sábado, 19 de mayo de 2012

Minicuentos 35


Mensaje                                                                                                                     

Raúl Aceves Lozano

Ante la vista de todos brincó adentro del charco, y lo último que se vio de él fue una burbujita que al estallar dijo: “No vale la pena, es igual que allá, sólo que volteado al revés”.

Aficiones

Oliverio Girondo

Abandoné las carambolas por el calambur, los madrigales por los mamboretás, los entreveros por los entretelones, los invertidos por los invertebrados. Dejé la sociabilidad a causa de los sociólogos, de los solistas, de los sodomitas, de los solitarios. No quise saber nada con los prostáticos. Preferí el sublimado a lo sublime. Lo edificante a lo edificado. Mi repulsión a los parentescos me hizo eludir los padrinazgos, los padrenuestros. Conjuré las conjugaciones más concomitantes con las conjugaciones conyugales. Fui célibe, con el mismo amor propio con que hubiese sido paraguas. A pesar de mis predilecciones, tuve que distanciarme de los contrabandistas y de los contrabajos; pero intimé, en cambio, con la flagelación, con los flamencos.
Lo irreductible me sedujo un instante. Creí, con una buena fe de voluntario, en la mineralogía y en los minotauros. ¿Por qué razón los mitos no repoblarían la aridez de nuestras circunvoluciones? Durante varios siglos, la felicidad, la fecundidad, la filosofía, la fortuna, ¿no se hospedaron en una piedra?
¡Mi ineptitud llegó a confundir a un coronel con un termómetro!
Renuncié a las sociedades de beneficencia, a los ejercicios respiratorios, a la franela. Aprendí de memoria el horario de los trenes que no tomaría nunca. Poco a poco me sedujeron el recato y el bacalao. No consentí ninguna concomitancia con la concupiscencia, con la constipación. Fui metodista, malabarista, monogamista. Amé las contradicciones, las contrariedades, los contrasentidos… y caí en el gatismo, con una violencia de gatillo.

El camino

Guadalupe Vadillo

Anduve. Al final me di cuenta que caminé en círculo. Y volví a vivir.
Viví la oscuridad de una sala de operaciones y la luz de un cuarto de hospital y la masa infinita de mi madre y la mirada alegre de algunas personas que empañaban el vidrio que me separaba, y que me hacía especial.
Pronto descubrí las cosas importantes. Viví el sexo, los prostíbulos, las películas eróticas. La corrupción.
Disfruté del momento y no llegué a ser feliz. Me sentí algo pesado por no poder mover mi iniciativa y atrapar mis ideas.
Rodeado de mediocridad viví mi segunda vida igual que la primera. La lluvia me hace imposible ver por mis anteojos y cruzo la calle buscando el fin.
 

Langostas                                                                                                                     

Abel Pacheco

La langosta come carroña, come carne podrida.
Hay que matar un perro, dejarlo que se pudra, meterlo entre la nasa y tirarlo al mar.
Los negros sacan nasas repletas de langostas y con risa maliciosa las mandan lejos.
En los grandes salones de caviares, de trufas, de cosas nunca vistas y menos saboreadas, los blancos elegantes comen las langostas.


Papillons. Clises

A. Hacthoun

Una tarde de septiembre, en los Hermanos Cristianos, le tocaron por primera vez el trasero al pobre Ceferino. No poco se le arrebolaron las mejillas y semanas después, enjabonándose, recordaría en detalle las circunstancias. El resto de las tardes de ese otoño del año treinta y dos se las pasó anticipando avergonzarse bajo los chopos enhiestos del colegio.
A los dos años, contemplando un abanico, descubrió ser niño sensible que amaba el arte. En esa época comenzó sus mariposas: blancas, rosas, moradas; de antenas largas; de vuelo pausado. Pintó mariposas todo el bachillerato poseído cada vez más de su talento. Ejemplares de este género hoy adornan los bares Miraflores, Concha y Mamey.
Trabó amistad, en un oficio de tinieblas del año cuarenta y seis, con otro joven sensible, de largos dedos, ávido lector de poesía. Se vieron, a menudo, largamente, durante los diez años que siguieron: se hicieron confidencias ideológicas, se escandalizaron de las modas femeninas, se tropezaron codos en la oscuridad de los teatros. Fue este periodo difícil en que el insomnio dominó las noches del pobre Ceferino, en que sus manos —al arte dedicados— manosearon el cuerpo sin descanso. Es de entonces su obra predilecta: amenazadoras mariposas antropoides de angustiados ojos verdes. De título “Papillons”, el cuadro cuelga todavía a la adusta cabecera de su madre.
Pasó el tiempo y, a los treinta y nueve, sufrió el pobre Ceferino triste desengaño al manifestarle al amigo —ansia en la voz, bragueta abierta— ignoradas intimidades palpitantes. Fueron esos inconsolables días de ira y soledad oscuras a cuyo fin comenzó a impartir dibujo lineal en un instituto a jóvenes de trece a quince. Son las mariposas de entonces espectrales sombras pardas de afilados dientes pequeñísimos que guarda e artista, con celo inusitado, en la seguridad de su recámara.
A medio vestir, doblado ante el decidido dedo enguantado del proctólogo, le sorprendió el verano del cincuenta y nueve. Desde entonces se le ha ido la vida cuesta abajo. La enfermedad ocular que le enceguece, malas digestiones y hemorroides le han afeado el ánimo y mermado los vuelos de su espíritu. El pobre Ceferino, en franca cincuentena, ya no pinta “papillons” y se repugna con el acné de sus discípulos. Dicen los que lo saben, que le han visto esta semana, a la mesa de un café del puerto, observar con ojos estrábicos el abultado pantalón de un camarero.