jueves, 22 de enero de 2015

Por qué me odio siempre que estoy acabando de escribir una novela

    Un escritor describe tres motivos por los que sufre al terminar un libro, cuando su comportamiento se torna creativo y obsesivo

    Hank Moody (David Duchovny) en la serie  Californication  se odiaba siempre, a menos que estuviera acabando una novela, pero eso nunca pasaba / Everett (Cordon Press)./elpais.com

    Si el autor de la lista que sigue tuviera que justificarla, creemos que sería algo así: ¿Saben el prototipo de escritor que siempre se vende en las películas y en las solapas los libros? Gafas redondas, pinta de tener unos cimientos intelectuales inamovibles, una tremenda vida interior y, si es una película de Woody Allen, la cara de Alan Alda. Alguien que sabe lo que se hace. Que ha pensado mucho lo que dice y que tiene claro a dónde va. Bueno. Yo he publicado un par de novelas y en la mayoría de mis círculos me llaman escritor. Y aún estoy esperando a que esa fachada se convierta en realidad. Ahora me encuentro terminando mi nueva novela y, qué les voy a contar, no me soporto. Me pasa siempre. Me consta que a más gente también. Si tuviera que elegir algunos comportamientos prototípicos de un escritor terminando su novela, y creánme, yo los he sido todos, diría que son los que siguen. Una trilogía de la frustración, si quieren.. Pero, claro, jamás osaríamos poner nada en boca de nuestro autor. Lo que sí podemos hacer es reproducir su lista y su trilogía de comportamientos prototípicos de escritor que termina una novela.


    1. Porque me he convertido en un explorador chalado

    Estoy apostado en la barandilla de la pista de hielo de la carpa que cada diciembre se levanta en Plaza Cataluña. Estoy tomando notas para mi novela. Los patinadores dibujan círculos y espirales regalando sus sonrisas de patinadores. Para recordar el momento, le saco una fotografía a la pista con el móvil.

    –¿Eh, nen, qué haces?

    Se me ha acercado rapidísimamente un cenutrio con el gesto torcido. Tiemblo.

     –Nada.

    Ese es el secreto. Nunca digas que estás tomando notas para una novela. Hacerlo es como pedirle a alguien que no te pegue porque llevas gafas.

    –Le estabas mirando las tetas a mi novia, ¿no? Ahora lo subirás a internet, ¿no? ¡Dame el móvil!

    No estamos ante mi momento más bajo. Durante el proceso de escritura de esta novela me he recluido en la casa de mi aldea gallega y le he acabado susurrando a las vacas (que nunca piden explicaciones) capítulos enteros. También me he internado una semana entera en el Monasterio de Poblet, comiendo en un refectorio del Siglo XII en el más estricto silencio (salvo por las lecturas sobre el santo del día; Santo Tomás era un buen pavo, por lo visto) y aguardando con ilusión palpitante los salmos de las Vespres entonados por veinte monjes cistercenses (a las seis y media; juro que esperaba ese momento con la ansiedad con la que aguardaba el concierto de mi banda favorita a los 16 años; tan aburrido estaba).

    Mi novia está algo harta de mis recesos espirituales, así que ahora me conformo con encerrarme en casa. A menudo salgo a caminar, como he hecho toda esta tarde antes de llegar a esta pista de hielo. He leído que caminar ayuda a activar las sinapsis.

    –¿Me escuchas, nen? Dame el puto móvil o te parto la cara.

     Dijo Aristóteles que la valentía es un concepto ambiguo. No es valiente el general que aguanta en su puesto cuando sabe que la batalla está perdida y que el enemigo aniquilará a sus tropas.

    –Estaba… ¡estaba pensando en mi novela!

    Deberían marcarnos con un brazalete fluorescente, a los que están acabando una novela. O colgarnos de la oreja uno de esos carteles de “No molestar” de los hoteles.


    2. Porque en mi mejor momento soy un babosa arrellanada

    Ahora estoy en casa. Resfriado. Estoy escrutando mi nevera en crecimiento negativo y pensando cómo contestar a mi agente, a la que le dije que estaba pletórico con la nueva novela. No sé cómo confesarle ahora que en realidad voy a tardar más (entendiendo más como cláusula temporal abierta).

    Estar acabando una novela es para el escritor lo mismo que el pollo después de la medianoche para el Gremlin. Te vuelves suspicaz como un jorobado e irascible como un portero de discoteca puesto de anfetas. Instalado en una obsesión pertinaz, incubas una ciclotimia que va de la euforia absoluta y la autocompasión más miserable.

    Ay de los teleoperadores de telefonía que osen interrumpirte con alguna oferta: descargarás sobre ellos la ira que emplearía Calígula al ver a alguien manoseando el morro de su caballo. Ay, de ese que te llame con la excusa de pedirte la lectura del gas: lo despacharás como un oficial de la Wehrmarcht en uno de aquellos campamentos.

    Un buen amigo, que también a veces está acabando novelas, me chincha con que yo siempre pregono a los cuatro vientos lo que estoy escribiendo.

    –Tú siempre explicas todo… porque si no piensas que no lo vas a escribir -dice.

     –Eso no es cierto.

    –En cuanto caigan dos birras más me vas a dar la brasa durante tres horas.

    Este agosto di una conferencia en una librería de Berlín. No pensaba hablar de la nueva novela, pero durante la charla le iba dando sorbos a una de esas cervezas de medio litro: acabé sacando el manuscrito y leyendo, ante un auditorio que cabeceaba adormilado, las cuarenta primeras páginas.

    Odio cuando mi amigo tiene razón. Este texto es la demostración de que la tiene.


    3. Porque trafico amistad a cambio de ideas

    Estar escribiendo una novela es muy parecido a estar arruinado. Primero, porque a menudo lo estás. Pero como la mujer del César, que no sólo tenía que ser honrada sino también parecerlo, cultivas un look extraño que evoque un gran mundo interior: los tejanos gastados, la sudadera de Barcelona 92 (tan vieja que parece de Barcelona 29) de color rojo... Y quedas con viejos amigos de forma interesada, del mismo modo que la gente en quiebra lo hace para pedirles dinero. Aquel amigo que no ves hace tiempo y que te suena que podría servir para aquel secundario. Eres, en definitiva, una urraca: todo lo que brilla puede ser susceptible de acabar en la novela.

    Me cito con ese antiguo amigo. Lo veo mover los labios desde hace un buen rato y asiento como un muñeco en el salpicadero de un coche. Hace exactamente cinco minutos en la mesa de al lado una pareja de adolescentes ha dicho la frase: “Creo que seremos jóvenes demasiado tiempo”. La estoy repitiendo mentalmente para no olvidarla y poder usarla en el libro.

    –Y entonces fue cuando decidí ir a tu casa, meter Fairy en la aceitera, prenderle fuego a todos tus discos y encamarme con tu novia. ¿Me escuchas?

    –Sí, claro.

    –¿Qué he dicho?

    Balas de esparto ruedan entre mi amigo y yo.

     –Que echas de menos a tu novia y que si tenía fuego. Y Fairy.

     Estoy bastante orgulloso con la sinopsis que le he entregado.

     - Tío, es difícil discutir con un imbécil: te tienes que poner a su altura y ahí él tendrá más ventaja.

     Eso es bueno, pienso. Muy bueno. 

    Lo siento. Este amigo es psicólogo. Seguro que está revisando la definición de psicópata: “marcado comportamiento antisocial, empatía y remordimientos reducidos”. Tengo que ofrecerle una explicación. Sólo me queda una salida.

     –Estoy algo despistado últimamente.

    –Tranquilo. Todo tiene arreglo. Hay cosas peores. Explícame…

    –Es que estoy…