Padeció la angustia y el dolor pero no estuvo triste una mañana. Esa
frase de Ernest Hemingway sirve para describir la peripecia vital de
Carlos Fuentes, el novelista mexicano que murió este martes en México,
su país, aunque nació en Panamá, a los 83 años.
Padeció la muerte de sus dos hijos, y esa desgracia sucesiva, que
superó con la entereza que compartió con Silvia Lemus, su mujer, se
integró con enorme dramatismo en algunos de sus últimos libros; pero su
voluntad de hierro, así como su salud, le permitieron superar el impacto
de las desapariciones dramáticas de sus hijos Carlos y Natasha.
Su resistencia era la de un atleta, pero el corazón iba acogiendo
esos impactos hasta que ayer ya no pudo más; su fortaleza física, que
fue también su fortaleza literaria, fue vencida por la edad del tiempo,
esa metáfora en la que él puso su empeño como escritor y también como
respuesta civil a un siglo de México y de la humanidad.
Esta semana aún estaba en Argentina, visitando la feria de Buenos
Aires. Ahí anunció nuevos proyectos; explicó (en declaraciones a
Francisco Peregil) que mientras tuviera proyectos, y los tenía a
puñados, jamás sometería su vida a la melancolía de la muerte.
Esa fue su divisa; por eso su conducta pública no fue interrumpida
por los puñetazos privados. Su disciplina era la lucha contra el tiempo.
Se levantaba al amanecer, siempre, pasaba al papel, en blocks enormes,
la escritura que le sugirieran las notas del día anterior, y escribía
como un forzado en las horas de la madrugada, hasta que se vencía la
mañana. Luego iba a caminar (en un tiempo corrió, pero luego no se
sintió para esos trotes), y a partir del mediodía ya estaba listo para
la vida social. En los últimos años se escondió de casi todo (en
Londres, en Nueva York, en México, en sus excursiones por la geografía
mundial), pero dejó un resquicio para no olvidarse de la otra parte de
su personalidad. Se encontraba con gentes de la política, de la
economía, de la literatura; escuchaba como un forzado, quería tomar
notas de la peripecia mundial, y el resultado de esa pesquisa eran
artículos en los que hoy se puede leer su gradual decepción ante la
condición humana.
El último noviembre se sentó durante horas con el expresidente
chileno Ricardo Lagos; querían saber el uno del otro, qué opinaban, qué
creían sobre el futuro del mundo. Fuentes no estaba en ese momento en el
mejor de sus mundos; atropelló al principio de ese diálogo su pasión
literaria con su destino civil, y era difícil arrancarle palabras, como
si Fuentes estuviera ensimismado, fuera del universo de lo contingente.
Pero, de pronto, el exmandatario chileno sacó la literatura como asunto,
y ya entonces revivió Fuentes, ese era ya su mundo. Perturbado su país,
perturbado el mundo, perturbado el universo personal que lo animó algún
día, Fuentes ya era solo un escritor, una mente buscando en las
ficciones la explicación del mundo.
Era
un trotamundos. Una de sus últimas peripecias con escritores la vivió
en Aix-en-Provence, donde un grupo formidable de autores (franceses,
españoles, mexicanos...) se juntó para rendirle homenaje, en un simposio
sobre su literatura. A las nueve de la mañana, vestido con una de esas
camisas impolutas y bien planchadas con las que realzaba su apostura, se
presentó ante los adolescentes que querían hacerle preguntas. Lo hizo
sentado; Fuentes no se sentaba nunca, pero ya se sentaba Fuentes.
Firmaba los libros de pie, hablaba de pie, dictaba las conferencias como
si estuviera completando un maratón, pero ya Fuentes no tenía esa
fuerza de antaño. En Buenos Aires declaró que el tiempo no lo vencería.
Yendo al hospital, en México, este atleta del entusiasmo literario
sintió que su abrazo a la vida ya no tenía la correspondencia que
siempre halló hasta en los momentos más oscuros. Y lo que queda de él,
de aquel entusiasmo, es una obra poderosa que escribió a mano hasta que
el dedo con el que tomaba el lápiz se hizo curvo. A veces lo mostraba:
"He aquí mi aliado". El corazón le dejó a un lado en la mañana más
triste de todas las mañanas que él quiso felices.