sábado, 5 de mayo de 2012

Minicuentos 33



El paraíso                                                                                                                         

Héctor Canales G.

Yo estuve en el paraíso. Ahí, todos los deseos se cumplían. El lugar era hermoso y el clima perfecto. Nada turbaba la tranquilidad. No se podía discutir con nadie ni poseer una sola mujer. (Ni siquiera estaba permitido gritar.) Me pasaba los días en una modorra continua. Era tan aburrido, que solicité mi traslado al infierno… y aquí estoy de nuevo.

Un día de estos

Salvador Herrera García

Diariamente desfilan frente a mí centenares de personas, de nacionalidades diversas, que ocultan su hipocresía, egoísmo y maldad detrás de sus antejos y cámaras fotográficas.
Es un desfile interminable de seres que vienen a verme como una rara y curiosa pieza de museo. Pocos son los que me conocen en realidad, los que sienten el mensaje que mi gesto y actitud transmiten, y para ellos —a veces— cambio mi dureza por una sonrisa. Las luces de flashes y reflectores me caen como fuego; me toman desde diversos ángulos, me estudian detenidamente con curiosidad malsana. Gracias a que estoy tras una barrera protectora, me salvo de las manos que quisieran tocarme, palpar mi enmarañada barba, mi rostro duro, mis nervudos brazos, las venas de mis manos o los pliegues de mi túnica.
Los siglos han ido acumulándose sobre mi marmóreo cuerpo; mis músculos tensos no aguantan más; esta túnica me pesa inmensamente, cargada de polvo centenario, y a veces siento que mi cuerpo cruje, como queriendo realizar el movimiento que mi actitud promete…
Quizás no espere más. Un día, cansado de este desfile de autómatas que vienen a verme, mis piernas se alzarán, mis ojos cobrarán vida, toda mi musculatura desfogará la fuerza que contiene… y arrojaré las tablas de la ley, las de los Diez Mandamientos que —gracias a un escultor genial llamado Miguel Ángel— sostengo desde hace cuatro siglos. Las arrojaré sobre éstos que no las han respetado ni se acuerdan de ellas.
Y cuando esto suceda, yo seré solamente trozos de mármol; fotografías y dibujos de lo que fui: la estatua perfecta e imponente esculpida por un genio. Y quien quiera encontrarme o saber de mí, tendrá que buscar el nombre de MOISÉS en el capítulo del Éxodo, entre las páginas del Antiguo Testamento.

El de damas, el de caballeros, el de ajedrez

Isidoro Blastein

Ella: Pero al final, qué querés, ¿algo perfecto como el ajedrez?
Él: El ajedrez no es perfecto.
Ella: ¿Por qué no es perfecto?
Él: Porque las mujeres no lo juegan.
Ella: ¿Por qué las mujeres no lo juegan?
Él: Porque no es perfecto.

Sharik                                         

Alejandro Solyenitzin

En nuestro patio un chico tiene encadenado a su perrito, Sharik. Lo tiene así desde que era un cachorrito. Una vez fui a llevarle huesos de caldo humeantes y aromáticos, pero justo en ese momento el chico soltó al pobrecito.
La nieve en el patio es copiosa y blanca. Sharik, lleno de júbilo, da vueltas por el patio, salta como una liebre, el hocico lleno de nieve; corre por todos los rincones, del uno al otro… Se me aproxima, todo velludo, salta alrededor de mí, huele los huesos y vuelve a correr.
"No necesito yo sus huesos… denme solamente la libertad".


Conclusión

Salvador Virgen

Sí, creo que mi crisis de identidad comenzó cuando descubrí que la imagen que reflejaban los espejos no era la mía.


La fuente de la eterna juventud

Jairo Aníbal Niño

Y cuentan que don Gonzalo Fernández de Vivar y Montero, durante la conquista, buscó afanosamente por estas tierras la fuente de la eterna juventud. En medio de los pantanos, en la selva, en los páramos, registró el aire, oteó el lugar donde nacen las aguas, investigó de boca en boca las viejas leyendas. En su caballo pinto vagó muchos años por esos lugares hasta que un día percibió un pequeño cambio: algo así como un anuncio, como un signo. Una transformación del aire, del color de los árboles, del olor del agua. Avanzó hasta un claro del bosque y presenció un espectáculo que lo dejo maravillado. Un tigre, corpulento y feroz, rugido manchadoanaranjado, las garras poderosas y fuertes, el ojo girando, buscando el colmillo dónde hincar y destrozar, frente al enemigo que lo esperaba sereno con un algo de quietud en el cuerpo. El tigre gigantesco dio un salto en el aire, rugió, cayó levantando la hojarasca, viró presto a continuar el ataque, hasta que sintió el feroz golpe, la mortal desgarradura, la sangrienta herida en el vientre. La libélula había hecho presa de él, le había dado el golpe mortal y el tigre empezó a morir bajo la vibradora luz de sus alas. Don Gonzalo acarició su barba de 95 años de longitud, espoleó su caballo y penetró en la floresta húmeda. Y aquel día de gracia de San Martín, en medio de frescas hierbas, con pájaros dorados dando vueltas de carnero en el césped, con roedores de ojos plateados durmiendo la siesta en sus orillas, encontró la fuente de la eterna juventud. Bajó de su caballo pinto y, tembloroso, hincó la rodilla en tierra, declarando esa fuente propiedad de Fernando e Isabel de Castilla, sacó de su armadura el gran escapulario obsequio del Papa, penetró en la fuente, avanzó mientras entonaba cantos de alabanza a Dios y a María Santísima y murió ahogado en las turbulentas aguas.