viernes, 9 de enero de 2015

Miles: "El negocio editorial no es cualquier negocio, por mucho que los gestores insistan"

Hace veinticinco años,Valerie Miles llegó a España con la ilusión juvenil de construir, desde la península, un puente intercultural entre el mundo hispánico y el anglosajón. A través de la siguiente entrevista nos cuenta los pormenores del proceso, los tejes y manejes de la industria editorial internacional


Valerie Miles, editora estadounidense, afincada en España. /Nina Subin./pliegosuelto.com
Valerie Miles (Nueva York, 1963) es editora, escritora, periodista cultural en prestigiosos medios como New York Review of Books o Paris Review, docente universitaria, investigadora de la obra del escritor Roberto Bolaño y cofundadora de Granta en Español (Galaxia Gutenberg). Hace veinticinco años, Miles llegó a España con la ilusión juvenil de construir, desde la península, un puente intercultural entre el mundo hispánico y el anglosajón. A través de la siguiente entrevista nos cuenta los pormenores del proceso, los tejes y manejes de la industria editorial internacional, la buena salud de la literatura hispanoamericana actual, su amistad con escritores de América y de Europa y sus estudios sobre Roberto Bolaño. Además, nos habla de su libro: Mil bosques en una bellota (Duomo, 2012).
Tu experiencia como editora se basa en el diálogo que has tendido entre el mundo hispano y el anglosajón. ¿Qué responsabilidades implica el rol de intermediaria de ideas y conocimientos?
Es difícil responder a esta pregunta si no contextualizamos un poco. Por un lado, mis responsabilidades editoriales, en gran medida, se han desarrollado dentro de empresas culturales, es decir, dentro de unas estructuras comerciales, y mi papel de intermediaria entre culturas e idiomas se ha considerado un activo para conseguir los fines económicos de la empresa. Por lo que en realidad la única responsabilidad que he tenido como editora o directora editorial en sendos proyectos en Random House, en Planeta y en Santillana es crear valor, obtener beneficios para la empresa y gastar lo menos posible en el curso.

Granta Magazine, Issue 113
Pero esta respuesta no hace más que demostrar lo que los franceses llaman “la excepción cultural”, algo que se aplica claramente al libro. El negocio editorial no es cualquier negocio, por mucho que los gestores y administradores intenten insistir en que así sea. Los mejores profesionales de la edición están en las editoriales, pero los mejores profesionales administrativos, por definición, no prestan sus servicios en las editoriales, sino en las multinacionales bancarias y financieras. Las editoriales han de conformarse con el aluvión. Por lo que en el trabajo de un editor es inherente la responsabilidad histórica en la fijación de un texto literario, en el cultivo del talento, en la proliferación de las ideas para mantener la conversación y en la polinización cruzada imprescindible para que una literatura se renueve.
Frente a los escritores y frente a los lectores, un editor es un intermediario que comparte el asombro que ofrece la lectura y la transmisión del conocimiento, además de ofrecer también entretenimiento, que todos necesitamos evadirnos de vez en cuando. Pero hay que convertir la opinión en conocimiento, como decía Samuel Johnson, el gran crítico y héroe de Harold Bloom.
He discrepado –por sentir y deberme a esta responsabilidad cultural– en muchas ocasiones con esta visión totalmente empresarial que se ha puesto tan de moda en los grupos editoriales últimamente. Por lo que soy una estadounidense de corte francés inmersa en la lengua española. No es una posición fácil, pero desde luego que si hubiera querido una vida fácil habría tomado decisiones muy diferentes hace mucho tiempo.

Granta en Español, 2003
Creo que la mayor parte de los editores entran en el sector porque sienten pasión por la literatura, y terminan publicando libros que a menudo son porquería. Lo que pasa es que no se puede decir eso desde un puesto de responsabilidad en el seno de una empresa. Pero siempre aparece aquel libro que sabes excepcional, algo importante, y los otros cinco obligatorios son el impuesto revolucionario, el pacto al que hay que llegar para que los distribuidores y los directores obtengan beneficios del 15% a corto plazo.
El libro tradicionalmente ha estado ligado a la enseñanza, no al entretenimiento, y esa es su excepción, como tan bien reconocen los franceses y me atrevo a decir también los latinoamericanos, para quienes la cultura aún es una parte fundamental del patrimonio nacional.
Dado que tu labor puede ser considerada como parte del proceso global de validación de discursos, ¿qué dificultades y qué satisfacciones conlleva tu trabajo?
Las dificultades surgen, en primer lugar, cuando valoras mucho la obra de un escritor, entiendes lo que está haciendo y te parece brillante, pero el público lector no responde, o los críticos no entienden la importancia del autor. Me pasó con Lydia Davis, por ejemplo. O los escritores argentinos que quería rescatar en España: Bioy, Silvina Ocampo. A veces se han adelantado demasiado, o a veces se requiere tiempo para asimilar la obra, a veces porque la “industria” funciona como una máquina y tener esta sensibilidad más fina es más cosa de artesanos. Hoy en día hay poca paciencia, nuestro tiempo se comercializa con esta adicción a las pantallas y la gratificación inmediata. Quizás hagan falta más de tres minutos para explicarlo a los distribuidores y eso parece inconcebible.

Valerie Miles por Nina Subin
Cuando algo que has publicado, sobre todo si le has dedicado mucho esfuerzo o tomado un “riesgo”, tiene recepción crítica y se convierte en una obra influyente, no hay mayor satisfacción. Para mí fue el caso con el rescate de la obra de Cheever y de Kawabata o de Richard Yates, que estaban descatalogados o mal traducidos, o la publicación de Michael Ondaatje, Colm Toíbín o John Banville; de rescatar a David Mitchell y Aleksandar Hemon. Descubrir la voz de Lila Azam Zanganeh es una de las cosas que también me satisface enormemente. O en español, con Edgardo Cozarinsky, Carlos Yushimito, Rodrigo Hasbún, Sebastià Jovani, los de la selección de jóvenes de Granta en Español que dio la vuelta al mundo, la colección de clásicos del New York Review of Books. La satisfacción es muy grande.
¿Consideras que existe la posibilidad de que la intermediación cultural altere el discurso original de un autor?
Como bien ha dicho mi querido Emerson en su ensayo “Self-Reliance” (Essays: First Series, 1841): “La consistencia estúpida es el diablillo de las mentes mínimas, venerada por minúsculos estadistas, filósofos y teólogos. Sencillamente nada tiene que ver con la consistencia de un alma grande”. El proceso de aprendizaje requiere que reconsideremos  nuestras propias convicciones cada vez que leemos a alguien convincente. Así es como vamos puliendo, aprendiendo, leyendo discursos ajenos que refinan o alteran nuestras ideas. Pero que sean nuestras, y no las de los demás por pereza o por falta de interés o curiosidad, que es a menudo lo que crea un colectivo.

Azar Nafisi acaba de publicar La república de la imaginación (2014), libro en el que se refiere a la literatura como espacio de empatía donde nos podemos encontrar, un espacio que nos permite conocernos, y cuando conoces a alguien te abres al intercambio. Conseguir que estos discursos se propaguen es fundamental, y sí creo que pueden alterar el discurso original de un escritor. Deberían alterarlo. Es la marcha de la literatura y el pensamiento. Lo único permanente es el cambio. Hay que saber escuchar y a veces el pensamiento ajeno abre caminos nuevos, percepciones nuevas, siempre y cuando el argumento se presente de forma convincente.
Desde octubre pasado Granta en Español pasó a trabajar con Galaxia Gutenberg. ¿Qué expectativas hay para este relanzamiento de la revista?
Hay muchas expectativas y un creciente interés, eso se ha podido comprobar. Galaxia Gutenberg es un validador incuestionable por la calidad de su catálogo, su convicción literaria y el buen hacer de una editorial independiente que influye en el discurso y lo ha hecho durante ya mucho tiempo. Ahora Granta en Español permite la suscripción, por lo que llegamos a las bibliotecas de otros países, estamos preparando la edición digital y formamos parte de un gran colectivo internacional con 15 idiomas de los que la revista en español ha sido pionera. Ya no somos sólo un diálogo, sino una auténtica conversación internacional. Además, formamos parte de una gran plataforma allí, junto con La Maleta de Portbou.
Creo que hemos ayudado a crear curiosidad por lo que está pasando en la literatura en español, al menos en Estados Unidos, y me consta por las conversaciones que he tenido con editores, libreros, estudiantes y profesores en las universidades de allí, con quienes pude hablar durante el mes y medio que estuve de gira para la promoción de la traducción al inglés de mi libro, Mil bosques en una bellota (2012).

Rebaño + 1, 2014
Los escritores elegidos por Granta están siendo publicados en editoriales de otros países y seguimos descubriendo otros escritores para editores internacionales, como Sebastià Jovani, cuyo cuento en metadatos en este primer número, “Rebaño + 1”, se publicará en inglés, y no me cabe lugar a dudas de que será un referente.
¿Cómo descubriste la literatura española y latinoamericana? ¿Fue antes de venir a España o tuviste algún acercamiento a través de traducciones?
Cien años de Soledad fue lectura obligada en mi tercer año de universidad. Llegué a esa lectura con escepticismo. No recuerdo casi nada más de aquel año, pero esa novela grabó sus detalles hiperreales en mi memoria como el destello de una fotografía, y del lugar donde me encontraba cuando me cautivó.
Recuerdo mi primera lectura de Borges a una edad muy temprana, cuando aún no sabía que Borges era Borges. Se trataba de “Funes el memorioso”. Reaccioné a esa lectura con rotundidad, como si hubiese visto una araña o una cucaracha trepando por las páginas: “Recuerdo la impresión de incómoda magia que me produjo…” (Borges, Ficciones). Aún no entendía aquellas ideas peregrinas de “la función del autor”, por lo que no retenía su nombre ni el del cuento –funesto Funes–. Yo no sabía si escribía en inglés o en swahili, en una lengua pretérita o remota, si estaba vivo o muerto.

No entendí la mitad de lo que leía, pero sentí, intuí, que algo en el texto estaba vivo y me había dado en la frente como una centella. Ni idea tenía yo de las condiciones extraliterarias del tráfico editorial entre España y Latinoamérica, ni qué editores o agentes habían sido los responsables de hacerme llegar a mí, en traducción, aquellas obras. Sólo me importaba que el libro fuese bueno, si acaso excelente, y que su verdad me conmocionara de alguna manera. Que me deparara esta comunión íntima y extracorpórea con su creador, que me hiciera pasar, abrumadoramente, por la experiencia literaria.
Volví a frecuentarlas más consciente y regularmente en la época pos-pos boom, en Barcelona y en Madrid, ya como editora y periodista bilingüe. Desde esa nueva situación sí empecé a ocuparme por saber cómo habían llegado a mí las obras traducidas. Despuntaba el nuevo siglo y el milenio, y todavía publicaba más literatura extranjera en traducción al español que en su versión original, a pesar de que se me hubiera encomendado la continuidad en España de la argentina Emecé, hasta entonces casa de Borges, y recientemente adquirida por el Grupo Planeta. Cuando propuse lanzar una nueva presentación de la obra del escritor a fin de allegarle jóvenes lectores en España, no se me permitió hacerlo. Se me adujo que Borges “no vende”.
Pero Funes simplemente se había deslizado en mi sotobosque literario, esperando el momento idóneo para irrumpir en mi memoria. Y no fue hasta dedicarme a la edición española en Barcelona que así irrumpió y supe que aquella lectura centelleante en la oscura noche nevada de Pensilvania cien años antes, que me visitaba y revisitaba en los momentos más latinamente insospechados, ¡era el Funes de Borges! Qué curioso, pensé, aquel relato mágico de un escritor tan grande como olvidado, volvía a mí como dédalo de espejos, para que le diera continente. Pero me topé con el muro alto e infranqueable del mercado.
¿Cuáles fueron las razones por las que te quedaste en España?

Susan Sontag, 1992
Ya había empezado a colaborar en la sección de cultura de La Vanguardia y me estimulaba intelectualmente. Empecé a entrevistar escritores como John Updike, Saul Bellow, Joyce Carol Oates, Julian Barnes, Barbara Kingsolver, Henry Roth, Richard Ford, o cineastas como David Lynch. Muchas veces conseguí tiempo con ellos porque les parecía de lo más curioso que cuando llegaba la periodista española de nombre extraño, resultaba que era norteamericana. Y algunos se convirtieron en grandes amigos. Me gustaba el desafío de empezar a aprender cosas nuevas tan ajenas a mi tradición, aprender a escribir en español, leer con mayor profundidad en español.
Entrevisté a Susan Sontag, a quien luego tuve la oportunidad de conocer más íntimamente, y me preguntó una vez en sus viajes a España qué hacía una estadounidense de editora española, y le respondí citando a uno de sus personajes en El amante del volcán: “vivir en el extranjero permite vivir la vida como un espectáculo”. Y también porque temía caer en la trampa de vivir en la comodidad. Estar incómodo es intelectualmente benéfico, estar en un lugar desconocido, tener que trabajar más para entender y hacerme entender, no tomar nada por descontado. Todo es nuevo, todo está por descubrir. Me obligaba a pensar, a vivir, de una forma totalmente activa.
Otra influencia en mi vida expatriada fue Paul Bowles. Nos escribíamos a menudo y estuve con él en Tánger varias veces. Lo acompañé a Estados Unidos cuando lo operaron, y durante un tiempo no podía comer sólidos. Entonces tomábamos juntos pequeñas cucharaditas de crema de cacahuete y nos reíamos de cuánto nos gustaba, cuánto nos recordaba nuestra infancia, mientras veíamos un par de veces el documental sobre su vida, The Complete Outsider. Hablamos mucho de eso, de sentir esta necesidad de la alienación como modus operandi. Durante un tiempo casi me trasladé a Marruecos.

Miles y Bowles en Tánger
Yo era lectora de la generación perdida en París. Estaba siguiendo los pasos de mis héroes literarios: Hemingway, Fitzgerald, Miller, Djuna Barnes. Fue Gertrude Stein –que viene de la misma área en donde yo pasé una gran parte de mi juventud, entre los Amish– quien le sugirió a Paul y a Jane que fueran a Tánger. Pero antes de ir a París, pasé por España y me quedé. Era un país menos conocido, históricamente en un momento interesante, y me encantaron sus idiosincrasias, su gente, sus tradiciones, sus locuras. Me enamoré. Por lo que vuelvo a la soledad literaria de García Márquez… de estar en un grupo y aún así sentirme lejos.
Conoces América Latina no solo a través de tus viajes, sino a través de sus escritores, es decir, del imaginario que brota de la región. ¿Cuál es el principal cambio que has percibido en la literatura hispanoamericana a partir de los fenómenos políticos y sociales de la última década?
Es una pregunta muy difícil de contestar brevemente, pero a grandes rasgos puedo decir que encuentro mucha originalidad en la literatura hispanoamericana actual. En las voces propias, en las maneras de narrar una historia formalmente, que supera de algún modo la mera imposición de una tradición nacional. Variedad. Ingenio. Seriedad. Puedo citar escritores como Álvaro Enrigue en México y su formidable Muerte súbita, o Carlos Yushimito en Perú, o Andrés Neuman.

Y por fin hay una generación de mujeres irrumpiendo en escena, como Samanta Schweblin, Guadalupe Nettel, o las crónicas de Leila Guerriero y las ilustraciones de Powerpaola. Tienen la seriedad, pero no la solemnidad convertida en autosuficiencia y narcisismo. Toman su oficio en serio, y cuando eso pasa, es inevitable pensar que la revolución aún es posible. Me parece que hay una vuelta al diálogo con las vanguardias, desde luego con Borges y Cortázar, Rulfo, y también que pesa la poesía de una forma aún muy contundente. No se ha perdido de vista el valor de la poesía como en otros países e idiomas.
Los escritores ahora viajan mucho, pero no es exilio, sino que estudian, tienen becas, por lo que la literatura se abre a las influencias internacionales. Bolaño rompió eso, al ser un escritor chileno que escribe sobre México desde España y en conversación con la gran literatura de las vanguardias, pero también de los griegos, de los pensadores –Pascal y Wittgenstein, Nietzsche–  y, evidentemente, su impresionante erudición poética. Además, Bolaño trajo el humor, un enorme, travieso, irreverente sentido de humor que fue como una bocanada de aire fresco. El humor para enfrentarse a las cosas serias.
 ¿Qué le aporta la literatura hispana al mundo anglosajón? ¿En qué casos se puede apreciar su influencia en escritores de habla inglesa?
Imaginación, capacidad para la experimentación formal que no está reñida con un cierto estilo hechicero. Innovación sin densidad, tradiciones, experiencias, que también son del nuevo mundo, pero diferentes. Hispanoamérica y Estados Unidos tienen mucho en común en este sentido, es el hemisferio de las grandes inmigraciones, desplazamientos, aventuras sociales, desarrollo, conquista de territorios, lo bueno y lo malo y lo peor. Bolaño está presente en muchos escritores norteamericanos como Ben Lerner y su novela Estación de Atocha. Mi amigo, el escritor Gary Shteyngart me dijo que es imposible ser un escritor en Estados Unidos hoy en día sin haber leído a Bolaño. Ahora diría que también Karl Ove Knausgaard y Elena Ferrante.

Por ejemplo, me permito citar a Barbara Epler, una gran amiga y presidenta de la editorial New Directions, que fueron los primeros en publicar a Bolaño a través de Susan Sontag, quien sugirió su publicación a Barbara, que decía:
”Tenía una opinión clara acerca de que el título de La literatura nazi en América en inglés tenía que ser en plural, «Americas». «¡No lo llames Nazi Literature in America!». Sabemos que su obra se dirige a las Américas. Creo que eso es parte del hechizo que ejerce sobre este país. Nos conduce a través de un espejo oscuro. Conocemos la profundidad de los lazos de Estados Unidos con la pesadilla latinoamericana («el Vietnam secreto»), fundamental en su obra. Esa fue nuestra política: ayudamos a matar a Allende. La cámara de tortura subterránea de Nocturno de Chile es nuestra: puede que la anfitriona sea chilena y que la casa esté en Santiago, pero el marido es norteamericano. El espectáculo del terror latinoamericano es parte de nuestra locura, y para bien o para mal ese es un elemento que hace que la obra de Bolaño sea tan irresistible aquí, tan fascinante como la propia historia familiar.”
Yo creo que hay aún en la literatura hispanoamericana una voluntad de que la literatura puede en verdad nutrir la conciencia. Aún se piensa en la literatura como arte y no solo como entretenimiento, y en este sentido hace que una gran parte de las novelas norteamericanas se lean como en pantalla plana. Como películas insulsas de Hollywood. Eso es algo mucho más importante de lo que parece y a la larga beneficiará a los escritores hispanoamericanos. Estados Unidos lleva mucho tiempo sin traducir y noto un agotamiento del público lector en la oferta, todo parece homogéneo. Todo está domesticado por los programas de escritura creativa que enseñan pautas que la multitud sigue, que no deben escribir sueños porque, como dice Helen Oyeyemi, no conseguirán contratos millonarios.

La literatura hispanoamericana es silvestre, original, llega con ideas nuevas, en conversación con el mundo, una periferia rica formalmente y rica en propuestas. Y está empezando a encontrar un público estadounidense agotado con la suya, abierto a nuevas direcciones. Para mí augura un futuro muy bueno en un país como Estados Unidos, cuyos modelos de edición “corporativista” necesita la frescura de la literatura como arte y expresión revolucionarias.
¿Crees que un autor hispano o latinoamericano necesita tener éxito en el mundo anglosajón para ser considerado universal?
Sí. No es que me guste responder de esta forma tan contundente, pero creo que es la verdad. Los códigos de circulación literaria y los flujos del prestigio editorial así lo imponen ahora. Hubo un largo período en que fue París este centro de consagración. Luego ha habido un largo tiempo en el que todo escritor que se expresara en español tenía que pasar por una edición en Madrid o Barcelona. Pero hoy en día es Nueva York. Evidentemente hay excepciones, pero Nueva York es el centro simplemente porque el inglés es la lingua franca digital y si un libro está traducido al inglés, tiene una mayor oportunidad de terminar en las manos de lectores en todas partes del mundo. Conseguir una traducción al inglés es lo más difícil porque es un mercado extremadamente competitivo y se traduce poquísimo, pero esta situación está cambiando.
Trabajaste como comisaria de la exposición del Archivo Bolaño en el CCCB (2013). ¿Qué nueva luz sobre su obra y sus procesos creativos te dio esta experiencia?

Archivo Bolaño, 2013
Leer los materiales de un archivo es como emprender un viaje alrededor de la mente del escritor: es un privilegio vislumbrar el interior de su habitación, estar rodeada de su iconografía íntima, lo cual proporciona una ayuda inestimable para comprender su particular o peculiar manera de plantearse su oficio. Cuando Carolina López, su viuda y madre de sus dos hijos, Lautaro y Alexandra, me invitó a compartir el proceso de lecturas, quedé impresionada por la amplitud de los trabajos de Bolaño durante los años que residió en Barcelona y Gerona, no solo porque constituyen la génesis de su universo narrativo, sino también por la minuciosidad y determinación con que esculpía su propuesta expresiva.
Una propuesta profundamente innovadora pero en permanente diálogo con una tradición, con la aspiración de continuarla modificándola. Al contrario de lo que, por ejemplo, se ha venido afirmando repetidamente sobre la oposición entre el Bolaño poeta y el Bolaño narrador, sus cuadernos demuestran su manifiesta intención de convertirse en novelista desde el momento en que llega a España y de trabajar en la construcción de una voz narrativa sin renunciar a la poesía. En un cuaderno fechado en 1978 (15-68) afirma: «Quiero escribir una novela pero me cuesta tanto empezar». Y se vuelve a interpelar a sí mismo: «Cada día menos jóvenes, la fortuna con unos, la pobreza con otros: escribo versos, sueño con una novela».
Es indudable entonces que escribir narrativa no fue consecuencia de las dificultades o las penurias económicas, y que la poesía no fue la única vía intachable de alcanzar la verdad. Una forma daba estímulo a la otra, y ambas coexistían en feliz y provechosa comunión. «Soy inmensamente feliz», es una frase que asoma a menudo en los cuadernos de Bolaño, y revela la que puede ser una de sus mayores paradojas íntimas y otra de las tergiversaciones que rodean su recepción. El escritor que había vivido «a la intemperie y sin permiso de residencia tal como otros viven en un Castillo», tanto en México como en España, un «trapecista sin trapecio», cuya exploración de la violencia y el mal se adentra en los escondrijos más oscuros de la mente humana, era una persona muy dichosa mientras escribía.

Anagrama, 1998
En sus diarios se percibe que el abismo está a un paso, sobre todo durante los años de Barcelona y los primeros de Gerona, aunque luchaba por no ser presa de la desesperación: «Comprométete, Roberto, con tu pobreza de espanto y con la pobreza de espanto que solidariamente te rodea. Estás en la parte más blanca de la ola… Comprométete, Roberto, a mirar». («Diario de Vida. Poemas Cortos III», 1980).
De cuando en cuando el lector tiene la impresión de que Bolaño podría haber dejado deliberadamente algunas claves diseminadas a lo largo de sus cuadernos, por si algún arqueólogo literario llegara a excavar en ellos y algún aprendiz de sabueso fuera tras el rastro del curtido detective que, como un fantasmagórico visitante del futuro, mueve maliciosamente la pieza del tablero más allá del tiempo. Puesto que García Madero encontró los cuadernos de Cesárea Tinajero en Los detectives salvajes, o que Hans Reiter encontró y revisó los documentos secretos de Ansky en 2666, o que en la maleta de Amalfitano apareció un misterioso libro de geometría que al final acabó colgando del tendedero como un ready-made de Duchamp, no sorprende entonces que de pronto una frase resalte de la página para lanzarnos un dardo entre las cejas o que genere un momento de admiración o asombro o grandes carcajadas.
En el cuaderno que contiene «DF, La Paloma, Tobruk» (1983), por ejemplo, leemos: «Abre un cajón del estante de los libros. Está lleno de papeles manuscritos. Coge uno al azar: “¡a veces soy inmensamente feliz!”. La letra es pequeña. Bebe un sorbo de cerveza y sigue leyendo otros apuntes (no viene al caso decirlo en este momento, pero ella no siente estar violando nada al leer esas especies de notas, diario de vida o lo que sea). Lo importante, lo verdaderamente importante quiero decir es que la cerveza se entibia, aparece la luna en lo alto del callejón tan solo por unos instantes…».
Por otro lado, ¿qué imagen es la que más te impactó de Lima y Bogotá luego de las recientes ferias del libro en las que participaste en estas ciudades?

Revista Buensalvaje, Perú
La cantidad de gente joven leyendo y lo cultivados que son los editores, los periodistas culturales y las revistas literarias. Se nota que el país, Perú, tiene un premio Nobel de la Literatura (Vargas Llosa), su influencia en las nuevas generaciones, al confirmar que vivir una vida literaria no solo es posible, sino que deseable. Me encantó escuchar a un grupo que se llama Cocaína en Perú, y sus composiciones a base de los poemas de Jorge Pimentel. Conocer a los editores de la revista Buensalvaje, otros periodistas y cronistas. También tuve la oportunidad de charlar con Gustavo Faverón, y en la FIlbo de Bogotá estuve con Ivan Thays, Fernando Iwasaki. Conocí a la Lima literaria de mano de Germán Coronado y Martha de Peisa, y Alonso Cueto.
En Colombia ya llevo algún tiempo colaborando con la feria y está creciendo de una manera espectacular. Es un momento de gran ebullición y se nota. En Perú como en Colombia aún se entiende la cultura como un patrimonio nacional, eso no se ha perdido como es el caso en algunos otros ambientes más cínicos respecto al arte, como en España. Gracias a estar en la Feria de Libro de Lima, hablar con editores y escritores, y estar presente en varias conferencias de autores peruanos en la Filbo de Bogotá, estoy armando un número especial para la revista norteamericana Words Without Borders, dedicado a la literatura peruana.
Hablemos ahora de Mil bosques en una bellota. La particularidad del libro es la interacción con los autores, tu propio recorrido por el bosque. Por todo lo que conlleva (selección, traducción, edición), ¿piensas que es un proyecto que solo se puede concebir desde la posición de editor e intermediario cultural?

Duomo, 2012
Lo he concebido más bien desde el punto de vista de una periodista cultural que se convirtió en editora y para quien el acto creativo sigue siendo un misterio. Es un libro que parte de una curiosidad por entrar en el lugar secreto de los escritores, la parte íntima que sienten ellos mismos hacia su propio trabajo. Encontrar la obsesión tras los grandes escritores, Javier Marías, Mario Vargas Llosa, Aurora Venturini, Juan Goytisolo, Hebe Uhart, Carlos Fuentes, Evelio Rosero… Pero también tiene un punto de investigación científica en el sentido de que he hecho las mismas dos preguntas a todos los escritores incluidos para poder comparar y contrastar los modos de acercarse al oficio y al propio trabajo creativo, y lo he organizado cronológicamente.
Así se ha podido ver el tráfico, o el flujo literario transatlántico, el ir y venir de los exilios. También se deja ver claramente el protagonismo de París como eje, como lugar de encuentro para los escritores latinoamericanos para que se empezaran a leer los unos a los otros y crear una literatura continental, o supranacional. También de los españoles huyendo de la opresión de la censura durante la época de Franco. Y por otra parte Faulkner, Faulkner y Faulkner. ¿Qué hubiera sido la literatura hispanoamericana sin la influencia de Faulkner? Por lo que también es un canto a la traducción, a lo esencial que es para renovar las tradiciones.
Si bien es cierto que un buen editor busca el talento auténtico en un escritor, ¿hay manera de escapar a los intereses o preferencias personales?

Valerie Miles por Nina Subin
Es muy difícil pero creo que sí, se puede. El editor debería ser el lector ideal de la obra de su escritor. No siempre es así, y los editores, como seres humanos, a veces sufren cosas como los celos, la falta de formación, la presión de los administradores, de los distribuidores, etc. Falta tiempo para una lectura profunda, y el trabajo esmerado que hacía un editor antaño, en los tiempos de la edición pre-industrial, ya es difícil de hacer. Porque es difícil de “comercializar”: cantidad, low cost, frente a calidad. Pero la labor de un editor debería contribuir a mejorar la obra de un escritor. Eso pasa por muchos estadios, pero sobre todo la conversación, por hacer preguntas hasta entender las intenciones del escritor y ayudar a medir la distancia entre estas intenciones y el resultado. Lo que puede parecer un error a primera vista quizás no lo es. Quizás los ojos de Emma Bovary tenían que cambiar de color por razones metafóricas y no es un desliz de Flaubert, como advirtió Julian Barnes.
Hay que saber persuadir, hay que tener paciencia y tiene que haber un clima de mucha confianza. A veces escucho a los editores quejarse de las manías de los escritores y pienso que lo dicen porque no han vivido la experiencia de ser publicados ellos mismos. No han vivido en sus propias carnes lo que escuece verse expuesto, porque serían mucho más simpáticos. Creo que al publicar un primer libro, entiendo eso mucho más. Y como cualquier relación sentimental, como en el amor por ejemplo, es una cuestión química. Tiene que haber una química entre un escritor y su editor. Si existe, todos salen ganando.