sábado, 17 de enero de 2015

Los demasiados libros

Los libros comprados. Los libros regalados. Los libros leídos. Los libros sin leer. Todos los libros. Esos que dan erudición, saber, cultura, pero también producen culpa, desorden, pedantería. Ya un clásico, este ensayo ha sido revisado y puesto al día por su autor para esta nueva publicación

Demasiados libros. Ilustración de Marcos Guardiola./elmalpensante.com


La gente que quisiera ser culta va con temor a las librerías, se marea ante la inmensidad de todo lo que no ha leído, compra algo que le han dicho que es bueno, hace el intento de leerlo, sin éxito, y cuando llega a una docena de libros sin leer se siente tan mal que no se atreve a comprar otros.
En cambio, la gente verdaderamente culta es capaz de tener en su casa miles de libros que no ha leído, sin perder el aplomo ni dejar de seguir comprando más.
“Toda biblioteca personal es un proyecto de lectura”, dice un aforismo de José Gaos (Confesiones profesionales). La observación es tan exacta que, para ser también irónica, requiere la complicidad del lector bajo una especie de imperativo moral que todos más o menos acatamos: un libro no leído es un proyecto no cumplido. Tener a la vista libros no leídos es como girar cheques sin fondos: un fraude a las visitas.
Ernest Dichter, en su Handbook of Consumer Motivations, habla de esta mala conciencia en los clubes de libros. Hay gente que se inscribe como si entrara a un festival. Pero, a medida que los libros llegan y se acumula el tiempo necesario para leerlos, cada nueva remesa y el montón se vuelven un reproche muy poco festivo: una acusación de incumplimiento. Hasta que rompen con el club, decepcionados y resentidos de que les sigan enviando libros, a pesar de pagarlos.
Por eso prosperan los libros que no son para leer. Libros que se pueden tener a la vista impunemente, sin sentimientos de culpa: diccionarios, enciclopedias, atlas, guías, libros de arte y de cocina, obras completas. Libros que la gente discreta prefiere para hacer regalos porque son caros, lo cual demuestra aprecio, y porque no amenazan con la cuenta pendiente de responder a la pregunta: “¿Ya lo leíste? ¿Qué te pareció?”, lo cual demuestra lo mismo. El antieslogan más anticomercial del mundo pudiera ser: “Regale un libro. Es como regalar una obligación”.
Los autores de libros no son tan discretos. Dejando aparte los casos extremos (los que llaman para ver en qué página va uno, cuándo terminará y, sobre todo, cuándo publicará una reseña digna del acontecimiento), se sienten obligados a repartir obligaciones cada vez que publican. Ya se sabe que la elegancia torera en estos casos consiste en responder de inmediato con una tarjeta que diga: “Acabo de recibir su libro. ¡Qué estupenda sorpresa! Lo felicito y me felicito de antemano por la alegría que me dará leerlo”. (Alfonso Reyes las usaba impresas, con espacios en blanco para la fecha, nombre y título.) Si no, la deuda se triplica y crece a interés compuesto, conforme pasa el tiempo, hasta que llega un momento en que el deber pendiente de leer el libro, de escribir una carta, que ya no puede ser tan breve, y de formular un elogio que no sea falso ni mezquino, se vuelve una pesadilla. No se sabe qué es peor, si esto o la tarjeta a vuelta de correo.
Pero hay más: ¿qué hacer físicamente con el libro? El autor puede presentarse un día y encontrarlo sin abrir. Otra buena rutina es desflorar las primeras páginas en el momento de recibirlo, y dejar un separador que muestre la intención. O hacerlo desaparecer, explicando, si es necesario, que un amigo se entusiasmó tanto que se lo llevó prestado, antes de que pudiésemos leerlo.
En este caso, es prudente arrancar la dedicatoria. Los libros dedicados tienen la extraña vocación de acabar en las librerías de viejo, y hay esas historias horribles de libros de Darío o de Rilke dedicados melosamente a Valéry y encontrados después con los buquinistas del Sena, sin abrir. O aquella historia del libro de Valle Arizpe que encontró, intonso, en una librería de viejo, y que compró y envió de nuevo a su amigo: “Con el renovado afecto de Artemio de Valle Arizpe”.
Una pésima solución consiste en conservarlos diciendo: “En realidad, no tengo tiempo de leerlos, lo hago para dejarles una biblioteca a mis hijos”. Excusa cada vez más débil, hoy que las ciencias adelantan que es una barbaridad. Casi todos los libros se vuelven obsoletos desde el momento en que se publican, si no antes. Y la mercadotecnia está logrando imponer la planned obsolescence hasta de los autores clásicos (con nuevas y mejores ediciones críticas) para acabar con la ruinosa transmisión de gustos de una generación a la siguiente, que tanta fuerza restaba al mercado.
La formación de bibliotecas obsoletas para los hijos se justifica como la preservación de ruinas: por razones puramente arqueológicas. Y hay excusas mejores para acumular libros sin leerlos. Si se forma una biblioteca sobre Tlaxcala o, mejor aún, de ediciones del Quijote, nadie tiene derecho a exigir que el bibliófilo haya leído mil veces el Quijote, una por edición. Aunque no falten visitas inocentes que se escandalicen de ver tantas veces el mismo título. ¿No es como retratarse y exhibirse bajo mil ángulos con el único pez gordo que se ha pescado en la vida?
Bajo el Imperativo Categórico de Leer y Ser Culto, una biblioteca es una sala de trofeos. La montaña mágica es como una pata de elefante que da prestigio, sirve de taburete y permite conversar de peligrosas excursiones al África. ¿Y qué decir del león que le guiñó un ojo al cazador antes de rodar a sus pies? Así, quien tiene las memorias de Churchill dedicadas y sin abrir dice: “¡Pobre Winston! Por respeto, las guardo como las recibí. ¡Qué formidable león británico! Le supliqué al taxidermista que conservara cuidadosamente el guiño...”.
Los cazadores tienen fama de exagerados. Por eso el lector que aspira a ser culto tiene como principio ético no exhibir jamás piezas cazadas indebidamente. Menos aún piezas que, en realidad, leyó un amigo, o el guía, en el safari cultural. De ahí también que un libro solo pueda ser visto como un cadáver disecado, no como un animal de presa vivo. ¿Tigres en el tanque de la gasolina? Pase. Pero, ¿rugiendo por toda la casa, echados en el cuarto de baño o en la cama, estirándose y bostezando en las ventanas, encaramados en los anaqueles? ¡Jamás! Por respeto a las visitas.
El culto de ser culto viene de los libros sagrados. Karl Popper (En busca de un mundo mejor) supone que la cultura democrática nace con la aparición del mercado del libro en Atenas, en el siglo V antes de Cristo. El libro comercial acaba con el libro sagrado. Pero, ¿acaba? El mercado es ambivalente. Tener en casa y a la mano lo que antes solo se veía en el templo es atractivo para la demanda, porque los libros tienen todavía el prestigio del templo. La desacralización democrática prospera como simonía: permite vender lo que no tiene precio. No acaba con los libros sagrados: los multiplica.
Sócrates criticó el fetichismo del libro (Fedro). Dos siglos después, dijo el Eclesiastés (XII, 12): “Componer muchos libros es nunca acabar, y estudiar demasiado daña la salud. Basta de palabras. Todo está escrito”. En el siglo I, escribe Séneca: “La multitud de libros disipa el espíritu” (segunda de las Cartas a Lucilio). En China, en el siglo IX, el poeta Po Chu Yi se burla de Lao-Tsé: “De sabios es callar, los que hablan nada saben, dicen que dijo Lao-Tsé, en un librito de ochocientas páginas”. En Argelia, en el siglo XIV, Ibn Jaldún: “Los demasiados libros sobre un tema hacen más difícil estudiarlo”. (Al-muqaddimah, VI, 27). En Alemania, en el siglo XVI, Lutero: “La multitud de libros es una calamidad” (Charlas de sobremesa, 4691). Don Quijote, al enterarse de que se había escrito el Quijote: “Hay algunos que así componen y arrojan libros de sí como si fueran buñuelos” (II, 3). Montaigne: “Se busca más interpretar interpretaciones que interpretar las cosas. Hay más libros sobre libros que sobre cualquier otro tema. No hacemos más que glosarnos los unos a los otros.” (Ensayos III, 13). Samuel Johnson: “Es extraño que se escriba tanto y se lea tan poco” (James Boswell, Life of Johnson, 1° de mayo de 1783). “Para convencerse de la vanidad de las esperanzas humanas no hay lugar más deprimente que una biblioteca pública: verla tapizada de imponentes volúmenes, cuidadosamente meditados y documentados, que no pasaron del catálogo” (The Rambler 106, 23 de marzo de 1751).
Alguna vez propuse un guante de castidad para los autores que no se puedan contener. Pero también es útil un baño de agua fría: sumergirse en una gran biblioteca, para desanimarse, como Johnson, ante la multitud de autores desconocidos.
El progreso ha logrado que todas las personas, no solo los profetas elegidos, puedan darse el lujo de hablar en el desierto. Y nada puede detener la multiplicación de libros. Por un momento parecía que iba a ser la televisión. Marshall McLuhan escribió (¡escribió!) libros proféticos sobre el fin de los tiempos librescos. Pero la explosión del libro lo dejó hablando en el desierto.
El despegue comercial de la televisión en los Estados Unidos fue de 1947 a 1960. Pasó de siete a 517 estaciones transmisoras y de 16.000 a 45 millones de aparatos receptores; prácticamente de cero al 88% de los hogares (Warde B. Ogden, The Television Business). Todo estaba, pues, listo para acabar con el libro. Sin embargo, el número de títulos anuales publicados en el mismo período (1947 a 1960) subió al doble: de 7.000 a 15.000. Como si fuera poco, de 1960 a 1968 volvió a doblar, y en un período menor, mientras que el porcentaje de hogares con receptores, naturalmente, ya no podía subir más que a la saturación: 98% (Statistical Abstract of the United States).
Según la Wikipedia (“Books published per country per year”, consultada el 28 de octubre de 2014), los ocho países que más nuevos títulos y reediciones publicaron hacia 2011 fueron China (444.000), Estados Unidos (292.000), Reino Unido (150.000), Rusia (121.000), India (83.000), Alemania (82.000), Japón (78.000) y España (74.000). O sea 1,3 millones: casi el 60% del total mundial de 2,2 millones para los 124 países de los cuales hay cifras.
A mediados del siglo XV apareció la imprenta de caracteres móviles. No sustituyó de inmediato a los copistas, ni la impresión con placas de madera, pero multiplicó los títulos disponibles. Lucien Febvre y Henri-Jean Martin (La aparición del libro) estiman que los incunables (los libros impresos entre 1450 y 1500) fueron unos 10.000 o 15.000 títulos en unas 30.000 o 35.000 ediciones (dos o tres ediciones por título) de unos 500 ejemplares por edición. O sea que se publicaron unos 250 títulos por año en promedio, lo cual pudo empezar en unos cien. Robert Escarpit (La revolución del libro) estima que se publicaron unos 250.000 en 1952. Esto implica mil veces más que los incunables y un ritmo anual de crecimiento (1,6% anual) cinco veces mayor que la población (0,3%) a lo largo de cinco siglos.
Se decía que la televisión también iba a acabar con la explosión demográfica. Pero ambas explosiones continuaron (sobre todo la del libro), como puede verse en las cifras para el año 2000, estimadas a partir del Anuario Estadístico de la Unesco 1999 (que ese año fue descontinuado). En medio siglo (de 1950 a 2000), la población mundial creció al 1,8% anual y la publicación mundial de libros al 2,8% anual.
A partir de estas cifras gruesas, pueden hacerse interpolaciones también gruesas. Se publicaron unos 500 títulos en 1550, unos 2.300 en 1650, unos 11.000 en 1750 y unos 50.000 en 1850. La bibliografía acumulada desde 1450 hasta 1550 fue de unos 35.000 títulos, hasta 1650 de 150.000, hasta 1750 de 700.000, hasta 1850 de 3,3 millones, hasta 1950 de 16 millones, hasta el año 2000 de 52 millones. En el primer siglo de la imprenta (1450-1550) se publicaron unos 35.000 títulos; en la última mitad del siglo (1950-2000) unos 36 millones: mil veces más.
Y la aceleración continúa. En 2011, la humanidad publicaba cuatro libros por minuto. Suponiendo un precio medio de 30 dólares y un grueso medio de dos centímetros, harían falta 66 millones de dólares y 44 kilómetros de anaqueles para la ampliación anual de la biblioteca de Mallarmé, si hoy quisiera escribir:
Hélas! La carne es triste y he leído todos los libros.
Los libros se publican a tal velocidad que nos vuelven cada día más incultos. Si alguien lee un libro diario, deja de leer 6.000 publicados el mismo día. Sus libros no leídos aumentan 6.000 veces más que sus libros leídos. Su incultura, 6.000 veces más que su cultura.
“Hay mucho que saber, y es poco el vivir”, dijo Gracián (Oráculo manual y arte de prudencia). El aforismo tiene ese dejo melancólico, más allá de su verdad cuantitativa, porque remueve los sentimientos de culpa que nos da nuestra finitud frente a las tareas infinitas que exige el imperativo de haber leído todo. Sí, hay algo profundamente melancólico en ir a una biblioteca o librería llena de libros que no leeremos jamás. Algo que trae a la memoria aquellos versos de Borges:
…hay un espejo que me ha visto por última vez
hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo.
Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)
hay algunos que ya nunca abriré.
¿Y para qué leer? ¿Y para qué escribir? Después de leer cien, mil, diez mil libros en la vida, ¿qué se ha leído? Nada. Decir: “Yo solo sé que no he leído nada”, después de leer miles de libros, no es un acto de fingida modestia: es rigurosamente exacto, hasta la primera decimal de cero por ciento. Pero, ¿no es quizás eso, exactamente, socráticamente, lo que los muchos libros deberían enseñarnos? Ser ignorantes a sabiendas, con plena aceptación. Dejar de ser simplemente ignorantes, para llegar a ser ignorantes inteligentes.
Quizá la experiencia de la finitud es el único acceso que tenemos a la totalidad que nos llama, y nos pierde, con desmedidas ambiciones totalitarias. Quizá toda experiencia de infinitud es ilusoria, si no es, precisamente, experiencia de finitud. Quizá, por eso, la medida de la lectura no debe ser el número de libros leídos, sino el estado en que nos dejan.
¿Qué importa si uno es culto, está al día o ha leído todos los libros? Lo que importa es cómo se anda, cómo se ve, cómo se actúa, después de leer. Si la calle y las nubes y la existencia de los otros tienen algo que decirnos. Si leer nos hace, físicamente, más reales.