Este ensayo desmitifica a un ícono literario de Cali y de Colombia en la década de los 70
Andrés Caicedo, autor de ¡Qué viva la música! foto: archivo. fuente:elespectador.com |
Exposición de manuscritos y fotografías en la sala audiovisual de la
Biblioteca Luis Ángel Arango; curaduría de Luis Ospina; extenso artículo
de Sandro Romero en el número 126 de la revista El malpensante;
reedición, esta vez en el sello Alfaguara, de ¡Que viva la música! La
enumeración fácilmente podría superar las palabras de esta diatriba.
Haciendo caso omiso a mi aspecto de buitre, pelear con los muertos no
ocupa un renglón de mi agenda. Sin embargo, algo entre las bambalinas
del boom caicediano siembra, cuando menos, sospechas. Quizá la cuestión
radica en el manejo dado por los deudos a los despojos de los artistas,
sean los huesos o las hojas dejadas en una gaveta. Trátese de la viuda
de Roberto Bolaño, la de Borges o los albaceas de contra quien va
dirigido este texto, para el caso da igual, los herederos transforman el
legado del difunto en una marca de moda, en el seductor clic de
máquinas registradoras.
A pesar suyo, mas gracias a sus pocos
buenos amigos, Andrés Caicedo pasó de malogrado escritor y prematuro
suicida —¿cuál no lo es?— a estandarte de una generación que a punto
estuvo de darles un vuelco a las instituciones sociales, pero a la
postre resultó acomodada en la burocracia antes blanco de escupitajos y
pedradas. Sobre el caleño se ha dicho mucho, la mayor parte de lo cual
no resiste un examen minucioso, como a menudo sucede con las leyendas
mediáticas. Por ejemplo, la diadema de inventor de la narrativa urbana
en Colombia ciñe la melenuda testa del creador de Ojo al cine. Sus
personajes, dicen los misarios de la liturgia caicediana, están
desgarrados por la disyuntiva de aquello que de ellos se espera y sus
reales ambiciones. O el socorrido mantra de intelectuales de naricilla
respingada y calculada marginalidad: por fin alguien le dio respiración
boca a boca a la momificada novela de esta esquina del continente.
A
lo anterior, contesto en orden: Cali es apenas la escenografía de los
relatos del cinéfilo, no su núcleo. El Madrid de la posguerra es el
centro discursivo de La colmena; Bogotá, al menos la maltrecha red vial,
es la médula de Ciudad Baabel; el D.F. es la nuez de La región más
transparente. La urbe deja de ser escenario y cobra la dimensión de
personaje principal cuando los pequeños dramas de los habitantes pasan a
un segundo plano y sirven de pretexto para captar las vibraciones del
fenómeno citadino. Nada de eso ocurre en los libros de Caicedo.
Segundo,
la desazón existencial de los jóvenes de los años maravillosos, y
utilizo la cursiva en una expresión que adquirió con el tiempo ropaje de
cliché, es el resultado, entre otras cosas, del triunfo de un modelo
socioeconómico basado en la producción y el consumo, y de las secuelas
de la conflagración europea de los cuarenta. Eso en la cuna del rock:
Inglaterra y EE.UU. En Colombia el diagnóstico es completado por las
cientos de matanzas elevadas a la categoría de guerra por nuestra
proverbial costumbre de creer que cambiándole de rótulo el problema
pierde virulencia. Con esas coordenadas, entendemos de dónde viene la
angustia sin matices no sólo de Andrés sino de un no menor número de
artistas coetáneos. Además, la declaración de la juventud como umbral de
una muerte digna, amén de típica bravata adolescente es un pastiche de
la afirmación del personaje de un filme de Nicholas Ray y del famoso
aparte de una canción de The Who. La canonización del muerto por propia
mano es una estupidez sólo comparable con su total defenestración. El
suicidio no mejora la obra ni la enturbia.
Tercero, la salud de la
novela colombiana del siglo XX es envidiable. Además del fenómeno
García Márquez, del ecuador de la centuria hasta los ochenta proliferan
trabajos de registros interesantes. Baste mencionar los nombres de Fanny
Buitrago, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Umberto Valverde, Germán
Espinoza y Óscar Collazos. En síntesis, Caicedo merece un puesto en los
manuales de literatura colombiana —no un capítulo ni una nota pie de
página; ojalá un párrafo no escrito por Sandro Romero—, pero lejos está
de ser el ábrete sésamo de una tradición valiosa incluso si de él
prescindiera.
Así como el destino de Bolívar es eficaz metáfora de
la suerte de América Latina —cada quien usa a su antojo la proclamas
del prócer, desde el bufón de Chávez hasta los no menos risibles
patriarcas del conservadurismo—, Andrés Caicedo ilustra el saldo de los
sesenta en Colombia. Lectura obligada en colegios y universidades,
santón de una hornada de angelitos con el destino reluciente de Master
Card, ícono vendido a cuentagotas pero con pulso firme, rebelde bien
visto por el establecimiento literario, alma y nervio del interesante y
ya vetusto Caliwood, Caicedo, al menos su póstuma celebridad, es el
fruto de una cruzada publicitaria de familiares y amigos. A fin de
cuentas, el anzuelo propagandístico en torno a su silueta consiste en
asimilarla con un contexto histórico de utopía y drogas. De esa forma,
como por arte de magia, la alusión al nombre de Caicedo de inmediato
conduce a la época en la cual Ricardo Ray no era un nostálgico pastor
protestante y la delincuencia tenía el rostro de James Dean y no el de
un pistolero narcotizado.
Una facción de herejes propuso una
interesante variación de la doctrina oficial del cristianismo:
Jesucristo es la creación suprema de Pablo de Tarso. Aprovechando el
cese de actividades del Santo Oficio, concluyo con una parodia de la
sacrílega tesis: Andrés Caicedo es tal vez la mejor invención de la
mente de Sandro Romero y, en menor medida, de la de Luis Ospina. De
hecho, el asunto traspone los umbrales del chiste. El paralelismo entre
Pablo de Tarso y Sandro Romero merece el calificativo de sorprendente.
Ninguno conoció en persona a Cristo o a Caicedo, no obstante escribieron
hasta la extenuación sobre el uno, el primero, o el otro, el segundo.
Sin el denuedo apostólico de Pablo y Sandro, Jesús habría sido un
sedicioso más, crucificado por los romanos, y Andrés, otro joven burgués
con veleidades de genio a quien se le fue la mano con la dosis de
calmantes.