sábado, 12 de mayo de 2012

Minicuentos 34



Entre caníbales                                                                                                                 

Raúl Aceves Lozano

¡Mm, realmente estaba muy sabrosa la carnita, pero lo que es el alma estaba como para chuparse los dedos!

El brindis


Isidoro Blastein

—Señores, es realmente lindo. También sé que es emotivo. Sí, amigos, quiero decirles que sí, quiero decirles que hoy puedo decirles a ustedes: sí, amigos, he crecido por qué. Porque me siento realizado, porque realmente he comenzado a latir con mi propio pulso, o sea, que, es decir, he tomado conciencia, esto es, he tomado conciencia, he concientizado. Me asumí. ¿Vieron? He concientizado las potencias yoicas. ¿Viste? Asumir la realidad, amigos. Tal cual. Lo que corresponde. Se terminó para mí el abismo generacional, la confusión, el estar mal instalado en la vida. Por eso, amigos míos, mis queridos amigos, levanto mi copa, hoy, al cumplir ochenta y tres años.

El sueño

Héctor Canales G.

Durante toda su vida le acompañó el mismo sueño. Se soñaba en la azotea de un alto edificio, subía a la cornisa y se arrojaba al vacío. La sensación de caída le proporcionaba un placer doloroso, pero invariablemente, antes de estrellarse contra el pavimento despertaba. Sin embargo, una noche no despertó a tiempo y se estrelló.
Cuando los ambulantes recogieron su cuerpo, ni siquiera se dieron cuenta de que todo era un sueño.

No tengo problemas sicológicos

Ramón González

Mi amigo Estanislao toma muy en serio su trabajo de sicoterapista; siempre anda en busca de las desviaciones mentales de todo el mundo, especialmente las de sus amigos. Bondadoso como siempre, ya me ofreció su ayuda para resolver mis “problemas sicológicos”.
—¿Pero cuáles problemas sicológicos? —le pregunté. —si yo no tengo ninguno.
Pero Estanislao insiste; se empeña en que yo he de tener algún problema oculto. Como no quiero ofenderlo, para seguirle la corriente le voy a confesar que estoy apasionadamente enamorado de una joven y esbelta yegua, y que mi problema es que siento ansiedad por no saber si mi amor es correspondido. Y también que al entrar en la casa me siento compelido a dar nueve vueltas en redondo y tocar la perilla de la puerta con la punta de la nariz.
No crea que todo esto sea cierto; claro que estoy exagerando para seguirle la corriente a mi amigo Estanislao. En realidad, no doy más de cinco vueltas y la yegua no es tan joven.


La fuga                                                                                                                              

Jairo Aníbal Niño

Los latidos de los perros rasgaron la suavidad de la huida y el hombre negro tomó a la mujer negra de la mano y corrieron en medio del cañaduzal. Pronto escucharon el estruendo de los cascos de los caballos y los gritos de sus perseguidores.
—¿Escuchas los latidos de los perros? —dijo la mujer.
—Se están acercando —respondió el hombre.
—¿Qué hacemos?
—No te quedes parada. Vamos.
Y la pareja se deslizó en el túnel de sudor, apartó con sus brazos las cañas oscuras y se precipitó en la noche.
El hacendado, ojos grises de cazador nocturno, se levantó sobre los estribos y gritó:
—Los latidos de los perros se oyen en dirección del mar. Tratan de llegar a la playa.
Luego hizo un disparo y consiguió una respuesta unánime de escopetazos. La mujer cayó exhausta entre la hojarasca. Con sus grandes ojos africanos le dijo a su hombre que la dejara, que mientras a ella la devoraban los perros, él podía llegar hasta el mar. El hombre tomó otra vez la mano de la mujer y reanudaron juntos la carrera.
Las dos sombras trotaron, luego galoparon mientras oían el camino taimado de los caballos y la siniestra algazara de los perros.
El hombre negro sonrió cuando fue tocado por la espuma y estalló en una vibrante carcajada cuando descubrió la candela de la barca que los esperaba. Corrieron sobre la playa húmeda, dejaron a un lado el dolor y el calambre y con las bocas abiertas, resecas y anhelantes, con los cuellos tensos, se zambulleron en el aire. De pronto el hombre se paró en seco, miró hacia la barca, y con rostro ensombrecido, dijo:
—¿Y esos latidos?
La mujer tomó al hombre de la mano y reanudando la fuga exclamó:
—¡Son los de mi corazón!


El árbol

Carlos Villalba

Siembra esta semilla. Allí, adentro, recogido, hay un árbol.
Más tarde, como sucede con los huevos de donde salen los pollitos, la semilla se rompe, y emerge todo, menos el árbol.
Salen los pájaros que han de establecerse en sus ramas. Salen los chicos que han de arrancar sus hojas y desgarrar el tronco. Sale el leñador que lo cortará. Sale la familia que encenderá sus leños.
Además, en el rincón más oscuro de la semilla, acurrucado, queda el árbol.