeza del niño. 
- ¿Él se quejó?          

- No.         
- ¿Vio usted? Si fuese aquella enfermedad, gritaría de dolor.        
- No para de gemir, el pobrecito. 
A las seis, del regreso del trabajo, el papá entró en el cuarto. 

- Él gimió el día entero – advirtió la mujer.-         
- ¿Qué tiene mi machito? -         
- Dolor, papá.
- Ya pasa mi hijo. 
No se movía en la cama, muy grande para él, de ojos abiertos en la obscuridad. Lloriqueaba, hasta dormido. El papá saltaba de la silla. Venía a acariciarle la frente: ardía. 
Por la mañana pidió las canicas coloridas. Se agitaba con ellas debajo de la sábana. 

Al retornar del trabajo, el papá vio desde la esquina a los vecinos delante de la casa. 
- ¿Por qué demoró tanto hombre de Dios? 

La mujer lloraba en pie, con la cabeza apoyada en la pared. Una vecina restregaba vinagre en los pulsos del niño desmayado. El papá se inclinó en la cama, el niño puso los ojos blancos. 
- ¡Pedrinho…! ¡Pedrinho! 
Rechinaba los dientes que ni ataque de perros. Morado de tanto retorcerse, el cuerpo en arco desde la nuca hasta los talones. Después de cada convulsión cerraba penosamente los ojos. Una mosca vino a importunarlo, retiró la mano de la frazada para espantarla. Ella le andaba por el rostro, el niño daba golpes en la oreja. El papá le alisó el cabello sin ver la mosca. 

- Pss…, pss… Duerme hijito. 
Con sed, el chibolo con los labios agrietados. Empezó a gemir, no dejó que le inclinasen la cabeza, volteándola en la almohada. Cerraba la mano vacía sin alcanzar el vaso. De súbito un salto en la cama. 

- Desvariando, el pobre – dijo la vecina. 
Aquella mosca empezó a volar, él la espantaba con la mano libre. El papá le agarró los dedos. 
- Pss…, pss… 
La mamá le inclinó la cabeza y Pedrinho gritó. De noche, el niño de ojos perdidos en la lámpara. Con el papel de color verde no le dolían los ojos. La mujer salió del cuarto, el papá agitó la mano delante del rostro de su hijo: estaba ciego. 
A las once horas el niño gimió de nuevo: 
- ¿Te duele mi hijito? 
Tieso en la cama, los ojos presos en la lámpara. El papá llamó a la mujer, ni bien vio al hijo, ella se echó a llorar. Se debatía con la mano libre, un gemido allá en lo hondo. Tragando en seco, agitaba la cabeza en la almohada mojado en sudor. La boca chueca quería morder la oreja como un perrito muerde sus pulgas. 

La mamá rezaba de rodillas al lado de la cama. Pedrinho de ojos quietos. Ella soltó un grito:  
- ¡Murió…..! ¡Mi hijito murió! 
- No llore, mujer. Soy el papá, y no estoy llorando. 
Con la ayuda de un pariente el papá lo bañó. El niño permaneció duro sobre la tina, no pudieron sentarlo en el agua. Después la mamá lo vistió, ni era domingo; pantalón azul, camisa blanca, con saco, como un hombrecito. No calzó los viejos zapatos. Lo abrazó tan fuerte, quería ser enterrada con él en el mismo cajón –el hijo tenía miedo a la oscuridad. 

El papá compró las zapatillas dos números mayores. Con el paquete bajo el brazo vio, entre cuatro velas prendidas, al hijo que descansaba sobre la mesa. Calzó las zapatillas blancas, nuevas, en los pies fríos. Al peinarle el rubio cabello constató la cabeza: todavía hervía.  
Se acurrucó en un lado, encendió un cigarro. El cigarro cayó de la boca, y se le partió el corazón en siete pedazos.
Dalton Jérson Trevisan (Curitiba, 14 de junio de 1925) es un escritor brasileño, autor de una reconocida obra cuentística, que incluye El Vampiro de Curitiba (1965). En 1946 fundó la influyente revista cultural Joaquim.
Trevisan trabajó en su juventud en una fábrica de vidrios familiar, y ejerció la abogacía durante 7 años, después de graduarse en la Facultad de Derecho de Paraná, hoy parte de la actual Universidad Federal de Paraná. En su época de estudiante, ya publicaba poesía y sus primeros cuentos en modestos folletos.
Lideró el grupo que editó la revista Joaquim, publicada en Curitiba, entre abril de 1946 y diciembre de 1948. La publicación alcanzó difusión nacional y se convirtió en portavoz de autores ya reconocidos y de otros que conformarían una importante generación de escritores, críticos, poetas y artistas gráficos modernistas que pasó a ser conocida como la Generación del 45. Algunos de los autores reunidos en torno a Joaquim fueron Antonio Cândido, Mario de Andrade, Otto Maria Carpeaux, Carlos Drummond de Andrade, Vinicius de Moraes y Sérgio Milliet. También se publicaron traducciones de Joyce, Proust, Kafka, Sartre y Gide. La revista era ilustrada por artistas como Cândido Portinari, Poty, Di Cavalcanti, Heitor dos Prazeres y Fayga Ostrower.1
En esta revista, Trevisan publicó el material de sus primeras obras de ficción, incluyendo Sonata ao Luar (1945) y Sete Anos de Pastor (1948), dos libros de los cuales luego renegaría. En 1954 publicó Guia Histórico de Curitiba, Crônicas da Província de Curitiba, O Dia de Marcos y Os Domingos o Ao Armazém do Lucas, en forma de ediciones populares con formato de folleto.2
Es uno los mejores cuentistas de la literatura brasileña moderna. A pesar de su notoriedad, durante décadas ha evitado sistemáticamente entrevistas en los medios de comunicación, creando una atmósfera de misterio en torno a su nombre. Incluso ha enviado representantes al momento de retirar los numerosos premios que su obra mereció, y apenas firma sus trabajos como «D. Trevis». Debido a esta conducta, recibió el sobrenombre de «El Vampiro de Curitiba», título de una de sus obras más conocidas.3
Inspirado en los habitantes de su ciudad natal, creó personajes y situaciones de significación universal, en el que las tramas psicológicas y las costumbres son recreados por medio de un lenguaje conciso y popular, que rescata incidentes cotidianos signados por el sufrimiento y la angustia.
A Polaquinha (1985) es la única novela de su vasta obra cuentística. Recibió dos veces el Premio Jabuti de la Cámara Brasileña del Libro por Novelas nada Exemplares (1959) y por Cemitério de Elefantes (1964). Con este último libro también obtuvo el Premio Fernando Chinaglia, de la Unión Brasileña de Escritores. Noites de Amor em Granada y Morte na Praça (1964) recibieron el Premio Luís Cláudio de Sousas, del Pen Club de Brasil. En 1996 recibió el Premio de Literatura del Ministerio de Cultura por el conjunto de su obra. En 2003, compartió con Bernardo Carvalho el Primer Premio Portugal Telecom de Literatura Brasileña, por su libro Pico na veia.4 Su obra A Guerra Conjugal (1969) fue llevada al cine por Joaquim Pedro de Andrade en 1976.5.
También acaba de obtener el Premio Camoes a su obra, siendo el tercero escritor brasileño en obtenerlo.
Algunas traducciones de sus obras en español. Novelas Nada Ejemplares - traducción de Juan García Gayo, Monte Ávila - Caracas (1970). El Vampiro de Curitiba - traducción de Haydée M. J. Barroso, Sudamericana - Buenos Aires (1976).
Novelas nada exemplares, 1959 Editora Record, 1979 
El primer libro publicado por el maestro del cuento brasileño es este, que tanto alboroto causó en su momento: no estaban preparados para tanta frialdad. Pareciera que hasta entonces no habían plasmado la verdad cruda en historia alguna, y al salir esta obra con sus treinta relatos extraídos de la realidad curitibana, que puede extenderse a la brasileña y latinoamericana, fue albo de duras reseñas y feroces críticas que podrían relegar al olvido a cualquier joven escritor, y más cuando vienen de personajes tan respetados en el ambiente cultural de la época, como Otto Maria Carpeaux, ensayista y crítico literario austríaco radicado en Brasil. 
En todos los relatos se percibe que como nunca la ficción está muy unida a la realidad, como si el escritor hubiese sido testigo presencial en cada historia, para poder describir los detalles –parpadeos, tics, sudores, olores, hedores, silencios, etc- más mínimos para las diversas escenas que grafica con maestría.
Aunque todas las historias aquí tienen su encanto –desde la más pícara hasta la más triste- los que más disfruté fueron “Pedrinho” que abre el conjunto, donde la tristeza es total: estremece, abruma, desde un principio ronda esa ausencia total de esperanza; “João Nicolau” donde nos presenta las vicisitudes del João del título, un paria, desde su juventud hasta su muerte, relato corto que con mucha habilidad nos entrega lo peor en la vida de aquel tipo; “La sopa”, en la intimidad de una familia humilde, la señora hará una confesión al marido, confesión mucho más dura que una infidelidad; “Penélope”, donde los silencios llegan a ser ensordecedores. 
Algo en común entre todos los relatos es esa tristeza y desánimo que hay en los personajes aunque ante un tercero parezcan felices, normales. Son esos momentos más tensos y duros por los que todos pasamos en alguna etapa de la vida los que Trevisan llega a “cazar” y plasmar en sus historias. 
Al repasar lo que el escritor Carlos Heitor Cony –quien se manda con la reseña e información en las lengüetas- indica, imagino que lo que Carpeaux hizo con su crítica, sin querer, fue atraer la atención de la gente, despertando la curiosidad por saber quién era éste loco por quien el “maestroCarpeaux” –como lo llama Cony- dedicaba tiempo en este libro. 
El maestro Trevisan sigue en pleno proceso de creación y lo que es mejor, publicando: en el 2011 salió su último libro de cuentos “O anão e a ninfeta” (“El enano y la ninfa”); yo por ahora sigo descubriendo sus obras más antiguas, conforme las vaya encontrando. 
Hasta ahora las historias de Dalton Trevisan son un manjar que no empalaga.
Reseña sobre Novelas Nada Ejemplares.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Foto, texto y reseña: www.paperblog.com

sábado, 26 de mayo de 2012

Ciclo: una imagen necesita más de mil palabras

Literatura y cine colombianos

Paraíso Travel

del director Simón Brand, adaptación de la novela homónima de Jorge Franco




Simón Brand (Cali) Director de cine colombiano. Comenzó comunicación social en la Universidad Javeriana de Bogotá, pero nunca terminó la carrera. Está casado con la modelo y presentadora colombiana Claudia Bahamón. Trabajó en videos musicales de diversos cantantes como Juanes, Fanny Lú, Enrique Iglesias, Paulina Rubio, Ricky Martin,Belanova Shakira, Thalía, Jessica Simpson, Celia Cruz,Chayanne, Stephanie Cayo, entre otros. Ha recibido 3 nominaciones al premio Grammy y tiene en su haber más de 200 anuncios publicitarios. Ha dirigido dos películas con resultados nunca antes alcanzados para un director colombiano. Su opera prima es Unknown (Mentes en blanco) con Jim Caviezel, Greg Kinnear , Joe Pantoliano. Tuvo un costo de 3 millones de dólares y hasta el momento ha recaudado más de US $17 millones en el mundo entero. En el 2008 se estrenó en Colombia su segundo largometraje Paraíso Travel con una impresionante cifra de 1 millón de espectadores convirtiéndola en la película más taquillera del 2008 y la 3ra de la historia en el cine colombiano. La revista TIME la considera una de las mejores películas latinoamericanas de la última década. 1 Ha participado en más de 14 festivales internacionales (Tribeca, Huelva, Morelia, Montreal, Málaga, Los Angeles y Guadalajara) y en casi todos ha recibido el premio del público. En su reparto están Jhon Leguizamo, Margarita Rosa de Francisco, Ana de la Reguera, Aldemar Correa y Angélica Blandón. Recientemente fue considerado por la revista Variety como uno de los latinos más influyentes en Hollywood. Su próximo proyecto sigue siendo un misterio.
Paraíso Travel. En esta película, basada en la novela homónima de Jorge Franco, Marlon y Reina emprenderán una aventura que cambiará por completo sus vidas y les enseñará a encontrarse a sí mismos.
En un momento en donde el cine colombiano parece haberse estancado en historias llenas de narcotráfico, armas, drogas, sicarios, y, como para variar, violencia y más violencia, encontramos un respiro en cintas que le apuestan al lado humano, a los dramas y a otras problemáticas sociales.
El drama de los indocumentados en Estados Unidos fue fielmente plasmado hacia 2002 por Jorge Franco en su novela Paraíso Travel. Lo hizo a través de los ojos de Marlon y Reina, dos jóvenes paisas, quienes deciden embarcarse en una odisea llena de humillaciones y pérdidas para alcanzar el tan anhelado sueño americano. Su destino: Nueva York. Comenzar una nueva vida lejos es todo un desafío, y más si se está como ilegal. Historia. Es un largo camino lleno de obstáculos y dificultades, en donde la paranoia es el compañero del día a día. Esto lo logró reflejar en la pantalla grande el director Simón Brand, quien este año nos presentó Mentes en Blanco, y se aventuró en la adaptación de la segunda novela de Franco Ramos.
Después de días fríos, malos tratos e incertidumbre, Marlon y Reina han logrado cruzar la frontera de Estados Unidos a través de El Hueco junto a otros avezados personajes que buscan un mejor futuro. Hospedados en una pensión de mala muerte comienzan una discusión común en su relación. Indignado por la manera en que lo trata su novia sale a fumar y a pensar, pero un pequeño tropiezo con la policía lo atemoriza y sale corriendo sin destino. Separados, tratan de encontrar un nuevo camino en una ciudad despiadada y fría pero que guarda, cual tesoro escondido, personas dispuestas a brindar una mano en el momento indicado.
Sin duda, el amor es el motor que motiva a Marlon a sobrevivir en esta ciudad. Perder a Reina es algo que no puede perdonarse y es la fuerza que lo mueve.
Sin embargo, su obsesión por encontrarla en una ciudad tan grande como Nueva York, lo hará perder a nuevas personas dispuestas a ofrecerle un comienzo, entre ellos uno nuevo amor.
Paraíso Travel es una película que muestra la idiosincrasia de los inmigrantes latinos. Logra exponer con sus escenas el drama y las situaciones que tienen que enfrentar aquellos que en busca de condiciones de vida mejores exponen sus vidas en una tierra foránea y desconocida que constantemente los rechaza. Silvia Vargas Niño. 
Paraíso Travel
Director: Simon Brand. Productores: Santiago Díaz, Juan Rendón, Alex Pereira e Isaac Lee.
País: Colombia. Año de producción: 2007. Reparto. Aldemar Correa, Angélica Blandon, Margarita Rosa de Francisco, Ana de la Reguera, Vicky Rueda, Ana María Sánchez, Luis Fernando Múnera, Germán Jaramillo, John Leguizamo, Pedro Capó.

Fuentes:Wikipedia. Planb.com.co.jorge-franco.com

Gabo y la primavera del cuento

En el mundo de la literatura ya circula la idea de que, bajo la influencia de los medios digitales, los relatos cortos volverán a estar de moda: los lectores buscan textos breves y los escritores experimentan con pocos caracteres. En este contexto, se publica un libro que reúne la cuentística total de Gabriel García Márquez

Gabriel García Márquez cumplió 85 años. Cien años de soledad lleva 45 años de su publicación.El otorgamiento del Premio Nobel de Literatura cuenta 35 años. Homenaje: 85.45.30 durante el segundo semestre del 2012 en Bibliófilos Café Literario. foto.fuente:revistaarcadia.com
En Todos los cuentos, Mondadori reúne, por primera vez en un mismo volumen, 41 relatos imprescindibles que recorren la trayectoria del autor de Cien años de soledad. El libro ya está a la venta en España y en América Latina.
El lector encontrará sus relatos tempranos, recogidos bajo el título Ojos de perro azul, entre los que se incluye "Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo".
El libro cuenta, además, con obras escritas en plena madurez del autor: "La siesta del martes", "Un día de estos" y "En este pueblo no hay ladrones" son algunos de sus clásicos. También está, por supuesto, "Los funerales de la Mamá Grande", cuyas primeras líneas son todavía recordadas por los amantes de las letras: “Esta es, incrédulos del mundo entero, la verídica historia de la Mamá Grande, soberana absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió en olor de santidad un martes del setiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo Pontífice”.
Otras obras memorables hacen parte del libro, como "La increíble y triste historia de la cándida Eréndida y de su abuela desalmada" –uno de los cuentos más extensos de su trayectoria literaria– y "Un señor muy viejo con una alas enormes", que narra la historia del que podría ser el ángel más desgraciado del universo: “Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero”.
Sus relatos más recientes son los que se publicaron en "Doce cuentos peregrinos", que transcurren en Europa, a diferencia de los anteriores, en los que la ambientación caribe y latinoamericana sobresalía. Son historias de latinoamericanos que enfrentan el día a día lejos de sus raíces. Algunas de las más recordadas son "El rastro de tu sangre en la nieve", "Solo vine a hablar por teléfono" y "La santa".
Gabriel García Márquez, nacido en Aracataca, Colombia en 1928, es una de las figuras más importantes e influyentes de la literatura universal. Ganador del Premio Nobel de Literatura en 1982, es además cuentista, ensayista, crítico cinematográfico, autor de guiones y, sobre todo, un intelectual comprometido con los grandes problemas actuales.
Máxima figura del llamado "realismo mágico", entre sus novelas más importantes figuran Cien años de soledad, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciadaEl general en su laberinto, El amor en los tiempos de cólera, Diatriba de amor contra un hombre sentado, un intenso monólogo, además, su único texto dramático pensado para el teatro.
En el año 2002 publicó la primera parte de su autobiografía, Vivir para contarla, y en 2010 un compendio de sus discursos más célebres, Yo no vengo a decir un discurso.

lunes, 21 de mayo de 2012

Que digan que estoy dormido

La muerte de Carlos Fuentes

Muriera donde muriera, el mexicano Carlos Fuentes dejó instrucciones precisas de que lo enterraran en el cementerio de Montparnasse, "cerca de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir" 

Héctor Abad Faciolince arremete contra Carlos Fuentes, quien en vida estuvo más preocupado por la imagen mediática del escritor que de la calidad de su literatura.foto:archivo.fuente:elespectador.com
Mientras cargan para allá con sus restos, me acordé de la voz de Jorge Negrete cantando un corrido de su país: “México lindo y querido / si muero lejos de ti / que digan que estoy dormido / y que me traigan aquí”. Aquí lo pueden oír: http://bit.ly/rz5N1I y aprovechen para fijarse en la imagen de Jorge Negrete. Su estampa fue el modelo de belleza para los latin lovers: moreno, delgado, mero macho, peinadísimo, de corbata, con bigotico negro muy cuidado. ¿A quién se parece mucho? Pues nada menos que a Carlos Fuentes.
Fuentes, desde hace decenios, se paseaba por el mundo entero como una especie de embajador de la literatura, perfectamente ataviado como Jorge Negrete, dando discursos en los que pontificaba sobre todo lo divino y humano: no solamente sobre quiénes eran sus herederos legítimos en la literatura latinoamericana, sino sobre cualquier tema de sociedad o política internacional. Al mismo tiempo, casi cada año presentaba nuevos libros, lo cual habla muy bien de su capacidad de trabajo, pero que comparados con sus grandes primeras obras (La muerte de Artemio Cruz, Aura, La región más transparente) parecían escritos por un aprendiz. Son ensayos y novelas descuidados, precipitados, como si hubieran sido escritos en hoteles y aeropuertos, cuando las recepciones y los agasajos dejan un espacio en la vida. Los libros de madurez de Fuentes eran dignos, aunque muy abundantes. Una vez Monsiváis declaró que si a Fuentes le habían dado una beca de dos años para escribir Terra Nostra, a él deberían darle otra para leerlo. Pero el personaje Fuentes acabó dándole un golpe de estado al escritor Fuentes. Cuanto más crecía el primero, menos bien escribía el segundo.
En la ‘cultura del espectáculo’ de la que habla Vargas Llosa en su último libro, el escritor contemporáneo corre un grave riesgo: que su imagen se lleve por delante su obra. Que la permanente exposición al mundo aniquile su concentración como artista. Al conocer a Fuentes había algo que llamaba la atención y que José Saramago registró con agudeza: “No soy persona que pueda ser fácilmente intimidada, pero mis primeros contactos con Carlos Fuentes, en todo caso siempre cordiales (…), no fueron fáciles, no por su culpa, sino por una especie de resistencia que me impedía aceptar con naturalidad lo que en Carlos Fuentes era naturalísimo, y que no es otra cosa que su forma de vestir. Todos sabemos que Fuentes viste bien, con elegancia y buen gusto, la camisa sin una arruga, los pantalones con la raya perfecta, pero, por ignotas razones, pensaba yo que un escritor, especialmente si pertenecía a esa parte del mundo, no debería vestir así. Gran equivocación mía. Al final, Carlos Fuentes hizo compatible la mayor exigencia crítica, el mayor rigor ético, que son los suyos, con una corbata bien elegida. No es pequeña cosa, créanme”.
Concuerdo con la primera observación de Saramago; menos con el matiz que luego le da. A Carlos Fuentes le gustaba hacer un permanente monumento de sí mismo, empezando por el exagerado atavío. Le gustaba oírse hablar, oírse caminar. Le gustaba su imagen de Negrete en los espejos. Se sentía cómodo en su papel de pontífice de las letras. Era tieso, solemne. Y su último acto fue prepararse la tumba en París, cerca de quienes él consideraba sus pares. Dijo en una de sus últimas entrevistas: “Tengo un monumento muy bonito esperándome; se acerca el momento de ir a ocuparlo”. Dentro de poco estará ahí, en su automonumento. Para algunos escritores este es “un modelo de intelectual”. Para otros, entre quienes me cuento, es el antimodelo: exactamente eso a lo que nunca quisiéramos parecernos. ¿Se imaginan a Coetzee, a Philip Roth o a García Márquez mandándose a hacer un monumento? No lo necesitan: su único y verdadero monumento son sus libros.

domingo, 20 de mayo de 2012

El cuento del domingo


Carlos Fuentes

La muñeca reina


I

Vine porque aquella tarjeta, tan curiosa, me hizo recordar su existencia. La encontré en un libro olvidado cuyas páginas habían reproducido un espectro de la caligrafía infantil. Estaba acomodando, después de mucho tiempo de no hacerlo, mis libros. Iba de sorpresa en sorpresa, pues algunos, colocados en las estanterías más altas, no fueron leídos durante mucho tiempo. Tanto, que el filo de las hojas se había granulado, de manera que sobre mis palmas abiertas cayó una mezcla de polvo de oro y escama grisácea, evocadora del barniz que cubre ciertos cuerpos entrevistos primero en los sueños y después en la decepcionante realidad de la primera función de ballet a la que somos conducidos. Era un libro de mi infancia -acaso de la de muchos niños- y relataba una serie de historias ejemplares más o menos truculentas que poseían la virtud de arrojarnos sobre las rodillas de nuestros mayores para preguntarles, una y otra vez, ¿por qué? Los hijos que son desagradecidos con sus padres, las mozas que son raptadas por caballerangos y regresan avergonzadas a la casa, así como las que de buen grado abandonan el hogar, los viejos que a cambio de una hipoteca vencida exigen la mano de la muchacha más dulce y adolorida de la familia amenazada, ¿por qué? No recuerdo las respuestas. Sólo sé que de entre las páginas manchadas cayó, revoloteando, una tarjeta blanca con la letra atroz de Amilamia: Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.

Y detrás estaba ese plano de un sendero que partía de la X que debía indicar, sin duda, la banca del parque donde yo, adolescente rebelde a la educación prescrita y tediosa, me olvidaba de los horarios de clase y pasaba varias horas leyendo libros que, si no fueron escritos por mí, me lo parecían: ¿cómo iba a dudar que sólo de mi imaginación podían surgir todos esos corsarios, todos esos correos del zar, todos esos muchachos, un poco más jóvenes que yo, que bogaban el día entero sobre una barcaza a lo largo de los grandes ríos americanos? Prendido al brazo de la banca como a un arzón milagroso, al principio no escuché los pasos ligeros que, después de correr sobre la grava del jardín, se detenían a mis espaldas. Era Amilamia y no supe cuánto tiempo me habría acompañado en silencio si su espíritu travieso, cierta tarde, no hubiese optado por hacerme cosquillas en la oreja con los vilanos de un amargón que la niña soplaba hacia mí con los labios hinchados y el ceño fruncido.

Preguntó mi nombre y después de considerarlo con el rostro muy serio, me dijo el suyo con una sonrisa, si no cándida, tampoco demasiado ensayada. Pronto me di cuenta que Amilamia había encontrado, por así decirlo, un punto intermedio de expresión entre la ingenuidad de sus años y las formas de mímica adulta que los niños bien educados deben conocer, sobre todo para los momentos solemnes de la presentación y la despedida. La gravedad de Amilamia, más bien, era un don de su naturaleza, al grado de que sus momentos de espontaneidad, en contraste, parecían aprendidos. Quiero recordarla, una tarde y otra, en una sucesión de imágenes fijas que acaban por sumar a Amilamia entera. Y no deja de sorprenderme que no pueda pensar en ella como realmente fue, o como en verdad se movía, ligera, interrogante, mirando de un lado a otro sin cesar. Debo recordarla detenida para siempre, como en un álbum. Amilamia a lo lejos, un punto en el lugar donde la loma caía, desde un lago de tréboles, hacia el prado llano donde yo leía sentado sobre la banca: un punto de sombra y sol fluyentes y una mano que me saludaba desde allá arriba. Amilamia detenida en su carrera loma abajo, con la falda blanca esponjada y los calzones de florecillas apretados con ligas alrededor de los muslos, con la boca abierta y los ojos entrecerrados porque la carrera agitaba el aire y la niña lloraba de gusto. Amilamia sentada bajo los eucaliptos, fingiendo un llanto para que yo me acercara a ella. Amilamia boca abajo con una flor entre las manos: los pétalos de un amento que, descubrí más tarde, no crecía en este jardín, sino en otra parte, quizás en el jardín de la casa de Amilamia, pues la única bolsa de su delantal de cuadros azules venía a menudo llena de esas flores blancas. Amilamia viéndome leer, detenida con ambas manos a los barrotes de la banca verde, inquiriendo con los ojos grises: recuerdo que nunca me preguntó qué cosa leía, como si pudiese adivinar en mis ojos las imágenes nacidas de las páginas. Amilamia riendo con placer cuando yo la levantaba del talle y la hacía girar sobre mi cabeza y ella parecía descubrir otra perspectiva del mundo en ese vuelo lento. Amilamia dándome la espalda y despidiéndose con el brazo en alto y los dedos alborotados. Y Amilamia en las mil posturas que adoptaba alrededor de mi banca: colgada de cabeza, con las piernas al aire y los calzones abombados; sentada sobre la grava, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en el mentón; recostada sobre el pasto, exhibiendo el ombligo al sol; tejiendo ramas de los árboles, dibujando animales en el lodo con una vara, lamiendo los barrotes de la banca, escondida bajo el asiento, quebrando sin hablar las cortezas sueltas de los troncos añosos, mirando fijamente el horizonte más allá de la colina, canturreando con los ojos cerrados, imitando las voces de pájaros, perros, gatos, gallinas, caballos. Todo para mí, y sin embargo, nada. Era su manera de estar conmigo, todo esto que recuerdo, pero también su manera de estar a solas en el parque. Sí; quizás la recuerdo fragmentariamente porque mi lectura alternaba con la contemplación de la niña mofletuda, de cabello liso y cambiante con los reflejos de la luz: ora pajizo, ora de un castaño quemado. Y sólo hoy pienso que Amilamia, en ese momento, establecía el otro punto de apoyo para mi vida, el que creaba la tensión entre mi propia infancia irresuelta y el mundo abierto, la tierra prometida que empezaba a ser mía en la lectura.

Entonces no. Entonces soñaba con las mujeres de mis libros, con las hembras -la palabra me trastornaba- que asumían el disfraz de la Reina para comprar el collar en secreto, con las invenciones mitológicas -mitad seres reconocibles, mitad salamandras de pechos blancos y vientres húmedos- que esperaban a los monarcas en sus lechos. Y así, imperceptiblemente, pasé de la indiferencia hacia mi compañía infantil a una aceptación de la gracia y gravedad de la niña, y de allí a un rechazo impensado de esa presencia inútil. Acabó por irritarme, a mí que ya tenía catorce años, esa niña de siete que no era, aún, la memoria y su nostalgia, sino el pasado y su actualidad. Me habla dejado arrastrar por una flaqueza. Juntos habíamos corrido, tomados de la mano, por el prado. Juntos habíamos sacudido los pinos y recogido las piñas que Amilamia guardaba con celo en la bolsa del delantal. Juntos habíamos fabricado barcos de papel para seguirlos, alborozados, al borde de la acequia. Y esa tarde, cuando juntos rodamos por la colina, en medio de gritos de alegría, y al pie de ella caímos juntos, Amilamia sobre mi pecho, yo con el cabello de la niña en mis labios, y sentí su jadeo en mi oreja y sus bracitos pegajosos de dulce alrededor de mi cuello, le retiré con enojo los brazos y la dejé caer. Amilamia lloró, acariciándose la rodilla y el codo heridos, y yo regresé a mi banca. Luego Amilamia se fue y al día siguiente regresó, me entregó el papel sin decir palabra y se perdió, canturreando, en el bosque. Dudé entre rasgar la tarjeta o guardarla en las páginas del libro. Las tardes de la granja. Hasta mis lecturas se estaban infantilizando al lado de Amilamia. Ella no regresó al parque. Yo, a los pocos días, salí de vacaciones y después regresé a los deberes del primer año de bachillerato. Nunca la volví a ver.

II

Y ahora, casi rechazando la imagen que es desacostumbrada sin ser fantástica y por ser real es más dolorosa, regreso a ese parque olvidado y, detenido ante la alameda de pinos y eucaliptos, me doy cuenta de la pequeñez del recinto boscoso, que mi recuerdo se ha empeñado en dibujar con una amplitud que pudiera dar cabida al oleaje de la imaginación. Pues aquí habían nacido, hablado y muerto Strogoff y Huckleberry, Milady de Winter y Genoveva de Brabante: en un pequeño jardín rodeado de rejas mohosas, plantado de escasos árboles viejos y descuidados, adornado apenas con una banca de cemento que imita la madera y que me obliga a pensar que mi hermosa banca de hierro forjado, pintada de verde, nunca existió o era parte de mi ordenado delirio retrospectivo. Y la colina... ¿Cómo pude creer que era eso, el promontorio que Amilamia bajaba y subía durante sus diarios paseos, la ladera empinada por donde rodábamos juntos? Apenas una elevación de zacate pardo sin más relieve que el que mi memoria se empeñaba en darle.

Me buscas aquí como te lo divujo. Entonces habría que cruzar el jardín, dejar atrás el bosque, descender en tres zancadas la elevación, atravesar ese breve campo de avellanos -era aquí, seguramente, donde la niña recogía los pétalos blancos-, abrir la reja rechinante del parque y súbitamente recordar, saber, encontrarse en la calle, darse cuenta de que todas aquellas tardes de la adolescencia, como por milagro, habían logrado suspender los latidos de la ciudad circundante, anular esa marea de pitazos, campanadas, voces, llantos, motores, radios, imprecaciones: ¿cuál era el verdadero imán: el jardín silencioso o la ciudad febril? Espero el cambio de luces y paso a la otra acera sin dejar de mirar el iris rojo que detiene el tránsito. Consulto el papelito de Amilamia. Al fin y al cabo, ese plano rudimentario es el verdadero imán del momento que vivo, y sólo pensarlo me sobresalta. Mi vida, después de las tardes perdidas de los catorce años, se vio obligada a tomar los cauces de la disciplina y ahora, a los veintinueve, debidamente diplomado, dueño de un despacho, asegurado de un ingreso módico, soltero aún, sin familia que mantener, ligeramente aburrido de acostarme con secretarias, apenas excitado por alguna salida eventual al campo o a la playa, carecía de una atracción central como las que antes me ofrecieron mis libros, mi parque y Amilamia. Recorro la calle de este suburbio chato y gris. Las casas de un piso se suceden monótonamente, con sus largas ventanas enrejadas y sus portones de pintura descascarada. Apenas el rumor de ciertos oficios rompe la uniformidad del conjunto. El chirreo de un afilador aquí, el martilleo de un zapatero allá. En las cerradas laterales, juegan los niños del barrio. La música de un organillo llega a mis oídos, mezclada con las voces de las rondas. Me detengo un instante a verlos, con la sensación, también fugaz, de que entre esos grupos de niños estaría Amilamia, mostrando impúdicamente sus calzones floreados, colgada de las piernas desde un balcón, afecta siempre a sus extravagancias acrobáticas, con la bolsa del delantal llena de pétalos blancos. Sonrío y por vez primera quiero imaginar a la señorita de veintidós años que, si aún vive en la dirección apuntada, se reirá de mis recuerdos o acaso habrá olvidado las tardes pasadas en el jardín.

La casa es idéntica a las demás. El portón, dos ventanas enrejadas, con los batientes cerrados. Un solo piso, coronado por un falso barandal neoclásico que debe ocultar los menesteres de la azotea: la ropa tendida, los tinacos de agua, el cuarto de criados, el corral. Antes de tocar el timbre, quiero desprenderme de cualquier ilusión. Amilamia ya no vive aquí. ¿Por qué iba a permanecer quince años en la misma casa? Además, pese a su independencia y soledad prematuras, parecía una niña bien educada, bien arreglada, y este barrio ya no es elegante; los padres de Amilamia, sin duda, se han mudado. Pero quizás los nuevos inquilinos saben a dónde.

Aprieto el timbre y espero. Vuelvo a tocar. Ésa es otra contingencia: que nadie esté en casa. Y yo, ¿sentiré otra vez la necesidad de buscar a mi amiguita? No, porque ya no será posible abrir un libro de la adolescencia y encontrar, al azar, la tarjeta de Amilamia. Regresaría a la rutina, olvidaría el momento que sólo importaba por su sorpresa fugaz.

Vuelvo a tocar. Acerco la oreja al portón y me siento sorprendido: una respiración ronca y entrecortada se deja escuchar del otro lado; el soplido trabajoso, acompañado por un olor desagradable a tabaco rancio, se filtra por los tablones resquebrajados del zaguán.

-Buenas tardes. ¿Podría decirme...?

Al escuchar mi voz, la persona se retira con pasos pesados e inseguros. Aprieto de nuevo el timbre, esta vez gritando:

-¡Oiga! ¡Ábrame! ¿Qué le pasa? ¿No me oye?

No obtengo respuesta. Continúo tocando el timbre, sin resultados. Me retiro del portón, sin alejar la mirada de las mínimas rendijas, como si la distancia pudiese darme perspectiva e incluso penetración. Con toda la atención fija en esa puerta condenada, atravieso la calle caminando hacia atrás; un grito agudo me salva a tiempo, seguido de un pitazo prolongado y feroz, mientras yo, aturdido, busco a la persona cuya voz acaba de salvarme, sólo veo el automóvil que se aleja por la calle y me abrazo a un poste de luz, a un asidero que, más que seguridad, me ofrece un punto de apoyo para el paso súbito de la sangre helada a la piel ardiente, sudorosa. Miro hacia la casa que fue, era, debía ser la de Amilamia. Allá, detrás de la balaustrada, como lo sabía, se agita la ropa tendida. No sé qué es lo demás: camisones, pijamas, blusas, no sé; yo veo ese pequeño delantal de cuadros azules, tieso, prendido con pinzas al largo cordel que se mece entre una barra de fierro y un clavo del muro blanco de la azotea.

III

En el Registro de la Propiedad me han dicho que ese terreno está a nombre de un señor R. Valdivia, que alquila la casa. ¿A quién? Eso no lo saben. ¿Quién es Valdivia? Ha declarado ser comerciante. ¿Dónde vive? ¿Quién es usted?, me ha preguntado la señorita con una curiosidad altanera. No he sabido presentarme calmado y seguro. El sueño no me alivió de la fatiga nerviosa. Valdivia. Salgo del Registro y el sol me ofende. Asocio la repugnancia que me provoca el sol brumoso y tamizado por las nubes bajas -y por ello más intenso- con el deseo de regresar al parque sombreado y húmedo. No, no es más que el deseo de saber si Amilamia vive en esa casa y por qué se me niega la entrada. Pero lo que debo rechazar, cuanto antes, es la idea absurda que no me permitió cerrar los ojos durante la noche. Haber visto el delantal secándose en la azotea, el mismo en cuya bolsa guardaba las flores, y creer por ello que en esa casa vivía una niña de siete años que yo había conocido catorce o quince antes... Tendría una hijita. Sí. Amilamia, a los veintidós años, era madre de una niña que quizás se vestía igual, se parecía a ella, repetía los mismos juegos, ¿quién sabe?, iba al mismo parque. Y cavilando llego de nuevo hasta el portón de la casa. Toco el timbre y espero el resuello agudo del otro lado de la puerta. Me he equivocado. Abre la puerta una mujer que no tendrá más de cincuenta años. Pero envuelta en un chal, vestida de negro y con zapatos de tacón bajo, sin maquillaje, con el pelo estirado hasta la nuca, entrecano, parece haber abandonado toda ilusión o pretexto de juventud y me observa con ojos casi crueles de tan indiferentes.

-¿Deseaba?

-Me envía el señor Valdivia. -Toso y me paso una mano por el pelo. Debí recoger mi cartapacio en la oficina. Me doy cuenta de que sin él no interpretaré bien mi papel.

-¿Valdivia? -La mujer me interroga sin alarma; sin interés.

-Sí. El dueño de la casa.

Una cosa es clara: la mujer no delatará nada en el rostro. Me mira impávida.

-Ah sí. El dueño de la casa.

-¿Me permite?...

Creo que en las malas comedias el agente viajero adelanta un pie para impedir que le cierren la puerta en las narices. Yo lo hago, pero la señora se aparta y con un gesto de la mano me invita a pasar a lo que debió ser una cochera. Al lado hay una puerta de cristal y madera despintada. Camino hacia ella, sobre los azulejos amarillos del patio de entrada, y vuelvo a preguntar, dando la cara a la señora que me sigue con paso menudo:

-¿Por aquí?

La señora asiente y por primera vez observo que entre sus manos blancas lleva una camándula con la que juguetea sin cesar. No he vuelto a ver esos viejos rosarios desde mi infancia y quiero comentarlo, pero la manera brusca y decidida con que la señora abre la puerta me impide la conversación gratuita. Entramos a un aposento largo y estrecho. La señora se apresura a abrir los batientes, pero la estancia sigue ensombrecida por cuatro plantas perennes que crecen en los macetones de porcelana y vidrio incrustado. Sólo hay en la sala un viejo sofá de alto respaldo enrejado de bejuco y una mecedora. Pero no son los escasos muebles o las plantas lo que llama mi atención. La señora me invita a tomar asiento en el sofá antes de que ella lo haga en la mecedora.

A mi lado, sobre el bejuco, hay una revista abierta.

-El señor Valdivia se excusa de no haber venido personalmente.

La señora se mece sin pestañear. Miro de reojo esa revista de cartones cómicos.

-La manda saludar y...

Me detengo, esperando una reacción de la mujer. Ella continúa meciéndose. La revista está garabateada con un lápiz rojo.

-...y me pide informarle que piensa molestarla durante unos cuantos días...

Mis ojos buscan rápidamente.

-...Debe hacerse un nuevo avalúo de la casa para el catastro. Parece que no se hace desde... ¿Ustedes llevan viviendo aquí...?

Sí; ese lápiz labial romo está tirado debajo del asiento. Y si la señora sonríe lo hace con las manos lentas que acarician la camándula: allí siento, por un instante, una burla veloz que no alcanza a turbar sus facciones. Tampoco esta vez me contesta.

-...¿por lo menos quince años, no es cierto...?

No afirma. No niega. Y en sus labios pálidos y delgados no hay la menor señal de pintura...

-...¿usted, su marido y...?

Me mira fijamente, sin variar de expresión, casi retándome a que continúe. Permanecemos un instante en silencio, ella jugueteando con el rosario, yo inclinado hacia adelante, con las manos sobre las rodillas. Me levanto.

-Entonces, regresaré esta misma tarde con mis papeles...

La señora asiente mientras, en silencio, recoge el lápiz labial, toma la revista de caricaturas y los esconde entre los pliegues del chal.

IV

La escena no ha cambiado. Esta tarde, mientras yo apunto cifras imaginarias en un cuaderno y finjo interés en establecer la calidad de las tablas opacas del piso y la extensión de la estancia, la señora se mece y roza con las yemas de los dedos los tres dieces del rosario. Suspiro al terminar el supuesto inventario de la sala y le pido que pasemos a otros lugares de la casa. La señora se incorpora, apoyando los brazos largos y negros sobre el asiento de la mecedora y ajustándose el chal a las espaldas estrechas y huesudas.

Abre la puerta de vidrio opaco y entramos a un comedor apenas más amueblado. Pero la mesa con patas de tubo, acompañada de cuatro sillas de níquel y hulespuma, ni siquiera poseen el barrunto de distinción de los muebles de la sala. La otra ventana enrejada, con los batientes cerrados, debe iluminar en ciertos momentos este comedor de paredes desnudas, sin cómodas ni repisas. Sobre la mesa sólo hay un frutero de plástico con un racimo de uvas negras, dos melocotones y una corona zumbante de moscas. La señora, con los brazos cruzados y el rostro inexpresivo, se detiene detrás de mí. Me atrevo a romper el orden: es evidente que las estancias comunes de la casa nada me dirán sobre lo que deseo saber.

-¿No podríamos subir a la azotea? -pregunto-. Creo que es la mejor manera de cubrir la superficie total.

La señora me mira con un destello fino y contrastado, quizás, con la penumbra del comedor.

-¿Para qué? -dice, por fin-. La extensión la sabe bien el señor... Valdivia...

Y esas pausas, una antes y otra después del nombre del propietario, son los primeros indicios de que algo, al cabo, turba a la señora y la obliga, en defensa, a recurrir a cierta ironía.

-No sé -hago un esfuerzo por sonreír-. Quizás prefiero ir de arriba hacia abajo y no... -mi falsa sonrisa se va derritiendo-... de abajo hacia arriba.

-Usted seguirá mis indicaciones -dice la señora con los brazos cruzados sobre el regazo y la cruz de plata sobre el vientre oscuro.

Antes de sonreír débilmente, me obligo a pensar que en la penumbra mis gestos son inútiles, ni siquiera simbólicos. Abro con un crujido de la pasta el cuaderno y sigo anotando con la mayor velocidad posible, sin apartar la mirada, los números y apreciaciones de esta tarea cuya ficción -me lo dice el ligero rubor de las mejillas, la definida sequedad de la lengua- no engaña a nadie. Y al llenar la página cuadriculada de signos absurdos de raíces cuadradas y fórmulas algebraicas, me pregunto qué cosa me impide ir al grano, preguntar por Amilamia y salir de aquí con una respuesta satisfactoria. Nada. Y sin embargo, tengo la certeza de que por ese camino, si bien obtendría un respuesta, no sabría la verdad. Mi delgada y silenciosa acompañante tiene una silueta que en la calle no me detendría a contemplar, pero que en esta casa de mobiliario ramplón y habitantes ausentes, deja de ser un rostro anónimo de la ciudad para convertirse en un lugar común del misterio Tal es la paradoja, y si las memorias de Amilamia han despertado otra vez mi apetito de imaginación seguiré las reglas del juego, agotaré las apariencia y no reposaré hasta encontrar la respuesta -quizá simple y clara, inmediata y evidente- a través de los inesperados velos que la señora del rosario tiende en mi camino. ¿Le otorgo a mi anfitriona renuente una extrañeza gratuita? Si es así, sólo gozaré más en los laberintos de mi invención. Y la moscas zumban alrededor del frutero, pero se posan sobre ese punto herido del melocotón, ese trozo mordisqueado -me acerco con el pretexto de mis notas- por unos dientecillos que han dejado su huella en la piel aterciopelada y la carne ocre de la fruta. No miro hacia donde está la señora. Finjo que sigo anotando. La fruta parece mordida pero no tocada. Me agacho para verla mejor, apoyo las manos sobre la mesa, adelanto los labios como si quisiera repetir el acto de morder sin tocar. Bajo los ojos y veo otra huella cerca de mi pies: la de dos llantas que me parecen de bicicleta, dos tiras de goma impresas sobre el piso de madera despintada que llegan hasta el filo de la mesa y luego se retiran, cada vez más débiles, a lo largo del piso, hacía donde está la señora...

Cierro mi libro de notas.

-Continuemos, señora.

Al darle la cara, la encuentro de pie con las manos sobre el respaldo de una silla Delante de ella, sentado, tose el humo de su cigarrillo negro un hombre de espaldas cargadas y mirar invisible: los ojos están escondidos por esos párpados arrugados, hinchados, gruesos y colgantes similares a un cuello de tortuga vieja, que no obstante parece seguir mis movimientos. Las mejillas mal afeitadas, hendidas por mil surcos grises, cuelgan de los pómulos salientes y las manos verdosas están escondidas entre las axilas: viste una camisa burda, azul, y su pelo revuelto semeja, por lo rizado, un fondo de barco cubierto de caramujos. No se mueve y el signo real de su existencia es ese jadeo difícil (como si la respiración debiera vencer los obstáculos de una y otra compuerta de flema, irritación, desgaste) que ya había escuchado entre los resquicios del zaguán.

Ridículamente, murmuró: -Buenas tardes... -y me dispongo a olvidarlo todo: el misterio, Amilamia, el avalúo, las pistas. La aparición de este lobo asmático justifica un pronta huida. Repito "Buenas tardes", ahora en son de despedida. La máscara de la tortuga se desbarata en una sonrisa atroz: cada poro de esa carne parece fabricado de goma quebradiza, de hule pintado y podrido. El brazo se alarga y me detiene.

-Valdivia murió hace cuatro años -dice el hombre con esa voz sofocada, lejana, situada en las entrañas y no en la laringe: una voz tipluda y débil.

Arrestado por esa garra fuerte, casi dolorosa, me digo que es inútil fingir. Los rostros de cera y caucho que me observan nada dicen y por eso puedo, a pesar de todo, fingir por última vez, inventar que me hablo a mí mismo cuando digo:

-Amilamia...

Sí: nadie habrá de fingir más. El puño que aprieta mi brazo afirma su fuerza sólo por un instante, en seguida afloja y al fin cae, débil y tembloroso, antes de levantarse y tomar la mano de cera que le tocaba el hombro: la señora, perpleja por primera vez, me mira con los ojos de un ave violada y llora con un gemido seco que no logra descomponer el azoro rígido de sus facciones. Los ogros de mi invención, súbitamente, son dos viejos solitarios, abandonados, heridos, que apenas pueden confortarse al unir sus manos con un estremecimiento que me llena de vergüenza. La fantasía me trajo hasta este comedor desnudo para violar la intimidad y el secreto de dos seres expulsados de la vida por algo que yo no tenía el derecho de compartir. Nunca me he despreciado tanto. Nunca me han faltado las palabras de manera tan burda. Cualquier gesto es vano: ¿voy a acercarme, voy a tocarlos, voy a acariciar la cabeza de la señora, voy a pedir excusas por mi intromisión? Me guardo el libro de notas en la bolsa del saco. Arrojo al olvido todas las pistas de mi historia policial: la revista de dibujos, el lápiz labial, la fruta mordida, las huellas de la bicicleta, el delantal de cuadros azules... Decido salir de esta casa sin decir nada. El viejo, detrás de los párpados gruesos, ha debido fijarse en mí. El resuello tipludo me dice:

-¿Usted la conoció?

Ese pasado tan natural, que ellos deben usar a diario, acaba por destruir mis ilusiones. Allí está la respuesta. Usted la conoció. ¿Cuántos años? ¿Cuántos años habrá vivido el mundo sin Amilamia, asesinada primero por mi olvido, resucitada, apenas ayer, por una triste memoria impotente? ¿Cuándo dejaron esos ojos grises y serios de asombrarse con el deleite de un jardín siempre solitario? ¿Cuándo esos labios de hacer pucheros o de adelgazarse en aquella seriedad ceremoniosa con la que, ahora me doy cuenta, Amilamia descubría y consagraba las cosas de una vida que, acaso, intuía fugaz?

-Sí, jugamos juntos en el parque. Hace mucho.

-¿Qué edad tenía ella? -dice, con la voz aún más apagada, el viejo.

-Tendría siete años. Sí, no más de siete.

La voz de la mujer se levanta, junto con los brazos que parecen implorar:

-¿Cómo era, señor? Díganos cómo era, por favor...

Cierro los ojos. -Amilamia también es mi recuerdo. Sólo podría compararla a las cosas que ella tocaba, traía y descubría en el parque. Sí. Ahora la veo, bajando por la loma. No, no es cierto que sea apenas una elevación de zacate. Era una colina de hierba y Amilamia había trazado un sendero con sus idas y venidas y me saludaba desde lo alto antes de bajar, acompañada por la música, sí, la música de mis ojos, las pinturas de mi olfato, los sabores de mi oído, los olores de mi tacto... mi alucinación... ¿me escuchan?... bajaba saludando, vestida de blanco, con un delantal de cuadros azules... el que ustedes tienen tendido en la azotea...

Toman mis brazos y no abro los ojos.

-¿Cómo era, señor?

-Tenía los ojos grises y el color del pelo le cambiaba con los reflejos del sol y la sombra de los árboles...

Me conducen suavemente, los dos; escucho el resuello del hombre, el golpe de la cruz del rosario contra el cuerpo de la mujer...

-Díganos, por favor...

-El aire la hacía llorar cuando corría; llegaba hasta mi banca con las mejillas plateadas por un llanto alegre...

No abro los ojos. Ahora subimos. Dos, cinco, ocho, nueve, doce peldaños. Cuatro manos guían mi cuerpo.

-¿Cómo era, cómo era?

-Se sentaba bajo los eucaliptos y hacía trenzas con las ramas y fingía el llanto para que yo dejara mi lectura y me acercara a ella.

Los goznes rechinan. El olor lo mata todo: dispersa los demás sentidos, toma asiento como un mogol amarillo en el trono de mi alucinación, pesado como un cofre, insinuante como el crujir de una seda drapeada, ornamentado como un cetro turco, opaco como una veta honda y perdida, brillante como una estrella muerta. Las manos me sueltan. Más que el llanto, es el temblor de los viejos lo que me rodea. Abro lentamente los ojos: dejo que el mareo líquido de mi córnea primero, en seguida la red de mis pestañas, descubran el aposento sofocado por esa enorme batalla de perfumes, de vahos y escarchas de pétalos casi encarnados, tal es la presencia de las flores que aquí, sin duda, poseen una piel viviente: dulzura del jaramago, náusea del ásaro, tumba del nardo, templo de la gardenia: la pequeña recámara sin ventanas, iluminada por las uñas incandescentes de los pesados cirios chisporroteantes, introduce su rastro de cera y flores húmedas hasta el centro del plexo y sólo de allí, del sol de la vida, es posible revivir para contemplar, detrás de los cirios y entre las flores dispersas, el cúmulo de juguetes usados, los aros de colores y los globos arrugados, sin aire, viejas ciruelas transparentes; los caballos de madera con las crines destrozadas, los patines del diablo, las muñecas despelucadas y ciegas, los osos vaciados de serrín, los patos de hule perforado, los perros devorados por la polilla, las cuerdas de saltar roldas, los jarrones de vidrio repletos de dulces secos, los zapatitos gastados, el triciclo -¿tres ruedas?; no; dos; y no de bicicleta; dos ruedas paralelas, abajo-, los zapatitos de cuero y estambre; y al frente, al alcance de mi mano, el pequeño féretro levantado sobre cajones azules decorados con flores de papel, esta vez flores de la vida, claveles y girasoles, amapolas y tulipanes, pero como aquéllas, las de la muerte, parte de un asativo que cocía todos los elementos de este invernadero funeral en el que reposa, dentro del féretro plateado y entre las sábanas de seda negra y junto al acolchado de raso blanco, ese rostro inmóvil y sereno, enmarcado por una cofia de encaje, dibujado con tintes de color de rosa: cejas que el más leve pincel trazó, párpados cerrados, pestañas reales, gruesas, que arrojan una sombra tenue sobre las mejillas tan saludables como en los días del parque. Labios serios, rojos, casi en el puchero de Amilamia cuando fingía un enojo para que yo me acercara a jugar. Manos unidas sobre el pecho. Una camándula, idéntica a la de la madre, estrangulando ese cuello de pasta. Mortaja blanca y pequeña del cuerpo impúber, limpio, dócil.

Los viejos se han hincado, sollozando.

Yo alargo la mano y rozo con los dedos el rostro de porcelana de mi amiga. Siento el frío de esas facciones dibujadas, de la muñeca-reina que preside los fastos de esta cámara real de la muerte. Porcelana, pasta y algodón. Amilamia no olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.

Aparto los dedos del falso cadáver. Mis huellas digitales quedan sobre la tez de la muñeca.

Y la náusea se insinúa en mi estómago, depósito del humo de los cirios y la peste del ásaro en el cuarto encerrado. Doy la espalda al túmulo de Amilamia. La mano de la señora toca mi brazo. Sus ojos desorbitados no hacen temblar la voz apagada:

-No vuelva, señor. Si de veras la quiso, no vuelva más.

Toco la mano de la madre de Amilamia, veo con los ojos mareados la cabeza del viejo, hundida entre sus rodillas, y salgo del aposento a la escalera, a la sala, al patio, a la calle.

V

Si no un año, sí han pasado nueve o diez meses. La memoria de aquella idolatría ha dejado de espantarme. He perdido el olor de las flores y la imagen de la muñeca helada. La verdadera Amilamia ya regresó a mi recuerdo y me he sentido, si no contento, sano otra vez: el parque, la niña viva, mis horas de lectura adolescente, han vencido a los espectros de un culto enfermo. La imagen de la vida es más poderosa que la otra. Me digo que viviré para siempre con mi verdadera Amilamia, vencedora de la caricatura de la muerte. Y un día me atrevo a repasar aquel cuaderno de hojas cuadriculadas donde apunté los datos falsos del avalúo. Y de sus páginas, otra vez, cae la tarjeta de Amilamia con su terrible caligrafía infantil y su plano para ir del parque a la casa. Sonrío al recogerla. Muerdo uno de los bordes, pensando que los pobres viejos, a pesar de todo, aceptarían este regalo.

Me pongo el saco y me anudo la corbata, chiflando. ¿Por qué no visitarlos y ofrecerles ese papel con la letra de la niña?

Me acerco corriendo a la casa de un piso. La lluvia comienza a caer en gotones aislados que hacen surgir de la tierra, con una inmediatez mágica, ese olor de bendición mojada que parece remover los humus y precipitar las fermentaciones de todo lo que existe con una raíz en el polvo.

Toco el timbre. El aguacero arrecia e insisto. Una voz chillona grita: ¡Voy!, y espero que la figura de la madre, con su eterno rosario, me reciba. Me levanto las solapas del saco. También mi ropa, mi cuerpo, transforman su olor al contacto con la lluvia. La puerta se abre.

-¿Qué quiere usted? ¡Qué bueno que vino!

Sobre la silla de ruedas, esa muchacha contrahecha detiene una mano sobre la perilla y me sonríe con una mueca inasible. La joroba del pecho convierte el vestido en una cortina del cuerpo: un trapo blanco al que, sin embargo, da un aire de coquetería el delantal de cuadros azules. La pequeña mujer extrae de la bolsa del delantal una cajetilla de cigarros y enciende uno con rapidez, manchando el cabo con los labios pintados de color naranja. El humo le hace guiñar los hermosos ojos grises. Se arregla el pelo cobrizo, apajado, peinado a la permanente, sin dejar de mirarme con un aire inquisitivo y desolado, pero también anhelante, ahora miedoso.

-No, Carlos. Vete. No vuelvas más.

Y desde la casa escucho, al mismo tiempo, el resuello tipludo del viejo, cada vez más cerca:

-¿Dónde estás? ¿No sabes que no debes contestar las llamadas? ¡Regresa! ¡Engendro del demonio! ¿Quieres que te azote otra vez?

Y el agua de la lluvia me escurre por la frente, por las mejillas, por la boca, y las pequeñas manos asustadas dejan caer sobre las losas húmedas la revista de historietas.

Carlos Fuentes Macías (Panamá, 11 de noviembre de 1928 - † México, D. F., 15 de mayo de 2012)1 2 fue uno de los escritores más conocidos de finales del siglo XX, candidato al Premio Nobel de Literatura en reiteradas ocasiones y autor de novelas y ensayos, entre los que destacan Aura, La muerte de Artemio Cruz, La región más transparente y Terra Nostra. Ha recibido, entre otros, el Premio Rómulo Gallegos en 1977, el Cervantes en 1987, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1994 y en 2009 la Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica. Fue nombrado miembro honorario de la Academia Mexicana de la Lengua en agosto de 2001.4 
Carlos Fuentes nació de padres mexicanos en Panamá, el 11 de noviembre de 1928 y falleció a los 83 años en la Ciudad de México, el 15 de mayo de 2012. Su padre era diplomático, y pasó su infancia en diversas capitales de América: Montevideo, Río de Janeiro, Washington D.C, Santiago de Chile, Quito y Buenos Aires, ciudad a la que su padre llega en 1934 como consejero de la embajada de México. Los veranos los pasa en la Ciudad de México, estudiando en escuelas para no perder el idioma y para aprender la historia de su país. Vivió en Santiago de Chile (1941-1943)5 y Buenos Aires en donde recibió la influencia de notables personalidades de la esfera cultural americana.
Llegó a México a los 16 años y entró en la preparatoria en el Centro Universitario México. Se inició como periodista colaborador de la revista Hoy y obtenía el primer lugar del concurso literario del Colegio Francés Morelos.
Se graduó en leyes en la Universidad Nacional Autónoma de México y en economía en el Instituto Altos Estudios Internacionales de Ginebra. En 1972 fue elegido miembro de El Colegio Nacional, fue presentado por el poeta Octavio Paz y su discurso de ingreso fue "Palabras iniciales".6 
En 1975 acepta el nombramiento de embajador de México en Francia como homenaje a la memoria de su padre. Durante su gestión, abre las puertas de la embajada a los refugiados políticos latinoamericanos y a la resistencia española. Actúa como delegado en la Conferencia sobre Ciencia y Desarrollo en Dubrovnik, Yugoslavia.
En 1977 renuncia a su puesto de embajador en protesta contra el nombramiento del ex presidente Díaz Ordaz como primer embajador de México en España después de la muerte de Franco.
En diversas ocasiones habló favorablemente de Fidel Castro aunque, en algunas otras ocasiones, le puso reparos importantes. Elogió también la apertura de Raúl Castro. Fue amigo personal de hombres poderosos de la política mundial, como Bill Clinton o Jacques Chirac, y de la economía empresarial, como Alberto Cortina (ACS, Banco Zaragozano, etc.), el empresario Javier Merino, el propietario de la multinacional Cámper, el mallorquín Llorenç Fluxà; Alfredo Sáenz (vicepresidente del Banco Santander), los millonarios Josep María Ollé, Leopoldo Rodés o el hotelero Simón Pedro Barceló, del Grupo Barceló. Con respecto a la política mexicana en las elecciones federales en México de 2006 acabó criticando duramente al candidato de izquierda Andrés Manuel López Obrador, tras el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa, se mostró favorable con la candidatura de López Obrador para las elecciones federales en México de 2012.7 
Gran aficionado al cine, escribió guiones para numerosas películas, como Las dos Elenas, filme corto basado en su cuento homónimo y dirigida en 1964 por José Luis Ibáñez (director de otra cinta, Las dos cautivas, también basada en una historia de Fuentes), El gallo de oro (1964, junto con Gabriel García Márquez y el director de la película Roberto Gavaldón), Un alma pura (1965), Tiempo de morir (1966, junto con Gabriel García Márquez), Pedro Páramo (adaptación de la novela de Juan Rulfo, con Carlos Velo, director, y Manuel Barbachano Ponce, 1967), Ignacio (también adaptado de un cuento de Juan Rulfo, 1975). El mexicano Juan Ibáñez rodó en 1965 Un alma pura, Sergio Olhovich filmó Muñeca Reina en 1972 y en 1988 Orlando Merino realizó el mediometraje Vieja Moralidad. Estos tres filmes se basan en relatos homónimos del libro de cuentos de Fuentes Cantar de ciegos.
Su novela La cabeza de la hidra fue llevada al cine en 1981 por el director mexicano Paul Leduc con el título de Complot Petróleo: La cabeza de la hidra y guion del propio Fuentes. El argentino Luis Puenzo filmó en 1989 Gringo viejo. Filmó la serie televisiva El espejo enterrado, que se comienza a difundir en 1992 y sobre cuya base publica el libro homónimo.
El profesor Lanin A. Gyurko, de la Universidad de Arizona, ha demostrado, en The Shattered Screen. Myth and Demythification in the Art of Carlos Fuentes and Billy Wilder (New Orleans: University Press of the South, 2009) y Magic Lens. The Transformation of the Visual Arts in the Narrative World of Carlos Fuentes (New Orleans: University Press of the South, 2010), la influencia de Carlos Fuentes sobre el cine norteamericano y la del cine sobre la obra literaria de este.
Fallece en la Ciudad de México el 15 de mayo de 2012 a los 83 años de edad, debido a una hemorragia masiva producto de una úlcera gástrica.1 8 El 16 de mayo sus restos fueron homenajeados en el Palacio de Bellas Artes,9 posteriormente estos serán cremados para ser depositados en el Cementerio de Montparnasse en París donde descansan los restos de sus hijos Carlos y Natasha.10  Novelas:La región más transparente, Fondo de Cultura Económica, México, 1958. Las buenas conciencias, Fondo de Cultura Económica, México, 1959. La muerte de Artemio Cruz, Fondo de Cultura Económica, Colección Popular, México, 1962. Aura, Ediciones Era, México, 1962. Zona Sagrada, Siglo Veintiuno Editores, México, 1967.Cambio de piel, J. Mortiz, México, 1967. Cumpleaños, J. Mortiz, México, 1969.Terra Nostra, J. Mortiz, México, 1975; Seix Barral, Biblioteca Breve 385, Barcelona, 1975. La cabeza de la hidra, Argos, Barcelona, 1978. Una familia lejana, Ediciones Era, México, 1980. Agua Quemada. Cuarteto Narrativo Fondo de Cultura Económica, México, 1983. Gringo Viejo, Fondo de Cultura Económica, colección Tierra Firme, México, 1985. Cristóbal Nonato, Fondo de Cultura Económica, colección Tierra Firme, México 1987. Constancia y otras novelas para vírgenes, Fondo de Cultura Económica, colección Tierra Firme, México, 1990. Contiene 5 novelas cortas:Constancia, La desdichada, El prisionero de Las Lomas, Viva mi fama y Gente de razón. La campaña (1990); México: Santillana. (Alfaguara)(2002).  Los años con Laura Díaz (México, Alfaguara, 1999).  Instinto de Inez, Alfaguara, México, 2001. La silla del águila, Alfaguara, 2003.  Todas las familias felices, Alfaguara, 2006. La voluntad y la fortuna, Alfaguara, México, 2008. Adán en Edén, Alfaguara, México, 2009. Vlad, Alfaguara, México, 201012. 
Relatos y cuentos: Los días enmascarados, Editorial Novaro, Los Presentes, México, 1954. Contiene 6 relatos: Chac Mool, En defensa de la Trigolibia, Tlactocatzine, del jardín de Flandes, Letanía de la orquídea, Por boca de los dioses y El que inventó la pólvora. Cantar de ciegos, J. Mortiz, México, 1964 (Serie del volador) ISBN 978-97-0749-017-8. Contiene 7 cuentos: Las dos Elenas, La muñeca reina, Fortuna lo que ha querido, Vieja moralidad, El costo de la vida, Un alma pura y A la víbora de la mar. Chac Mool y otros cuentos, Salvat Editores, Barcelona, 1973. Con prólogo de José Donoso, contiene 7 relatos: Chac Mool, Tlactocatzine, del jardín de Flandes, Las dos Elenas, La muñeca reina, Fortuna lo que ha querido, El costo de la vida y Un alma pura. Agua quemada, México: CREA, 1983 (Biblioteca Joven; 4) ISBN 968-16-1577-8. Contiene 4 relatos: El día de las madres, Estos fueron los palacios, Las mañanitas y El hijo de Andrés Aparicio. Dos educaciones, Mondadori España, Madrid, 1991 ISBN 84-397-1728-8. El naranjo, Alfaguara, 1994. Contiene 5 relatos: Las dos orillas (1991-92), Los hijos del conquistador (1992), Las dos Numancias (1992), Apolo y las putas (1991-92) y Las dos Américas (1992). La frontera de cristal. Una novela en nueve cuentos (1995) 2. reimpr. Madrid: Santillana, 1996. (Alfaguara ) ISBN 968-19-0268-8 Incluye: La capitalina, La pena, El despojo, La raya del olvido, Malintzin de las maquilas, Las amigas, La frontera de cristal, La apuesta y Río GRANDE, río bravo. Inquieta compañía, Alfaguara, 2004. Contiene 6 relatos: El amante del teatro, La gata de mi madre, La buena compañía, Calixta Brand, La bella durmiente y Vlad. Cuentos fantásticos, Alfaguara, 2007. Contiene 8 relatos más una novela breve: Chac Mool, Pantera en jazz, Tlactocatzine, del jardín de Flandes, Por boca de los dioses, Letanía de la orquídea, La muñeca reina, El robot sacramentado, Un fantasma tropical y Aura. Cuentos naturales, Alfaguara, 2007. Contiene 6 relatos: Vieja moralidad, Las dos Elenas, Un alma pura, Malintzin de las maquilas, La sierva del padrey La línea de la vida. Carolina Grau, Alfaguara, México, 2010; 8 cuentos que pueden ser leídos como una novela: El prisionero del castillo de If; Brillante; El hijo pródigo; Olmeca; La tumba de Leopardi; Salamandra; El arquitecto del castillo de If y El dueño de la casa. 
Ensayo: Magic Lens. The Transformation of the Visual Arts in the Narrative World of Carlos Fuentes, Lanin A Gyurko, University Press of the South, Nueva Orleáns, 2010. The Shattered Screen. Myth and Demythification in the Art of Carlos Fuentes and Billy Wilder, Lanin A Gyurko, University Press of the South, Nueva Orleáns, 2009. La nueva novela hispanoamericana, J. Mortiz, México, 1969 (colección Cuadernos de Joaquín Mortiz 4). El mundo de José Luis Cuevas, Tudor Publishing Company, Nueva York, 1969. Casa con dos puertas, J. Mortiz, México, 1970. Tiempo mexicano, J. Mortiz, México, 1971 (colección Cuadernos de Joaquín Mortiz 11-12; recopilación de artículos publicados en periódicos. Cervantes o la crítica de la lectura, J. Mortiz, México, 1976 (colección Cuadernos de Joaquín Mortiz 42). El Dragón y el Unicornio: La tensión del pensamiento entre las antiguas relaciones de sangre y las nuevas relaciones jurídico-estatales que surgieron con la civilización. Co-autoría Alejandro Carrillo Castro (Cal y Arena 1980).Valiente mundo nuevo. Épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana, Mondadori España, Madrid, 1990. El espejo enterrado, Fondo de Cultura Económica, colección Tierra Firme, México, 1992. Geografía de la novela, Fondo de Cultura Económica, México, 1993. Contiene 13 ensayos: ¿Ha muerto la novela?, Jorge Luis Borges: La herida de Babel, Juan Goytisolo y el honor de la novela, Augusto Roa Bastos: El poder de la imaginación, Sergio Ramírez: El derecho a la ficción, Héctor Aguilar Camín: La verdad de la mentira, Milan Kundera: El idilio secreto, György Konrád: La ciudad en guerra, Julian Barnes: Dos veces el sol, Artur Lundkvist: La ficción poética, Italo Calvino: El lector conoce el futuro, Salman Rushdie: Una conclusión y una carta y Geografia de la novela. Tres discursos para dos aldeas. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1993 (Colección Popular 489) ISBN 950-557-195-X. Nuevo tiempo mexicano, Aguilar, México, 1994. Retratos en el tiempo, con Carlos Fuentes Lemus, Alfaguara, México, 1998. Los cinco soles de México: memoria de un milenio, Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 2000. ISBN 84-322-1063-3. En esto creo, Seix Barral, Barcelona, 2002. Contra Bush, Aguilar, México, 2004. Los 68, Grijalbo, México, 2005. La gran novela latinoamericana, Alfaguara, Madrid, 2011.
Teatro:  Todos los gatos son pardos, Siglo Veintiuno Editores, México, 1970. El tuerto es rey J. Mortiz, México, 1970 (Teatro del volador).  Los reinos originarios, Seix Barral, Barcelona, 1971. Orquídeas a la luz de la luna. Comedia mexicana, Seix Barral, Biblioteca Breve 494, Barcelona, 1982.Ceremonias del alba, Mondadori España, Madrid, 1991. Reescritura hecha por Fuentes en 1990 de Todos los gatos son pardos; en esta reestructuración, introdujo nuevos personajes y situaciones.
Argumentos y guiones cinematográficos: ¿No oyes ladrar los perros? (1974). Pedro Páramo (1967). Los caifanes (1966). Un alma pura (1965) (episodio de Los bienamados). Tiempo de morir (1965) (en colaboración con Gabriel García Márquez). Las dos Elenas (1964). El gallo de oro (1964) (escrito en colaboración con Gabriel García Márquez y Roberto Gavaldón, a partir de una historia de Juan Rulfo).
Semblanza biográfica: Wikipedia. Foto y texto:ciudadseva.com