sábado, 31 de enero de 2015

Estudio en escarlata: Segunda parte

Arthur Conan Doyle


SEGUNDA PARTE. La tierra de los santos
1. En la gran llanura alcalina
2. La flor de Utah
3. John Ferrier habla con el profeta
4. La huida
5. Los ángeles vengadores
6. Continuación de las memorias de John Watson, doctor en Medicina
7. Conclusión

Segunda parte

La tierra de los santos
1. En la gran llanura alcalina
En medio del gran continente norteamericano se extiende un desierto árido y tenebroso que durante muchos años obró de obstáculo al avance de la civilización. De Sierra Nevada a Nebraska, y del río Yellowstone en el Norte al Colorado en el Sur, reinan la desolación y el silencio. Los visajes con que aquí se expresa la Naturaleza son múltiples. Hay exaltadísimas montañas de cúpulas nevadas, y oscuros y tenebrosos valles. Existen ríos veloces que penetran como cuchillos en la ruinosa fábrica de una garganta o un cañón; y se dilatan también llanuras interminables, sepultadas en invierno bajo la nieve, y cubiertas en verano por el polvo gris del álcali salino. Todo ello, hasta lo más diverso, presidido por un mismo espíritu de esterilidad, tristeza y desabrimiento.
La tierra maldita está deshabitada. De cuando en cuando se aventuran en ella, en peregrinación hacia nuevos cazaderos, algunas partidas de pawnees o piesnegros, mas no existe uno solo, ni el más bravo o arrojado, que no sienta afán por dejar a sus espaldas la llanura imponente y acogerse otra vez al refugio de las praderas. El coyote acecha entre los matorrales, el busardo quiebra el aire con su vuelo pesado y el lento oso gris merodea sordamente por los barrancos, en busca del poco sustento que aquellos pedregales puedan dispensarle. No pueblan otras criaturas el vasto desierto.
Es cosa cierta que ningún panorama del mundo aventaja en lo tétrico al que se divisa desde la vertiente norte de Sierra Blanco. Hasta donde alcanza el ojo se extiende la tierra llana, salpicada de manchas alcalinas e interrumpida a trechos por espesuras de chaparros enanos. Cierran la raya extrema del firmamento los picos nevados y agudos de una larga cadena de montañas. De este paisaje interminable está ausente la vida o cuanto pueda evocarla. No se columbra una sola ave en el cielo, duro y azul, no estremece la tierra gris y yerta ningún movimiento, y, sobre todo, el silencio es absoluto. Por mucho que se afine el oído, no se aprecia siquiera una sombra de ruido en la soledad inmensa; nada sino silencio, completo y sobrecogedor silencio.
Hemos dicho que es absoluta la ausencia de vida en la vasta planicie. Un pequeño detalle lo desmiente. Mirando hacia abajo desde Sierra Blanco se distingue un camino que cruza el desierto y, ondulante, se pierde en la línea remota del horizonte. Está surcado de ruedas de carros y lo han medido las botas de innumerables aventureros. Aquí y allá refulgen al sol, inmaculados sobre el turbio sedimento de álcali, unos relieves blancos. ¿Qué son? ¡Son huesos! Grandes y de textura grosera unos, más delicados y menudos los otros. Pertenecieron los primeros a algún buey, a seres humanos éstos... A lo largo de mil quinientas millas puede seguirse el rastro de la mortífera ruta por los restos dispersos que a su vera han ido dejando quienes sucumbían antes de llegar al final del camino.
Tal era el escenario que, el día 4 de mayo de 1847, se ofrecía a los ojos de cierto solitario viajero. La apariencia de éste semejaba a propósito para tamaños parajes. Imposible habría resultado, guiándose por ella, afirmar si frisaba en los cuarenta o en los sesenta años. Era de rostro enjuto y macilento, tenía la piel avellanada y morena, como funda demasiado estrecha de la que quisiera salirse la calavera, y en la barba y el pelo, muy crecidos, el blanco prevalecía casi sobre el castaño. Los ojos se hundían en sus cuencas, luciendo con un fulgor enfermizo, y la mano que sostenía el rifle apenas si estaba más forrada de carne que el varillaje de los huesos. Para tenerse en pie había de descansar el cuerpo sobre el arma, y sin embargo su espigada figura y maciza osamenta denotaban una constitución ágil y férrea al tiempo. En la flaqueza del rostro, y en las ropas que pendían holgadas de los miembros resecos, se adivinaba el porqué de ese aspecto decrépito y precozmente senil: aquel hombre agonizaba, agonizaba de hambre y de sed.
Se había abierto trabajosamente camino a lo largo del barranco, y hasta una leve eminencia después, en el vano propósito de descubrir algún indicio de agua. Ahora se extendía delante suyo la infinita planicie salada, circuida al norte por el cinturón de montañas salvajes, monda toda ella de plantas, árboles o cosa alguna que delatara la existencia de humedad. No se descubría en el ancho espacio un solo signo de esperanza. Norte, oriente y occidente fueron escudriñados por los ojos interrogadores y extraviados del viajero. Habían llegado a término, sí, sus correrías, y allí, en aquel risco árido, sólo le aguardaba la muerte. «¿Y por qué iba a ser de otro modo? ¿Por qué no ahora mejor que en un lecho de plumas, dentro quizá de veinte años?», murmuró mientras se sentaba al abrigo de un peñasco.
Antes de adoptar la posición sedente, había depositado en el suelo el rifle inútil, y junto a él un voluminoso fardo al que servía de envoltura un mantón gris, pendiente de su hombro derecho. Se diría el bulto en exceso pesado para sus fuerzas, porque al ser apeado dio en tierra con cierto estrépito. De la envoltura gris escapó entonces un pequeño gemido, y una carita asustada, de ojos pardos y brillantes, y dos manezuelas gorditas y pecosas, asomaron por de fuera.
-¡Me has hecho daño! -gritó una reprobadora voz infantil.
-¿De verdad? -contestó pesaroso el hombre-. Ha sido sin querer.
Y mientras tal decía deshizo el fardo y rescató de él a una hermosa criatura de unos cinco años de edad, cuyos elegantes zapatos y bonito vestido rosa, guarnecido de un pequeño delantal de hilo, pregonaban a las claras la mano providente de una madre. La niña estaba pálida y delgada, aunque por la lozanía de brazos y piernas se echaba de ver que había sufrido menos que su compañero.
-¿Te sientes bien? -preguntó éste con ansiedad al observar que la niña seguía frotándose los rubios bucles que cubrían su nuca.
-Cúrame con un besito -repuso ella en un tono de perfecta seriedad, al tiempo que le mostraba la parte dolorida-. Eso solía hacer mamá. ¿Dónde está mamá?
-No está aquí. Quizá no pase mucho tiempo antes de que la veas.
-¡Se ha ido! -dijo la niña-. Qué raro... ¡No me ha dicho adiós! Me decía siempre adiós, aunque sólo fuera antes de ir a tomar el té a casa de la tita, y... ¡lleva tres días fuera! ¡Qué seco está esto! Dime, ¿no hay agua, ni nada que comer?
-No, no hay nada, primor. Aguanta un poco y verás que todo sale bien. Pon tu cabeza junto a la mía, así... ¿Te sientes más fuerte? No es fácil hablar cuando se tienen los labios secos como el esparto, aunque quizá vaya siendo hora de que ponga las cartas boca arriba. ¿Qué guardas ahí?
-¡Cosas bonitas! ¡Mira qué cosas tan preciosas! -exclamó entusiasmada la niña mientras mostraba dos refulgentes piedras de mica-. Cuando volvamos a casa se las regalaré a mi hermano Bob.
-Verás dentro de poco aún cosas mejores -repuso el hombre con aplomo-. Ten paciencia. Te estaba diciendo..., ¿recuerdas cuando abandonamos el río?
-¡Claro que sí!
-Pensamos que habría otros ríos. Pero no han salido las cosas a derechas: el mapa, o los compases, o lo que fuere nos han jugado una mala pasada, y no se ha dejado ver río alguno. Nos hemos quedado sin agua. Hay todavía unas gotitas para las personas como tú, y...
-Y no te has podido lavar -atajó la criatura, a la par que miraba con mucha gravedad el rostro de su compañero.
-Ni tampoco beber. El primero en irse fue el señor Bender, y después el indio Pete, y luego la señora McGregor, y luego Johnny Hones, y luego, primor, tu madre.
-Entonces mi madre está muerta también -gimió la niña, escondiendo la cabeza en el delantal y sollozando amargamente.
-Todos han muerto, menos tú y yo. Pensé..., que encontraríamos agua en esta dirección, y, contigo al hombro, me puse en camino. No parece que hayamos prosperado. ¡Dificilísimo será que salgamos adelante!
-¿Nos vamos a morir entonces? -preguntó la niña conteniendo los sollozos, y alzando su carita surcada por las lágrimas.
-Temo que sí.
-¿Y cómo no me lo has dicho hasta ahora? -exclamó con júbilo la pequeña-. ¡Me tenías asustada! Cuanto más rápido nos muramos, naturalmente, antes estaremos con mamá.
-Sí que lo estarás, primor.
-Y tú también. Voy a decirle a mamá lo bueno que has sido conmigo. Apuesto a que nos estará esperando a la puerta del paraíso con un jarro de agua en la mano, y muchísimos pasteles de alforfón, calentitos y tostados por las dos caras, como los que nos gustaban a Bob y a mí... ¿Cuánto faltará todavía?
-No sé... Poco.
Los ojos del hombre permanecían clavados en la línea norte del horizonte. Sobre el azul del cielo, y tan rápidos que semejaban crecer a cada momento, habían aparecido tres pequeños puntos. Concluyeron al cabo por adquirir las trazas de tres poderosas aves pardas, las cuales, luego de describir un círculo sobre las cabezas de los peregrinos, fueron a posarse en unos riscos próximos. Eran busardos, los buitres del Oeste, mensajeros indefectibles de la muerte.
-¡Gallos y gallinas! -exclamó la niña alegremente, señalando con el índice a los pájaros macabros, y batiendo palmas para hacerles levantar el vuelo-. Dime, ¿hizo Dios esta tierra?
-Naturalmente que sí -repuso el hombre, un tanto sorprendido por lo inesperado de la pregunta.
-Hizo la de Illinois, allá lejos, y también la de Missouri -prosiguió la niña-, pero no creo que hiciera esta de aquí. Esta de aquí está mucho peor hecha. El que la hizo se ha olvidado del agua y de los árboles.
-¿Y si rezaras una oración? -sugirió el hombre tras un largo titubeo.
-No es aún de noche.
-Da lo mismo. Se sale de lo acostumbrado, pero estoy seguro de que a Él no le importará. Di las oraciones que decías todas las noches en la carreta, cuando atravesábamos los Llanos.
-¿Por qué no rezas tú también? -exclamó la niña, con ojos interrogadores.
-Se me ha olvidado rezar. Llevo sin rezar desde que era un mocoso al que doblaba en altura este rifle que ves aquí. Aunque bien mirado, nunca es demasiado tarde. Empieza tú, y yo me uniré en los coros.
-Pues vas a tener que arrodillarte, igual que yo -dijo la pequeña posando el mantón en tierra-. Levanta las manos y júntalas. Así... Parece como si se sintiera uno más bueno.
¡Curiosa escena la que se desarrolló entonces a los ojos de los busardos, únicos e indiferentes testigos! Sobre el breve chal, codo con codo, adoptaron la posición orante ambos peregrinos, la niña versátil y el arrojado y rudo aventurero. - Estaban la tierna carita de la niña y el rostro anguloso y macilento del hombre vueltos con devoción pareja hacia el cielo limpio de nubes, en pos del Ser terrible que de frente los con templaba, mientras las dos voces -frágil y clara una, áspera y profunda la otra- se fundían en un solo ruego de misericordia y perdón. Concluida la oración se recogieron de nuevo al abrigo de la roca, cayendo dormida al cabo la niña en el regazo de su protector. Vigiló éste durante un tiempo el sueño de la pequeña, mas la naturaleza, finalmente, lo redujo también a su mandato inexorable. Tres días y tres noches llevaba sin concederse un instante de tregua o reparador descanso. Lentamente los párpados se deslizaron sobre los ojos fatigados y la cabeza fue hundiéndose en su pecho, hasta, confundida ya la barba gris del hombre con los rizos dorados de la niña, quedar ambos caminantes sumidos en idéntico sueño, profundo y horro de imágenes.
Media hora de vigilia hubiera bastado al vagabundo para contemplar la escena que ahora verá el lector. En la remota distancia, allí donde se hace la planicie fronteriza del cielo, se insinuó una como nubecilla de polvo, muy tenue al principio y apenas distinguible de la colina en que se hallaba envuelto el horizonte, después de superior tamaño, y, al fin, rotunda y definida. Fue aumentando el volumen de la nube, causada, evidentemente, por alguna muchedumbre o concurrencia de criaturas en movimiento. A ser aquellas tierras más fértiles, habría podido pensarse en el avance de una populosa manada de bisontes. Mas no es un suelo sin hierba sino a propósito para que en él paste el ganado... Próximo ya el torbellino de polvo ala solitaria eminencia donde reposaban los dos náufragos de la pradera, se insinuaron tras la bruma contornos de carretas guarnecidas con toldos, y perfiles de hombres armados, caballeros en sus monturas. ¡Se trataba de una expedición al Oeste, y qué expedición! Llegado uno de los extremos de ella a los pies de la montaña, aún seguía el otro perdido en el horizonte. A través de la llanura toda se extendía la caravana enorme, compuesta de galeras y carros, hombres a pie y hombres a caballo. Innumerables mujeres procedían vacilantes con su equipaje a cuestas, y los niños se afanaban detrás de los vehículos o asomaban las cabecitas bajo la envoltura blanca de los toldos. No podían ser estas gentes simples emigrantes; por fuerza habían de constituir un pueblo nómada, llevado de las circunstancias a buscar cobijo en nuevas tierras. Un estruendo confuso, una especie de fragor de ruedas chirriantes y resoplante caballería, ascendía de aquella masa humana y se perdía en el aire claro. Ni siquiera entonces, sin embargo, lograron despertarse los dos fatigados caminantes.
Encabezaba la columna más de una veintena de graves varones, de rostros ceñudos, envueltos los cuerpos en los pliegues de un oscuro ropaje hecho a mano, y provistos de rifles. Al llegar al pie del risco suspendieron la marcha, formando entre ellos breve conciliábulo.
-Los pozos, hermanos, se encuentran a la derecha -dijo uno al que daba carácter la boca enérgica, el rostro barbihecho y la cabellera enmarañada.
-A la derecha de Sierra Blanco... Alcanzaremos pues, Río Grande-, añadió otro.
-No tengáis cuidado del agua -exclamó un tercero-. El que pudo hacerla brotar de la roca, no abandonará a su pueblo elegido.
-¡Amén! ¡Amén! -respondieron todos a coro.
A punto se hallaban de reanudar el camino, cuando uno de los más jóvenes y perspicaces lanzó un grito de sorpresa, al tiempo que señalaba el escarpado risco frontero. En lo alto ondeaba un trocito de tela color rosa, brillante y nítidamente recortado sobre el fondo de piedra gris. A la visión de aquel objeto siguió un vasto movimiento de caballos enfrenados y de rifles que eran extraídos de sus fundas. Un destacamento de jinetes a galope sumó sus fuerzas a las del grupo de vanguardia: la palabra «Pieles Rojas» estaba en todos los labios.
-No puede haber muchos indios por estas tierras -dijo un hombre ya mayor, el que según todas las trazas parecía detener el mando-. Atrás hemos dejado a los Pawnees, y no quedan más tribus hasta después de cruzadas las montañas.
-Quiero echar una ojeada, hermano Stangerson -anunció entonces otro de los exploradores.
-Yo también, yo también -clamaron una docena de voces más.
-Dejad abajo vuestros caballos; aquí mismo os esperamos -contestó el anciano. En un abrir y cerrar de ojos pusieron pie a tierra los jóvenes voluntarios, fueron amarradas las cabalgaduras, y se dio principio al ascenso de la escarpadura, en dirección al punto que había provocado semejante revuelo. Avanzaban los hombres rauda y silenciosamente, con la seguridad y destreza del explorador consumado. Desde el llano, se les vio saltar de roca en roca, hasta aparecer sus siluetas limpiamente perfiladas sobre el horizonte. El joven que había dado la voz de alarma abría la marcha. De súbito, observaron sus compañeros que echaba los brazos a lo alto, como presa de irrefrenable asombro, asombro que pareció comunicarse al resto de la comitiva apenas se hubo ésta reunido con el de cabeza.
En la pequeña plataforma que ponía remate al risco pelado, se elevaba un solitario y gigantesco peñasco, a cuyo pie yacía un hombre alto, barbiluengo y de duras facciones, aunque enflaquecido hasta la extenuación. Su respiración regular y plácido gesto, eran los que suelen acompañar al sueño profundo. Enlazada a su cuello moreno y fuerte había una niña de brazuelos blancos y delicados. Estaba rendida su cabecita rubia sobre la pechera de pana del hombre, y en sus labios entreabiertos -que descubrían la nieve inmaculada de los dientes- retozaba una sonrisa infantil. Los miembros del hombre eran largos y ásperos, en peregrino contraste con las rollizas piernecillas de la criatura, las cuales terminaban en unos calcetines blancos y unos pulcros zapatitos de brillantes hebillas. La extraña escena tenía lugar ante la mirada de tres solemnes busardos apostados en la visera del peñasco. A la aparición de los recién llegados, dejaron oír un rauco chillido de odio y se descolgaron con sordo batir de alas.
El estrépito de las inmundas aves despertó a los dos yacentes, quienes echaron a su alrededor una mirada extraviada. El hombre recuperó, vacilante, la posición erecta y tendió la vista sobre la llanura, desierta cuando le había sorprendido el sueño y poblada ahora de muchedumbre enorme de bestias y seres humanos. Ganado por una incredulidad creciente, se pasó la mano por los ojos. «Debe ser esto lo que llaman delirio», murmuró para sí. La pequeña permanecía a su lado, cogida a las faldas de su casaca y sin decir nada, aunque vigilándolo todo con los ojos pasmados e inquisitivos de la niñez.
No les fue difícil a los recién ascendidos acreditar su condición de seres de carne y hueso. Uno de ellos cogió a la niña y la atravesó sobre los hombros, mientras otros dos asistían a su desmadejado compañero en el descenso hacia la caravana.
-Me llamo John Ferrier -explicó el caminante-; la pequeña y yo somos cuanto queda de una expedición de veintiún miembros. Allá en el sur, la sed y el hambre han dado buena cuenta del resto.
-¿La niña es hija tuya? -preguntó uno de los exploradores.
-Por tal la tengo -repuso desafiante el aventurero-. Mía es, porque la he salvado. Nadie va a arrebatármela. De ahora en adelante se llamará Lucy Ferrier. Pero, ¿quiénes sois vosotros? -prosiguió mirando con curiosidad a sus fornidos y atezados rescatadores-. En verdad que no se os puede contar con los dedos de una mano.
-Sumamos cerca de diez mil -dijo uno de los jóvenes-; somos los hijos perseguidos de Dios, los elegidos del Ángel Moroni.
-Nunca he oído hablar de él -replicó el caminante-, pero a la vista está que no le faltan amigos.
-No uses ironía con lo sagrado -repuso el otro en tono cortante-. Somos aquellos que tienen puesta su fe en las santas escrituras, plasmadas con letra egipcia sobre planchas de oro batido y confiadas a Joseph Smith en el enclave de Palmyra. Procedemos de Nauvoo, en el Estado de Illinois, asiento de nuestra iglesia, y buscamos amparo del hombre violento y sin Dios, aunque para ello hayamos de llegar al corazón mismo del desierto.
El hombre de Nauvoo pareció despabilar la memoria de John Ferrier.
-Entonces -dijo-, sois mormones.
-En efecto, somos los mormones -repusieron todos a una sola voz.
-¿Y dónde os dirigís?
-Lo ignoramos. La mano de Dios guía a los mormones por medio de su profeta. A él te conduciremos. Él decidirá tu suerte.
Habían alcanzado ya la base de la colina, donde se hallaba congregada una multitud de peregrinos: mujeres pálidas y de ojos medrosos, niños fuertes y reidores, varones de expresión alucinada. A la vista de la juventud de uno de los extraños, y de la depauperación del otro, se elevaron de la turba gritos de asombro y conmiseración. No se detuvo sin embargo el pequeño cortejo, sino que se abrió camino, seguido de gran copia de mormones, hasta una carreta que sobresalía de las demás por su anchura excepcional e inusitada elegancia. Seis caballos se hallaban uncidos a ella, en contraste con los dos, o cuatro a lo sumo, que tiraban de las restantes. Junto al carrero se sentaba un hombre de no más de treinta años, aunque de poderosa cabeza y la firme expresión que distingue al caudillo. Estaba leyendo un volumen de lomo oscuro que dejó a un lado a la llegada del gentío. Tras escuchar atentamente la relación de lo acontecido, se dirigió a los dos malaventurados.
-Si hemos de recogeros entre nosotros -dio solemnemente-, será sólo a condición de que abracéis nuestro credo. No queremos lobos en el rebaño. ¡Pluga a Dios mil veces que blanqueen vuestros huesos en el desierto, antes de que seáis la manzana podrida que con el tiempo contamina a las restantes! ¿Aceptáis los términos del acuerdo?
-No hay términos que ahora puedan parecerme malos -repuso Ferrier con tal énfasis que los solemnes Ancianos no acertaron a reprimir una sonrisa. Sólo el caudillo perseveró en su terca y formidable seriedad.
-Hermano Stangerson -dijo-, hazte cargo de este hombre y de la niña, y dales comida y bebida. A ti confío la tarea de instruirles en nuestra fe. ¡Demasiado larga ha sido ya la pausa! ¡Adelante! ¡Adelante hacia Sión!
-¡Adelante hacia Sión! -bramó la muchedumbre de mormones, y el grito corrió de boca en boca a lo largo de la caravana, hasta perderse, como un murmullo, en la distancia remota. Entre estallidos de látigos y crujir de ruedas reanudaron la marcha las pesadas carretas, volviendo a serpentear al pronto en el desierto la comitiva enorme. El anciano bajo cuya tutela habían sido puestos los recién hallados, condujo a éstos a su carruaje, y allí les dio el prometido sustento.
-Aquí permaneceréis -les dijo-. A no mucho tardar os habréis recuperado de vuestras fatigas. Recordad, mientras tanto, que compartís nuestra fe, y la compartís para siempre. Lo ha dicho Brigham Young, y lo ha dicho con la voz de Joseph Smith, cuya voz es también la voz de Dios.
2. La flor de Utah
No es éste lugar a propósito para rememorar las privaciones y fatigas experimentadas por el pueblo emigrante antes de su definitiva llegada a puerto. Desde las orillas del Mississippi, hasta las estribaciones occidentales de las Montañas Rocosas, consiguió abrirse camino con pertinacia sin parangón apenas en la historia. Ni el hombre salvaje ni la bestia asesina, ni el hambre, ni la sed, ni el cansancio, ni la enfermedad, ninguno de los obstáculos en fin que plugo a la Naturaleza atravesar en la difícil marcha, fueron bastantes a vencer la tenacidad de aquellos pechos anglosajones. Sin embargo, la longitud del viaje y su cúmulo de horrores habían acabado por conmover hasta los corazones más firmes. Todos, sin excepción, cayeron de hinojos en reverente acción de gracias a Dios cuando, llegados al vasto valle de Utah, que se extendía a sus pies bajo el claro sol, supieron por los labios de su caudillo que no era otra la tierra de promisión, y que aquel suelo virgen les pertenecía ya para siempre.
Pronto demostró Young ser un hábil administrador, amén de jefe enérgico. Fueron aprestados mapas y planos en previsión de la ciudad futura de los mormones. Se procedió, según la categoría de cada destinatario, al reparto y adjudicación de las tierras circundantes. El artesano volvió a blandir su herramienta, y el comerciante a comprar y a vender. En la ciudad surgían calles y plazas como por arte de encantamiento. En el campo, se abrieron surcos para las acequias, fueron levantadas cercas y vallas, se limpió la maleza y se voleó la semilla, de modo que, al verano siguiente, ya cubría la tierra el oro del recién granado trigo. No había cosa que no prosperase en aquella extraña colonia. Sobre todo lo demás, sin embargo, creció el templo erigido por los fieles en el centro de la ciudad. Desde el alba a los últimos arreboles del día, el seco ruido del martillo y el chirriar asmático de la sierra imperaban en torno al monumento con que el pueblo peregrino rendía homenaje a Quien le había guiado salvo a través de tantos peligros.
Los dos vagabundos, John Perrier y la pequeña, su hija adoptiva y compañera de infortunio, hicieron junto a los demás el largo camino. No fue éste trabajoso para la joven Lucy Ferrier que, recogida en la carreta de Stangerson, partió vivienda y comida con las tres esposas del mormón y su hijo, un obstinado e impetuoso muchacho de doce años. Habiéndose repuesto de la conmoción causada por la muerte de su madre, conquistó fácilmente el afecto de las tres mujeres (con esa presteza de la que sólo es capaz la infancia) y se hizo a su nueva vida trashumante. En tanto, el recobrado Ferrier ganaba fama de guía útil e infatigable cazador. Tan presto conquistó para sí la admiración de sus nuevos compañeros que, al dar éstos por acabada la aventura, recibió sin un solo reparo o voto en contra una porción de tierra no menor ni menos fecunda que las de otros colonos, con las únicas excepciones de Young y los cuatro ancianos principales, Stangerson, Kemball, Johnston y Drebber.
En la hacienda así adquirida levantó John Ferrier una sólida casa de troncos, ampliada y recompuesta infinitas veces en los años subsiguientes, hasta alcanzar al fin envergadura considerable. Era hombre con los pies afirmados en tierra, inteligente en los negocios y hábil con las manos, amén de recio, lo bastante para aplicarse sin descanso al cultivo y mejora de sus campos. Crecieron así su granja y posesiones desmesuradamente. A los tres años había sobrepujado a sus vecinos, a los seis se contaba entre el número de los acomodados, a los nueve de los pudientes, y a los doce no pasaban de cinco o seis quienes pudieran comparársele en riqueza. Desde el gran mar interior hasta las montañas de Wahsatch, el nombre de John Ferrier descollaba sobre todos los demás.
Sólo en un concepto ofendía este hombre la susceptibilidad de sus correligionarios. Nadie fue parte a convencerle para que fundara un harén al modo de otros mormones. Sin dar razones de su determinación, porfió en ella con firmeza inconmovible. Unos le acusaron de tibieza en la práctica de la religión recientemente adquirida; otros, de avaricia y espíritu mezquinamente ahorrativo. Llegó incluso a hablarse de un amor temprano, una muchacha de blondos cabellos muerta de nostalgia en las costas del Atlántico. El caso es que, por la causa que fuere, Ferrier permaneció estrictamente célibe. En todo lo demás siguió el credo de la joven comunidad, ganando fama de hombre ortodoxo y de recta conducta.
Junto al padre adoptivo, entre las cuatro paredes de la casa de troncos, y aplicada a la dura brega diaria, se crió Lucy Ferrier. El fino aire de las montañas y el aroma balsámico del pino cumplieron las veces de madre y niñera. Según transcurrían los años la niña se hizo más alta y fuerte, adquiriendo las mejillas color y el paso cadencia elástica. No pocos sentían revivir en sí antiguos hervores cada vez que, desde el tramo de camino que sesgaba la finca de Ferrier, veían a la muchacha afanarse, joven y ligera, en los campos de trigo, o gobernar el cimarrón de su padre con una destreza digna en verdad de un auténtico hijo del Oeste. De esta manera se hizo flor el capullo, y el mismo año que ganaba Ferrier preeminencia entre los granjeros del lugar, se cumplía en su hija el más acabado ejemplo de belleza americana que encontrarse pudiera en la vertiente toda del Pacífico.
No fue el padre, sin embargo, el primero en advertir que la niña de antes era ya mujer. Rara vez ocurre tal. Esa transformación es harto sutil y lenta para que quepa situarla en un instante preciso. Más ajena todavía al cambio permanece la doncella misma, quien sólo al tono de una voz o al contacto de una mano, súbitas chispas iniciadoras de un fuego desconocido, descubre con orgullo y miedo a la vez la nueva y poderosa facultad que en ella ha nacido a la vida. Pocas mujeres han olvidado de hecho el día preciso y el exacto incidente por el que viene a ser conocido ese albor de una existencia nueva. En el caso de Lucy Ferrier la ocasión fue memorable de por sí, aparte el alcance que después tendría en su propio destino y en el de los demás.
Era una calurosa mañana de junio, y los Santos del último Día se afanaban en su cotidiana tarea al igual que un enjambre de abejas, cuyo fanal habían escogido por emblema y símbolo de la comunidad. De los campos y de las calles ascendía el sordo rumor del trabajo incesante. A lo largo de las carreteras polvorientas, avanzaban filas de mulas con pesadas cargas, en dirección todas al Oeste, ya que había estallado la fiebre del oro en California y la ruta continental tenía estación en la ciudad de los Elegidos. También se veían rebaños de vacas y ovejas, procedentes de pastos remotos, y partidas de fatigados emigrantes, no menos maltrechos que sus caballerías tras el viaje inacabable. En medio de aquella abigarrada muchedumbre, hilaba su camino con destreza de amazona Lucy Ferrier, arrebatado el rostro por el ejercicio físico y suelta al viento la larga cabellera castaña. Venía a la ciudad para dar cumplimiento a cierto encargo de su padre, y, desatenta a todo cuanto no fuera el asunto que en ese instante la solicitaba, volaba sobre su caballo, con la usada temeridad de otras veces. Se detenían a mirarla asombrados los astrosos aventureros, e incluso el indio impasible, con sus pieles a cuestas, rompía un instante su reserva ante el espectáculo de aquella bellísima rostro pálido.
Había alcanzado los arrabales de la ciudad, cuando halló la carretera obstruida por un gran rebaño de ganado al que daban gobierno media docena de selváticos pastores de la pradera. Impaciente, hizo por superar el obstáculo lanzándose a una súbita brecha que se insinuaba enfrente. Cuando se hubo introducido en ella, sin embargo, el ganado volvió a cerrarse en torno, viéndose al pronto inmersa la amazona en la corriente movediza de las cuernilargas e indómitas bestias. Habituada como estaba a vivir entre ganado, no sintió alarma, e intentó por todos los medios abrirse camino a través de la manada. Por desgracia los cuernos de una de las reses, al azar o de intento, entraron en violento contacto con el flanco del cimarrón, excitándolo en grado máximo. El animal se levantó sobre sus patas traseras con un relincho furioso, al tiempo que daba unos saltos y hacía unas corvetas bastantes a derribar a un jinete de medianas condiciones. No podía ser la situación más peligrosa. Cada arrebato del caballo acentuaba el roce con los cuernos circundantes, y éstos inducían a su vez en la cabalgadura renovadas y furibundas piruetas. Sin falta debía la joven mantenerse sujeta a la silla de la montura, ya que al más leve desliz cabía que fuera a dar su cuerpo entre las pezuñas de las espantadas criaturas, encontrando así una muerte horrible. No hecha a tales trances, comenzó a nublarse su cabeza, al cabo que cedía la presa de la mano en la brida. Sofocada por la nube de polvo y el hedor de la forcejeante muchedumbre animal, se hallaba al borde del abandono, cuando oyó una voz amable que a su lado le prometía asistencia. A continuación una poderosa mano, curtida y tostada por el sol, asió del freno al asustado cuadrúpedo, conduciéndole pronto, sin mayores incidencias, fuera del tropel.
-Espero, señorita, que haya salido usted ilesa de la aventura -dijo respetuosamente a la joven su providencial salvador.
Aquélla levantó su rostro hacia el otro rostro, fiero y moreno, y riendo con franqueza repuso:
-¡Qué susto! ¿Cómo pensar que Pancho fuera a tener tanto miedo de un montón de vacas?
-Gracias a Dios, ha podido usted mantenerse en la montura -contestó el hombre con gesto grave. Se trataba de un joven alto y de aguerrido aspecto, el cual, caballero en un poderoso ejemplar de capa baya, y guarnecido el cuerpo con las toscas galas del cazador, iba armado de un largo rifle, suspendido al bies tras de los hombros.
-Debe ser usted la hija de John Ferrier -añadió-; la he visto salir a caballo de su granja. Cuando lo vea, pregúntele si le trae algún recuerdo el nombre de «Jefferson Hope», el de St. Louis. Si ese Ferrier es el que yo pienso, mi padre y el suyo fueron uña y carne.
-¿Por qué no viene y se lo pregunta usted mismo? -apuntó ella con recato.
El joven pareció complacido por la invitación, y en sus ojos negros refulgió una chispa de contento.
-Lo haré -dijo-, aunque llevamos dos meses en las montañas y mi traza no es a propósito para esta clase de visitas. Su padre de usted deberá recibirme tal como estoy.
-Es su deudor, igual que yo -replicó la joven-. Me tiene un cariño extraordinario; si esas vacas hubieran llegado a causarme la muerte, creo que habría muerto él también.
-Y yo -añadió el jinete.
-¡Usted! No creo que fuera a partírsele el corazón... ¡Ni siquiera somos amigos!
La oscura faz del cazador se ensombreció de semejante manera ante esta observación, que Lucy Ferrier no pudo evitar una carcajada.
-No me entienda mal, ¡ea! -dijo-. Ahora sí que somos amigos. No le queda más remedio que venir a vernos... En fin, he de seguir camino, porque, según está pasando el tiempo, no volverá a confiarme jamás mi padre recado alguno. ¡Adiós!
-¡Adiós -repuso el otro, alzando su sombrero alado e inclinándose sobre la mano de la damita. Tiró ésta de las riendas a su potro, blandió el látigo, y desapareció en la ancha carretera tras una ondulante nube de polvo.
El joven Jefferson Hope se unió a sus compañeros, triste y taciturno. Habían recorrido las montañas de Nevada en busca de plata, y volvían ahora a Salt Lake City, con el fin de reunir el capital necesario para la exploración de un filón descubierto allá arriba. Sus pensamientos, puestos hasta entonces, al igual que los del resto de la cuadrilla, en el negocio pendiente, no podían ya ser los mismos tras el encuentro súbito. La vista de la hermosa muchacha, fresca y sana como las brisas de la sierra, había conmovido lo más íntimo de su volcánico e indómito corazón. Desaparecida la joven de su presencia, supo que una crisis acababa de producirse en su vida, y que ni las especulaciones de la plata, ni cosa alguna, podían compararse en importancia a lo recién acontecido. El efecto obrado de súbito en su corazón no era además un amor fugaz de adolescente, sino la pasión auténtica que se apodera del hombre de férrea voluntad e imperioso carácter. Estaba hecho a triunfar en todas las empresas. Se dijo solemnemente que no saldría mal de ésta, mientras de algo sirvieran la perseverancia y el tenaz esfuerzo.
Aquella misma noche se presentó en casa de John Ferrier, y a la siguiente y a la otra también, hasta convertirse en visitante asiduo y conocido. John, encerrado en el valle y absorbido por el trabajo diario, había tenido menguadísimas oportunidades de asomarse al mundo en torno durante los últimos doce años. De él le daba noticias Jefferson Hope, con palabras que cautivaban a Lucy no menos que a su padre. Había sido pionero en California, la loca y legendaria región de rápidas fortunas y estrepitosos empobrecimientos; había sido explorador, trampero, ranchero, buscador de plata... No existía aventura emocionante, en fin, que no hubiera corrido alguna vez Jefferson Hope. A poco ganó el afecto del viejo granjero, quien se hacía lenguas de sus muchas virtudes. En tales ocasiones Lucy permanecía silenciosa, mas podía echarse de ver, por el arrebol de las mejillas y el brillar de ojos, que no era ya la muchacha dueña absoluta de su propio corazón. Quizá escapasen estas y otras señales a los ojos del buen viejo, aunque no, desde luego, a los de quien constituía su recóndita causa.
Cierto atardecer de verano el joven llegó a galope por la carretera y se detuvo frente al cancel. Lucy estaba en el porche y, al verle, fue en dirección suya. El visitante pasó las bridas del caballo por encima de la cerca y tomó el camino de la casa.
-He de marcharme, Lucy -dijo asiéndole entrambas manos, al tiempo que la miraba tiernamente a los ojos-. No te pido que vengas ahora conmigo, pero ¿lo harás más adelante, cuando esté de vuelta?
-¿Vas a tardar mucho? -repuso la joven, riendo y encendiéndose toda.
-No más de dos meses. Vendré entonces por ti, querida. Nadie podrá interponerse entre nosotros dos.
-¿Qué dice mi padre?
-Ha dado su consentimiento, siempre y cuando me las arregle para poner en marcha esas minas. Sobre esto último no debes preocuparte.
-Oh, bien. Si estáis de acuerdo papá y tú, yo no tengo nada más que añadir -susurró ella, la mejilla apoyada en el poderoso pecho del aventurero.
-¡Dios sea alabado! -exclamó éste con ronca voz, e inclinando la cabeza, besó a la chica-. El trato puede considerarse zanjado. Cuanto más me demore, más difícil va a resultarme iniciar la marcha. Me aguardan en el cañón. ¡Adiós, amor, adiós! Dentro de dos meses me verás de nuevo.
Con estas palabras se separó de ella y, habiéndose plantado de un salto encima del caballo, picó espuelas a toda prisa sin volver siquiera la cabeza, en el temor, quizá, de que una sola mirada a la prenda de su corazón le hiciera desistir de su recién concebido proyecto. Permaneció Lucy junto al cancel, fija la vista en el jinete hasta desvanecerse éste en el horizonte. Después volvió a la casa. En todo Utah no podría hallarse chica más feliz.
3. John Ferrier habla con el profeta
Tres semanas habían transcurrido desde la marcha de Jefferson Hope y sus compañeros. Se entristecía el corazón de John Ferrier al pensar que pronto volvería el joven, arrebatándole su preciado tesoro. Sin embargo, la expresión feliz de la muchacha le reconciliaba mil veces más eficazmente con el pacto contraído que el mejor de los argumentos. Desde antiguo había determinado en lo hondo de su resuelta voluntad que a ningún mormón sería dada jamás la mano de su hija. Semejante unión se le figuraba un puro simulacro, un oprobio y una desgracia. Con independencia de los sentimientos que la doctrina de los mormones le inspiraba en otros terrenos, se mantenía sobre lo último inflexible, amén de mudo, ya que por aquellos tiempos las actitudes heterodoxas hallaban mal acomodo en la Tierra de los Santos.
Mal acomodo y terrible peligro... Hasta los más santos entre los santos contenían el aliento antes de dar voz a su íntimo parecer en materia de religión, no fuera cualquier palabra, o frase mal comprendida, a atraer sobre ellos un rápido castigo. Los perseguidos de antaño se habían constituido a su vez en porfiados y crudelísimos perseguidores. Ni la Inquisición sevillana, ni la tudesca Vehmgericht, ni las sociedades secretas de Italia acertaron jamás a levantar maquinaria tan formidable como la que tenía atenazado al Estado de Utah.
La organización resultaba doblemente terrible por sus atributos de invisibilidad y misterio. Todo lo veía y podía, y sin embargo escapaba al ojo y al oído humanos. Quien se opusiera a la Iglesia, desaparecía sin dejar rastro ni razón de sí. Mujer e hijos aguardaban inútilmente el retorno del proscrito, cuya voz no volvería a dejarse oír de nuevo, ni siquiera en anuncio de la triste sentencia que los sigilosos jueces habían pronunciado. Una palabra brusca, un gesto duro, eran castigados con la muerte. Ignoto, el poder aciago gravitaba sobre todas las existencias. Comprensible era que los hombres vivieran en terror perpetuo, sellada la boca y atada la lengua lo mismo en poblado que en la más rigurosa de las soledades.
En un principio sufrieron persecución tan sólo los elementos recalcitrantes, aquellos que, habiendo abrazado la fe de los mormones, deseaban abandonarla o pervertirla. Pronto, sin embargo, aumentó la multitud de las víctimas. Eran cada vez menos las mujeres adultas, grave inconveniente para una doctrina que proponía la poligamia. Comenzaron a circular extraños rumores sobre emigrantes asesinados y salvajes saqueos ocurridos allí donde nunca, anteriormente, había llegado el indio. Mujeres desconocidas vinieron a nutrir los serrallos de los Ancianos, mujeres que lloraban y languidecían, y llevaban impresas en el rostro las señales de un espanto inextinguible. Algunos caminantes, rezagados en las montañas, afirmaban haberse cruzado con pandillas de hombres armados y enmascarados, en sigilosa y rápida peregrinación al amparo de las sombras. Tales historias y rumores fueron adquiriendo progresivamente cuerpo y confirmación, hasta concretarse en título y expresión definitivos. Incluso ahora, en los ranchos aislados del Oeste, el nombre de «La Banda de los Danitas», o «Los Ángeles Vengadores», conserva resonancias siniestras.
El mayor conocimiento de la organización que tan terribles efectos obraba, tendió antes a magnificar que a disimular el espanto de las gentes. Imposible resultaba saber si una persona determinada pertenecía a Los Ángeles Vengadores. Los nombres de quienes tomaban parte en las orgías de sangre y violencia perpetradas bajo la bandera de la religión eran mantenidos en riguroso secreto. Quizá el amigo que durante el día había escuchado ciertas dudas referentes al Profeta y su misión se contaba por la noche entre los asaltantes que acudían para dar cumplimiento al castigo inmisericorde y mortal. De este modo, cada cual desconfiaba de su vecino, recatando para sí sus más íntimos sentimientos.
Una hermosa mañana, cuando estaba a punto de partir hacia sus campos de trigo, oyó John Ferrier el golpe seco del pestillo al ser abierto, tras de lo cual pudo ver, a través de la ventana, a un hombre ni joven ni viejo, robusto y de cabello pajizo, que se aproximaba sendero arriba. Le dio un vuelco el corazón, ya que el visitante no era otro que el mismísimo Brigham Young. Lleno de inquietud -pues nada bueno presagiaba semejante encuentro- Ferrier acudió presuroso a la puerta para recibir al jefe mormón. Este último, sin embargo, correspondió fríamente a sus solicitaciones, y, con expresión adusta, le siguió hasta el salón.
-Hermano Ferrier -dijo, tomando asiento y fijando en el granjero la mirada a través de las pestañas rubias-, los auténticos creyentes te han demostrado siempre bondad. Fuiste salvado por nosotros cuando agonizabas de hambre en el desierto, contigo compartimos nuestra comida, te condujimos salvo hasta el Valle de los Elegidos, recibiste allí una generosa porción de tierra y, bajo nuestra protección, te hiciste rico. ¿Es esto que digo cierto?
-Lo es -repuso John Ferrier.
-A cambio de tantos favores, no te pedimos sino una cosa: que abrazaras la fe verdadera, conformándote a ella en todos sus detalles. Tal prometiste hacer, y tal, según se dice, desdeñas hacer.
-¿Es ello posible? -preguntó Ferrier, extendiendo los brazos en ademán de protesta-. ¿No he contribuido al fondo común? ¿No he asistido al Templo? ¿No he..?
-¿Dónde están tus mujeres? -preguntó Young, lanzando una ojeada en derredor-. Hazlas pasar para que pueda yo presentarles mis respetos.
-Cierto es que no he contraído matrimonio -repuso Ferrier-. Pero las mujeres eran pocas, y muchos aquellos con más títulos que yo para pretenderlas. Además, no he estado solo: he tenido una hija para cuidar de mí.
-De ella, precisamente, quería hablarte -dijo el jefe de los mormones-. Se ha convertido, con los años, en la flor de Utah, y ahora mismo goza del favor de muchos hombres con preeminencia en esta tierra.
John Ferrier, en su interior, dejó escapar un gemido.
-Corren rumores que prefiero desoír, rumores en torno a no sé qué compromiso con un gentil. Maledicencias, supongo, de gente ociosa. ¿Cuál es la decimotercera regla del código legado a nosotros por Joseph Smith, el santo? «Que toda doncella perteneciente a la fe verdadera contraiga matrimonio con uno de los elegidos: pues si se uniera a un gentil, cometería pecado nefando.» Siendo ello así, no es posible que tú, que profesas el credo santo, hayas consentido que tu hija lo vulnere.
Nada repuso John Ferrier, ocupado en juguetear nerviosamente con su fusta.
-Por lo que en torno a ella resuelvas, habrá de medirse la fortaleza de tu fe. Tal ha convenido el Sagrado Consejo de los Cuatro. Tu hija es joven: no pretendemos que despose a un anciano, ni que se vea privada de toda elección. Nosotros los Ancianos poseemos varias novillas(1), mas es fuerza que las posean también nuestros hijos. Stangerson tiene un hijo varón, Drebber otro, y ambos recibirían gustosos a tu hija en su casa. Dejo a ella la elección... Son jóvenes y ricos, y profesan la fe verdadera. ¿Qué contestas?
1. Heber C. Kemball, en uno de sus sermones, alude con este título galante a sus cien esposas.
Ferrier permaneció silencioso un instante, arrugado el entrecejo.
-Concédeme un poco de tiempo -dijo al fin-. Mi hija es muy joven, quizá demasiado para tomar marido. -Cuentas con un plazo de un mes -dijo Young, enderezándose de su asiento-. Transcurrido éste, habrá de dar la chica una respuesta.
Estaba cruzando el umbral cuando se volvió de nuevo, el rostro encendido y centelleantes los ojos:
-¡Guárdate bien, John Ferrier -dijo con voz tonante-, de oponer tu débil voluntad a las órdenes de los Cuatro Santos, porque en ese caso sentiríais tu hija y tú no yacer, reducidos a huesos mondos, en mitad de Sierra Blanco!
Con un amenazador gesto de la mano soltó el pomo de la puerta, y Ferrier pudo oír sus pasos desvaneciéndose pesadamente sobre la grava del sendero.
Estaba todavía en posición sedente, con el codo apoyado en la rodilla e incierto sobre cómo exponer el asunto a su hija, cuando una mano suave se posó en su hombro y, elevando los ojos, observó a la niña de pie junto a él. La sola vista de su pálido y aterrorizado rostro, fue bastante a revelarle que había escuchado la conversación.
-No lo pude evitar -dijo ella, en respuesta a su mirada-. Su voz atronaba la casa. Oh, padre, padre mío, ¿qué haremos?
-No te asustes -contestó éste, atrayéndola hacia sí, y pasando su mano grande y fuerte por el cabello castaño de la joven-. Veremos la manera de arreglarlo. ¿No se te va ese joven de la cabeza, no es cierto?
A un sollozo y a un ademán de la mano, súbitamente estrechada a la del padre, se redujo la respuesta de Lucy.
-No, claro que no. Y no me aflige que así sea. Se trata de un buen chico y de un cristiano, mucho más, desde luego, de lo que nunca pueda llegar a ser la gente de por aquí, con sus rezos y todos sus sermones. Mañana sale una expedición camino de Nevada, y voy a encargarme de que le hagan saber el trance en que nos hallamos. Si no me equivoco sobre el muchacho, le veremos volver aquí con una velocidad que todavía no ha alcanzado el moderno telégrafo.
Lucy confundió sus lágrimas con la risa que las palabras de su padre le producían.
-Cuando llegue, nos señalará el curso más conveniente. Es usted el que me inquieta. Una oye..., oye cosas terribles de quienes se enfrentan al Profeta: siempre sufren percances espantosos.
-Aún no nos hemos opuesto a nadie -repuso el padre-. Tiempo tenemos de mirar por nuestra suerte. Disponemos de un mes de plazo; para entonces espero que nos hallemos lejos de Utah.
-¡Lejos de Utah!
-Qué remedio...
-¿Y la granja?
-Convertiremos en dinero cuanto sea posible, renunciando al resto. Para ser sincero, Lucy, no es ésta la primera vez que semejante idea se me cruza por la cabeza. No me entusiasma el estar sometido a nadie, menos aún al maldito Profeta que tiene postrada a la gente de esta tierra. Nací americano y libre, y no entiendo de otra cosa. Quizá sea demasiado viejo para mudar de parecer. Si el tipo de marras persiste en merodear por mi granja, acaso acabe dándose de bruces con un puñado de postas avanzando en sentido contrario.
-Pero no nos dejarán marchar -objetó la joven.
-Aguarda a que venga Jefferson y entonces nos las compondremos para hacerlo. Entre tanto, querida, sosiégate, y no permitas que se te pongan los ojos feos de tanto llorar, no vaya a ser que al verte se la tome el chico conmigo. No hay razón para preocuparse, ni peligro ninguno.
John Ferrier imprimió a estas observaciones un tono de pausada confianza, lo que no fue obstáculo, sin embargo, para que advierta la joven cómo, llegada la noche, aseguraba con más cuidado del habitual las puertas de la casa, al tiempo que limpiaba y nutría de cartuchos la oxidada escopeta que hasta entonces había colgado de la pared de su dormitorio.
4. La huida
A la mañana siguiente, después de su entrevista con el Profeta de los mormones, acudió John Ferrier a Salt Lake City, donde, tras ponerse en contacto con un conocido que había de seguir el camino de Nevada, entregó el recado para Jefferson Hope. En él se explicaba al joven lo inminente del peligro a que estaban expuestos, y lo necesaria que se había hecho su vuelta. Cumplidas estas diligencias, pareció sosegarse el anciano y, ya de mejor talante, volvió a su casa.
Cerca de la granja, observó con sorpresa que a cada uno de los machones laterales de la portalada había atado un caballo. La sorpresa fue en aumento cuando al entrar en su casa se echó a la cara dos jóvenes, cómodamente instalados en el salón. Uno era de faz alongada y pálida, y estaba arrellanado en la mecedora, extendidas las piernas y puestos los dos pies sobre la estufa. El otro, un mozo de cuello robusto y tosco y mal dibujadas facciones, permanecía en pie junto a la ventana. Con las manos en los bolsillos, se entretenía silbando un himno entonces muy en boga. Ambos saludaron a Ferrier con una ligera inclinación de cabeza, después de lo cual dio el de la mecedora inicio a la conversación:
-Quizá no sepas quiénes somos -dijo-. Este de aquí es hijo del viejo Drebber, y yo soy Joseph Stangerson, uno de tus compañeros de peregrinación en el desierto cuando el Señor extendió su mano y se dignó recibirte entre los elegidos.
-Como recibirá a las restantes naciones del mundo en el instante por Él previsto -añadió el otro con acento nasal-; lentamente trenza su red el Señor, mas los agujeros de ésta son finísimos.
John Ferrier esbozó un frío saludo. No le cogía de nuevas la identidad de sus visitantes.
-Por indicación de nuestros padres -prosiguió Stangerson-, hemos venido a solicitar la mano de tu hija. Vosotros determinaréis a cuál de los dos corresponde. Dado que yo tengo tan sólo cuatro mujeres, mientras que el hermano Drebber posee siete, me parece que reúno yo más títulos para ser el elegido.
-Ta, ta, hermano Stangerson -repuso aquél-, no se trata de cuántas mujeres tengamos, sino del número de ellas que podamos mantener. Mi padre me ha traspasado sus molinos, por lo que soy más rico que tú.
-Pero me aguarda a mí un futuro más holgado -respondió su rival, vehementemente-. Cuando el Señor tenga a bien llevarse a mi padre, entraré en posesión de su casa de tintes y su tenería. Además, soy mayor que tú, y por lo mismo estoy más alto en la jerarquía de la Iglesia.
-A la chica toca decir la última palabra -replicó el joven Drebber, mientras sonreía a la propia imagen reflejada en el vidrio de la ventana-. Que sea ella quien decida.
Durante todo el diálogo había permanecido John Ferrier en el umbral dándose a los demonios y casi tentado a descargar su fusta sobre las espaldas de los visitantes.
-Un momento -dijo al fin, acercándose a ellos-. Cuando mi hija os convoque, podréis venir, pero hasta entonces no quiero ver vuestras caras por aquí.
Los dos jóvenes mormones le dirigieron una mirada de estupefacción. A sus ojos, el forcejeo por la mano de la hija suponía un máximo homenaje, no menos honroso para ésta que para su padre.
-Hay dos caminos que conducen fuera de la habitación -gritó Ferrier-, la puerta y la ventana. ¿Cuál preferís?
Su rostro moreno había adquirido una expresión tan salvaje, y las manos un tan amenazador ademán, que los dos visitantes saltaron de sus asientos, emprendiendo una rápida retirada. El viejo granjero les siguió hasta la puerta.
-Me haréis saber quién de los dos se ha dispuesto que sea el agraciado -dijo con sorna.
-¡Recibirás tu merecido! -chilló Stangerson, lívido de ira-. Has desafiado al Profeta y al Consejo de los Cuatro. Materia tienes de arrepentimiento para el resto de tus días.
-El Señor asentará sobre ti su pesada mano -exclamó a su vez el joven Drebber-; ¡por Él serás fulminado!
-¡Si ha de ser así, comencemos ya! -dijo Ferrier, furioso, y se hubiera precipitado escaleras arriba en busca de su escopeta a no sujetarlo Lucy por un brazo para impedir los efectos de su furia. Antes de que pudiera desasirse, el estrépito de unas uñas de caballo sobre el camino medía ya la distancia que habían puesto por medio sus enemigos.
-¡Mequetrefes hipócritas! -exclamó, enjugándose el sudor de la frente-. Prefiero verte en la tumba, niña, antes que esposa de cualquiera de ellos.
-Yo también, padre -repuso ella vehementemente-; pero Jefferson estará pronto de vuelta con nosotros.
-Sí. Poco ha de tardar. Cuanto menos, mejor, pues no sabemos qué otras sorpresas nos aguardan.
Era llegado en verdad el momento de que alguien acudiera, con su consejo y ayuda, en auxilio del tenaz anciano y su hija adoptiva. Hasta entonces no se había dado aún en la colonia un caso parejo de insubordinación y desobediencia a la autoridad de los Ancianos. Si las desviaciones menores eran castigada tan severamente, ¡cuál no sería el destino de este empecatado rebelde! Ferrier conocía que su riqueza y posición no lo eximían del castigo. Otros no menos ricos y conocidos que él habían desaparecido de la faz de la tierra, revertiendo sus propiedades a manos de la Iglesia. Aunque valeroso, no acertaba a reprimir un sentimiento de pánico ante el peligro impreciso y fantasmal que le amenazaba. A todo mal conocido se sentía capaz de hacer frente con pulso firme, pero la incertidumbre presente encerraba algo de terroríficamente paralizador. Recató aun así su miedo a la hija, afectando echar a barato lo acontecido, lo que no fue obstáculo, sin embargo, para que ella, con la sagacidad que infunde el amor, percibiera claramente la preocupación de que era presa el anciano.
Suponía éste que mediante una señal u otra le haría Young patente el disgusto hacia su conducta, y no andaba errado, aunque el anuncio llegó de forma inesperada. A la mañana siguiente, al despertarse, encontró para su sorpresa un pequeño rectángulo de papel prendido a la colcha, a la altura del pecho, y en él escritas con letra enérgica y desmañada estas palabras: «Veintinueve días restan para que te enmiendes, y entonces...».
Ese vago peligro que parecía insinuarse tras los puntos suspensivos era mucho más temible que cualquier amenaza concreta. Que el mensaje hubiera podido llegar a la habitación, sumió a John Ferrier en una casi dolorosa perplejidad, ya que los sirvientes dormían en un pabellón separado de la casa, y las puertas y ventanas de ésta habían sido cerradas a cal y canto. Se deshizo del papel y ocultó lo ocurrido a su hija, aunque el incidente no pudo por menos de producirle una mortal angustia. Esos veintinueve días representaban sin duda lo sobrante del mes concedido por Young. ¿Qué valían la fuerza o el coraje contra un enemigo dotado de tan misteriosas facultades? La mano que había prendido el alfiler hubiese podido empujarlo hasta el centro de su corazón, sin que él llegara nunca a conocer la identidad de quien le causaba la muerte.
Mayor fue aún su conmoción a la mañana siguiente. Se había sentado para tomar el desayuno cuando Lucy dejó escapar un gesto de sorpresa al tiempo que señalaba el techo de la habitación. En su mitad, en torpes caracteres, se leía, escrito probablemente con la negra punta de un tizón, el número veintiocho. Nada significaba esta cifra para la hija, y Ferrier prefirió no sacarla de su ignorancia. Aquella noche, armado de una escopeta, montó guardia alrededor de la casa. No vio ni oyó cosa alguna y, sin embargo, al clarear, los largos trazos del número veintisiete cruzaban la hoja exterior de la puerta principal.
De esta guisa fueron transcurriendo los días; tan inevitablemente como sucede a la noche la luz de la mañana, mantenían sus invisibles enemigos la cuenta del menguante mes de gracia, expuesta siempre en algún lugar manifiesto. Ora aparecía el número fatal sobre una pared, ora en el suelo, más tarde, quizá, en un pequeño rótulo pegado al cancel del jardín o a la baranda. Pese a su permanente actitud de vigilancia, no pudo descubrir John Ferrier de dónde procedían estas advertencias diarias. Un horror rayano con la superstición llegó a poseerlo a la vista de cualquiera de ellas. Crispado y rendido, sus ojos adquirieron la expresión turbia de una fiera acorralada. Todas sus esperanzas, su única esperanza, se cifraba en el retorno del joven cazador de Nevada.
Los veinte días de franquía se redujeron a quince, éstos a diez y no daba aún señales de sí el ausente. Paso a paso fue aproximándose el temido término sin que llegaran noticias de fuera. Cada vez que un jinete rompía el silencio con el estrépito de su caballo a lo largo del camino, o incitaba un carretero a su recua, el viejo granjero se precipitaba hacia la puerta, creyendo ya llegado a su auxiliador. Al fin, cuando los cinco últimos días dieron paso a los cuatro siguientes, y los cuatro a sus sucesivos tres, perdió el ánimo, y con él la esperanza en la salvación. Solo, y mal conocedor de las montañas circunvecinas, se sentía por completo perdido. En los caminos más transitados se había montado un estricto servicio de vigilancia que estorbaba el paso a los transeúntes no autorizados por el Consejo. Mirara donde mirara, se veía inevitablemente condenado a sufrir el castigo que se cernía sobre su cabeza. Con todo, mil veces hubiera preferido el anciano la muerte a consentir en lo que por fuerza se le antojaba el deshonor de su hija.
Sobre tales calamidades y los vanos intentos de ponerles remedio, reflexionaba una tarde el sedente John Ferrier. Aquella misma mañana había sido trazado el número dos sobre la pared de su casa, anuncio de la única franquía que, junto a la siguiente, todavía restaba hasta la expiración del plazo.
¿Qué ocurriría entonces? Mil terribles e imprecisas fantasías atormentaban su imaginación. ¿Qué sería de su hija cuando él faltara? No ofrecía escape la invisible maraña que alrededor de ellos se había trenzado. Derrumbó la cabeza sobre la mesa y se abandonó al llanto ante el sentimiento de su propia impotencia.
Pero ¿qué era eso? Un suave arañazo había turbado el silencio reinante -un ruido tenue, aunque claramente perceptible en medio de la quietud de la noche-. Procedía de la puerta de la casa. Ferrier se deslizó hasta el vestíbulo y aguzó el oído. Hubo una pausa breve y después el blando, insidioso sonido volvió a repetirse. Evidentemente, alguien estaba golpeando con mucho tiento los cuarterones de la puerta. ¿Quizá un nocturno sicario enviado para llevar adelante las órdenes asesinas del tribunal secreto? ¿O acaso el agente encargado de grabar el anuncio del último día de gracia? Ferrier sintió que una muerte instantánea sería preferible a esta azorante incertidumbre que paralizaba su corazón. De un salto llegó hasta la puerta y, descorriendo el cerrojo, la abrió de par en par.
Fuera reinaba una absoluta quietud. Estaba despejada la noche, y en lo alto se veían parpadear las estrellas. Ante los ojos del granjero se extendía el pequeño jardín frontero, ceñido por la cerca y la portalada, pero ni en el espacio interior ni en la carretera se echaba de ver figura humana alguna. Con un suspiro de alivio oteó Ferrier a izquierda y derecha, hasta que, habiendo dirigido por casualidad la mirada en dirección a sus pies, observó con asombro que un hombre yacía boca abajo sobre el suelo, abiertos en compás los brazos y las piernas.
Tal sobresalto le produjo la vista del cuerpo, que hubo de recostarse sobre la pared con una mano puesta en la garganta para sofocar el grito que de ésta pujaba por salir. Su primer pensamiento fue el de dar al hombre postrado por herido o muerto, mas, al mirarlo de nuevo, percibió cómo, serpenteando con la rapidez y sigilo de un ofidio, se deslizaba sobre el suelo hasta penetrar en el vestíbulo. Una vez dentro recuperó velozmente la posición erecta, cerró la puerta, y fueron entonces dibujándose ante el asombrado granjero las enérgicas facciones y decidida expresión de Jefferson Hope.
-¡Santo Cielo! -dijo jadeante John Ferrier-. ¡Qué susto me has dado! ¿Por qué diablos has entrado en casa así?
-Déme algo de comer -repuso el otro con voz ronca-. Hace cuarenta y ocho horas que no me llevo a la boca un trozo de pan o una gota de agua.
Se arrojó sobre la carne fría y el pan que, después de la cena, aún restaban en la mesa de su huésped, y dio cuenta de ellos vorazmente.
-¿Cómo anda de ánimo Lucy? -preguntó una vez satisfecha su hambre.
-Bien. Desconoce el peligro en que nos hallamos -repuso el padre.
-Tanto mejor. La casa está vigilada por todas partes. De ahí que me arrastrara hasta ella. Los tipos son listos, aunque no lo bastante para jugársela a un cazador Washoe.
John Ferrier se sintió renacer a la llegada de su devoto aliado. Asiendo la mano curtida del joven, se la estrechó cordialmente.
-Me enorgullezco de ti, muchacho -exclamó-. Pocos habrían tenido el arrojo de venir a auxiliarnos en este trance.
-No anda descaminado, a fe mía -repuso el joven cazador-. Le tengo ley, pero a ser usted el único en peligro me lo habría pensado dos veces antes de meter la mano en este avispero. Lucy me trae aquí, y antes de que le sobrevenga algún mal, hay en Utah un Hope para dar por ella la vida.
-¿Qué hemos de hacer?
-Mañana se acaba el plazo, y a menos que nos pongamos esta misma noche en movimiento, estará todo perdido. Tengo una mula y dos caballos esperándonos en el Barranco de las Águilas. ¿De cuánto dinero dispone?
-Dos mil dólares en oro y otros cinco mil en billetes.
-Es suficiente. Cuento yo con otro tanto. Hemos de alcanzar Carson City a través de las montañas. Preciso es que despierte a Lucy. Suerte que no duermen aquí los criados...
En tanto aprestaba Ferrier a su hija para el viaje inminente, Jefferson Hope juntó toda la comida que pudo encontrar en un pequeño paquete, al tiempo que llenaba de agua un cántaro de barro; como sabía por experiencia, los manantiales eran escasos en las montañas y muy distantes entre sí. Apenas si había terminado los preparativos cuando apareció el granjero con su hija, ya vestida y pertrechada para la marcha. El encuentro de los dos enamorados fue caluroso, pero breve, pues cada minuto era precioso, y restaba aún mucho por hacer.
-Salgamos cuanto antes -dijo Jefferson, en un susurro, donde se conocía, sin embargo, el tono firme de quien, sabiendo la gravedad de un lance, ha preparado su corazón para afrontarlo-. La entrada principal y la trasera están guardadas, aunque cabe deslizarse por la ventana lateral y seguir después a campo traviesa. Ya en la carretera, dos millas tan sólo nos separan del Barranco de las Águilas, en que aguardada caballería. Cuando despunte el día estaremos a mitad de camino, en plena montaña.
-¿Y si nos cierran el paso? -preguntó Ferrier.
Hope dio una palmada a la culata del revólver, que sobresalía tras la hebilla de su cinturón.
-En caso de que fueran demasiados para nosotros..., no dejaríamos este mundo sin que antes nos hicieran cortejo dos o tres de ellos -dijo, con una sonrisa siniestra.
Apagadas ya todas las luces del interior de la casa, Ferrier contempló desde la ventana, sumida en sombra, los campos que habían sido suyos, y de los que ahora iba a partirse para siempre. Era éste, sin embargo, un sacrificio al que ya tenía preparado su espíritu, y la consideración del honor y felicidad de su hija compensaba con creces el sentimiento de la fortuna perdida. Reinaba tal paz en las vastas mieses y en torno a los susurrantes árboles, que nadie hubiese acertado a sospechar el negro revoloteo de la muerte. Sin embargo, la palidez de rostro y rígida expresión del joven cazador indicaban a las claras que en su trayecto hasta la casa no habían sido pocos los signos fatales por él advertidos.
John Ferrier llevaba consigo el talego con el oro y los billetes; Jefferson Hope, las escasas provisiones y el agua, mientras Lucy, en un pequeño atadijo, había hecho acopio de algunas de sus prendas más queridas. Tras abrir la ventana con todo el cuidado que las circunstancias exigían, aguardaron a que una nube ocultara la faz de la luna, aprovechando ese instante para descolgarse, uno a uno, al diminuto jardín. Con el aliento retenido y rasantes al suelo, ganaron al poco el seto limítrofe, de cuyo abrigo no se separó la comitiva hasta llegar a un vano abierto a los campos cultivados. Apenas lo habían alcanzado, cuando el joven retuvo a sus acompañantes empujándoles de nuevo hacia la sombra, en la que permanecieron temblorosos y en silencio.
Por ventura, la vida en las praderas había dotado a Jefferson Hope de un oído de lince. Un segundo después de su repliegue rasgó el aire el melancólico y casi inmediato aullido de un búho, contestado al punto por otro idéntico, pocos pasos más allá. En ese instante emergió del vano la silueta fantasmal de un hombre; repitió éste la lastimera señal, y a su conjunto salió de la sombra una segunda figura humana.
-Mañana a medianoche -dijo el primero, quien parecía ser, de los dos, el investido de mayor autoridad-. Cuando el chotacabras grite tres veces.
-Bien -repuso el segundo-. ¿He de pasar el mensaje al Hermano Drebber?
-Que él lo reciba y tras él los siguientes. ¡Nueve a siete!
-¡Siete a cinco! -repitió su compañero-. Y ambas siluetas partieron rápidas en distintas direcciones. Las palabras finales recataban evidentemente una seña y su correspondiente contraseña. Apenas desvanecidos en la distancia los pasos de los conspiradores, Jefferson Hope se puso en pie y, después de aprestar a sus compañeros a través del vano, inició una rápida marcha por mitad de las mieses, sosteniendo y casi llevando en vilo a la joven cada vez que ésta sentía flaquear sus fuerzas.
-¡Deprisa, deprisa! -jadeaba de cuando en cuando-. Estamos cruzando la línea de centinelas. Todo depende de la velocidad a que avancemos. ¡Deprisa, digo!
Ya en la carretera, cubrieron terreno con mayor presteza. Sólo una vez se cruzaron con otro caminante, mas tuvieron ocasión de deslizarse a un campo vecino y pasar así inadvertidos. Antes de alcanzar la ciudad, el cazador enfiló un sendero lateral y accidentado que conducía a las montañas. El desigual perfil de los picos rocosos se insinuó de pronto en la noche: el angosto desfiladero que entre ellos se abría no era otro que el Barranco de las Águilas, donde permanecían a la espera los caballos. Guiado de un instinto infalible, Jefferson Hope siguió su rumbo a través de las peñas y a lo largo del lecho seco de un río, hasta dar con una retirada quiebra, oculta por rocas. Allí estaban amarrados los fieles cuadrúpedos. La muchacha fue instalada sobre la mula, y el viejo Ferrier montó, con el talego, en uno de los caballos, mientras Jefferson Hope guiaba al restante por el difícil y escabroso camino.
Sólo para quien estuviera hecho a las manifestaciones más extremas de la Naturaleza podía resultar aquella ruta llevadera. A uno de los lados se elevaba un gigantesco peñasco por encima de los mil metros de altura. Negro, hosco y amenazante, erizada la rugosa superficie de largas columnas de basalto, sugería su silueta el costillar de un antiguo monstruo petrificado. A la otra mano un vasto caos de escoria y guijarros enormes impedía de todo punto la marcha. Entre ambas orillas discurría la desigual senda, tan angosta a trechos que habían de situarse lo viajeros en fila india, y tan accidentado que únicamente a un jinete consumado le hubiera resultado posible abrirse en ella camino. Sin embargo, pese a todas las fatigas, estaban alegres los fugitivos, ya que, a cada paso que daban, era mayor la distancia entre ellos y el despotismo terrible de que venían huyendo.
Pronto se les hizo manifiesto, con todo, que aún permanecían bajo la jurisdicción de los Santos. Habían alcanzado lo más abrupto y sombrío del desfiladero cuando la joven dejó escapar un grito, a la par que señalaba hacia lo alto. Sobre una de las rocas que se asomaban al camino, destacándose duramente sobre el fondo, montaba guardia un centinela solitario. Descubrió a la comitiva a la vez que era por ella visto, y un desafiante y marcial ¡quién vive! resonó en el silencioso barranco.
-Viajeros en dirección a Nevada -dijo Jefferson Hope, con una mano puesta sobre el rifle, que colgaba a uno de los lados de su silla.
Pudieron observar cómo el solitario vigía amartillaba su arma, escrutando el hondón con expresión insatisfecha.
-¿Con la venia de quién? -preguntó.
-Los Sagrados Cuatro -repuso Ferrier. Su estancia entre los mormones le había enseñado que tal era la máxima autoridad a que cabía referirse.
-Nueve a siete -gritó el centinela.
-Siete a cinco -contestó rápido Jefferson Hope, recordando la contraseña oída en el jardín.
-Adelante, y que el Señor sea con vosotros -dijo la voz desde arriba-. Más allá de este enclave se ensanchaba la ruta, y los caballos pudieron iniciar un ligero trote. Mirando hacia atrás, alcanzaron a ver al centinela apoyado sobre su fusil, señal de que habían dejado a sus espaldas la posición última de los Elegidos y que cabalgaban ya por tierras de libertad.
5. Los ángeles vengadores
Durante toda la noche trazaron su camino a través de desfiladeros intrincados y de senderos irregulares sembrados de rocas. Varias veces perdieron el rumbo y otras tantas el íntimo conocimiento que Hope tenía de las montañas les permitió recuperarlo. Al rayar el alba, un escenario de maravillosa aunque agreste belleza se ofreció a sus ojos. Cerrando el contorno todo del espacio se elevaban los altos picos coronados de nieve, cabalgados los unos sobre los otros en actitud de vigías que escrutan el horizonte. Tan empinadas eran las vertientes rocosas a entrambos lados, que los pinos y alerces parecían estar suspendidos encima de sus cabezas, como a la espera de un parco soplo de aire para caer con violencia sobre los viajeros. Y no era la sensación meramente ilusoria, pues se hallaba aquella hoya pelada salpicada en toda su extensión por peñas y árboles que hasta allí habían llegado de semejante manera. Justo a su paso, una gran roca se precipitó de lo alto con un estrépito sordo, que despertó ecos en las cañadas silenciosas, e imprimió a los cansinos caballos un galope alocado.
Conforme el sol se levantaba lentamente sobre la línea de oriente, las cimas de las grandes montañas fueron encendiéndose una tras otra, al igual que los faroles de una verbena, hasta quedar todas rutilantes y arreboladas. El espectáculo magnífico alegró los corazones de los tres fugitivos y les infundió nuevos ánimos. Detuvieron la marcha junto a un torrente que con ímpetu surgía de un barranco y abrevaron a los caballos mientras daban rápida cuenta de su desayuno. Lucy y su padre habrían prolongado con gusto ese tiempo de tregua, pero Jefferson Hope se mostró inflexible.
-Ya estarán sobre nuestra pista -dijo-. Todo depende de nuestra velocidad. Una vez salvos en Carson podremos descansar el resto de nuestras vidas.
Durante el día entero se abrieron camino a través de los desfiladeros, habiéndose distanciado al atardecer, según sus cálculos, más de treinta millas de sus enemigos. A la noche establecieron el campamento al pie de un risco saledizo, medianamente protegido por las rocas del viento álgido, y allí, apretados para darse calor, disfrutaron de unas pocas horas de sueño. Antes de romper el día, sin embargo, ya estaban en pie, prosiguiendo viaje. No habían echado de ver señal alguna de sus perseguidores, y Jefferson Hope comenzó a pensar que se hallaban acaso fuera del alcance de la terrible organización en cuya enemistad habían incurrido. Ignoraba aún cuán lejos podía llegar su garra de hierro, y qué presta estaba ésta a abatirse sobre ellos y aplastarlos.
Hacia la mitad del segundo día de fuga, su escaso lote de provisiones comenzó a agotarse. No inquietó ello, sin embargo, en demasía al cazador, pues abundaban las piezas por aquellos parajes, y no una, sino muchas veces, se había visto en la precisión de recurrir a su rifle para satisfacer las necesidades elementales de la vida. Tras elegir un rincón abrigado, juntó unas cuantas ramas secas y produjo una brillante hoguera, en la que pudieran encontrar algún confortamiento sus amigos; se encontraban a casi cinco mil pies de altura, y el aire era helado y cortante. Después de atar los caballos y despedirse de Lucy, se echó el rifle sobre la espalda y salió en busca de lo que la suerte quisiera dispensarle. Volviendo la cabeza atrás vio al anciano y a la joven acurrucados junto al brillante fuego, con las tres caballerías recortándose inmóviles sobre el fondo. A continuación, las rocas se interpusieron entre el grupo y su mirada.
Caminó un par de millas de un barranco a otro sin mayor éxito, aunque, por las marcas en las cortezas de los árboles, y otros indicios, coligió la presencia de numerosos osos en la zona. Al fin, tras dos o tres horas de búsqueda infructuosa, y cuando desanimado se disponía a dar marcha atrás, vio, echando la vista a lo alto, un espectáculo que le hizo estremecer de alegría. En el borde de una roca voladiza, a trescientos o cuatrocientos pies sobre su cabeza, afirmaba sobre el suelo las pezuñas una criatura de apariencia vagamente semejante a la de una cabra, aunque armada de un par de descomunales cuernos. La gran astada -por tal se le conocerá probablemente el guarda o vigía de un rebaño invisible al cazador; mas por fortuna estaba mirando en dirección opuesta a éste y no había advertido su presencia. Puesto de bruces, descansó el rifle sobre una roca y enfiló largamente y con firme pulso la diana antes de apretar el gatillo. El animal dio un respingo, se tambaleó un instante a orillas del precipicio, y se desplomó al cabo valle abajo.
Pesaba en exceso la res para ser llevada a cuestas, de modo que el cazador optó por desmembrar una pierna y parte del costado. Con este trofeo terciado sobre uno de los hombros se dio prisa a desandar lo andado, ya que comenzaba a caer la tarde. Apenas puesto en marcha, sin embargo, advirtió que se hallaba en un trance difícil. Llevado de su premura había ido mucho más allá de los barrancos conocidos, resultándole ahora difícil encontrar el camino de vuelta. El valle donde estaba tendía a dividirse y subdividirse en numerosas cañadas, tan semejantes que se hacía imposible distinguirlas entre sí. Enfiló una por espacio de una milla o más hasta tropezar con un venero de montaña que le constaba no haber visto antes. Persuadido de haber errado el rumbo, probó otro distinto, mas no con mayor éxito. La noche caía rápidamente, y apenas si restaba alguna luz cuando dio por fin con un desfiladero de aire familiar. Incluso entonces no fue fácil seguir la pista exacta, porque la luna no había ascendido aún y los altos riscos, elevándose a una y otra mano, acentuaban aún más la oscuridad. Abrumado por su carga, y rendido tras tanto esfuerzo, avanzó a trompicones, infundiéndose ánimos con la reflexión de que a cada paso que diera se acortaba la distancia entre él y Lucy, y de que habría comida bastante para todos durante el resto del viaje.
Ya se hallaba en el principio mismo del desfiladero en que había dejado a sus compañeros. Incluso en la oscuridad acertaba a reconocer la silueta de las rocas que los rodeaban. Estarían esperándolo, pensó, con impaciencia, pues llevaba casi cinco horas ausente. En su alegría juntó las manos, se las llevó á la boca a modo de bocina, y anunció su llegada con un fuerte grito, resonante a lo largo de la cañada. Se detuvo y esperó la respuesta. Ninguna obtuvo, salvo la de su propia voz, que se extendió por las tristes, silenciosas cañadas, hasta retornar multiplicada en incontables ecos. De nuevo gritó, incluso más alto que la vez anterior, y de nuevo permanecieron mudos los amigos a quien había abandonado tan sólo unas horas atrás. Una angustia indefinible y sin nombre se apoderó de él, y dejando caer en su desvarío la preciosa carga de carne, echó a correr frenéticamente campo adelante.
Al doblar la esquina pudo avistar por entero el lugar preciso en que había sido encendida la hoguera. Aún restaba un cúmulo de brasas, evidentemente no avivadas desde su partida. El mismo silencio impenetrable reinaba en derredor. Con sus aprensiones mudadas en certeza prosiguió presuroso la pesquisa. No se veía cosa viviente junto a los restos de la hoguera: bestias, hombre, muchacha, habían desaparecido. Era evidente que algún súbito y terrible desastre había ocurrido durante su ausencia, un desastre que los comprendía a todos, sin dejar empero rastro alguno tras de sí.
Atónito, y como aturdido por el suceso, Jefferson Hope sintió que le daba vueltas la cabeza, y hubo de apoyarse en su rifle para no perder el equilibrio. Sin embargo, era en esencia hombre de acción, y se recobró pronto de su temporal estado de impotencia. Tomando un leño medio carbonizado de la ya lánguida hoguera, lo atizó de un soplido hasta producir en él una llama, y alumbrándose con su ayuda, procedió al examen del pequeño campamento. La tierra estaba toda hollada por pezuñas de caballo, señal de que una cuadrilla de jinetes había alcanzado a los fugitivos. La dirección de las improntas indicaba asimismo que la partida había dirigido de nuevo sus pasos hacia Salt Lake City. ¿Quizá con sus dos compañeros? Estaba próximo Jefferson Hope a dar por buena esta conjetura, cuando sus ojos cayeron sobre un objeto que hizo vibrar hasta en lo más recóndito todos los nervios de su cuerpo. Cerca, hacia uno de los límites del campamento, se elevaba un montecillo de tierra rojiza, que a buen seguro no había estado allí antes. No podía ser sino una fosa recién excavada. Al aproximarse, el joven cazador distinguió el perfil de una estaca hincada en el suelo, con un papel sujeto a su extremo ahorquillado. En él se leían estas breves, aunque elocuentes palabras:
JOHN FERRIER,
Vecino de Salt Lake City.
Murió el 4 de agosto de 1860.
El valeroso anciano, al que había dejado de ver apenas unas horas antes, estaba ya en el otro mundo, y éste era todo su epitafio. Desolado, Jefferson Hope miró en derredor, por si hubiera una segunda tumba, mas no vio traza de ninguna. Lucy había sido arrebatada por sus terribles perseguidores para cumplir su destino original como concubina en el harén de uno de los hijos de los Ancianos. Cuando el joven cayó en la cuenta de este hecho fatal, que no estaba en su mano remediar, deseó de cierto compartir la suerte del viejo granjero y su última y silenciosa morada bajo el suelo.
De nuevo, sin embargo, su espíritu activo le permitió sacudirse el letargo a que induce la desesperación. Cuando menos podía consagrar el resto de su vida a vengar el agravio. Además de paciencia y perseverancia enormes, Jefferson Hope poseía también una peculiar aptitud para la venganza, aprendida acaso de los indios entre los que se había criado. Mientras permanecía junto al fuego casi extinto, comprendió que la única cosa que alcanzaría a acallar su pena habría de ser el desquite absoluto, obrado por mano propia contra sus enemigos. Su fuerte voluntad e infatigable energía no tendrían, se dijo, otro fin. Pálido, ceñudo el rostro, volvió sobre sus pasos hasta donde había dejado caer la carne, y, tras reavivar las brasas, asó la suficiente para el sustento de algunos días. La envolvió luego y, cansado como estaba, emprendió la vuelta a través de las montañas, en pos de los Ángeles Vengadores.
Durante cinco días avanzó, abrumado y con los pies doloridos, por los desfiladeros que antes había atravesado a uña de caballo. En la noche se dejaba caer entre las rocas, concediendo unas pocas horas al sueño, pero primero que rayase el día estaba ya de nuevo en marcha. Al sexto día llegó al Cañón de las Águilas, punto de arranque de su desdichada fuga. Desde allí alcanzaba a contemplarse el hogar de los Santos. Maltrecho y exhausto se apoyó sobre su rifle, mientras tendía fieramente el puño curtido contra la silenciosa ciudad extendida a sus pies. Al mirarla con mayor sosiego, echó de ver banderas en las calles principales y otros signos de fiesta. Estaba aún preguntándose a qué se debería aquello, cuando atrajo su atención un batir de cascos contra el suelo, seguido por la aparición de un jinete que venía de camino. Cuando lo tuvo lo bastante cerca pudo reconocer a un mormón llamado Cowper, al que había rendido servicios en distintas ocasiones. Por tanto, al cruzarse con él, lo abordó con el fin de saber algo sobre el paradero de Lucy Ferrier.
-Soy Jefferson Hope -dijo-. ¿No me reconoce?
El mormón le dirigió una mirada de no disimulado asombro. Resultaba de hecho difícil advertir en aquel caminante harapiento y desgreñado, de cara horriblemente pálida y de ojos feroces y desorbitados, al apuesto y joven cazador de otras veces. Satisfecho, sin embargo, sobre este punto, el hombre mudó la sorpresa en consternación.
-Es locura que venga por aquí -exclamó-. Por sólo dirigirle la palabra, peligra ya mi vida. Está usted proscrito a causa de su participación en la fuga de los Ferrier.
-No temo a los Cuatro Santos ni a su mandamiento -dijo Hope vehementemente-. Algo tiene que haber llegado a sus oídos, Cowper. Le conjuro por lo que más quiera para que dé contestación a unas pocas preguntas. Siempre fuimos amigos. Por Dios, no rehuya responderme.
-¿De qué se trata? -inquirió nervioso el mormón-. Sea rápido. Hasta las rocas tienen oídos, y los árboles ojos.
-¿Qué ha sido de Lucy Ferrier?
-Fue dada ayer por esposa al joven Drebber. ¡Ánimo, hombre, ánimo! Parece usted un difunto...
-No se cuide de mí -repuso Hope con un susurro. Estaba mortalmente pálido, y se había dejado caer al pie del peñasco que antes le servía de apoyo-. ¿De modo que se ha casado?
-Justo ayer. No otra cosa conmemoran las banderas que ve ondear en la Casa Fundacional. Los jóvenes Drebber y Stangerson anduvieron disputándose la posesión del trofeo. Ambos formaban parte de la cuadrilla que había rastreado a los fugitivos, y de Stangerson es la bala que dio cuenta del padre, lo que parecía concederle alguna ventaja; mas al solventarse la cuestión en el Consejo, la facción de Drebber llevó la mejor parte, y el profeta puso en manos de éste a la chica. A nadie pertenecerá por largo tiempo, sin embargo, ya que ayer vi la muerte pintada en su cara. Más semeja un fantasma que una mujer. ¿Se marcha usted?
-Sí -dijo Jefferson Hope, abandonada por fin su posición sedente. Parecía cincelado en mármol el rostro del cazador, tan firme y dura se había tornado su expresión, en tanto los ojos brillaban con un resplandor siniestro.
-¿A dónde se dirige?
-No se preocupe -repuso, y terciando el arma sobre un hombro, siguió cañada adelante hasta lo más profundo de la montaña, allí donde tienen las alimañas su guarida. De todas ellas, era él la más peligrosa; entre aquellas fieras, la dotada de mayor fiereza.
La predicción del mormón se cumplió con macabra exactitud. Bien impresionada por la aparatosa muerte de su padre, bien a resultas del odioso matrimonio a que se había visto forzada, la pobre Lucy no volvió a levantar cabeza, falleciendo, al cabo, tras un mes de creciente languidez. Su estúpido marido, que la había desposado sobre todo porque apetecía la fortuna de John Ferrier, no mostró gran aflicción por la pérdida; pero sus otras mujeres lloraron a la difunta, y velaron su cuerpo la noche anterior al sepelio, según es costumbre entre los mormones. Estaban agrupadas al alba en derredor del ataúd cuando, para su inexpresable sorpresa y terror, la puerta se abrió violentamente y un hombre de aspecto salvaje, curtido por la intemperie y cubierto de harapos, penetró en la habitación. Sin decir palabra o dirigir una sola mirada a las mujeres encogidas de espanto, se dirigió a la silenciosa y pálida figura que antes había contenido el alma pura de Lucy Ferrier. Inclinándose sobre ella, apretó reverentemente los labios contra la fría frente, tras de lo cual, levantando la mano inerte, tomó de uno de sus dedos el anillo de desposada.
-No la enterrarán con esto -gritó con fiereza; y antes de que nadie pudiera dar la señal de alarma, desapareció escaleras abajo. Tan peregrino y breve fue el episodio que los testigos habrían hallado difícil concederle crédito o persuadir de su veracidad a un tercero, a no ser por el hecho indudable de que el anillo que distinguía a la difunta como novia había desaparecido.
Durante algunos meses Jefferson Hope permaneció en las montañas, llevando una extraña vida salvaje y nutriendo en su corazón la violenta sed de venganza que lo poseía. En la ciudad se referían historias sobre una fantástica figura que merodeaba por los alrededores y que tenía su morada en las solitarias cañadas montañosas. En cierta ocasión, una bala atravesó silbando la ventana de Stangerson y fue a estamparse contra la pared a menos de un metro del mormón. Otra vez, cuando pasaba Drebber junto a un crestón, se precipitó sobre él una gran peña, que le hubiera causado muerte terrible a no tener la presteza de arrojarse de bruces hacia un lado. Los dos jóvenes mormones descubrieron pronto la causa de estos atentados contra sus vidas y encabezaron varias expediciones por las montañas con el propósito de capturar o dar muerte a su .enemigo, siempre sin éxito. Entonces decidieron no salir nunca solos o después de anochecido, y pusieron guardia a sus casas. Transcurrido un tiempo ya no le fue necesario mantener estas medidas, pues había desaparecido todo rastro de su oponente, en el que terminaron por creer acallado el deseo de venganza.
Por lo contrario, éste, si cabe, se adueñaba cada vez más del cazador. Su espíritu estaba formado de una materia dura e inflexible, habiendo hecho hasta tal punto presa en él la idea dominante del desquite, que apenas quedaba espacio para otros sentimientos. Aún así era aquel hombre, sobre todas las cosas, práctico. Comprendió pronto que ni siquiera su constitución de hierro podría resistir la presión constante a que la estaba sometiendo. La intemperie y la falta de alimentación adecuada principiaban a obrar su efecto. Caso de que muriese como un perro en aquellas montañas, ¿qué sería de su venganza? Y había de morir de cierto si persistía en el empeño. Sintió que estaba jugando las cartas de sus enemigos, de modo que muy a su pesar volvió a las viejas minas de Nevada, con ánimo de reponer allí su salud y reunir dinero bastante a proseguir sin privaciones su proyecto.
No entraba en sus propósitos estar ausente arriba de un año, mas una combinación de circunstancias imprevistas le retuvo en las minas cerca de cinco. Al cabo de éstos, sin embargo, el recuerdo del agravio y su afán justiciero no eran menos agudos que en la noche memorable transcurrida junto a la tumba de John Ferrier. Disfrazado, y bajo nombre supuesto, retornó a Salt Lake City, menos atento a su vida que a la obtención de la necesaria justicia. Un trance adverso le aguardaba en la ciudad. Se había producido pocos meses antes un cisma en el Pueblo Elegido, tras la rebelión contra los Ancianos de algunos jóvenes miembros que, separados del cuerpo de la Iglesia, habían dejado Utah para convertirse en gentiles. Drebber y Stangerson se contaban entre éstos, y nadie conocía su paradero. Corría la especie de que el primero, por haber alcanzado a convertir parte de sus bienes en dinero, seguía siendo hombre acaudalado, mientras su compañero Stangerson nutría el número de los relativamente pobres. Sobre su destino actual nadie poseía, sin embargo, la menor noticia.
Muchos hombres, por grande que fuera el deseo de venganza, habrían cejado en su propósito ante tamañas dificultades, pero Jefferson Hope no desfalleció un solo instante. Con sus escasos bienes de fortuna, y ayudándose con tal o cual modesto empleo, viajó de una ciudad a otra de los Estados Unidos en busca de sus enemigos. Fue cediendo cada año lugar al siguiente, y se entreveró su negra cabellera de hebras blancas, mas no cesó aquel sabueso humano en su pesquisa, atento todo al objeto que daba sentido a su vida. Al fin obtuvo tanto ahínco su recompensa. Bastó la rápida visión de un rostro al otro lado de una ventana para confirmarle que Cleveland, en Ohio, constituía a la sazón el refugio de sus dos perseguidos. Nuestro hombre retornó a su pobre alojamiento con un plan de venganza concebido en todos sus detalles. El azar quiso, sin embargo, que Drebber, sentado junto a la ventana, reconociera al vagabundo, en cuyos ojos leyó una determinación homicida. Acudió presuroso a un juez de paz, acompañado por Stangerson, que se había convertido en su secretario, y explicó el peligro en que se hallaban sus vidas, amenazadas, según dijo, por el odio y los celos de un antiguo rival. Aquella misma tarde Jefferson Hope fue detenido, y no pudiendo pagar la fianza, hubo de permanecer en prisión varias semanas. Cuando al fin recobró la libertad halló desierta la casa de Drebber, quien, junto a su secretario, había emigrado a Europa.
Otra vez había sido burlado el vengador, y de nuevo su odio intenso lo indujo a proseguir la caza. Andaba escaso de fondos, sin embargo, y durante un tiempo, tuvo que volver al trabajo, ahorrando hasta el último dólar para el viaje inminente. Al cabo, rehechos sus medios de vida, partió para Europa, y allí, de ciudad en ciudad, siguió la pista de sus enemigos, oficiando en toda suerte de ocupaciones serviles, sin dar nunca alcance a su presa. Llegado a San Petersburgo, resultó que aquéllos habían partido a París, y una vez allí se encontró con que acababan de salir para Copenhague. A la capital danesa arribó de nuevo con unos días de retraso, ya que habían tomado el camino de Londres, donde logró, al fin, atraparlos. Para lo que sigue será mejor confiar en el relato del propio cazador, tal como se halla puntualmente registrado en el «Diario del Doctor Watson», al que debemos ya inestimables servicios.
6. Continuación de las memorias de John Watson, doctor en Medicina
La furiosa resistencia del prisionero no encerraba al parecer encono alguno hacia nosotros, ya que al verse por fin reducido, sonrió de manera afable, a la par que expresaba la esperanza de no haber lastimado a nadie en la refriega.
-Supongo que van a llevarme ustedes a la comisaría -dijo a Sherlock Holmes-. Tengo el coche a la puerta. Si me desatan las piernas iré caminando. Peso ahora considerablemente más que antes.
Gregson y Lestrade intercambiaron una mirada, como si se les antojara la propuesta un tanto extemporánea; pero Holmes, cogiendo sin más la palabra al prisionero, aflojó la toalla que habíamos enlazado a sus tobillos. Se puso aquél en pie y estiró las piernas, casi dudoso, por las trazas, de que las tuviera otra vez libres. Recuerdo que pensé, según estaba ahí delante de mí, haber visto en muy pocas ocasiones hombre tan fuertemente constituido. Su rostro moreno, tostado por el sol, traslucía una determinación y energía no menos formidables que su aspecto físico.
-Si está libre la plaza de comisario, considero que es usted la persona indicada para ocuparla -dijo, mirando a mi compañero de alojamiento con una no disimulada admiración-. El modo como ha seguido usted mi pista raya en lo asombroso.
-Será mejor que me acompañen -dijo Holmes a los dos detectives.
-Yo puedo llevarlos en mi coche -repuso Lestrade.
-Bien. Que Gregson suba con nosotros a la cabina. Y usted también, doctor. Se ha tomado con interés el caso y puede sumarse a la comitiva.
Acepté de buen grado, y todos juntos bajamos a la calle. El prisionero no hizo por emprender la fuga, sino que, tranquilamente, entró en el coche que había sido suyo, seguido por el resto de nosotros. Lestrade se aupó al pescante, arreó al caballo, y en muy breve tiempo nos condujo a puerto. Se nos dio entrada a una habitación pequeña, donde un inspector de policía anotó el nombre de nuestro prisionero, junto con el de los dos individuos a quienes la justicia le acusaba de haber asesinado. El oficial, un tipo pálido e inexpresivo, procedió a estos trámites como si fueran de pura rutina.
-El prisionero comparecerá a juicio en el plazo de una semana -dijo-. Entre tanto, ¿tiene algo que declarar, señor Hope? Le prevengo que cuanto diga puede ser utilizado en su contra.
-Mucho es lo que tengo que decir -repuso, lentamente, nuestro hombre-. No quiero guardarme un solo detalle.
-¿No sería mejor que atendiera a la celebración del juicio? -preguntó el inspector.
-Es posible que no llegue ese momento -contestó-. Mas no se alteren. No me ronda la cabeza la idea del suicidio. ¿Es usted médico?
Volvió hacia mí sus valientes ojos negros en el instante mismo de formular la última pregunta.
-Sí -repliqué.
-Ponga entonces las manos aquí -dijo con una sonrisa, al tiempo que con las muñecas esposadas se señalaba el pecho.
Le obedecí, percibiendo acto seguido una extraordinaria palpitación y como un tumulto en su interior. Las paredes del pecho parecían estremecerse y temblar como un frágil edificio en cuyos adentros se ocultara una maquinaria poderosa. En el silencio de la habitación acerté a oír también un zumbido o bordoneo sordo, procedente de la misma fuente.
-¡Diablos! -exclamé-. ¡Tiene usted un aneurisma aórtico!
-Así le dicen, según parece -repuso plácidamente-. La semana pasada acudí al médico y me aseguró que estallaría antes de no muchos días. Ha ido empeorando de año en año desde las muchas noches al sereno y el demasiado ayuno en las montañas de Salt Lake. Cumplida mi tarea, me importa poco la muerte, mas no quisiera irme al otro mundo sin dejar en claro algunos puntos. Preferiría no ser recordado como un vulgar carnicero.
El inspector y los dos detectives intercambiaron presurosos unas cuantas palabras sobre la conveniencia de autorizar semejante relato.
-¿Considera, doctor, que el peligro de muerte es inmediato? -inquirió el primero.
-No hay duda -repuse.
-En tal caso, y en interés de la justicia, constituye evidentemente nuestro deber tomar declaración al prisionero -dijo el inspector.
-Es libre, señor, de dar inicio a su confesión, que, no lo olvide, quedará aquí consignada.
-Entonces, con su permiso, voy a tomar asiento -replicó aquél, conformando el acto a las palabras-. Este aneurisma que llevo dentro me ocasiona fácilmente fatiga, y la tremolina de hace un rato no ha contribuido a enmendar las cosas. Hallándome al borde de la muerte, comprenderán ustedes que no tengo mayor interés en ocultarles la verdad. Las palabras que pronuncie serán estrictamente ciertas. El uso que hagan después de ellas es asunto que me trae sin cuidado.
Tras este preámbulo, Jefferson Hope se recostó en la silla y dio principio al curioso relato que a continuación les transcribo. Su comunicación fue metódica y tranquila, como si correspondiera a hechos casi vulgares. Puedo responder de la exactitud de cuanto sigue, ya que he tenido acceso al libro de Lestrade, en el que fueron anotadas puntualmente, y según iba hablando, las palabras del prisionero.
-No les incumbe saber por qué odiaba yo a estos hombres -dijo-. Importa tan sólo que eran responsables de la muerte de dos seres humanos (un padre y una hija), y que, por tanto, habían perdido el derecho a sus propias vidas. Tras el mucho tiempo transcurrido desde la comisión del crimen, me resultaba imposible dar prueba fehaciente de su culpabilidad ante un tribunal. En torno a ella, sin embargo, no alimentaba la menor duda, de modo que determiné convertirme a la vez en juez, jurado y ejecutor. No hubiesen ustedes obrado de otro modo a ser verdaderamente hombres y encontrarse en mi lugar.
»La chica de la que he hecho mención era, hace veinte años, mi prometida. La casaron por la fuerza con ese Drebber, lo que vino a ser lo mismo que llevarla al patíbulo. Yo tomé de su dedo exangüe el anillo de boda, prometiéndome solemnemente que el culpable no habría de morir sin tenerlo ante los ojos, en recordación del crimen en cuyo nombre se le castigaba. Esa prenda ha estado en mi bolsillo durante los años en que perseguí por dos continentes, y al fin di caza, a mi enemigo y a su cómplice. Ellos confiaban en que la fatiga me hiciese cejar en el intento, mas confiaron en vano. Si, como es probable, muero mañana, lo haré sabiendo que mi tarea en el mundo está cumplida y bien cumplida. Muertos son y por mi mano. Nada ansío ni espero ya.
»Al contrario que yo, eran ellos ricos, así que no resultaba fácil seguir su pista. Cuando llegué a Londres apenas si me quedaba un penique, y no tuve más remedio que buscar trabajo. Monto y gobierno caballos como quien anda: pronto me vi en el empleo de cochero. Cuanto excediera de cierta suma que cada semana había de llevar al patrón, era para mi bolsillo. Ascendía, por lo común, a poco, aunque pude ir tirando. Me fue en especial difícil orientarme en la ciudad, a lo que pienso el laberinto más endiablado que hasta la fecha haya tramado el hombre. Gracias, sin embargo, a un mapa que llevaba conmigo, acerté, una vez localizados los hoteles y estaciones principales, a componérmelas no del todo mal.
»Pasó cierto tiempo antes de que averiguase el domicilio de los dos caballeros de mis entretelas; mas no descansé hasta dar con ellos. Se alojaban en una pensión de Camberwell, al otro lado del río. Supe entonces que los tenía a mi merced. Me había dejado crecer la barba, lo que me tornaba irreconocible. Proyectaba seguir sus pasos en espera del momento propicio. No estaba dispuesto a dejarlos escapar de nuevo.
»Poco faltó, sin embargo, para que lo hicieran. Se encontraran donde se encontrasen, andaba yo pisándoles los talones. A veces les seguía en mi coche, otras a pie, aunque prefería lo primero, porque entonces no podían separarse de mí. De ahí resultó que sólo cobrara las carretas a primera hora de la mañana o a última de la noche, principiando a endeudarme con mi patrón. Me tenía ello sin cuidado, mientras pudiera echarles el guante a mis enemigos.
»Eran éstos muy astutos, sin embargo. Debieron sospechar que acaso alguien seguía su rastro, ya que nunca salían solos o después de anochecido. Durante dos semanas no los perdí de vista, y en ningún instante se separó el uno del otro. Drebber andaba la mitad del tiempo borracho, pero Stangerson no se permitía un segundo de descuido. Los vigilaba de claro en claro y de turbio en turbio, sin encontrar sombra siquiera de una oportunidad; no incurría, aun así, en el desaliento, pues una voz interior me decía que había llegado mi hora. Sólo tenía un cuidado: que me estallara esta cosa que llevo dentro del pecho demasiado pronto, impidiéndome dar remate a mi tarea.
»Al fin, una tarde en la que llevaba ya varias veces recorrida en mi coche Torquay Terrace -tal nombre distinguía a la calle de la pensión donde se alojaban-, observé que un vehículo hacía alto justo delante de su puerta. Sacaron de la casa algunos bultos, y poco después Drebber y Stangerson, que habían aparecido tras ellos, partieron en el carruaje. Incité a mi caballo y no los perdí de vista, aunque me inquietaba la idea de que fueran a cambiar otra vez de residencia. Se apearon en Euston Station, y yo confié mi montura a un niño mientras los seguía hasta los andenes. Oí que preguntaban por el tren de Liverpool y también la contestación del vigilante, quien les explicó que ya estaba en camino y que habían de aguardar una hora hasta el siguiente.
»La noticia pareció alterar grandemente a Stangerson y producir cierta complacencia en Drebber. Me arrimé a ellos lo bastante para escuchar cada una de las palabras que a la sazón se intercambiaban. Drebber dijo que le aguardaba un pequeño negocio .y que si el otro tenía a bien esperarle, se reuniría con él a no mucho tardar. Su compañero no se mostró conforme y recordó su acuerdo de permanecer juntos. Drebber repuso que el asunto era delicado y que debía tratarlo él solo. No pude oír la réplica de Stangerson, mas Drebber prorrumpió en improperios, diciendo al otro que no era al cabo sino un sirviente a sueldo, sin títulos para ordenarle esto o lo de más allá. Entonces prefirió ceder el secretario, tras de lo cual quedó convencido que Drebber se reuniría con Stangerson en el hotel Halliday Private, caso de que llegase a perder el último tren. El primero aseguró que estaría de vuelta en los andenes antes de las once y abandonó la estación.
»La ocasión que tanto tiempo había aguardado parecía ponerse por fin al alcance de la mano. Tenía a mis enemigos en mi poder. Juntos podían darse protección uno al otro, mas por separado se hallaban a mi merced. No me dejé llevar sin embargo de la premura. Mi plan estaba ya dibujado. No hay satisfacción en la venganza a menos que el culpable encuentre modo de saber de quién es la mano que lo fulmina y cuál la causa del castigo. Entraba en mis propósitos que el hombre que me había agraviado pudiera comprender que sobre él se proyectaba la sombra de su antiguo pecado. Por ventura, el día antes, mientras visitaban unos inmuebles en Brixton Road, un sujeto había extraviado la llave de uno de ellos en mi coche. Fue reclamada y devuelta aquella misma tarde, no antes, sin embargo, de que yo hubiera hecho un molde, y obtenido una réplica, de la original. De este modo ganaba acceso a un punto al menos de la ciudad donde podía tener la seguridad de obrar sin ser interrumpido. Cómo arrastrar a Drebber hasta esa casa era la difícil cuestión que ahora se me presentaba.
»Mi hombre prosiguió calle abajo, entrando en uno o dos bares, y demorándose en el último casi media hora. Salió del último dibujando eses, bien empapado ya en alcohol. Hizo una seña al simón que había justo en frente de mí. Lo seguí tan de cerca que el hocico de mi caballo rozaba casi con el codo del conductor. Cruzamos el puente de Waterloo y después, interminablemente, otras calles, hasta que para mi sorpresa me vi en la explanada misma de donde habíamos partido. Ignoraba la razón de ese retorno, pero azucé a mi caballo y me detuve a unas cien yardas de la casa. Drebber entró en ella, y el simón siguió camino. Denme un vaso de agua, por favor. Tengo la boca seca de tanto hablar.
»Le alcancé el vaso, que apuró al instante.
»-Así está mejor -dijo-. Bien, llevaba haciendo guardia un cuarto de hora, aproximadamente, cuando de pronto me llegó de la casa un ruido de gente enzarzada en una pelea. Inmediatamente después se abrió con brusquedad la puerta y aparecieron dos hombres, uno de los cuales era Drebber y el otro un joven al que nunca había visto antes. Este tipo tenía sujeto a Drebber por el cuello de la chaqueta, y cuando llegaron al pie de la escalera le dio un empujón y una patada después que lo hizo trastabillar hasta el centro de la calle.
»-¡Canalla! -exclamó, enarbolando su bastón-. ¡Voy a enseñarte yo a ofender a una chica honesta!
»Estaba tan excitado que sospecho que hubiera molido a Drebber a palos, de no poner el miserable pies en polvorosa. Corrió hasta la esquina, y viendo entonces mi coche, hizo ademán de llamarlo, saltando después a su interior.
»-Al Holliday´s Private -dijo.
»Viéndolo ya dentro sentí tal pálpito de gozo que temí que en ese instante último pudiera estallar mi aneurisma. Apuré la calle con lentitud, mientras reflexionaba sobre el curso a seguir. Podía llevarlo sin más a las afueras y allí, en cualquier camino, celebrar mi postrer entrevista con él. Casi tenía decidido tal cuando Drebber me brindó otra solución. Se había apoderado nuevamente de él el delirio de la bebida, y me ordenó que le condujera a una taberna. Ingresó en ella tras haberme dicho que aguardara por él. No acabó hasta la hora de cierre, y para entonces estaba tan borracho que me supe dueño absoluto de la situación.
»No piensen que figuraba en mi proyecto asesinarlo a sangre fría. No hubiese vulnerado con ello la más estricta justicia, mas me lo vedaba, por así decirlo, el sentimiento. Desde tiempo atrás había determinado no negarle la oportunidad de seguir vivo, siempre y cuando supiera aprovecharla. Entre los muchos trabajos que he desempeñado en América se cuenta el de conserje y barrendero en un laboratorio de York College. Un día el profesor, hablando de venenos, mostró a los estudiantes cierta sustancia, a la que creo recordar que dio el nombre de alcaloide, y que había extraído de una flecha inficionada por los indios sudamericanos. Tan fuerte era su efecto que un solo gramo bastaba a producir la muerte instantánea. Eché el ojo a la botella donde guardaba la preparación, y cuando todo el mundo se hubo ido, cogí un poco para mí. No se me da mal el oficio de boticario; con el alcaloide fabriqué unas píldoras pequeñas y solubles, que después coloqué en otros tantos estuches junto a unas réplicas de idéntico aspecto, mas desprovistas de veneno. Decidí que, llegado el momento, esos caballeros extrajeran una de las píldoras, dejándome a mí las restantes. El procedimiento era no menos mortífero y, desde luego, más sigiloso, que disparar con una pistola a través de un pañuelo. Desde entonces nunca me separaba de mi precioso cargamento, al que ahora tenía ocasión de dar destino.
»Más cerca estábamos de la una que de las doce, y la noche era de perros, huracanada y metida en agua. Con lo desolado del paisaje aledaño contrastaba mi euforia interior, tan intensa que había de contenerme para no gritar. Quien quiera de ustedes que haya anhelado una cosa, y por espacio de veinte años porfiado en anhelarla, hasta que de pronto la ve al alcance de su mano, comprenderá mi estado de ánimo. Encendí un cigarro para calmar mis nervios, mas me temblaban las manos y latían las sienes de pura excitación. Conforme guiaba el coche pude ver al viejo Ferrier y a la dulce Lucy mirándome desde la oscuridad y sonriéndome, con la . misma precisión con que les veo ahora a ustedes. Durante todo el camino me dieron escolta, cada uno a un lado del caballo, hasta la casa de Brixton Road.
»No se veía un alma ni llegaba al oído el más leve rumor, quitando el menudo de la lluvia. Al asomarme a la ventana del carruaje avisté a Drebber, que, hecho un lío, se hallaba entregado al sueño del beodo. Lo sacudí por un brazo.
»-Hemos llegado -dije.
»-Está bien, cochero -repuso.
»Supongo que se imaginaba en el hotel cuya dirección me había dado, porque descendió dócilmente y me siguió a través del jardín. Hube de ponerme a su flanco para tenerle derecho, pues estaba aún un poco turbado por el alcohol. Una vez en el umbral, abrí la puerta y penetramos en la pieza del frente. Le doy mi palabra de honor que durante todo el trayecto padre e hija caminaron juntos delante de nosotros.
»-Está esto oscuro como boca de lobo -dijo, andando a tientas.
»-Pronto tendremos luz -repuse, al tiempo que encendía una cerilla y la aplicaba a una vela que había traído conmigo-. Ahora, Enoch Drebber -añadí levantando la candela hasta mi rostro-, intente averiguar quién soy yo.
»Me contempló un instante con sus ojos turbios de borracho, en los que una súbita expresión de horror, acompañada de una contracción de toda la cara, me dio a entender que en mi hombre se había obrado una revelación. Retrocedió vacilante, dando diente con diente y lívido el rostro, mientras un sudor frío perlaba su frente. Me apoyé en la puerta y lancé una larga y fuerte carcajada. Siempre había sabido que la venganza sería dulce, aunque no todo lo maravillosa que ahora me parecía.
»-¡Miserable! -dije-. He estado siguiendo tu pista desde Salt Lake City hasta San Petersburgo, sin conseguir apresarte. Por fin han llegado tus correrías a término, porque ésta será, para ti o para mí, la última noche.
»Reculó aún más ante semejantes palabras, y pude adivinar, por la expresión de su cara, que me creía loco. De hecho, lo fui un instante. El pulso me latía en las sienes como a redobles de tambor, y creo que habría sufrido un colapso a no ser porque la sangre, manando de la nariz, me trajo momentáneo alivio.
»-¿Qué piensas de Lucy Ferrier ahora? -grité, cerrando la puerta con llave y agitando ésta ante sus ojos-. El castigo se ha hecho esperar, pero ya se cierne sobre ti.
»Vi temblar sus labios cobardes. Habría suplicado por su vida, de no saberlo inútil.
»-¿Va a asesinarme? -balbució.
»-¿Asesinarte? -repuse-. ¿Se asesina acaso a un perro rabioso? ¿Te preocupó semejante cosa cuando separaste a mi pobre Lucy de su padre recién muerto para llevarla a tu maldito y repugnante harén?
»-No fui yo autor de esa muerte -gritó.
»-Pero sí partiste por medio un corazón inocente -dije, mostrándole la caja de las pastillas-. Que el Señor emita su fallo. Toma una y trágala. En una habita la muerte, en otra la salvación. Para mí será la que tú dejes. Veremos si existe justicia en el mundo o si gobierna a éste el azar.
»Cayó de hinojos pidiendo a gritos perdón, mas yo desenvainé mi cuchillo y lo allegué a su garganta hasta que me hubo obedecido. Tragué entonces la otra píldora, y durante un minuto o más estuvimos mirándonos en silencio, a la espera de cómo se repartía la Suerte. ¿Podré olvidar alguna vez la expresión de su rostro cuando, tras las primeras convulsiones, supo que el veneno obraba ya en su organismo? Reí al verlo, mientras sostenía a la altura de sus ojos el anillo de compromiso de Lucy. Fue breve el episodio, ya que el alcaloide actúa con rapidez. Un espasmo de dolor contrajo su cara; extendió los brazos, dio unos tumbos, y entonces, lanzando un grito, se derrumbó pesadamente sobre el suelo. Le di la vuelta con el pie y puse la mano sobre su corazón. No observé que se moviera. ¡Estaba muerto!
»La sangre había seguido brotando de mi nariz, sin que yo lo advirtiera. No sé decirles qué me indujo a dibujar con ella esa inscripción. Quizá fuera la malicia de poner a la policía sobre una pista falsa, ya que me sentía eufórico y con el ánimo ligero. Recordé que en Nueva York había sido hallado el cuerpo de un alemán con la palabra «Rache» escrita sobre la pared, y se me hicieron presentes las especulaciones de la prensa atribuyendo el hecho a las sociedades secretas. Supuse que en Londres no suscitaría el caso menos confusión que en Nueva York, y mojando un dedo en mi sangre, grabé oportunamente el nombre sobre uno de los muros. Volví después a mi coche y comprobé que seguía la calle desierta y rugiente la noche. Llevaba hecho algún camino cuando, al hundir la mano en el bolsillo en que solía guardar el anillo de Lucy, lo eché en falta. Sentí que me fallaba el suelo debajo de los pies, pues no me quedaba de ella otro recuerdo. Pensando que acaso lo había perdido al reclinarme sobre el cuerpo de Drebber, volví grupas y, tras dejar el coche en una calle lateral, retorné decidido a la casa. Cualquier peligro me parecía pequeño, comparado al de perder el anillo. Llegado allí casi me doy de bruces con el oficial, que justo entonces salía del inmueble, y sólo pude disipar sus sospechas fingiéndome mortalmente borracho.
»De la manera dicha encontró Enoch Drebber la muerte.
»Sólo me restaba dar idéntico destino a Stangerson y saldar así la deuda de John Ferrier. Sabiendo que se alojaba en el Halliday's Private, estuve al acecho todo el día, sin avistarlo un instante. Imagino que entró en sospechas tras la incomparecencia de Drebber. Era astuto ese Stangerson y difícil de coger desprevenido. No sé si creyó que encerrándose en el hotel me mantenía a raya, mas en tal caso se equivocaba. Pronto averigüé qué ventana daba a su habitación, y a la mañana siguiente, sirviéndome de unas escaleras que había arrumbadas en una callejuela tras el hotel, penetré en su cuarto según rayaba el día. Lo desperté y le dije que había llegado la hora de responder por la muerte cometida tanto tiempo atrás. Le describí lo acontecido con Drebber, poniéndole después en el trance de la píldora envenenada. En vez de aprovechar esa oportunidad que para salvar el pellejo le ofrecía, saltó de la cama y se arrojó a mi cuello. En propia defensa, le atravesé el corazón de una cuchillada. De todos modos, estaba sentenciado, ya que jamás hubiera sufrido la providencia que su mano culpable eligiese otra píldora que la venenosa.
»Poco más he de añadir, y por suerte, ya que me acabo por momentos. Seguí en el negocio del coche un día más o menos, con la idea de ahorrar lo bastante para volver a América. Estaba en las caballerizas cuando un rapaz harapiento vino preguntando por un tal Jefferson Hope, cuyo vehículo solicitaban en el 221 B de Baker Street. Acudí a la cita sin mayores recelos, y el resto es de ustedes conocido: el joven aquí presente me plantó sus dos esposas, con destreza asombrosa. Tal es la historia. Quizá me tengan por un asesino, pero yo estimo, señores, que soy un mero ejecutor de la justicia, en no menor medida que ustedes mismos.
Tan emocionante había asido el relato, y con tal solemnidad dicho, que permanecimos en todo instante mudos y pendientes de lo que oíamos. Incluso los dos detectives profesionales, hechos como estaban a cuanto se relaciona con el crimen, semejaban fascinados por la historia. Cuando ésta hubo terminado se produjeron unos minutos de silencio, roto tan sólo por el lápiz de Lestrade al rasgar el papel en que iban quedando consignados los últimos detalles de su informe escrito.
-Sobre un solo punto desearía que se extendiese usted un poco más -dijo al fin Sherlock Holmes-. ¿Qué cómplice de usted vino en busca del anillo anunciado en la prensa?
El prisionero hizo un guiño risueño a mi amigo.
-Soy dueño de decir mis secretos, no de comprometer a un tercero. Leí su anuncio y pensé que podía ser una trampa, o también la ocasión de recuperar el anillo que buscaba. Mi amigo se ofreció a descubrirlo. Admitirá que no lo hizo mal.
-¡Desde luego!-repuso Holmes con vehemencia.
-Y ahora, caballeros -observó gravemente el inspector-, ha llegado el momento de cumplir lo que la ley estipula. El jueves comparecerá el preso ante los magistrados, siendo además necesaria la presencia de ustedes. Mientras tanto, yo me hago cargo del acusado.
Mientras esto decía hizo sonar una campanilla, a cuya llamada dos guardianes tomaron para sí al prisionero. Mi amigo y yo abandonamos la comisaría, cogiendo después un coche en dirección a Baker Street.
7. Conclusión
Teníamos orden de comparecer frente a los magistrados el jueves, mas llegada esa fecha fue ya inútil todo testimonio. Un juez más alto se había hecho cargo del caso, convocando a Jefferson Home a un tribunal donde, a buen seguro, le sería aplicada estricta justicia. La misma noche de la captura hizo crisis su aneurisma, y a la mañana siguiente fue encontrado el cuerpo sobre el suelo de la celda; en el rostro había impresa una sonrisa de placidez, como la de quien, volviendo la cabeza atrás, contempla en el último instante una vida útil o un trabajo bien hecho.
-Gregson y Lestrade han de estar tirándose de los cabellos -observó Holmes cuando a la tarde siguiente discutíamos sobre el asunto.
-Muerto su hombre, ¿quién les va a dar ahora publicidad?
-No veo que interviniesen grandemente en su captura -repuso.
-Poco importa que una cosa se haga -replicó mi compañero con amargura-. La cuestión está en hacer creer a la gente que la cosa se ha hecho. Mas vaya lo uno por lo otro -añadió poco después, ya de mejor humor-. No me habría perdido la investigación por nada del mundo. No alcanzo a recordar caso mejor que éste. Aun siendo simple, encerraba puntos sumamente instructivos.
-¡Simple! -exclamé.
-Bien, en realidad, apenas si admite ser descrito de distinto modo -dijo Sherlock Holmes, regocijado de mi sorpresa-. La prueba de su intrínseca simpleza está en que, sin otra ayuda que unas pocas deducciones en verdad nada extraordinarias, puse mano al criminal en menos de tres días.
-Cierto -dije.
-Ya le he explicado otras veces que en esta clase de casos lo extraordinario constituye antes que un estorbo, una fuente de indicios. La clave reside en razonar a la inversa, cosa, sea dicho de paso, tan útil como sencilla, y poquísimo practicada. Los asuntos diarios nos recomiendan proceder de atrás adelante, de donde se echa en olvido la posibilidad contraria. Por cada cincuenta individuos adiestrados en el pensamiento sintético, no encontrará usted arriba de uno con talento analítico.
-Confieso -afirmé- que no consigo comprenderle del todo.
-No esperaba otra cosa. Veamos si logro exponérselo más a las claras. Casi todo el mundo, ante una sucesión de hechos, acertará a colegir qué se sigue de ellos... Los distintos acontecimientos son percibidos por la inteligencia, en la que, ya organizados, apuntan a un resultado. A partir de éste, sin embargo, pocas gentes saben recorrer el camino contrario, es decir, el de los pasos cuya sucesión condujo al punto final. A semejante virtud deductiva llamo razonar hacia atrás o analíticamente.
-Comprendo.
-Pues bien, nuestro caso era de esos en que se nos da el resultado, restando todo lo otro por adivinar. Permítame mostrarle las distintas fases de mi razonamiento. Empecemos por el principio... Como usted sabe, me aproximé a la casa por mi propio pie, despejada la mente de todo supuesto o impresión precisa. Comencé, según era natural, por inspeccionar la carretera, donde, ya se lo he dicho, vi claramente las marcas de un coche, al que por consideraciones puramente lógicas supuse llegado allí de noche. Que era en efecto un coche de alquiler y no particular, quedaba confirmado por la angostura de las rodadas. Los caballeros en Londres usan un cabriolé, cuyas ruedas son más anchas que las del carruaje ordinario.
Así di mi primer paso. Después atravesé el jardín siguiendo el sendero, cuyo suelo arcilloso resultó ser especialmente propicio para el examen de huellas. Sin duda no vio usted sino una simple franja de barro pisoteado; pero a mis ojos expertos cada marca transmitía un mensaje pleno de contenido. Ninguna de las ramas de la ciencia detectivesca es tan principal ni recibe tan mínima atención como ésta de seguir un rastro. Por fortuna, siempre lo he tenido muy en cuenta, y un largo adiestramiento ha concluido por convertir para mí esta sabiduría en segunda naturaleza. Reparé en las pesadas huellas del policía, pero también en las dejadas por los dos hombres que antes habían cruzado el jardín. Que eran las segundas más tempranas, quedaba palmariamente confirmado por el hecho de que a veces desaparecían casi del todo bajo las marcas de las primeras. Así arribé a mi segunda conclusión, consistente en que subía a dos el número de los visitantes nocturnos, de los cuales uno, a juzgar por la distancia entre pisada y pisada, era de altura más que notable, y algo petimetre el otro, según se echaba de ver por las menudas y elegantes improntas que sus botas habían producido.
Al entrar en la casa obtuve confirmación de la última inferencia. El hombre de las lindas botas yacía delante de mí. Al alto, pues, procedía imputar el asesinato, en caso de que éste hubiera tenido lugar. No se veía herida alguna en el cuerpo del muerto, mas la agitada expresión de su rostro declaraba transparentemente que no había llegado ignaro a su fin. Quienes perecen víctimas de un ataque al corazón, o por otra causa natural y súbita, jamás muestran esa apariencia desencajada. Tras aplicar la nariz a los labios del difunto, detecté un ligero olor acre, y deduje que aquel hombre había muerto por la obligada ingestión de veneno. Al ser el envenenamiento voluntario, pensé, no habría quedado impreso en su cara tal gesto de odio y miedo. Por el método de exclusión, me vi, pues, abocado a la única hipótesis que autorizaban los hechos. No crea usted que era aquélla en exceso peregrina. La administración de un veneno por la fuerza figura no infrecuentemente en los anales del crimen. Los casos de Dolsky en Odesa, y el de Leturier en Montpellier, acudirían de inmediato a la memoria de cualquier toxicólogo.
A continuación se suscitaba la gran pregunta del porqué. La rapiña quedaba excluida, ya que no se echaba ningún objeto en falta. ¿Qué había entonces de por medio? ¿La política, quizá una mujer? Tal era la cuestión que entonces me inquietaba. Desde el principio me incliné por lo segundo. Los asesinos políticos se dan grandísima prisa a escapar una vez perpetrada la muerte. Ésta, sin embargo, había sido cometida con flema notable, y las mil huellas dejadas por su amor a lo largo y ancho de la habitación declaraban una estancia dilatada en el escenario del crimen. Sólo un agravio personal, no político, acertaba a explicar tan sistemático acto de venganza. Cuando fue descubierta la inscripción en la pared, me confirmé aún más en mis sospechas. Se trataba, evidentemente, de un falso señuelo. El hallazgo del anillo zanjó la cuestión. Era claro que el asesino lo había usado para atraer a su víctima el recuerdo de una mujer muerta o ausente. Justo entonces pregunté a Gregson si en el telegrama enviado a Cleveland se inquiría también por cuanto hubiera de peculiar en el pasado de Drebber. Fue su contestación, lo recordará usted, negativa.
Después procedí a un examen detenido de la habitación, en el curso del cual di por buena mi primera estimación de la altura del asesino, y obtuve los datos referentes al cigarro de Trichonopoly y a la largura de sus uñas. Había llegado ya a la conclusión de que, dada la ausencia de señales de lucha, la sangre que salpicaba el suelo no podía proceder sino de las narices del asesino, presa seguramente de una gran excitación. Observé que el rastro de la sangre coincidía con el de sus pasos. Es muy difícil que un hombre, a menos que posea gran vigor, pueda fundir, impulsado de la sola emoción, semejante cantidad de sangre, así que aventuré la opinión de que era el criminal un tipo robusto y de faz congestionada. Los hechos han demostrado que iba por buen camino.
Tras abandonar la casa hice lo que Gregson había dejado de hacer. Envié un telegrama al jefe de policía de Cleveland, donde me limitaba a requerir cuantos detalles se relacionasen con el matrimonio de Enoch Drebber. La respuesta fue concluyente. Declaraba que Drebber había solicitado ya la protección de la ley contra un viejo rival amoroso, un tal Jefferson Hope, y que este Hope se encontraba a la sazón en Europa. Supe entonces que tenía la clave del misterio en mi mano y que no restaba sino atrapar al asesino.
Tenía ya decidido que el hombre que había entrado en la casa con Drebber y el conductor del carruaje eran uno y el mismo individuo. Se apreciaban en la carretera huellas que sólo un caballo sin gobierno puede producir. ¿Dónde iba a estar el cochero sino en el interior del edificio? Además, vulneraba toda lógica el que un hombre cometiera deliberadamente un crimen ante los ojos, digamos, de una tercera persona, un testigo que no tenía por qué guardar silencio. Por último, para un hombre que quisiera rastrear a otro a través de Londres, el oficio de cochero parecía sin duda el más adecuado. Todas estas consideraciones me condujeron irresistiblemente a la conclusión de que Jefferson Hope debía contarse entre los aurigas de la metrópoli.
Si tal había sido, era razonable además que lo siguiera siendo. Desde su punto de vista, cualquier cambio súbito sólo podía atraer hacia su persona una atención inoportuna. Probablemente, durante cierto tiempo al menos, persistiría en su oficio de cochero. Nada argüía tampoco que lo fuera a hacer bajo nombre supuesto. ¿Por qué mudar de nombre en un país donde era desconocido? Organicé, por tanto, mi cuadrilla de detectives vagabundos, ordenándoles acudir a todas las casas de coches de alquiler hasta que dieran con el hombre al que buscaba. Qué bien cumplieron el encargo y qué prisa me di a sacar partido de ello, son cosas que aún deben estar frescas en su memoria. El asesinato de Stangerson nos cogió enteramente por sorpresa, mas en ningún caso hubiésemos podido impedirlo. Gracias a él, ya lo sabe, me hice con las píldoras, cuya existencia había previamente conjeturado. Vea cómo se ordena toda la peripecia según una cadena de secuencias lógicas, en las que no existe un solo punto débil o de quiebra.
-¡Magnífico! -exclamé-. Sus méritos debieran ser públicamente reconocidos. Sería bueno que sacase a la luz una relación del caso. Si no lo hace usted, lo haré yo.
-Haga, doctor, lo que le venga en gana -repuso-. Y ahora, ¡eche una mirada a esto! -agregó entregándome un periódico.
Era el Echo del día, y el párrafo sobre el que llamaba mi atención aludía al caso de autos.
«El público, rezaba, se ha perdido un sabrosísimo caso con la súbita muerte de un tal Hope, autor presunto del asesinato del señor Enoch Drebber y Joseph Stangerson. Aunque quizá sea demasiado tarde para alcanzar un conocimiento preciso de lo acontecido, se nos asegura de fuente fiable que el crimen fue efecto de un antiguo y romántico pleito, al que no son ajenos ni el mormonismo ni el amor. Parece que las dos víctimas habían pertenecido de jóvenes a los Santos del último Día, procediendo también Hope, el prisionero fallecido, de Salt Lake City. El caso habrá servido, cuando menos, para demostrar espectacularmente la eficacia de nuestras fuerzas policiales y para instruir a los extranjeros sobre la conveniencia de zanjar sus diferencias en su lugar de origen y no en territorio británico. Es un secreto a voces que el mérito de esta acción policial corresponde por entero a los señores Lestrade y Gregson, los dos famosos oficiales de Scotland Yard. El criminal fue capturado, según parece, en el domicilio de un tal Sherlock Holmes, un detective aficionado que ha dado ya ciertas pruebas de talento en este menester, talento que acaso se vea estimulado por el ejemplo constante de sus maestros. Es de esperar que, en prueba del debido reconocimiento a sus servicios, se celebre un homenaje en honor de los dos oficiales.»
-¿No se lo dije desde el comienzo? -exclamó Sherlock Holmes, con una carcajada-. He aquí lo que hemos conseguido con nuestro Estudio en Escarlata: ¡Procurar a esos dos botarates un homenaje!
-Pierda cuidado -repuse-. He registrado todos los hechos en mi diario, y el público tendrá constancia de ellos. Entre tanto, habrá usted de conformarse con la constancia del éxito, al igual que aquel avaro romano:
Populus me sibilat, at mihi plaudo.
Ipse domi simul ac nummos contemplar in arc