Los crímenes de la calle Morgue
La canción que cantaban las sirenas, o el nombre
que adoptó Aquiles cuando se escondió entre las mujeres,
son cuestiones enigmáticas, pero que no se hallan
más allá de toda conjetura.
Sir Thomas Browne
que adoptó Aquiles cuando se escondió entre las mujeres,
son cuestiones enigmáticas, pero que no se hallan
más allá de toda conjetura.
Sir Thomas Browne
Las características de la inteligencia que suelen
calificarse de analíticas son en sí mismas poco susceptibles de análisis. Sólo
las apreciamos a través de sus resultados. Entre otras cosas sabemos que, para
aquel que las posee en alto grado, son fuente del más vivo goce. Así como el
hombre robusto se complace en su destreza física y se deleita con aquellos
ejercicios que reclaman la acción de sus músculos, así el analista halla su
placer en esa actividad del espíritu consistente en desenredar. Goza
incluso con las ocupaciones más triviales, siempre que pongan en juego su
talento. Le encantan los enigmas, los acertijos, los jeroglíficos, y al
solucionarlos muestra un grado de perspicacia que, para la mente ordinaria,
parece sobrenatural. Sus resultados, frutos del método en su forma más esencial
y profunda, tienen todo el aire de una intuición. La facultad de resolución se
ve posiblemente muy vigorizada por el estudio de las matemáticas, y en especial
por su rama más alta, que, injustamente y tan sólo a causa de sus operaciones
retrógradas, se denomina análisis, como si se tratara del análisis par
excellence. Calcular, sin embargo, no es en sí mismo analizar. Un jugador
de ajedrez, por ejemplo, efectúa lo primero sin esforzarse en lo segundo. De
ahí se sigue que el ajedrez, por lo que concierne a sus efectos sobre la
naturaleza de la inteligencia, es apreciado erróneamente. No he de escribir
aquí un tratado, sino que me limito a prologar un relato un tanto singular, con
algunas observaciones pasajeras; aprovecharé por eso la oportunidad para
afirmar que el máximo grado de la reflexión se ve puesto a prueba por el
modesto juego de damas en forma más intensa y beneficiosa que por toda la
estudiada frivolidad del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen movimientos
diferentes y singulares, con varios y variables valores, lo que sólo resulta
complejo es equivocadamente confundido (error nada insólito) con lo profundo.
Aquí se trata, sobre todo, de la atención. Si ésta cede un solo
instante, se comete un descuido que da por resultado una pérdida o la derrota.
Como los movimientos posibles no sólo son múltiples sino intrincados, las
posibilidades de descuido se multiplican y, en nueve casos de cada diez,
triunfa el jugador concentrado y no el más penetrante. En las damas, por el
contrario, donde hay un solo movimiento y las variaciones son mínimas, las
probabilidades de inadvertencia disminuyen, lo cual deja un tanto de lado a la
atención, y las ventajas obtenidas por cada uno de los adversarios provienen de
una perspicacia superior.
Para hablar menos abstractamente, supongamos una partida de damas en la
que las piezas se reducen a cuatro y donde, como es natural, no cabe esperar el
menor descuido. Obvio resulta que (si los jugadores tienen fuerza pareja) sólo
puede decidir la victoria algún movimiento sutil, resultado de un penetrante
esfuerzo intelectual. Desprovisto de los recursos ordinarios, el analista
penetra en el espíritu de su oponente, se identifica con él y con frecuencia
alcanza a ver de una sola ojeada el único método (a veces absurdamente
sencillo) por el cual puede provocar un error o precipitar a un falso cálculo.
Hace mucho que se ha reparado en el whist por su influencia sobre
lo que da en llamarse la facultad del cálculo, y hombres del más excelso intelecto
se han complacido en él de manera indescriptible, dejando de lado, por frívolo,
al ajedrez. Sin duda alguna, nada existe en ese orden que ponga de tal modo a
prueba la facultad analítica. El mejor ajedrecista de la cristiandad no puede
ser otra cosa que el mejor ajedrecista, pero la eficiencia en el whist implica
la capacidad para triunfar en todas aquellas empresas más importantes donde la
mente se enfrenta con la mente. Cuando digo eficiencia, aludo a esa perfección
en el juego que incluye la aprehensión de todas las posibilidades
mediante las cuales se puede obtener legítima ventaja. Estas últimas no sólo
son múltiples sino multiformes, y con frecuencia yacen en capas tan profundas
del pensar que el entendimiento ordinario es incapaz de alcanzarlas. Observar
con atención equivale a recordar con claridad; en ese sentido, el ajedrecista
concentrado jugará bien al whist, en tanto que las reglas de Hoyle
(basadas en el mero mecanismo del juego) son comprensibles de manera general y
satisfactoria. Por tanto, el hecho de tener una memoria retentiva y guiarse por
«el libro» son las condiciones que por regla general se consideran como la suma
del buen jugar. Pero la habilidad del analista se manifiesta en cuestiones que
exceden los límites de las meras reglas. Silencioso, procede a acumular
cantidad de observaciones y deducciones. Quizá sus compañeros hacen lo mismo, y
la mayor o menor proporción de informaciones así obtenidas no reside tanto en
la validez de la deducción como en la calidad de la observación. Lo necesario
consiste en saber qué se debe observar. Nuestro jugador no se encierra
en sí mismo; ni tampoco, dado que su objetivo es el juego, rechaza deducciones
procedentes de elementos externos a éste. Examina el semblante de su compañero,
comparándolo cuidadosamente con el de cada uno de sus oponentes.
Considera el modo con que cada uno ordena las cartas en su mano; a menudo
cuenta las cartas ganadoras y las adicionales por la manera con que sus
tenedores las contemplan. Advierte cada variación de fisonomía a medida que
avanza el juego, reuniendo un capital de ideas nacidas de las diferencias de
expresión correspondientes a la seguridad, la sorpresa, el triunfo o la
contrariedad. Por la manera de levantar una baza juzga si la persona que la
recoge será capaz de repetirla en el mismo palo. Reconoce la jugada fingida por
la manera con que se arrojan las cartas sobre el tapete. Una palabra casual o
descuidada, la caída o vuelta accidental de una carta, con la consiguiente
ansiedad o negligencia en el acto de ocultarla, la cuenta de las bazas, con el
orden de su disposición, el embarazo, la vacilación, el apuro o el temor...
todo ello proporciona a su percepción, aparentemente intuitiva, indicaciones
sobre la realidad del juego. Jugadas dos o tres manos, conoce perfectamente las
cartas de cada uno, y desde ese momento utiliza las propias con tanta precisión
como si los otros jugadores hubieran dado vuelta a las suyas.
El poder analítico no debe confundirse con el mero ingenio, ya que si el
analista es por necesidad ingenioso, con frecuencia el hombre ingenioso se
muestra notablemente incapaz de analizar. La facultad constructiva o
combinatoria por la cual se manifiesta habitualmente el ingenio, y a la que los
frenólogos (erróneamente, a mi juicio) han asignado un órgano aparte,
considerándola una facultad primordial, ha sido observada con tanta frecuencia
en personas cuyo intelecto lindaba con la idiotez, que ha provocado las
observaciones de los estudiosos del carácter. Entre el ingenio y la aptitud
analítica existe una diferencia mucho mayor que entre la fantasía y la
imaginación, pero de naturaleza estrictamente análoga. En efecto, cabe observar
que los ingeniosos poseen siempre mucha fantasía mientras que el hombre verdaderamente
imaginativo es siempre un analista.
El relato siguiente representará para el lector algo así como un
comentario de las afirmaciones que anteceden.
Mientras residía en París, durante la primavera y parte del verano de
18..., me relacioné con un cierto C. Auguste Dupin. Este joven caballero
procedía de una familia excelente -y hasta ilustre-, pero una serie de
desdichadas circunstancias lo habían reducido a tal pobreza que la energía de
su carácter sucumbió ante la desgracia, llevándolo a alejarse del mundo y a no
preocuparse por recuperar su fortuna. Gracias a la cortesía de sus acreedores
le quedó una pequeña parte del patrimonio, y la renta que le producía bastaba,
mediante una rigurosa economía, para subvenir a sus necesidades, sin
preocuparse de lo superfluo. Los libros constituían su solo lujo, y en París es
fácil procurárselos.
Nuestro primer encuentro tuvo lugar en una oscura librería de la rue
Montmartre, donde la casualidad de que ambos anduviéramos en busca de un mismo
libro -tan raro como notable- sirvió para aproximarnos. Volvimos a encontrarnos
una y otra vez. Me sentí profundamente interesado por la menuda historia de
familia que Dupin me contaba detalladamente, con todo ese candor a que se
abandona un francés cuando se trata de su propia persona. Me quedé asombrado,
al mismo tiempo, por la extraordinaria amplitud de su cultura; pero, sobre
todo, sentí encenderse mi alma ante el exaltado fervor y la vívida frescura de
su imaginación. Dado lo que yo buscaba en ese entonces en París, sentí que la
compañía de un hombre semejante me resultaría un tesoro inestimable, y no
vacilé en decírselo. Quedó por fin decidido que viviríamos juntos durante mi
permanencia en la ciudad, y, como mi situación financiera era algo menos
comprometida que la suya, logré que quedara a mi cargo alquilar y amueblar -en
un estilo que armonizaba con la melancolía un tanto fantástica de nuestro
carácter- una decrépita y grotesca mansión abandonada a causa de supersticiones
sobre las cuales no inquirimos, y que se acercaba a su ruina en una parte
aislada y solitaria del Faubourg Saint-Germain.
Si nuestra manera de vivir en esa casa hubiera llegado al conocimiento
del mundo, éste nos hubiera considerado como locos -aunque probablemente como
locos inofensivos-. Nuestro aislamiento era perfecto. No admitíamos visitantes.
El lugar de nuestro retiro era un secreto celosamente guardado para mis
antiguos amigos; en cuanto a Dupin, hacía muchos años que había dejado de ver
gentes o de ser conocido en París. Sólo vivíamos para nosotros.
Una rareza de mi amigo (¿qué otro nombre darle?) consistía en
amar la noche por la noche misma; a esta bizarrerie, como a todas las
otras, me abandoné a mi vez sin esfuerzo, entregándome a sus extraños caprichos
con perfecto abandono. La negra divinidad no podía permanecer siempre con nosotros,
pero nos era dado imitarla. A las primeras luces del alba, cerrábamos las
pesadas persianas de nuestra vieja casa y encendíamos un par de bujías que,
fuertemente perfumadas, sólo lanzaban débiles y mortecinos rayos. Con ayuda de
ellas ocupábamos nuestros espíritus en soñar, leyendo, escribiendo o
conversando, hasta que el reloj nos advertía la llegada de la verdadera
oscuridad. Salíamos entonces a la calle tomados del brazo, continuando la
conversación del día o vagando al azar hasta muy tarde, mientras buscábamos
entre las luces y las sombras de la populosa ciudad esa infinidad de excitantes
espirituales que puede proporcionar la observación silenciosa.
En esas oportunidades, no dejaba yo de reparar y admirar (aunque dada su
profunda idealidad cabía esperarlo) una peculiar aptitud analítica de Dupin.
Parecía complacerse especialmente en ejercitarla -ya que no en exhibirla- y no
vacilaba en confesar el placer que le producía. Se jactaba, con una risita
discreta, de que frente a él la mayoría de los hombres tenían como una ventana
por la cual podía verse su corazón y estaba pronto a demostrar sus afirmaciones
con pruebas tan directas como sorprendentes del íntimo conocimiento que de mí
tenía. En aquellos momentos su actitud era fría y abstraída; sus ojos miraban
como sin ver, mientras su voz, habitualmente de un rico registro de tenor,
subía a un falsete que hubiera parecido petulante de no mediar lo deliberado y
lo preciso de sus palabras. Al observarlo en esos casos, me ocurría muchas
veces pensar en la antigua filosofía del alma doble, y me divertía con
la idea de un doble Dupin: el creador y el analista.
No se suponga, por lo que llevo dicho, que estoy circunstanciando algún
misterio o escribiendo una novela. Lo que he referido de mi amigo francés era
tan sólo el producto de una inteligencia excitada o quizá enferma. Pero el
carácter de sus observaciones en el curso de esos períodos se apreciará con más
claridad mediante un ejemplo.
Errábamos una noche por una larga y sucia calle, en la vecindad del Palais
Royal. Sumergidos en nuestras meditaciones, no habíamos pronunciado una sola
sílaba durante un cuarto de hora por lo menos. Bruscamente, Dupin pronunció
estas palabras:
-Sí, es un hombrecillo muy pequeño, y estaría mejor en el Théâtre des
Variétés.
-No cabe duda -repuse inconscientemente, sin advertir (pues tan absorto
había estado en mis reflexiones) la extraordinaria forma en que Dupin coincidía
con mis pensamientos. Pero, un instante después, me di cuenta y me sentí
profundamente asombrado.
-Dupin -dije gravemente-, esto va más allá de mi comprensión. Le
confieso sin rodeos que estoy atónito y que apenas puedo dar crédito a mis
sentidos. ¿Cómo es posible que haya sabido que yo estaba pensando en...?
Aquí me detuve, para asegurarme sin lugar a dudas de si realmente sabía
en quién estaba yo pensando.
-En Chantilly -dijo Dupin-. ¿Por qué se interrumpe? Estaba usted
diciéndose que su pequeña estatura le veda los papeles trágicos.
Tal era, exactamente, el tema de mis reflexiones. Chantilly era un ex
remendón de la rue Saint-Denis que, apasionado por el teatro, había encarnado
el papel de Jerjes en la tragedia homónima de Crébillon, logrando tan sólo que
la gente se burlara de él.
-En nombre del cielo -exclamé-, dígame cuál es el método... si es que
hay un método... que le ha permitido leer en lo más profundo de mí.
En realidad, me sentía aún más asombrado de lo que estaba dispuesto a
reconocer.
-El frutero -replicó mi amigo- fue quien lo llevó a la conclusión de que
el remendón de suelas no tenía estatura suficiente para Jerjes et id genus
omne.
-¡El frutero! ¡Me asombra usted! No conozco ningún frutero.
-El hombre que tropezó con usted cuando entrábamos en esta calle... hará
un cuarto de hora.
Recordé entonces que un frutero, que llevaba sobre la cabeza una gran
cesta de manzanas, había estado a punto de derribarme accidentalmente cuando
pasábamos de la rue C... a la que recorríamos ahora. Pero me era imposible
comprender qué tenía eso que ver con Chantilly.
-Se lo explicaré -me dijo Dupin, en quien no había la menor partícula de
charlatanerie- y, para que pueda comprender claramente,
remontaremos primero el curso de sus reflexiones desde el momento en que le
hablé hasta el de su choque con el frutero en cuestión. Los eslabones
principales de la cadena son los siguientes: Chantilly, Orión, el doctor
Nichols, Epicuro, la estereotomía, el pavimento, el frutero.
Pocas personas hay que, en algún momento de su vida, no se hayan
entretenido en remontar el curso de las ideas mediante las cuales han llegado a
alguna conclusión. Con frecuencia, esta tarea está llena de interés, y aquel
que la emprende se queda asombrado por la distancia aparentemente ilimitada e
inconexa entre el punto de partida y el de llegada.
¡Cuál habrá sido entonces mi asombro al oír las palabras que acababa de
pronunciar Dupin y reconocer que correspondían a la verdad!
-Si no me equivoco -continuó él-, habíamos estado hablando de caballos
justamente al abandonar la rue C... Éste fue nuestro último tema de
conversación. Cuando cruzábamos hacia esta calle, un frutero que traía una gran
canasta en la cabeza pasó rápidamente a nuestro lado y le empaló a usted contra
una pila de adoquines correspondiente a un pedazo de la calle en reparación.
Usted pisó una de las piedras sueltas, resbaló, torciéndose ligeramente el
tobillo; mostró enojo o malhumor, murmuró algunas palabras, se volvió para
mirar la pila de adoquines y siguió andando en silencio. Yo no estaba
especialmente atento a sus actos, pero en los últimos tiempos la observación se
ha convertido para mí en una necesidad.
»Mantuvo usted los ojos clavados en el suelo, observando con aire
quisquilloso los agujeros y los surcos del pavimento (por lo cual comprendí que
seguía pensando en las piedras), hasta que llegamos al pequeño pasaje llamado
Lamartine, que con fines experimentales ha sido pavimentado con bloques
ensamblados y remachados. Aquí su rostro se animó y, al notar que sus labios se
movían, no tuve dudas de que murmuraba la palabra “estereotomía”, término que
se ha aplicado pretenciosamente a esta clase de pavimento. Sabía que para usted
sería imposible decir “estereotomía” sin verse llevado a pensar en átomos y
pasar de ahí a las teorías de Epicuro; ahora bien, cuando discutimos no hace
mucho este tema, recuerdo haberle hecho notar de qué curiosa manera -por lo
demás desconocida- las vagas conjeturas de aquel noble griego se han visto
confirmadas en la reciente cosmogonía de las nebulosas; comprendí, por tanto,
que usted no dejaría de alzar los ojos hacia la gran nebulosa de Orión, y
estaba seguro de que lo haría. Efectivamente, miró usted hacia lo alto y me
sentí seguro de haber seguido correctamente sus pasos hasta ese momento. Pero
en la amarga crítica a Chantilly que apareció en el Musée de ayer, el
escritor satírico hace algunas penosas alusiones al cambio de nombre del
remendón antes de calzar los coturnos, y cita un verso latino sobre el cual
hemos hablado muchas veces. Me refiero al verso:
Perdidit antiquum litera prima sonum.
»Le dije a usted que se refería a Orión, que en un tiempo se escribió
Urión; y dada cierta acritud que se mezcló en aquella discusión, estaba seguro
de que usted no la había olvidado. Era claro, pues, que no dejaría de combinar
las dos ideas de Orión y Chantilly. Que así lo hizo, lo supe por la sonrisa que
pasó por sus labios. Pensaba usted en la inmolación del pobre zapatero. Hasta
ese momento había caminado algo encorvado, pero de pronto le vi erguirse en
toda su estatura. Me sentí seguro de que estaba pensando en la diminuta figura
de Chantilly. Y en este punto interrumpí sus meditaciones para hacerle notar
que, en efecto, el tal Chantilly era muy pequeño y que estaría mejor en el
Théâtre des Variétés.
Poco tiempo después de este episodio, leíamos una edición nocturna de la
Gazette des Tribunaux cuando los siguientes párrafos atrajeron nuestra
atención:
«EXTRAÑOS ASESINATOS.-Esta mañana, hacia las tres, los habitantes del quartier
Saint-Roch fueron arrancados de su sueño por los espantosos alaridos
procedentes del cuarto piso de una casa situada en la rue Morgue, ocupada por
madame L’Espanaye y su hija, mademoiselle Camille L’Espanaye. Como fuera
imposible lograr el acceso a la casa, después de perder algún tiempo, se forzó
finalmente la puerta con una ganzúa y ocho o diez vecinos penetraron en
compañía de dos gendarmes. Por ese entonces los gritos habían cesado, pero
cuando el grupo remontaba el primer tramo de la escalera se oyeron dos o más
voces que discutían violentamente y que parecían proceder de la parte superior
de la casa. Al llegar al segundo piso, las voces callaron a su vez, reinando
una profunda calma. Los vecinos se separaron y empezaron a recorrer las
habitaciones una por una. Al llegar a una gran cámara situada en la parte
posterior del cuarto piso (cuya puerta, cerrada por dentro con llave, debió ser
forzada), se vieron en presencia de un espectáculo que les produjo tanto horror
como estupefacción.
»EL aposento se hallaba en el mayor desorden: los muebles, rotos, habían
sido lanzados en todas direcciones. El colchón del único lecho aparecía tirado
en mitad del piso. Sobre una silla había una navaja manchada de sangre. Sobre
la chimenea aparecían dos o tres largos y espesos mechones de cabello humano
igualmente empapados en sangre y que daban la impresión de haber sido
arrancados de raíz. Se encontraron en el piso cuatro napoleones, un aro de
topacio, tres cucharas grandes de plata, tres más pequeñas de métal d’Alger,
y dos sacos que contenían casi cuatro mil francos en oro. Los cajones de
una cómoda situada en un ángulo habían sido abiertos y aparentemente saqueados,
aunque quedaban en ellos numerosas prendas. Descubrióse una pequeña caja fuerte
de hierro debajo de la cama (y no del colchón). Estaba abierta y con la
llave en la cerradura. No contenía nada, aparte de unas viejas cartas y papeles
igualmente sin importancia.
»No se veía huella alguna de madame L’Espanaye, pero al notarse la
presencia de una insólita cantidad de hollín al pie de la chimenea se procedió
a registrarla, encontrándose (¡cosa horrible de describir!) el cadáver de su
hija, cabeza abajo, el cual había sido metido a la fuerza en la estrecha
abertura y considerablemente empujado hacia arriba. El cuerpo estaba aún
caliente. Al examinarlo se advirtieron en él numerosas excoriaciones,
producidas, sin duda, por la violencia con que fuera introducido y por la que
requirió arrancarlo de allí. Veíanse profundos arañazos en el rostro, y en la
garganta aparecían contusiones negruzcas y profundas huellas de uñas, como si
la víctima hubiera sido estrangulada.
»Luego de una cuidadosa búsqueda en cada porción de la casa, sin que
apareciera nada nuevo, los vecinos se introdujeron en un pequeño patio
pavimentado de la parte posterior del edificio y encontraron el cadáver de la
anciana señora, la cual había sido degollada tan salvajemente que, al tratar de
levantar el cuerpo, la cabeza se desprendió del tronco. Horribles
mutilaciones aparecían en la cabeza y en el cuerpo, y este último apenas
presentaba forma humana.
»Hasta el momento no se
ha encontrado la menor clave que permita solucionar tan horrible misterio.»
La edición del día siguiente contenía los siguientes detalles adicionales:
«La tragedia de la rue Morgue.-Diversas personas han sido interrogadas con relación a este terrible y extraordinario suceso, pero nada ha trascendido que pueda arrojar alguna luz sobre él. Damos a continuación las declaraciones obtenidas:
»Pauline Dubourg, lavandera, manifiesta que
conocía desde hacía tres años a las dos víctimas, de cuya ropa se ocupaba. La
anciana y su hija parecían hallarse en buenos términos y se mostraban sumamente
cariñosas entre sí. Pagaban muy bien. No sabía nada sobre su modo de vida y sus
medios de subsistencia. Creía que madame L. decía la buenaventura. Pasaba por
tener dinero guardado. Nunca encontró a otras personas en la casa cuando iba a
buscar la ropa o la devolvía. Estaba segura de que no tenían ningún criado o
criada. Opinaba que en la casa no había ningún mueble, salvo en el cuarto piso.
»Pierre Moreau, vendedor de tabaco,
declara que desde hace cuatro años vendía regularmente pequeñas cantidades de
tabaco y de rapé a madame L’Espanaye. Nació en la vecindad y ha residido siempre
en ella. La extinta y su hija ocupaban desde hacía más de seis años la casa
donde se encontraron los cadáveres. Anteriormente vivía en ella un joyero, que
alquilaba las habitaciones superiores a diversas personas. La casa era de
propiedad de madame L., quien se sintió disgustada por los abusos que cometía
su inquilino y ocupó personalmente la casa, negándose a alquilar parte alguna.
La anciana señora daba señales de senilidad. El testigo vio a su hija unas
cinco o seis veces durante esos seis años. Ambas llevaban una vida muy retirada
y pasaban por tener dinero. Había oído decir a los vecinos que madame L. decía
la buenaventura, pero no lo creía. Nunca vio entrar a nadie, salvo a la anciana
y su hija, a un mozo de servicio que estuvo allí una o dos veces, y a un médico
que hizo ocho o diez visitas.
»Muchos otros vecinos han proporcionado testimonios coincidentes. No se
ha hablado de nadie que frecuentara la casa. Se ignora si madame L. y su hija
tenían parientes vivos. Pocas veces se abrían las persianas de las ventanas
delanteras. Las de la parte posterior estaban siempre cerradas, salvo las de la
gran habitación en la parte trasera del cuarto piso. La casa se hallaba en
excelente estado y no era muy antigua.
»Isidore Muset, gendarme, declara que fue
llamado hacia las tres de la mañana y que, al llegar a la casa, encontró a unas
veinte o treinta personas reunidas que se esforzaban por entrar. Violentó
finalmente la entrada (con una bayoneta y no con una ganzúa). No le costó mucho
abrirla, pues se trataba de una puerta de dos batientes que no tenía pasadores
ni arriba ni abajo. Los alaridos continuaron hasta que se abrió la puerta,
cesando luego de golpe. Parecían gritos de persona (o personas) que sufrieran
los más agudos dolores; eran gritos agudos y prolongados, no breves y
precipitados. El testigo trepó el primero las escaleras. Al llegar al primer
descanso oyó dos voces que discutían con fuerza y agriamente; una de ellas era
ruda y la otra mucho más aguda y muy extraña. Pudo entender algunas palabras provenientes
de la primera voz, que correspondía a un francés. Estaba seguro de que no se
trataba de una voz de mujer. Pudo distinguir las palabras sacré y diable.
La voz más aguda era de un extranjero. No podría asegurar si se trataba de
un hombre o una mujer. No entendió lo que decía, pero tenía la impresión de que
hablaba en español. El estado de la habitación y de los cadáveres fue descrito
por el testigo en la misma forma que lo hicimos ayer.
»Henri Duval, vecino, de
profesión platero, declara que formaba parte del primer grupo que entró en la
casa. Corrobora en general la declaración de Muset. Tan pronto forzaron la
puerta, volvieron a cerrarla para mantener alejada a la muchedumbre, que, pese
a lo avanzado de la hora, se estaba reuniendo rápidamente. El testigo piensa
que la voz más aguda pertenecía a un italiano. Está seguro de que no se trataba
de un francés. No puede asegurar que se tratara de una voz masculina. Pudo ser
la de una mujer. No está familiarizado con la lengua italiana. No alcanzó a distinguir
las palabras, pero por la entonación está convencido de que quien hablaba era
italiano. Conocía a madame L. y a su hija. Había conversado frecuentemente con
ellas. Estaba seguro de que la voz aguda no pertenecía a ninguna de las
difuntas.
»Odenheimer, restaurateur. Este testigo se ofreció voluntariamente a declarar.
Como no habla francés, testimonió mediante un intérprete. Es originario de
Amsterdam. Pasaba frente a la casa cuando se oyeron los gritos. Duraron varios
minutos, probablemente diez. Eran prolongados y agudos, tan horribles como
penosos de oír. El testigo fue uno de los que entraron en el edificio.
Corroboró las declaraciones anteriores en todos sus detalles, salvo uno. Estaba
seguro de que la voz más aguda pertenecía a un hombre y que se trataba de un
francés. No pudo distinguir las palabras pronunciadas. Eran fuertes y
precipitadas, desiguales y pronunciadas aparentemente con tanto miedo como
cólera. La voz era áspera; no tanto aguda como áspera. El testigo no la
calificaría de aguda. La voz más gruesa dijo varias veces: sacré, diable, y
una vez Mon Dieu!
»Jules Mignaud, banquero, de la firma
Mignaud e hijos, en la calle Deloraine. Es el mayor de los Mignaud. Madame
L’Espanaye poseía algunos bienes. Había abierto una cuenta en su banco durante
la primavera del año 18... (ocho años antes). Hacía frecuentes depósitos de
pequeñas sumas. No había retirado nada hasta tres días antes de su muerte, en
que personalmente extrajo la suma de 4.000 francos. La suma le fue pagada en
oro y un empleado la llevó a su domicilio.
»Adolphe Lebon, empleado de Mignaud e
hijos, declara que el día en cuestión acompañó hasta su residencia a madame
L’Espanaye, llevando los 4.000 francos en dos sacos. Una vez abierta la puerta,
mademoiselle L. vino a tomar uno de los sacos, mientras la anciana señora se
encargaba del otro. Por su parte, el testigo saludó y se retiró. No vio a
persona alguna en la calle en ese momento. Se trata de una calle poco
importante, muy solitaria.
»William Bird, sastre, declara que
formaba parte del grupo que entró en la casa. Es de nacionalidad inglesa. Lleva
dos años de residencia en París. Fue uno de los primeros en subir las
escaleras. Oyó voces que disputaban. La más ruda era la de un francés. Pudo
distinguir varias palabras, pero ya no las recuerda todas. Oyó claramente: sacré
y mon Dieu. En ese momento se oía un ruido como si varias personas
estuvieran luchando, era un sonido de forcejeo, como si algo fuese arrastrado.
La voz aguda era muy fuerte, mucho más que la voz ruda. Está seguro de que no
se trataba de la voz de un inglés. Parecía la de un alemán. Podía ser una voz
de mujer. El testigo no comprende el alemán.
»Cuatro de los testigos
nombrados más arriba fueron nuevamente interrogados, declarando que la puerta
del aposento donde se encontró el cadáver de mademoiselle L. estaba cerrada por
dentro cuando llegaron hasta ella. Reinaba un profundo silencio; no se
escuchaban quejidos ni rumores de ninguna especie. No se vio a nadie en el
momento de forzar la puerta. Las ventanas, tanto de la habitación del frente
como de la trasera, estaban cerradas y firmemente aseguradas por dentro. Entre
ambas habitaciones había una puerta cerrada, pero la llave no estaba echada. La
puerta que comunicaba la habitación del frente con el corredor había sido cerrada
con llave por dentro. Un cuarto pequeño situado en el frente del cuarto piso,
al comienzo del corredor, apareció abierto, con la puerta entornada. La
habitación estaba llena de camas viejas, cajones y objetos por el estilo. Se
procedió a revisarlos uno por uno, no se dejó sin examinar una sola pulgada de
la casa. Se enviaron deshollinadores para que exploraran las chimeneas. La casa
tiene cuatro pisos, con mansardes. Una trampa que da al techo estaba
firmemente asegurada con clavos y no parece haber sido abierta durante años.
Los testigos no están de acuerdo sobre el tiempo transcurrido entre el momento
en que escucharon las voces que disputaban y la apertura de la puerta de la
habitación. Algunos sostienen que transcurrieron tres minutos; otros calculan
cinco. Costó mucho violentar la puerta.
»Alfonso Garcio, empresario de pompas
fúnebres, habita en la rue Morgue. Es de nacionalidad española. Formaba parte
del grupo que entró en la casa. No subió las escaleras. Tiene los nervios
delicados y teme las consecuencias de toda agitación. Oyó las voces que
disputaban. La más ruda pertenecía a un francés. No pudo comprender lo que
decía. La voz aguda era la de un inglés; está seguro de esto. No comprende el
inglés, pero juzga basándose en la entonación.
»Alberto Montani, confitero, declara que fue de los primeros en
subir las escaleras. Oyó las voces en cuestión. la voz ruda era la de un
francés. Pudo distinguir varias palabras. El que hablaba parecía reprochar
alguna cosa. No pudo comprender las palabras dichas por la voz más aguda, que
hablaba rápida y desigualmente. Piensa que se trata de un ruso. Corrobora los
testimonios restantes. Es de nacionalidad italiana. Nunca habló con un nativo
de Rusia.
»Nuevamente interrogados,
varios testigos certificaron que las chimeneas de todas las habitaciones eran
demasiado angostas para admitir el paso de un ser humano. Se pasaron
“deshollinadores” -cepillos cilíndricos como los que usan los que limpian
chimeneas- por todos los tubos existentes en la casa. No existe ningún pasaje
en los fondos por el cual alguien hubiera podido descender mientras el grupo
subía las escaleras. El cuerpo de mademoiselle L’Espanaye estaba tan firmemente
encajado en la chimenea, que no pudo ser extraído hasta que cuatro o cinco
personas unieron sus esfuerzos.
»Paul Dumas, médico, declara que fue
llamado al amanecer para examinar los cadáveres de las víctimas. Los mismos
habían sido colocados sobre el colchón del lecho correspondiente a la
habitación donde se encontró a mademoiselle L. El cuerpo de la joven aparecía
lleno de contusiones y excoriaciones. El hecho de que hubiese sido metido en la
chimenea bastaba para explicar tales marcas. La garganta estaba enormemente
excoriada. Varios profundos arañazos aparecían debajo del mentón, conjuntamente
con una serie de manchas lívidas resultantes, con toda evidencia, de la presión
de unos dedos. El rostro estaba horriblemente pálido y los ojos se salían de
las órbitas. La lengua aparecía a medias cortada. En la región del estómago se
descubrió una gran contusión, producida, aparentemente, por la presión de una
rodilla. Según opinión del doctor Dumas, mademoiselle L’Espanaye había sido
estrangulada por una o varias personas.
»El cuerpo de la madre estaba horriblemente mutilado. Todos los huesos
de la pierna y el brazo derechos se hallaban fracturados en mayor o menor
grado. La tibia izquierda había quedado reducida a astillas, así como todas las
costillas del lado izquierdo. El cuerpo aparecía cubierto de contusiones y
estaba descolorido. Resultaba imposible precisar el arma con que se habían
inferido tales heridas. Un pesado garrote de mano, o una ancha barra de hierro,
quizá una silla, cualquier arma grande, pesada y contundente, en manos de un
hombre sumamente robusto, podía haber producido esos resultados. Imposible que
una mujer pudiera infligir tales heridas con cualquier arma que fuese. La
cabeza de la difunta aparecía separada del cuerpo y, al igual que el resto,
terriblemente contusa. Era evidente que la garganta había sido seccionada con
un instrumento muy afilado, probablemente una navaja.
»Alexandre Etienne, cirujano, fue llamado al
mismo tiempo que el doctor Dumas para examinar los cuerpos. Confirmó el
testimonio y las opiniones de este último.
»No se ha obtenido ningún otro dato de importancia, a pesar de haberse
interrogado a varias otras personas. Jamás se ha cometido en París un asesinato
tan misterioso y tan enigmático en sus detalles... si es que en realidad se
trata de un asesinato. La policía está perpleja, lo cual no es frecuente en asuntos
de esta naturaleza. Pero resulta imposible hallar la más pequeña clave del
misterio.»
La edición vespertina del diario declaraba que en el quartier Saint-Roch reinaba una intensa excitación, que se había practicado un nuevo y minucioso examen del lugar del hecho, mientras se interrogaba a nuevos testigos, pero que no se sabía nada nuevo. Un párrafo final agregaba, sin embargo, que un tal Adolphe Lebon acababa de ser arrestado y encarcelado, aunque nada parecía acusarlo, a juzgar por los hechos detallados.
Dupin se mostraba singularmente interesado en el desarrollo del asunto;
o por lo menos así me pareció por sus maneras, pues no hizo el menor
comentario. Tan sólo después de haberse anunciado el arresto de Lebon me pidió
mi parecer acerca de los asesinatos.
No pude sino sumarme al de todo París y declarar que los consideraba un
misterio insoluble. No veía modo alguno de seguir el rastro al asesino.
-No debemos pensar en los modos posibles que surgen de una investigación
tan rudimentaria -dijo Dupin-. La policía parisiense, tan alabada por su
penetración, es muy astuta pero nada más. No procede con método, salvo el del
momento. Toma muchas disposiciones ostentosas, pero con frecuencia éstas se
hallan tan mal adaptadas a su objetivo que recuerdan a Monsieur Jourdain, que
pedía sa robe de chambre... pour mieux entendre la musique. Los
resultados obtenidos son con frecuencia sorprendentes, pero en su mayoría se
logran por simple diligencia y actividad. Cuando éstas son insuficientes, todos
sus planes fracasan. Vidocq, por ejemplo, era hombre de excelentes conjeturas y
perseverante. Pero como su pensamiento carecía de suficiente educación, erraba
continuamente por el excesivo ardor de sus investigaciones. Dañaba su visión
por mirar el objeto desde demasiado cerca. Quizá alcanzaba a ver uno o dos
puntos con singular acuidad, pero procediendo así perdía el conjunto de la
cuestión. En el fondo se trataba de un exceso de profundidad, y la verdad no
siempre está dentro de un pozo. Por el contrario, creo que, en lo que se refiere
al conocimiento más importante, es invariablemente superficial. La profundidad
corresponde a los valles, donde la buscamos, y no a las cimas montañosas, donde
se la encuentra. Las formas y fuentes de este tipo de error se ejemplifican muy
bien en la contemplación de los cuerpos celestes. Si se observa una estrella de
una ojeada, oblicuamente, volviendo hacia ella la porción exterior de la retina
(mucho más sensible a las impresiones luminosas débiles que la parte interior),
se verá la estrella con claridad y se apreciará plenamente su brillo, el cual
se empaña apenas la contemplamos de lleno. Es verdad que en este último
caso llegan a nuestros ojos mayor cantidad de rayos, pero la porción exterior
posee una capacidad de recepción mucho más refinada. Por causa de una indebida
profundidad confundimos y debilitamos el pensamiento, y Venus misma puede
llegar a borrarse del firmamento si la escrutamos de manera demasiado
sostenida, demasiado concentrada o directa.
»En cuanto a esos asesinatos, procedamos personalmente a un examen antes
de formarnos una opinión. La encuesta nos servirá de entretenimiento (me
pareció que el término era extraño, aplicado al caso, pero no dije nada).
Además, Lebon me prestó cierta vez un servicio por el cual le estoy agradecido.
Iremos a estudiar el terreno con nuestros propios ojos. Conozco a G..., el
prefecto de policía, y no habrá dificultad en obtener el permiso necesario.
La autorización fue acordada, y nos encaminamos inmediatamente a la rue
Morgue. Se trata de uno de esos míseros pasajes que corren entre la rue
Richelieu y la rue Saint-Roch. Atardecía cuando llegamos, pues el barrio estaba
considerablemente distanciado del de nuestra residencia. Encontramos fácilmente
la casa, ya que aún había varias personas mirando las persianas cerradas desde
la acera opuesta. Era una típica casa parisiense, con una puerta de entrada y
una casilla de cristales con ventana corrediza, correspondiente a la loge du
concierge. Antes de entrar recorrimos la calle, doblamos por un pasaje y,
volviendo a doblar, pasamos por la parte trasera del edificio, mientras Dupin
examinaba la entera vecindad, así como la casa, con una atención minuciosa cuyo
objeto me resultaba imposible de adivinar.
Volviendo sobre nuestros pasos retornamos a la parte delantera y, luego
de llamar y mostrar nuestras credenciales, fuimos admitidos por los agentes de
guardia. Subimos las escaleras, hasta llegar a la habitación donde se había
encontrado el cuerpo de mademoiselle L’Espanaye y donde aún yacían ambas
víctimas. Como es natural, el desorden del aposento había sido respetado. No vi
nada que no estuviese detallado en la Gazette des Tribunaux. Dupin lo
inspeccionaba todo, sin exceptuar los cuerpos de las víctimas. Pasamos luego a
las otras habitaciones y al patio; un gendarme nos acompañaba a todas partes.
El examen nos tuvo ocupados hasta que oscureció, y era de noche cuando salimos.
En el camino de vuelta, mi amigo se detuvo algunos minutos en las oficinas de
uno de los diarios parisienses.
He dicho ya que sus caprichos eran muchos y variados, y que je les
ménageais (pues no hay traducción posible de la frase). En esta oportunidad
Dupin rehusó toda conversación vinculada con los asesinatos, hasta el día
siguiente a mediodía. Entonces, súbitamente, me preguntó si había observado
alguna cosa peculiar en el escenario de aquellas atrocidades.
Algo había en su manera de acentuar la palabra, que me hizo estremecer
sin que pudiera decir por qué.
-No, nada peculiar -dije-. Por lo menos, nada que no hayamos encontrado
ya referido en el diario.
-Me temo -repuso Dupin- que la Gazette no haya penetrado en el
insólito horror de este asunto. Pero dejemos de lado las vanas opiniones de ese
diario. Tengo la impresión de que se considera insoluble este misterio por las
mismísimas razones que deberían inducir a considerarlo fácilmente solucionable;
me refiero a lo excesivo, a lo outré de sus características. La policía
se muestra confundida por la aparente falta de móvil, y no por el asesinato en
sí, sino por su atrocidad. Está asimismo perpleja por la aparente imposibilidad
de conciliar las voces que se oyeron disputando, con el hecho de que en lo alto
sólo se encontró a la difunta mademoiselle L’Espanaye, aparte de que era
imposible escapar de la casa sin que el grupo que ascendía la escalera lo
notara. El salvaje desorden del aposento; el cadáver metido, cabeza abajo, en
la chimenea; la espantosa mutilación del cuerpo de la anciana, son elementos
que, junto con los ya mencionados y otros que no necesito mencionar, han
bastado para paralizar la acción de los investigadores policiales y confundir
por completo su tan alabada perspicacia. Han caído en el grueso pero común
error de confundir lo insólito con lo abstruso. Pero, justamente a través de
esas desviaciones del plano ordinario de las cosas, la razón se abrirá paso, si
ello es posible, en la búsqueda de la verdad. En investigaciones como la que
ahora efectuamos no debería preguntarse tanto «qué ha ocurrido», como «qué hay
en lo ocurrido que no se parezca a nada ocurrido anteriormente». En una palabra,
la facilidad con la cual llegaré o he llegado a la solución de este misterio se
halla en razón directa de su aparente insolubilidad a ojos de la policía.
Me quedé mirando a mi amigo con silenciosa estupefacción.
-Estoy esperando ahora -continuó Dupin, mirando hacia la puerta de
nuestra habitación- a alguien que, si bien no es el perpetrador de esas
carnicerías, debe de haberse visto envuelto de alguna manera en su ejecución.
Es probable que sea inocente de la parte más horrible de los crímenes. Confío
en que mi suposición sea acertada, pues en ella se apoya toda mi esperanza de
descifrar completamente el enigma. Espero la llegada de ese hombre en cualquier
momento... y en esta habitación. Cierto que puede no venir, pero lo más
probable es que llegue. Si así fuera, habrá que retenerlo. He ahí unas
pistolas; los dos sabemos lo que se puede hacer con ellas cuando la ocasión se
presenta.
Tomé las pistolas, sabiendo apenas lo que hacía y, sin poder creer lo
que estaba oyendo, mientras Dupin, como si monologara, continuaba sus
reflexiones. Ya he mencionado su actitud abstraída en esos momentos. Sus
palabras se dirigían a mí, pero su voz, aunque no era forzada, tenía esa
entonación que se emplea habitualmente para dirigirse a alguien que se halla
muy lejos. Sus ojos, privados de expresión, sólo miraban la pared.
-Las voces que disputaban y fueron oídas por el grupo que trepaba la
escalera -dijo- no eran las de las dos
mujeres, como ha sido bien probado por los testigos. Con esto queda eliminada
toda posibilidad de que la anciana señora haya matado a su hija, suicidándose
posteriormente. Menciono esto por razones metódicas, ya que la fuerza de madame
de L’Espanaye hubiera sido por completo insuficiente para introducir el cuerpo
de su hija en la chimenea, tal como fue encontrado, amén de que la naturaleza
de las heridas observadas en su cadáver excluye toda idea de suicidio. El
asesinato, pues, fue cometido por terceros, y a éstos pertenecían las voces que
se escucharon mientras disputaban. Permítame ahora llamarle la atención, no
sobre las declaraciones referentes a dichas voces, sino a algo peculiar en
esas declaraciones. ¿No lo advirtió usted?
Hice notar que, mientras todos los testigos coincidían en que la voz más
ruda debía ser la de un francés, existían grandes desacuerdos sobre la voz más
aguda o -como la calificó uno de ellos- la voz áspera.
-Tal es el testimonio en sí -dijo Dupin-, pero no su peculiaridad. Usted
no ha observado nada característico. Y, sin embargo, había algo que
observar. Como bien ha dicho, los testigos coinciden sobre la voz ruda. Pero,
con respecto a la voz aguda, la peculiaridad no consiste en que estén en
desacuerdo, sino en que un italiano, un inglés, un español, un holandés y un
francés han tratado de describirla, y cada uno de ellos se ha referido a una
voz extranjera. Cada uno de ellos está seguro de que no se trata de la
voz de un compatriota. Cada uno la vincula, no a la voz de una persona
perteneciente a una nación cuyo idioma conoce, sino a la inversa. El francés
supone que es la voz de un español, y agrega que “podría haber
distinguido algunas palabras sí hubiera sabido español”. El holandés
sostiene que se trata de un francés, pero nos enteramos de que como no habla
francés, testimonió mediante un intérprete. El inglés piensa que se trata
de la voz de un alemán, pero el testigo no comprende el alemán. El
español “está seguro” de que se trata de un inglés, pero “juzga basándose en la
entonación”, ya que no comprende el inglés. El italiano cree que es la
voz de un ruso, pero nunca habló con un nativo de Rusia. Un segundo
testigo francés difiere del primero y está seguro de que se trata de la voz de
un italiano. No está familiarizado con la lengua italiana, pero al igual
que el español, “está convencido por la entonación”. Ahora bien: ¡cuan
extrañamente insólita tiene que haber sido esa voz para que pudieran reunirse
semejantes testimonios! ¡Una voz en cuyos tonos los ciudadanos de las
cinco grandes divisiones de Europa no pudieran reconocer nada familiar! Me dirá
usted que podía tratarse de la voz de un asiático o un africano. Ni unos ni
otros abundan en París, pero, sin negar esa posibilidad, me limitaré a llamarle
la atención sobre tres puntos. Un testigo califica la voz de “áspera, más que
aguda”. Otros dos señalan que era «precipitada y desigual». Ninguno de los
testigos se refirió a palabras reconocibles, a sonidos que parecieran palabras.
»No sé -continuó Dupin- la impresión que pudo haber causado hasta ahora
en su entendimiento, pero no vacilo en decir que cabe extraer deducciones
legítimas de esta parte del testimonio -la que se refiere a las voces ruda y
aguda-, suficientes para crear una sospecha que debe de orientar todos los
pasos futuros de la investigación del misterio. Digo «deducciones legítimas»,
sin expresar plenamente lo que pienso. Quiero dar a entender que las
deducciones son las únicas que corresponden, y que la sospecha surge inevitablemente
como resultado de las mismas. No le diré todavía cuál es esta sospecha.
Pero tenga presente que, por lo que a mí se refiere, bastó para dar forma
definida y tendencia determinada a mis investigaciones en el lugar del hecho.
«Transportémonos ahora con la fantasía a esa habitación. ¿Qué buscaremos
en primer lugar? Los medios de evasión empleados por los asesinos. Supongo que
bien puedo decir que ninguno de los dos cree en acontecimientos sobrenaturales.
Madame y mademoiselle L’Espanaye no fueron asesinadas por espíritus. Los
autores del hecho eran de carne y hueso, y escaparon por medios materiales.
¿Cómo, pues? Afortunadamente, sólo hay una manera de razonar sobre este punto,
y esa manera debe conducirnos a una conclusión definida. Examinemos uno
por uno los posibles medios de escape. Resulta evidente que los asesinos se
hallaban en el cuarto donde se encontró a mademoiselle L’Espanaye, o por lo
menos en la pieza contigua, en momentos en que el grupo subía las escaleras.
Vale decir que debemos buscar las salidas en esos dos aposentos. La policía ha
levantado los pisos, los techos y la mampostería de las paredes en todas
direcciones. Ninguna salida secreta pudo escapar a sus observaciones.
Pero como no me fío de sus ojos, miré el lugar con los míos.
Efectivamente, no había salidas secretas. Las dos puertas que comunican las
habitaciones con el corredor estaban bien cerradas, con las llaves por dentro.
Veamos ahora las chimeneas. Aunque de diámetro ordinario en los primeros ocho o
diez pies por encima de los hogares, los tubos no permitirían más arriba el
paso del cuerpo de un gato grande. Quedando así establecida la total
imposibilidad de escape por las vías mencionadas nos vemos reducidos a las
ventanas. Nadie podría haber huido por la del cuarto delantero, ya que la
muchedumbre reunida lo hubiese visto. Los asesinos tienen que haber
pasado, pues, por las de la pieza trasera. Llevados a esta conclusión de manera
tan inequívoca, no nos corresponde, en nuestra calidad de razonadores,
rechazarla por su aparente imposibilidad. Lo único que cabe hacer es probar que
esas aparentes “imposibilidades” no son tales en realidad.
»Hay dos ventanas en el aposento. Contra una de ellas no hay ningún
mueble que la obstruya, y es claramente visible. La porción inferior de la otra
queda oculta por la cabecera del pesado lecho, que ha sido arrimado a ella. La
primera ventana apareció firmemente asegurada desde dentro. Resistió los más
violentos esfuerzos de quienes trataron de levantarla. En el marco, a la
izquierda, había una gran perforación de barreno, y en ella un solidísimo clavo
hundido casi hasta la cabeza. Al examinar la otra ventana se vio que había un
clavo colocado en forma similar; todos los esfuerzos por levantarla fueron
igualmente inútiles. La policía, pues, se sintió plenamente segura de que la
huida no se había producido por ese lado. Y, por tanto, consideró
superfluo extraer los clavos y abrir las ventanas.
»Mi examen fue algo más detallado, y eso por la razón que acabo de
darle: allí era el caso de probar que todas las aparentes imposibilidades no
eran tales en realidad.
«Seguí razonando en la siguiente forma... a posteriori. Los
asesinos escaparon desde una de esas ventanas. Por tanto, no pudieron
asegurar nuevamente los marcos desde el interior, tal como fueron encontrados
(consideración que, dado lo obvio de su carácter, interrumpió la búsqueda de la
policía en ese terreno). Los marcos estaban asegurados. Es necesario, pues,
que tengan una manera de asegurarse por sí mismos. La conclusión no admitía
escapatoria. Me acerqué a la ventana que tenía libre acceso, extraje con alguna
dificultad el clavo y traté de levantar el marco. Tal como lo había anticipado,
resistió a todos mis esfuerzos. Comprendí entonces que debía de haber algún
resorte oculto, y la corroboración de esta idea me convenció de que por lo
menos mis premisas eran correctas, aunque el detalle referente a los clavos
continuara siendo misterioso. Un examen detallado no tardó en revelarme el
resorte secreto. Lo oprimí y, satisfecho de mi descubrimiento, me abstuve de
levantar el marco.
»Volví a poner el clavo en su sitio y lo observé atentamente. Una
persona que escapa por la ventana podía haberla cerrado nuevamente, y el
resorte habría asegurado el marco. Pero, ¿cómo reponer el clavo? La conclusión
era evidente y estrechaba una vez más el campo de mis investigaciones. Los
asesinos tenían que haber escapado por la otra ventana. Suponiendo,
pues, que los resortes fueran idénticos en las dos ventanas, como parecía
probable, necesariamente tenía que haber una diferencia entre los
clavos, o por lo menos en su manera de estar colocados. Trepando al armazón de
la cama, miré minuciosamente el marco de sostén de la segunda ventana. Pasé la
mano por la parte posterior, descubriendo en seguida el resorte que, tal como
había supuesto, era idéntico a su vecino. Miré luego el clavo. Era tan sólido
como el otro y aparentemente estaba fijo de la misma manera y hundido casi
hasta la cabeza.
»Pensará usted que me sentí perplejo, pero si así fuera no ha
comprendido la naturaleza de mis inducciones. Para usar una frase deportiva,
hasta entonces no había cometido falta. No había perdido la pista un solo
instante. Los eslabones de la cadena no tenían ninguna falla. Había perseguido
el secreto hasta su última conclusión: y esa conclusión era el clavo. Ya
he dicho que tenía todas las apariencias de su vecino de la otra ventana; pero
el hecho, por más concluyente que pareciera, resultaba de una absoluta nulidad
comparado con la consideración de que allí, en ese punto, se acababa el hilo
conductor. “Tiene que haber algo defectuoso en el clavo”, pensé. Al
tocarlo, su cabeza quedó entre mis dedos juntamente con un cuarto de pulgada de
la espiga. El resto de la espiga se hallaba dentro del agujero, donde se había
roto. La fractura era muy antigua, pues los bordes aparecían herrumbrados, y
parecía haber sido hecho de un martillazo, que había hundido parcialmente la
cabeza del clavo en el marco inferior de la ventana. Volví a colocar
cuidadosamente la parte de la cabeza en el lugar de donde la había sacado, y vi
que el clavo daba la exacta impresión de estar entero; la fisura resultaba
invisible. Apretando el resorte, levanté ligeramente el marco; la cabeza del
clavo subió con él, sin moverse de su lecho. Cerré la ventana, y el clavo dio
otra vez la impresión de estar dentro.
»Hasta ahora, el enigma quedaba explicado. El asesino había huido por la
ventana que daba a la cabecera del lecho. Cerrándose por sí misma (o quizá ex
profeso) la ventana había quedado asegurada por su resorte. Y la resistencia
ofrecida por éste había inducido a la policía a suponer que se trataba del
clavo, dejando así de lado toda investigación suplementaria.
»La segunda cuestión consiste en el modo del descenso. Mi paseo con
usted por la parte trasera de la casa me satisfizo al respecto. A unos cinco
pies y medio de la ventana en cuestión corre una varilla de pararrayos. Desde esa
varilla hubiera resultado imposible alcanzar la ventana, y mucho menos
introducirse por ella. Observé, sin embargo, que las persianas del cuarto piso
pertenecen a esa curiosa especie que los carpinteros parisienses denominan ferrades;
es un tipo rara vez empleado en la actualidad, pero que se ve con
frecuencia en casas muy viejas de Lyon y Bordeaux. Se las fabrica como una
puerta ordinaria (de una sola hoja, y no de doble batiente), con la diferencia
de que la parte inferior tiene celosías o tablillas que ofrecen excelente
asidero para las manos. En este caso las persianas alcanzan un ancho de tres
pies y medio. Cuando las vimos desde la parte posterior de la casa, ambas
estaban entornadas, es decir, en ángulo recto con relación a la pared. Es
probable que también los policías hayan examinado los fondos del edificio;
pero, si así lo hicieron, miraron las ferrades en el ángulo indicado,
sin darse cuenta de su gran anchura; por lo menos no la tomaron en cuenta. Sin
duda, seguros de que por esa parte era imposible toda fuga, se limitaron a un
examen muy sumario. Para mí, sin embargo, era claro que si se abría del todo la
persiana correspondiente a la ventana situada sobre el lecho, su borde quedaría
a unos dos pies de la varilla del pararrayos. También era evidente que,
desplegando tanta agilidad como coraje, se podía llegar hasta la ventana
trepando por la varilla. Estirándose hasta una distancia de dos pies y medio
(ya que suponemos la persiana enteramente abierta), un ladrón habría podido
sujetarse firmemente de las tablillas de la celosía. Abandonando entonces su
sostén en la varilla, afirmando los pies en la pared y lanzándose vigorosamente
hacia adelante habría podido hacer girar la persiana hasta que se cerrara; si
suponemos que la ventana estaba abierta en este momento, habría logrado entrar
así en la habitación.
»Le pido que tenga especialmente en cuenta que me refiero a un insólito
grado de vigor, capaz de llevar a cabo una hazaña tan azarosa y difícil. Mi
intención consiste en demostrarle, primeramente, que el hecho pudo ser llevado
a cabo; pero, en segundo lugar, y muy especialmente, insisto en llamar
su atención sobre el carácter extraordinario, casi sobrenatural, de ese
vigor capaz de cosa semejante.
»Usando términos judiciales, usted me dirá sin duda que para «redondear
mi caso» debería subestimar y no poner de tal modo en evidencia la agilidad que
se requiere para dicha proeza. Pero la práctica de los tribunales no es la de
la razón. Mi objetivo final es tan sólo la verdad. Y mi propósito inmediato
consiste en inducirlo a que yuxtaponga la insólita agilidad que he
mencionado a esa voz tan extrañamente aguda (o áspera) y desigual sobre
cuya nacionalidad no pudieron ponerse de acuerdo los testigos y en cuyos
acentos no se logró distinguir ningún vocablo articulado.
Al oír estas palabras pasó por mi mente una vaga e informe concepción de
lo que quería significar Dupin. Me pareció estar a punto de entender, pero sin
llegar a la comprensión, así como a veces nos hallamos a punto de recordar algo
que finalmente no se concreta. Pero mi amigo seguía hablando.
-Habrá notado usted -dijo- que he pasado de la cuestión de la salida de
la casa a la del modo de entrar en ella. Era mi intención mostrar que ambas
cosas se cumplieron en la misma forma y en el mismo lugar. Volvamos ahora al
interior del cuarto y examinemos lo que allí aparece. Se ha dicho que los
cajones de la cómoda habían sido saqueados, aunque quedaron en ellos numerosas
prendas. Esta conclusión es absurda. No pasa de una simple conjetura, bastante
tonta por lo demás. ¿Cómo podemos asegurar que las ropas halladas en los
cajones no eran las que éstos contenían habitualmente? Madame L’Espanaye y su
hija llevaban una vida muy retirada, no veían a nadie, salían raras veces, y
pocas ocasiones se les presentaban de cambiar de tocado. Lo que se encontró en
los cajones era de tan buena calidad como cualquiera de los efectos que poseían
las damas. Si un ladrón se llevó una parte, ¿por qué no tomó lo mejor... por
qué no se llevó todo? En una palabra: ¿por qué abandonó cuatro mil francos en
oro, para cargarse con un hato de ropa? El oro fue abandonado. La suma
mencionada por monsieur Mignaud, el banquero, apareció en su casi totalidad en
los sacos tirados por el suelo. Le pido, por tanto, que descarte de sus pensamientos
la desatinada idea de un móvil, nacida en el cerebro de los policías por
esa parte del testimonio que se refiere al dinero entregado en la puerta de la
casa. Coincidencias diez veces más notables que ésta (la entrega del dinero y
el asesinato de sus poseedores tres días más tarde) ocurren a cada hora de
nuestras vidas sin que nos preocupemos por ellas. En general, las coincidencias
son grandes obstáculos en el camino de esos pensadores que todo lo ignoran de
la teoría de las probabilidades, esa teoría a la cual los objetivos más
eminentes de la investigación humana deben los más altos ejemplos. En esta
instancia, si el oro hubiese sido robado, el hecho de que la suma hubiese sido
entregada tres días antes habría constituido algo más que una coincidencia.
Antes bien, hubiera corroborado la noción de un móvil. Pero, dadas las
verdaderas circunstancias del caso, si hemos de suponer que el oro era el móvil
del crimen, tenemos entonces que admitir que su perpetrador era lo bastante
indeciso y lo bastante estúpido como para olvidar el oro y el móvil al mismo
tiempo.
»Teniendo, pues, presentes los puntos sobre los cuales he llamado su
atención -la voz singular, la insólita agilidad y la sorprendente falta de
móvil en un asesinato tan atroz como éste-, echemos una ojeada a la carnicería
en sí. Estamos ante una mujer estrangulada por la presión de unas manos e
introducida en el cañón de la chimenea con la cabeza hacia abajo. Los asesinos
ordinarios no emplean semejantes métodos. Y mucho menos esconden al asesinado
en esa forma. En el hecho de introducir el cadáver en la chimenea admitirá
usted que hay algo excesivamente inmoderado, algo por completo
inconciliable con nuestras nociones sobre los actos humanos, incluso si
suponemos que su autor es el más depravado de los hombres. Piense, asimismo, en
la fuerza prodigiosa que hizo falta para introducir el cuerpo hacia arriba, cuando
para hacerlo descender fue necesario el concurso de varias personas.
»Volvámonos ahora a las restantes señales que pudo dejar ese maravilloso
vigor. En el hogar de la chimenea se hallaron espesos (muy espesos) mechones de
cabello humano canoso. Habían sido arrancados de raíz. Bien sabe usted la
fuerza que se requiere para arrancar en esa forma veinte o treinta cabellos. Y
además vio los mechones en cuestión tan bien como yo. Sus raíces (cosa
horrible) mostraban pedazos del cuero cabelludo, prueba evidente de la
prodigiosa fuerza ejercida para arrancar quizá medio millón de cabellos de un
tirón. La garganta de la anciana señora no solamente estaba cortada, sino que
la cabeza había quedado completamente separada del cuerpo; el instrumento era
una simple navaja. Lo invito a considerar la brutal ferocidad de estas
acciones. No diré nada de las contusiones que presentaba el cuerpo de Madame L’Espanaye.
Monsieur Dumas y su valioso ayudante, monsieur Etienne, han decidido que fueron
producidas por un instrumento contundente, y hasta ahí la opinión de dichos
caballeros es muy correcta. El instrumento contundente fue evidentemente el
pavimento de piedra del patio, sobre el cual cayó la víctima desde la ventana
que da sobre la cama. Por simple que sea, esto escapó a la policía por la misma
razón que se les escapó el ancho de las persianas: frente a la presencia de
clavos se quedaron ciegos ante la posibilidad de que las ventanas hubieran sido
abiertas alguna vez.
»Si ahora, en adición a estas cosas, ha reflexionado usted adecuadamente
sobre el extraño desorden del aposento, hemos llegado al punto de poder
combinar las nociones de una asombrosa agilidad, una fuerza sobrehumana, una
ferocidad brutal, una carnicería sin motivo, una grotesquerie en el
horror por completo ajeno a lo humano, y una voz de tono extranjero para los
oídos de hombres de distintas nacionalidades y privada de todo silabeo inteligible.
¿Qué resultado obtenemos? ¿Qué impresión he producido en su imaginación?
Al escuchar las preguntas de Dupin sentí que un estremecimiento recorría
mi cuerpo.
-Un maníaco es el autor del crimen -dije-. Un loco furioso escapado de
alguna maison de santé de la vecindad.
-En cierto sentido -dijo Dupin-, su idea no es inaplicable. Pero, aun en
sus más salvajes paroxismos, las voces de los locos jamás coinciden con esa
extraña voz escuchada en lo alto. Los locos pertenecen a alguna nación, y, por
más incoherentes que sean sus palabras, tienen, sin embargo, la coherencia del
silabeo. Además, el cabello de un loco no es como el que ahora tengo en la
mano. Arranqué este pequeño mechón de entre los dedos rígidamente apretados de
madame L’Espanaye. ¿Puede decirme qué piensa de ellos?
-¡Dupin... este cabello es absolutamente extraordinario...! ¡No es
cabello humano! -grité, trastornado por completo.
-No he dicho que lo fuera -repuso mi amigo-. Pero antes de que
resolvamos este punto, le ruego que mire el bosquejo que he trazado en este
papel. Es un facsímil de lo que en una parte de las declaraciones de los
testigos se describió como «contusiones negruzcas, y profundas huellas de uñas»
en la garganta de mademoiselle L’Espanaye, y en otra (declaración de los señores
Dumas y Etienne) como «una serie de manchas lívidas que, evidentemente,
resultaban de la presión de unos dedos».
«Notará usted -continuó mi amigo, mientras desplegaba el papel- que este
diseño indica una presión firme y fija. No hay señal alguna de deslizamiento.
Cada dedo mantuvo (probablemente hasta la muerte de la víctima) su terrible
presión en el sitio donde se hundió primero. Le ruego ahora que trate de
colocar todos sus dedos a la vez en las respectivas impresiones, tal como
aparecen en el dibujo.
Lo intenté sin el menor resultado.
-Quizá no estemos procediendo debidamente -dijo Dupin-. El papel es una
superficie plana, mientras que la garganta humana es cilíndrica. He aquí un
rodillo de madera, cuya circunferencia es aproximadamente la de una garganta.
Envuélvala con el dibujo y repita el experimento.
Así lo hice, pero las dificultades eran aún mayores.
-Esta marca -dije- no es la de una mano humana.
-Lea ahora -replicó Dupin- este pasaje de Cuvier.
Era una minuciosa descripción anatómica y descriptiva del gran orangután
leonado de las islas de la India oriental. La gigantesca estatura, la
prodigiosa fuerza y agilidad, la terrible ferocidad y las tendencias imitativas
de estos mamíferos son bien conocidas. Instantáneamente comprendí todo el
horror del asesinato.
-La descripción de los dedos -dije al terminar la lectura-concuerda
exactamente con este dibujo. Sólo un orangután, entre todos los animales
existentes, es capaz de producir las marcas que aparecen en su diseño. Y el
mechón de pelo coincide en un todo con el pelaje de la bestia descrita por
Cuvier. De todas maneras, no alcanzo a comprender los detalles de este
aterrador misterio. Además, se escucharon dos voces que disputaban y una
de ellas era, sin duda, la de un francés.
-Cierto, Y recordará usted que, casi unánimemente, los testigos
declararon haber oído decir a esa voz las palabras: Mon Dieu! Dadas las
circunstancias, uno de los testigos (Montani, el confitero) acertó al sostener
que la exclamación tenía un tono de reproche o reconvención. Sobre esas dos
palabras, pues, he apoyado todas mis esperanzas de una solución total del
enigma. Un francés estuvo al tanto del asesinato. Es posible -e incluso muy
probable- que fuera inocente de toda participación en el sangriento episodio.
El orangután pudo habérsele escapado. Quizá siguió sus huellas hasta la
habitación; pero, dadas las terribles circunstancias que se sucedieron, le fue
imposible capturarlo otra vez. El animal anda todavía suelto. No continuaré con
estas conjeturas (pues no tengo derecho a darles otro nombre), ya que las
sombras de reflexión que les sirven de base poseen apenas suficiente
profundidad para ser alcanzadas por mi intelecto, y no pretenderé mostrarlas
con claridad a la inteligencia de otra persona. Las llamaremos conjeturas, pues,
y nos referiremos a ellas como tales. Si el francés en cuestión es, como lo
supongo, inocente de tal atrocidad, este aviso que deje anoche cuando volvíamos
a casa en las oficinas de Le Monde (un diario consagrado a cuestiones
marítimas y muy leído por los navegantes) lo hará acudir a nuestra casa.
Me alcanzó un papel, donde leí:
Capturado.-En el Bois de Boulogne, en la mañana del... (la mañana del asesinato), se ha capturado un gran orangután leonado de la especie de Borneo. Su dueño (de quien se sabe que es un marinero perteneciente a un barco maltés) puede reclamarlo, previa identificación satisfactoria y pago de los gastos resultantes de su captura y cuidado. Presentarse al número... calle... Faubourg Saint-Germain... tercer piso.
-Pero, ¿cómo es posible -pregunté- que sepa usted que el hombre es un marinero y que pertenece a un barco maltes?
-No lo sé -dijo Dupin- y no estoy seguro de ello. Pero he aquí un
trocito de cinta que, a juzgar por su forma y su grasienta condición, debió de
ser usado para atar el pelo en una de esas largas queues de que tan
orgullosos se muestran los marineros. Además, el nudo pertenece a esa clase que
pocas personas son capaces de hacer, salvo los marinos, y es característico de
los malteses. Encontré esta cinta al pie de la varilla del pararrayos.
Imposible que perteneciera a una de las víctimas. De todos modos, si me
equivoco al deducir de la cinta que el francés era un marinero perteneciente a
un barco maltes, no he causado ningún daño al estamparlo en el aviso. Si me
equivoco, el hombre pensará que me he confundido por alguna razón que no se
tomará el trabajo de averiguar. Pero si estoy en lo cierto, hay mucho de
ganado. Conocedor, aunque inocente de los asesinatos, el francés vacilará, como
es natural, antes de responder al aviso y reclamar el orangután. He aquí cómo
razonará: «Soy inocente y pobre; mi orangután es muy valioso y para un hombre
como yo representa una verdadera fortuna. ¿Por qué perderlo a causa de una
tonta aprensión? Está ahí, a mi alcance. Lo han encontrado en el Bois de
Boulogne, a mucha distancia de la escena del crimen. ¿Cómo podría sospechar
alguien que ese animal es el culpable? La policía está desorientada y no ha
podido encontrar la más pequeña huella. Si llegaran a seguir la pista del mono,
les será imposible probar que supe algo de los crímenes o echarme alguna culpa
como testigo de ellos. Además, soy conocido. El redactor del aviso me
designa como dueño del animal. Ignoro hasta dónde llega su conocimiento. Si
renuncio a reclamar algo de tanto valor, que se sabe de mi pertenencia, las
sospechas recaerán, por lo menos, sobre el animal. Contestaré al aviso,
recobraré el orangután y lo tendré encerrado hasta que no se hable más del
asunto.»
En ese momento oímos pasos en la escalera.
-Prepare las pistolas -dijo Dupin-, pero no las use ni las exhiba hasta
que le haga una seña.
La puerta de entrada de la casa había quedado abierta y el visitante
había entrado sin llamar, subiendo algunos peldaños de la escalera. Pero, de
pronto, pareció vacilar y lo oímos bajar. Dupin corría ya a la puerta cuando
advertimos que volvía a subir. Esta vez no vaciló, sino que, luego de trepar
decididamente la escalera, golpeó en nuestra puerta.
-¡Adelante! -dijo Dupin con voz cordial y alegre.
El hombre que entró era, con toda evidencia, un marino, alto, robusto y
musculoso, con un semblante en el que cierta expresión audaz no resultaba
desagradable. Su rostro, muy atezado, aparecía en gran parte oculto por las
patillas y los bigotes. Traía consigo un grueso bastón de roble, pero al
parecer ésa era su única arma. Inclinóse torpemente, dándonos las buenas noches
en francés; a pesar de un cierto acento suizo de Neufchatel, se veía que era de
origen parisiense.
-Siéntese usted, amigo mío -dijo Dupin-. Supongo que viene en busca del
orangután. Palabra, se lo envidio un poco; es un magnífico animal, que presumo
debe de tener gran valor. ¿Qué edad le calcula usted?
El marinero respiró profundamente, con el aire de quien se siente
aliviado de un peso intolerable, y contestó con tono reposado:
-No podría decirlo, pero no tiene más de cuatro o cinco años. ¿Lo guarda
usted aquí?
-¡Oh, no! Carecemos de lugar adecuado. Está en una caballeriza de la rue
Dubourg, cerca de aquí. Podría usted llevárselo mañana por la mañana. Supongo
que estará en condiciones de probar su derecho de propiedad.
-Por supuesto que sí, señor.
-Lamentaré separarme de él -dijo Dupin.
-No quisiera que usted se hubiese molestado por nada -declaró el
marinero-. Estoy dispuesto a pagar una recompensa por el hallazgo del animal.
Una suma razonable, se entiende.
-Pues bien -repuso mi amigo-, eso me parece muy justo. Déjeme pensar:
¿qué le pediré? ¡Ah, ya sé! He aquí cuál será mi recompensa: me contará usted
todo lo que sabe sobre esos crímenes en la rue Morgue.
Dupin pronunció las últimas palabras en voz muy baja y con gran
tranquilidad. Después, con igual calma, fue hacia la puerta, la cerró y guardó
la llave en el bolsillo. Sacando luego una pistola, la puso sin la menor prisa
sobre la mesa.
El rostro del marinero enrojeció como si un acceso de sofocación se
hubiera apoderado de él. Levantándose, aferró su bastón, pero un segundo
después se dejó caer de nuevo en el asiento, temblando violentamente y pálido
como la muerte. No dijo una palabra. Lo compadecí desde lo más profundo de mi
corazón.
-Amigo mío, se está usted alarmando sin necesidad -dijo cordialmente
Dupin-. Le aseguro que no tenemos intención de causarle el menor daño. Lejos de
nosotros querer perjudicarlo: le doy mi palabra de caballero y de francés.
Estoy perfectamente enterado de que es usted inocente de las atrocidades de la
rue Morgue. Pero sería inútil negar que, en cierto modo, se halla implicado en
ellas. Fundándose en lo que le he dicho, supondrá que poseo medios de
información sobre este asunto, medios que le sería imposible imaginar. El caso
se plantea de la siguiente manera: usted no ha cometido nada que no debiera
haber cometido, nada que lo haga culpable. Ni siquiera se le puede acusar de
robo, cosa que pudo llevar a cabo impunemente. No tiene nada que ocultar ni
razón para hacerlo. Por otra parte, el honor más elemental lo obliga a confesar
todo lo que sabe. Hay un hombre inocente en la cárcel, acusado de un crimen
cuyo perpetrador puede usted denunciar.
Mientras Dupin pronunciaba estas palabras, el marinero había recobrado
en buena parte su compostura, aunque su aire decidido del comienzo habíase
desvanecido por completo.
-¡Dios venga en mi ayuda! -dijo, después de una pausa-. Sí, le diré todo
lo que sé sobre este asunto, aunque no espero que crea ni la mitad de lo que
voy a contarle... ¡Estaría loco si pensara que van a creerme! Y, sin embargo, soy
inocente, y lo confesaré todo aunque me cueste la vida.
En sustancia, lo que nos dijo fue lo siguiente: Poco tiempo atrás, había
hecho un viaje al archipiélago índico. Un grupo del que formaba parte
desembarcó en Borneo y penetró en el interior a fin de hacer una excursión
placentera. Entre él y un compañero capturaron al orangután. Como su compañero
falleciera, quedó dueño único del animal. Después de considerables
dificultades, ocasionadas por la indomable ferocidad de su cautivo durante el
viaje de vuelta, logró finalmente encerrarlo en su casa de París, donde, para
aislarlo de la incómoda curiosidad de sus vecinos, lo mantenía cuidadosamente
recluido, mientras el animal curaba de una herida en la pata que se había hecho
con una astilla a bordo del buque. Una vez curado, el marinero estaba dispuesto
a venderlo.
Una noche, o más bien una madrugada, en que volvía de una pequeña juerga
de marineros, nuestro hombre se encontró con que el orangután había penetrado
en su dormitorio, luego de escaparse de la habitación contigua donde su captor
había creído tenerlo sólidamente encerrado. Navaja en mano y embadurnado de
jabón, habíase sentado frente a un espejo y trataba de afeitarse, tal como, sin
duda, había visto hacer a su amo espiándolo por el ojo de la cerradura.
Aterrado al ver arma tan peligrosa en manos de un animal que, en su ferocidad,
era harto capaz de utilizarla, el marinero se quedó un instante sin saber qué
hacer. Por lo regular, lograba contener al animal, aun en sus arrebatos más
terribles, con ayuda de un látigo, y pensó acudir otra vez a ese recurso. Pero
al verlo, el orangután se lanzó de un salto a la puerta, bajó las escaleras y,
desde ellas, saltando por una ventana que desgraciadamente estaba abierta, se
dejó caer a la calle.
Desesperado, el francés se precipitó en su seguimiento. Navaja en mano,
el mono se detenía para mirar y hacer muecas a su perseguidor, dejándolo
acercarse casi hasta su lado. Entonces echaba a correr otra vez. Siguió así la
caza durante largo tiempo. Las calles estaban profundamente tranquilas, pues
eran casi las tres de la madrugada. Al atravesar el pasaje de los fondos de la
rue Morgue, la atención del fugitivo se vio atraída por la luz que salía de la
ventana abierta del aposento de madame L’Espanaye, en el cuarto piso de su
casa. Precipitándose hacia el edificio, descubrió la varilla del pararrayos,
trepó por ella con inconcebible agilidad, aferró la persiana que se hallaba
completamente abierta y pegada a la pared, y en esta forma se lanzó hacia adelante
hasta caer sobre la cabecera de la cama. Todo esto había ocurrido en menos de
un minuto. Al saltar en la habitación, las patas del orangután rechazaron
nuevamente la persiana, la cual quedó abierta.
El marinero, a todo esto, se sentía tranquilo y preocupado al mismo
tiempo. Renacían sus esperanzas de volver a capturar a la bestia, ya que le
sería difícil escapar de la trampa en que acababa de meterse, salvo que bajara
otra vez por el pararrayos, ocasión en que sería posible atraparlo. Por otra
parte, se sentía ansioso al pensar en lo que podría estar haciendo en la casa.
Esta última reflexión indujo al hombre a seguir al fugitivo. Para un marinero
no hay dificultad en trepar por una varilla de pararrayos; pero, cuando hubo
llegado a la altura de la ventana, que quedaba muy alejada a su izquierda, no
pudo seguir adelante; lo más que alcanzó fue a echarse a un lado para observar
el interior del aposento. Apenas hubo mirado, estuvo a punto de caer a causa
del horror que lo sobrecogió. Fue en ese momento cuando empezaron los
espantosos alaridos que arrancaron de su sueño a los vecinos de la rue Morgue.
Madame L’Espanaye y su hija, vestidas con sus camisones de dormir, habían
estado aparentemente ocupadas en arreglar algunos papeles en la caja fuerte ya
mencionada, la cual había sido corrida al centro del cuarto. Hallábase abierta,
y a su lado, en el suelo, los papeles que contenía. Las víctimas debían de
haber estado sentadas dando la espalda a la ventana, y, a juzgar por el tiempo
transcurrido entre la entrada de la bestia y los gritos, parecía probable que
en un primer momento no hubieran advertido su presencia. El golpear de la
persiana pudo ser atribuido por ellas al viento.
En el momento en que el marinero miró hacia el interior del cuarto, el
gigantesco animal había aferrado a madame L’Espanaye por el cabello (que la
dama tenía suelto, como si se hubiera estado peinando) y agitaba la navaja
cerca de su cara imitando los movimientos de un barbero. La hija yacía postrada
e inmóvil, víctima de un desmayo. Los gritos y los esfuerzos de la anciana
señora, durante los cuales le fueron arrancados los mechones de la cabeza,
tuvieron por efecto convertir los propósitos probablemente pacíficos del
orangután en otros llenos de furor. Con un solo golpe de su musculoso brazo
separó casi completamente la cabeza del cuerpo de la víctima. La vista de la
sangre transformó su cólera en frenesí. Rechinando los dientes y echando fuego
por los ojos, saltó sobre el cuerpo de la joven y, hundiéndole las terribles
garras en la garganta, las mantuvo así hasta que hubo expirado. Las furiosas
miradas de la bestia cayeron entonces sobre la cabecera del lecho, sobre el
cual el rostro de su amo, paralizado por el horror, alcanzaba apenas a
divisarse. La furia del orangután, que, sin duda, no olvidaba el temido látigo,
se cambió instantáneamente en miedo. Seguro de haber merecido un castigo,
pareció deseoso de ocultar sus sangrientas acciones, y se lanzó por el cuarto
lleno de nerviosa agitación, echando abajo y rompiendo los muebles a cada salto
y arrancando el lecho de su bastidor. Finalmente se apoderó del cadáver de
mademoiselle L’Espanaye y lo metió en el cañón de la chimenea, tal como fue
encontrado luego, tomó luego el de la anciana y lo tiró de cabeza por la
ventana.
En momentos en que el mono se acercaba a la ventana con su mutilada
carga, el marinero se echó aterrorizado hacia atrás y, deslizándose sin
precaución alguna hasta el suelo, corrió inmediatamente a su casa, temeroso de
las consecuencias de semejante atrocidad y olvidando en su terror toda
preocupación por la suerte del orangután. Las palabras que los testigos oyeron
en la escalera fueron las exclamaciones de espanto del francés, mezcladas con
los diabólicos sonidos que profería la bestia.
Poco me queda por agregar. El orangután debió de escapar por la varilla
del pararrayos un segundo antes de que la puerta fuera forzada. Sin duda, cerró
la ventana a su paso. Más tarde fue capturado por su mismo dueño, quien lo
vendió al Jardin des Plantes en una elevada suma.
Lebon fue puesto en libertad inmediatamente después que hubimos narrado
todas las circunstancias del caso -con algunos comentarios por parte de Dupin-
en el bureau del prefecto de policía. Este funcionario, aunque muy bien
dispuesto hacia mi amigo, no pudo ocultar del todo el fastidio que le producía
el giro que había tomado el asunto, y deslizó uno o dos sarcasmos sobre la
conveniencia de que cada uno se ocupara de sus propios asuntos.
-Déjelo usted hablar -me dijo Dupin, que no se había molestado en
replicarle-. Deje que se desahogue; eso aliviará su conciencia. Me doy por
satisfecho con haberlo derrotado en su propio terreno. De todos modos, el hecho
de que haya fracasado en la solución del misterio no es ninguna razón para
asombrarse; en verdad, nuestro amigo el prefecto es demasiado astuto para ser
profundo. No hay fibra en su ciencia: mucha cabeza y nada de cuerpo, como las
imágenes de la diosa Laverna, o, a lo sumo, mucha cabeza y lomos, como un
bacalao. Pero después de todo es un buen hombre. Lo estimo especialmente por
cierta forma maestra de gazmoñería, a la cual debe su reputación. Me refiero a
la manera que tiene de nier ce qui est, et d’ expliquer ce qui n’est pas.
El misterio de Marie Rogét
Es giebt eine Reihe
idealischer Begebenheiten, die der Wirklichkeit parallel läuft. Selten fallen
sie zusammen. Menschen und Zufälle modificiren gewöhnlich die idealische
Begebenheit, so dass sie unvollkommen ercheint, und ihre Folgen gleichfalls
unvollkommen sind. So bei der Reformation;
statt des Protestantismus kam das Lutherthum hervor.
Hay series ideales de acaecimientos que corren
paralelos a los reales. Rara vez coinciden; por lo general, los hombres y las
circunstancias modifican la serie ideal perfecta, y sus consecuencias son por
lo tanto igualmente imperfectas. Tal ocurrió con la Reforma: en vez del
protestantismo tuvimos el luteranismo.
Novalis, Moral Ansichten
|
Aun
entre los pensadores más sosegados, pocos hay que alguna vez no se hayan
sorprendido al comprobar que creían a medias en lo sobrenatural -de manera vaga
pero sobrecogedora-, basándose para ello en coincidencias de naturaleza
tan asombrosa que, en cuanto meras coincidencias, el intelecto no ha
alcanzado a aprehender. Tales sentimientos (ya que las creencias a medias de
que hablo no logran la plena fuerza del pensamiento) nunca se borran del
todo hasta que se los explica por la doctrina de las posibilidades. Ahora bien,
este cálculo es puramente matemático en esencia, y así nos encontramos con la
anomalía de que la ciencia más rígida y exacta se aplica a las sombras y
vaguedades de la especulación más intangible.
Los extraordinarios
detalles que me toca dar a conocer constituyen, por lo que se refiere al
tiempo, la rama principal de una serie de coincidencias apenas
comprensibles, cuya rama secundaria o final reconocerán todos los lectores en
el reciente asesinato de Mary Cecilia Rogers, en Nueva York.
Cuando en un relato
titulado «Los crímenes de la calle Morgue», publicado hace un año, traté de
poner de manifiesto algunas notables características de la mentalidad de mi
amigo, el chevalier C. Auguste Dupin, no se me ocurrió que volvería
jamás a ocuparme del tema. Era mi intención describir esas características, y
su objeto fue plenamente logrado dentro de la terrible serie de circunstancias
que pusieron de manifiesto el modo de ser de Dupin. Podría haber aducido otros
ejemplos, pero no hubieran resultado más probatorios. Los recientes sucesos,
sin embargo, con su sorprendente desarrollo, me obligan a proporcionar nuevos
detalles que tendrán la apariencia de una confesión forzada. Pero, luego de lo
que he oído en estos últimos tiempos, sería verdaderamente extraño que guardara
silencio sobre lo que vi y oí hace mucho.
Una vez resuelta la
tragedia de la muerte de madame L’Espanaye y su hija, Dupin se despreocupó
inmediatamente del asunto y recayó en sus viejos hábitos de melancólica
ensoñación. Por mi parte, inclinado como soy a la abstracción, no dejé de
acompañarlo en su humor; seguíamos ocupando las mismas habitaciones en el
Faubourg Saint-Germain, y abandonamos toda preocupación por el futuro para
sumergirnos plácidamente en el presente, reduciendo a sueños el mortecino mundo
que nos rodeaba.
Estos sueños, sin
embargo, solían interrumpirse. Fácilmente se imaginará que el papel desempeñado
por mi amigo en el drama de la rue Morgue no había dejado de impresionar a la
policía parisiense. El nombre de Dupin se había vuelto familiar a todos sus
miembros. La sencilla naturaleza de aquellas inducciones por la cuales había
desenredado el misterio no fue nunca explicado por Dupin a nadie, fuera de mí
-ni siquiera al prefecto-, por lo cual no sorprenderá que su intervención se
considerara poco menos que milagrosa, o que las aptitudes analíticas del chevalier
le valieran fama de intuitivo. Su franqueza lo hubiera llevado a desengañar
a todos los que creyeran esto último, pero su humor indolente lo alejaba de la
reiteración de un tópico que había dejado de interesarle hacía mucho. Fue así
como Dupin se convirtió en el blanco de las miradas de la policía, y en no
pocos casos la prefectura trató de contratar sus servicios. Uno de los ejemplos
más notables lo proporcionó el asesinato de una joven llamada Marie Rogêt.
El hecho ocurrió unos dos
años después de las atrocidades de la rue Morgue. Marie, cuyo nombre y apellido
llamarán inmediatamente la atención por su parecido con los de la infortunada
vendedora de cigarros de Nueva York, era hija única de la viuda Estelle Rogêt.
Su padre había muerto cuando Marie era muy pequeña, y desde entonces hasta unos
dieciocho meses antes del asesinato que nos ocupa, madre e hija habían vivido
juntas en la rue Pavee Saint André, donde la señora Rogêt, ayudada por la
joven, dirigía una pensión. Las cosas siguieron así hasta que Marie cumplió
veintidós años, y su gran belleza atrajo la atención de un perfumista que
ocupaba uno de los negocios en la galería del Palais Royal, cuya clientela
principal la constituían los peligrosos aventureros que infestaban la vecindad.
Monsieur Le Blanc no ignoraba las ventajas de que la bella Marie atendiera la
perfumería, y su generosa propuesta fue prontamente aceptada por la joven,
aunque su madre no dejó de mostrar alguna vacilación.
Las previsiones del
comerciante se cumplieron, y sus salones no tardaron en hacerse famosos gracias
a los encantos de la vivaz grisette. Un año llevaba ésta en su empleo,
cuando sus admiradores quedaron confundidos por su brusca desaparición.
Monsieur Le Blanc no se explicaba su ausencia, y madame Rogêt estaba llena de
ansiedad y terror. Los periódicos se ocuparon inmediatamente del asunto y la
policía empezaba a efectuar investigaciones cuando, una semana después de su
desaparición, Marie se presentó otra vez en la perfumería y reanudó sus tareas,
dando la impresión de hallarse perfectamente bien, aunque su expresión
reflejaba cierta tristeza. Como es natural, toda indagación fue inmediatamente
suspendida, salvo las de carácter privado. Monsieur Le Blanc se mostró
imperturbable y no dijo una palabra. A todas las preguntas formuladas, tanto
Marie como su madre respondieron que la primera había pasado la semana con
parientes que vivían en el campo. La cosa acabó ahí y fue bien pronto olvidada,
sobre todo porque la joven, deseosa de evitar las impertinencias de la
curiosidad, no tardó en despedirse definitivamente del perfumista y buscó
refugio en casa de su madre, en la rue Pavee Saint André.
Habrían pasado cinco
meses de su retorno al hogar, cuando alarmó a sus amigos una segunda y no menos
brusca desaparición. Pasaron tres días sin que se tuviera noticia alguna. Al
cuarto día, el cadáver apareció flotando en el Sena, cerca de la orilla opuesta
al barrio de la rue Saint André, en un punto no muy alejado de la aislada
vecindad de la Barrière du Roule.
La atrocidad del crimen
(pues desde un principio fue evidente que se trataba de un crimen), la juventud
y hermosura de la víctima y, sobre todo, su pasada notoriedad, conspiraron para
producir una intensa conmoción en los espíritus de los sensibles parisienses.
No recuerdo ningún caso similar que haya provocado efecto tan general y
profundo. Durante varias semanas la discusión del absorbente tema hizo incluso
olvidar los temas políticos del momento. El prefecto desplegó una insólita
actividad y, como es natural, los recursos de la policía de París fueron
empleados en su totalidad.
Al descubrirse el
cadáver, nadie supuso que el asesino evadiría por mucho tiempo la investigación
inmediatamente iniciada. Sólo al cumplirse la primera semana se estimó
necesario ofrecer una recompensa, y aun así quedó limitada a la suma de mil
francos. Entretanto la indagación procedía con vigor, ya que no siempre con
tino, y numerosas personas fueron interrogadas en vano, mientras la excitación
popular iba en aumento al advertir que no se daba con la menor clave que
develara el misterio. Al cumplirse el décimo día se creyó conveniente doblar la
suma ofrecida. Transcurrió la segunda semana sin llegar a ningún
descubrimiento, y como la animosidad siempre existente en París contra la
policía se manifestara en una serie de graves disturbios, el prefecto asumió
personalmente la responsabilidad de ofrecer la suma de veinte mil francos «por
la denuncia del asesino» o, en caso de que se tratara de más de uno, «por la
denuncia de cualquiera de los asesinos». En la proclamación de esta recompensa
se prometía completo perdón a cualquier cómplice que se presentara a declarar
contra el autor del hecho; al pie del cartel se agregó un segundo, por el cual
un comité de ciudadanos ofrecía otros diez mil francos de recompensa. La suma
total alcanzaba, pues, a treinta mil francos, lo cual debe considerarse
extraordinario teniendo en cuenta la humilde condición de la víctima y la gran
frecuencia con que en las grandes ciudades acontecen atrocidades de este
género.
Nadie dudó entonces de
que el misterioso asesinato sería inmediatamente esclarecido. Pero, aunque se
efectuaron uno o dos arrestos que prometían buenos resultados, nada pudo
aclararse que comprometiera a las personas en cuestión, las cuales recobraron
la libertad. Por más raro que parezca, habían transcurrido tres semanas desde
el descubrimiento del cuerpo sin que surgiera la menor luz reveladora, antes de
que el rumor de los acontecimientos que tanto agitaban la opinión pública
llegara a oídos de Dupin y de mí. Sumidos en investigaciones que reclamaban
toda nuestra atención, hacía más de un mes que ninguno de los dos salía a la
calle, recibía visitas o leía los diarios, aparte de una ojeada a los
editoriales políticos. La primera noticia del asesinato nos fue traída por G...
en persona. Se presentó en la tarde del 13 de julio de 18... y permaneció con
nosotros hasta muy entrada la noche. Se sentía picado ante el fracaso de todos
sus esfuerzos por atrapar a los asesinos. Su reputación -según declaró con un
aire típicamente parisiense- estaba comprometida. Incluso su honor se veía
mancillado. Los ojos de la sociedad estaban clavados en él y no había
sacrificio que no estuviese dispuesto a realizar para que el misterio quedara
aclarado. Terminó su curiosa perorata con un cumplido sobre lo que denominaba
el tacto de Dupin, y le hizo una proposición tan directa como generosa,
cuya naturaleza precisa no estoy en condiciones de declarar, pero que no tiene
relación directa con el tema fundamental de mi relato.
Mi amigo rechazó el
cumplido lo mejor que pudo, pero aceptó inmediatamente la proposición, aunque
sus ventajas eran momentáneas. Arreglado este punto, el prefecto procedió a
ofrecernos sus explicaciones del asunto, mezcladas con largos comentarios sobre
los testimonios recogidos (que no conocíamos aún). Habló largo tiempo,
indudablemente con mucha sapiencia, mientras yo insinuaba una que otra sugestión
y la noche avanzaba con interminable lentitud. Dupin, cómodamente instalado en
su sillón habitual, era la encarnación misma de la atención respetuosa. No se
quitó en ningún momento los anteojos, y una ojeada ocasional que lancé por
detrás de los cristales verdes bastó para convencerme de que dormía tan
profunda como silenciosamente, a lo largo de las siete u ocho pesadísimas horas
que precedieron la partida del prefecto.
A la mañana siguiente me
procuré en la prefectura un informe completo de todos los testimonios obtenidos
y, en las oficinas de los diarios, un ejemplar de cada edición en la cual se
hubieran publicado noticias importantes sobre el triste caso. Libres de todo lo
que cabía rechazar de plano, el total de las informaciones era el siguiente:
Marie Rogêt abandonó la
casa de su madre en la rue Pavee Saint André hacia las nueve de la mañana del
domingo 22 de junio de 18... Al salir informó a un señor Jacques St. Eustache -y solamente a él- que tenía intención de pasar el día en casa de una
tía que habitaba en la rue des Drômes. Esta calle, angosta y breve pero muy
populosa, no está lejos de la orilla del río y queda a unas dos millas
-siguiendo la línea más directa posible- de la pensión de madame Rogêt. St.
Eustache era el novio oficial de Marie, y vivía en la pensión donde asimismo
almorzaba y cenaba. Quedó convenido que iría a buscar a su prometida al
anochecer, para acompañarla de regreso. Aquella tarde, empero, se puso a llover
copiosamente y, al suponer que Marie se quedaría en casa de su tía (como lo
había hecho en circunstancias similares), su novio no creyó necesario mantener
su promesa. A medida que avanzaba la noche, oyóse decir a madame Rogêt (que era
una anciana achacosa, de setenta años) «que no volvería a ver nunca más a
Marie»; pero en el momento nadie tomó en cuenta su observación.
El lunes se supo con
certeza que la muchacha no había estado en la rue des Drômes, y cuando
transcurrió el día sin noticias de ella se inició una tardía búsqueda en
distintos puntos de la ciudad y alrededores. Pero sólo al cuarto día de la
desaparición se tuvieron las primeras noticias concretas. Ese día (miércoles,
25 de junio), un señor Beauvais, que en unión de un amigo había estado haciendo
indagaciones sobre Marie cerca de la Barrière du Roule, en la orilla del Sena
opuesta a la rue Pavee Saint André, fue informado de que unos pescadores
acababan de extraer y llevar a la orilla un cadáver que había aparecido
flotando en el río. En presencia del cuerpo, y luego de alguna vacilación,
Beauvais lo identificó como el de la muchacha de la perfumería. Su amigo la
reconoció antes que él.
El rostro estaba cubierto
de sangre coagulada, parte de la cual salía de la boca. No se advertía ninguna
espuma, como ocurre con los ahogados. Los tejidos celulares no estaban
decolorados. Alrededor de la garganta se advertían magulladuras y huellas de
dedos. Los brazos estaban doblados sobre el pecho y rígidos. La mano derecha
aparecía cerrada; la izquierda, abierta en parte. En la muñeca izquierda había
dos excoriaciones circulares, aparentemente causadas por cuerdas o por una
cuerda pasada dos veces. Parte de la muñeca derecha aparecía también muy
excoriada, lo mismo que toda la espalda y en especial los omoplatos. Al traer
el cuerpo a la orilla los pescadores lo habían atado con una soga, pero ninguna
de las excoriaciones había sido producida por ésta. El cuello aparecía
sumamente hinchado. No se veía ninguna herida, ni contusiones que provinieran
de golpes. Alrededor del cuello se encontró un cordón atado con tanta fuerza que
no se alcanzaba a distinguirlo, de tal modo estaba incrustado en la carne;
había sido asegurado con un nudo situado exactamente debajo de la oreja
izquierda. Esto solo hubiera bastado para provocar la muerte. El testimonio
médico dejó expresamente establecida la virtud de la difunta, expresando que
había sido sometida a una brutal violencia. Al ser encontrado el cuerpo se
hallaba en un estado que no impedía su identificación por parte de sus
conocidos.
Las ropas de la víctima
aparecían llenas de desgarrones y en desorden. Una tira de un pie de ancho
había sido arrancada del vestido, desde el ruedo de la falda hasta la cintura,
pero no desprendida por completo. Aparecía arrollada tres veces en la cintura y
asegurada mediante una especie de ligadura en la espalda. La bata que Marie
llevaba debajo del vestido era de fina muselina; una tira de dieciocho pulgadas
de ancho había sido arrancada por completo de esta prenda, de manera muy
cuidadosa y regular. Dicha tira apareció alrededor del cuello, pero no apretada,
aunque había sido asegurada con un nudo firmísimo. Sobre la tira de muselina y
el cordón había un lazo procedente de una cofia, que aún colgaba de él. Dicho
lazo estaba asegurado con un nudo de marinero, y no con el que emplean las
señoras.
Luego de identificado, el
cadáver no fue conducido a la morgue, como se acostumbraba, ya que la
formalidad parecía superflua, sino enterrado presurosamente no lejos del lugar
donde fuera extraído del agua. Gracias a los esfuerzos de Beauvais, el asunto
se mantuvo cuidadosamente en secreto y transcurrieron varios días antes de que
el interés público despertara. Un semanario, sin embargo, se ocupó por fin del
tema; exhumóse el cadáver, procediéndose a un nuevo examen del mismo, pero nada
se agregó a lo anteriormente conocido. Mas esta vez se mostraron las ropas a la
madre y amigos de Marie, quienes las identificaron como las que vestía la
muchacha al abandonar su casa.
La agitación, entre
tanto, aumentaba de hora en hora. Numerosas personas fueron arrestadas y
puestas nuevamente en libertad. St. Eustache, en especial, provocaba vivas
sospechas, pues en un comienzo fue incapaz de explicar satisfactoriamente sus
movimientos a lo largo del domingo en que Marie salió de su casa. Más tarde,
empero, presentó a monsieur G... testimonios escritos que daban cuenta clara de
cada hora del día en cuestión. A medida que transcurría el tiempo sin que se
hiciera el menor descubrimiento, empezaron a circular mil rumores
contradictorios, y los periodistas se entregaron a la tarea de proponer sugestiones.
Entre ellas, la que más llamó la atención fue la de que Marie Rogêt estaba
todavía viva, y que el cuerpo hallado en el Sena correspondía a alguna otra
desventurada mujer. Creo oportuno someter al lector los pasajes que contienen
la sugestión aludida. Son transcripción literal de artículos aparecidos en L’Etoile,
periódico redactado habitualmente con mucha competencia.
«Mademoiselle Rogêt
abandonó la casa de su madre en la mañana del domingo 22 de junio, con el
ostensible propósito de visitar a su tía o a algún otro pariente en la rue des
Drômes. Desde esa hora, nadie parece haber vuelto a verla. No hay la menor
huella ni noticia. Hasta la fecha, por lo menos, no se ha presentado nadie que
la haya visto una vez que salió de la casa materna. Ahora bien, aunque
carecemos de testimonios de que Marie Rogêt se hallaba aún entre los vivos
después de las nueve de la mañana del domingo 22 de junio, hay pruebas de que
lo estaba hasta esa hora. El miércoles, a mediodía, un cuerpo de mujer fue
descubierto a flote cerca de la orilla de la Barrière du Roule. Aun presumiendo
que Marie Rogêt fuera arrojada al río dentro de las tres horas siguientes a la
salida de su casa, esto significa un término de tres días, hora más o menos,
desde el momento en que abandonó su hogar. Pero sería absurdo suponer que el
asesinato (si se trata de un asesinato) pudo ser consumado lo bastante pronto
para permitir a los perpetradores arrojar el cuerpo al río antes de medianoche.
Quienes cometen tan horribles crímenes prefieren la oscuridad a la luz... Vemos
así que, si el cuerpo hallado en el río era el de Marie Rogêt, sólo pudo
estar en el agua dos días y medio, o tres como máximo. Las experiencias han
demostrado que los cuerpos de los ahogados, o de los arrojados al agua
inmediatamente después de una muerte violenta, requieren de seis a diez días
para que la descomposición esté lo bastante avanzada como para devolverlos a la
superficie. Incluso si se dispara un cañonazo sobre el lugar donde hay un
cadáver, y éste sube a la superficie antes de una inmersión de cinco o seis
días, volverá a hundirse si no se lo amarra. Preguntamos ahora: ¿qué pudo
determinar semejante alteración en el curso natural de las cosas? Si el cuerpo,
maltratado como estaba, hubiera permanecido en tierra hasta la noche del
martes, no habría dejado de aparecer en la costa alguna huella de los asesinos.
Asimismo, resulta dudoso que el cuerpo hubiera subido tan pronto a flote, aun
lanzado al agua después de dos días de producida la muerte. Y, lo que es más,
parece altamente improbable que los miserables capaces de semejante crimen
hayan arrojado el cadáver al agua sin atarle algún peso para mantenerlo
sumergido, cosa que no ofrecía la menor dificultad.»
El articulista continúa
arguyendo que el cuerpo debió de estar en el agua «no solamente tres días,
sino, por lo menos, cinco veces ese tiempo», pues aparecía tan descompuesto que
Beauvais tuvo gran dificultad para identificarlo. Este último punto, empero,
fue plenamente refutado. Continúo traduciendo:
«¿En qué se basa, pues,
monsieur Beauvais para afirmar que no duda de que el cuerpo es el de Marie
Rogêt? Sabemos que procedió a desgarrar la manga del vestido y que afirmó que
había advertido en el brazo marcas que probaban su identidad. El público habrá
pensado que se trataba de alguna cicatriz o cicatrices. Pero monsieur Beauvais
se limitó a frotar el brazo y comprobar que tenía vello, lo cual es el
detalle menos concluyente que nos sea dado imaginar y tan poco probatorio como
encontrar el brazo dentro de la manga. Monsieur Beauvais no regresó esa noche,
pero hizo saber a madame Rogêt, a las siete de la tarde del miércoles, que se
continuaba la investigación referente a su hija. Si concedemos que, dada su
edad y su aflicción, madame Rogêt no podía identificar personalmente el cuerpo
(lo cual es conceder mucho), cabe suponer que bien podía haber alguna otra
persona o personas que consideraran necesario hacerse presentes y seguir de
cerca la investigación si creían que el cadáver era el de Marie. Pero nadie se
presentó. No se dijo ni se oyó una sola palabra sobre el asunto en la rue Pavee
Saint André, nada que llegara a conocimiento de los ocupantes de la misma casa.
Monsieur St. Eustache, el prometido de Marie, que habitaba en la pensión de su
madre, declara que no supo nada del descubrimiento del cuerpo de su novia hasta
que, a la mañana siguiente, monsieur Beauvais entró en su habitación y le
comunicó la noticia. Se diría que semejante noticia fue recibida con suma
frialdad.»
De esta manera, el
articulista se esforzaba por crear la impresión de una cierta apatía por parte
de los parientes de Marie, contradictoria con la suposición de que dichos
parientes creían que el cadáver era el de la joven. Las insinuaciones pueden
reducirse a lo siguiente: Marie, con la complicidad de sus amigos, se había
ausentado de la ciudad por razones que implicaban un cargo contra su castidad.
Al aparecer en el Sena un cuerpo que se parecía algo al de la muchacha,
sus parientes habían aprovechado la oportunidad para impresionar al público con
el convencimiento de su muerte. Pero L’Etoile volvía a apresurarse.
Probóse claramente que la aludida apatía no era tal; que la madre de Marie
estaba muy débil y tan afligida que era incapaz de ocuparse de nada; que St.
Eustache, lejos de haber recibido fríamente la noticia, hallábase en tal estado
de desesperación y se conducía de una manera tan extraviada, que monsieur
Beauvais debió pedir a un amigo y pariente que no se separara de su lado y le
impidiera presenciar la exhumación del cadáver. L’Etoile afirmaba,
además, que el cuerpo había sido nuevamente enterrado a costa del municipio,
que la familia había rechazado de plano una ventajosa oferta de sepultura
privada, y que en la ceremonia no había estado presente ningún miembro de la
familia. Pero todo eso, publicado a fin de reforzar la impresión que el
periódico buscaba producir, fue satisfactoriamente refutado. Un número
posterior del mismo diario trataba de arrojar sospechas sobre el mismo
Beauvais. El redactor manifestaba:
«Se ha producido una
novedad en este asunto. Nos informan que, en ocasión de una visita de cierta
madame B... a la casa de madame Rogêt, monsieur Beauvais, que se disponía a
salir, dijo a la primera nombrada que no tardaría en venir un gendarme, pero
que no debía decir una sola palabra hasta su regreso, pues él mismo se ocuparía
del asunto. En el estado actual de cosas, monsieur Beauvais parece ser quien
tiene todos los hilos en la mano. Es imposible dar el menor paso sin tropezar
en seguida con su persona. Por alguna razón este caballero ha decidido que
nadie fuera de él se ocupara de las actuaciones, y se las ha compuesto para
dejar de lado a los parientes masculinos de la difunta, procediendo en forma
harto singular. Parece, además, haberse mostrado muy refractario a que los
parientes de la víctima vieran el cadáver.»
Un hecho posterior
contribuyó a dar alguna consistencia a las sospechas así arrojadas sobre
Beauvais. Días antes de la desaparición de la joven, una persona que acudió a
la oficina de aquél, en ausencia de su ocupante, observó que en la cerradura de
la puerta había una rosa, y que en una pizarra colgada al lado aparecía
el nombre Marie.
Hasta donde podíamos
deducirlo por la lectura de los diarios, la impresión general era que la
muchacha había sido víctima de una banda de criminales, quienes la habían
arrastrado cerca del río, maltratado y, finalmente, asesinado. Le Commerciel
periódico de gran influencia, combatía, sin embargo, vigorosamente esta opinión
popular. Cito uno o dos pasajes de sus columnas:
«Estamos persuadidos de
que, al encaminarse hacia la Barrière du Roule, la indagación ha seguido hasta
ahora un camino equivocado. Es imposible que una persona tan popularmente
conocida como la joven víctima hubiera podido caminar tres cuadras sin que la
viera alguien, y cualquiera que la hubiese visto la recordaría, porque su
figura interesaba a todo el mundo. Las calles estaban llenas de gente cuando
Marie salió. Imposible que haya llegado a la Barrière du Roule o a la rue des
Drômes sin ser reconocida por una docena de testigos. Y, sin embargo, no se ha
presentado nadie que la haya visto fuera de la casa de su madre; aparte del
testimonio que se refiere a las intenciones expresadas por Marie, no
existe prueba alguna de que realmente haya salido de su casa.
»El traje de la víctima
había sido desgarrado, arrollado a su cintura y atado; el propósito era llevar
el cadáver como se lleva un envoltorio. Si el asesinato hubiera sido cometido
en la Barrière du Roule no habría habido la menor necesidad de semejante cosa.
El hecho de que el cuerpo haya sido encontrado flotando cerca de la Barrière no
prueba el lugar donde fue arrojado al agua... Un trozo de una de las enaguas de
la infortunada muchacha, de dos pies de largo por uno de ancho, le fue aplicado
bajo el mentón y atado detrás de la cabeza, probablemente para ahogar sus
gritos. Los individuos que hicieron esto no tenían pañuelo en el bolsillo.»
Uno o dos días antes de
que el prefecto nos visitara, la policía recibió importantes informaciones que
parecieron invalidar los argumentos esenciales de Le Commerciel. Dos
niños, hijos de cierta madame Deluc, que vagabundeaban por los bosques próximos
a la Barrière du Roule, entraron casualmente en un espeso soto, donde había
tres o cuatro grandes piedras que formaban una especie de asiento con respaldo
y escabel. Sobre la piedra superior aparecían unas enaguas blancas; en la
segunda, una chalina de seda. También encontraron una sombrilla, guantes y un
pañuelo de bolsillo. Este último ostentaba el nombre «Marie Rogêt». En las
zarzas circundantes aparecieron jirones de vestido. La tierra estaba removida,
rotos los arbustos y no cabía duda de que una lucha había tenido lugar. Entre
el soto y el río se descubrió que los vallados habían sido derribados y la
tierra mostraba señales de que se había arrastrado una pesada carga.
Un semanario, Le
Soleil, contenía el siguiente comentario del descubrimiento, comentario que
era como el eco de la prensa parisiense:
«Con toda evidencia, los
objetos hallados llevaban en el lugar tres o cuatro semanas, por lo menos;
aparecían estropeados y enmohecidos por la acción de las lluvias; el moho los
había pegado entre sí. El pasto había crecido en torno y encima de algunos de
ellos. La seda de la sombrilla era muy fuerte, pero sus fibras se habían
adherido unas a otras por dentro. La parte superior, de tela doble y plegada,
estaba enmohecida por la acción de la intemperie y se rompió al querer abrirla.
Los jirones del vestido en las zarzas tenían unas tres pulgadas de ancho por
seis de largo. Uno de ellos correspondía al dobladillo del vestido y había sido
remendado; otro trozo era parte de la falda, pero no del dobladillo. Daban la
impresión de ser pedazos arrancados y se hallaban en la zarza espinosa, a un
pie del suelo... No cabe ninguna duda, pues, de que se ha descubierto el
escenario de tan espantoso atentado.»
Otros testimonios surgieron
a consecuencia del descubrimiento. Madame Deluc declaró ser la dueña de una
posada situada sobre el camino, no lejos de la orilla del río, en la parte
opuesta a la Barrière du Roule. Esta región es particularmente solitaria y
constituye el habitual lugar de esparcimiento de los pájaros de cuenta de
París, que cruzan el río en bote. Hacia las tres de la tarde del domingo en
cuestión llegó a la posada una muchacha a quien acompañaba un hombre joven y
moreno. Ambos permanecieron algún tiempo en la casa. Al partir se encaminaron
rumbo a los espesos bosques de la vecindad. Madame Deluc había observado con
atención el tocado de la muchacha, pues le recordaba mucho uno que había tenido
una parienta suya fallecida. Reparó, sobre todo, en la chalina. Poco después de
la partida de la pareja se presentó una pandilla de malandrines, quienes se
condujeron escandalosamente, comieron y bebieron sin pagar, siguieron luego la
ruta que habían tomado los dos jóvenes y regresaron a la posada al anochecer,
volviendo a cruzar el río como si tuvieran mucha prisa.
Poco después de
oscurecer, aquella misma tarde, madame Deluc y su hijo mayor oyeron los gritos
de una mujer en la vecindad de la posada. Los gritos eran violentos, pero
duraron poco. Madame D. no solamente reconoció la chalina hallada en el soto,
sino el vestido que tenía el cadáver. Un conductor de ómnibus, Valence,
testimonió asimismo haber visto a Marie Rogêt cuando cruzaba en un ferry el
Sena, el domingo en cuestión, acompañada por un joven moreno. Valence conocía a
la muchacha y estaba seguro de su identidad. Los efectos encontrados en el soto
fueron reconocidos sin lugar a dudas por los parientes de la víctima.
Los distintos testimonios
e informaciones recogidos por mí a pedido de Dupin contenían tan sólo un punto
más, pero, al parecer, de gran importancia. Inmediatamente después del
descubrimiento de las ropas que acaban de describirse encontróse el cuerpo de
St. Eustache, el prometido de Marie, quien yacía moribundo en la vecindad de la
que todos suponían la escena del atentado. Un frasco con la inscripción láudano
apareció vacío a su lado. El aliento del agonizante revelaba la presencia
del veneno. St. Eustache murió sin decir una palabra. En sus ropas se halló una
carta donde brevemente reiteraba su amor por Marie y su intención de
suicidarse.
-Apenas necesito decirle
-declaró Dupin al finalizar el examen de mis notas- que este caso es mucho más
intrincado que el de la rue Morgue, del cual difiere en un importante aspecto.
Estamos aquí en presencia de un crimen ordinario, por más atroz que sea.
No hay nada particularmente excesivo, outré, en sus características.
Observará usted que por esta razón se consideró que el misterio era sencillo,
cuando, en realidad, y por la misma razón, debía considerárselo muy difícil. Al
principio, por ejemplo, no se creyó necesario ofrecer una recompensa. Los
agentes de G... fueron capaces de comprender inmediatamente cómo y por qué
podía haberse cometido esa atrocidad. Se representaron imaginariamente un
modo -muchos modos- y un móvil -muchos móviles-. Y como no era imposible que
cualquiera de tan numerosos modos y móviles pudiera haber sido el verdadero,
descontaron que uno de ellos tenía que ser el verdadero. Pero la
facilidad con que nacieron tan diversas fantasías y lo plausible de cada una
deberían haber indicado las dificultades del caso antes que su facilidad. Ya le
he hecho notar que la razón se abre camino por encima del nivel ordinario, si
es que ha de encontrar la verdad, y que la verdadera pregunta en casos como
éstos no es tanto: «¿Qué ha ocurrido?», sino: «¿Qué hay en lo ocurrido, que no
se parece a nada de lo ocurrido anteriormente?» En las investigaciones en casa
de madame L’Espanaye, los agentes de G... quedaron confundidos y descorazonados
por lo insólito, lo infrecuente del caso que, para un intelecto
debidamente ordenado, hubiese significado el más seguro augurio de buen éxito;
mientras ese mismo intelecto podría desesperarse ante el carácter ordinario de
todas las apariencias en el caso de la muchacha de la perfumería, que para los
funcionarios de la prefectura eran signos de un fácil triunfo.
»En el caso de madame
L’Espanaye y su hija, desde el principio de nuestra investigación no cupo duda
alguna de que se había cometido un crimen. La idea de suicidio fue inmediatamente
excluida. También aquí, desde el comienzo, podemos eliminar toda suposición en
ese sentido. El cuerpo hallado en la Barrière du Roule se hallaba en un
estado que elimina toda vacilación sobre punto tan importante. Pero se ha
sugerido que el cadáver hallado no es el de Marie Rogêt; y la recompensa
ofrecida se refiere a la denuncia del asesino o asesinos de ésta, y lo mismo el
acuerdo a que hemos llegado con el prefecto. Bien conocemos a este caballero y
no debemos confiar demasiado en él. Si iniciamos nuestras investigaciones a
partir del cadáver hallado y seguimos la huella del asesino hasta descubrir que
el cadáver pertenece a otra persona, o bien si partimos de la suposición de que
Marie está viva y verificamos que, efectivamente, ésa es la verdad, en ambos
casos perdemos el precio de nuestras fatigas, ya que tenemos que entendernos
con monsieur G... Vale decir que nuestro primer objetivo -si pensamos en
nosotros tanto como en la justicia- debe consistir en dejar bien establecido
que el cadáver hallado pertenece a la Marie Rogêt desaparecida.
»Los argumentos de L’Etoile
han tenido gran repercusión entre el público, y el periódico mismo está tan
convencido de su importancia que comienza así uno de sus comentarios sobre el
tema: “Varios diarios de la mañana, en su edición de hoy, aluden al concluyente
artículo de L’Etoile del domingo”. Para mí el tal artículo no es
nada concluyente y sólo demuestra el celo de su redactor. Debemos tener en
cuenta que, en general, nuestros periódicos se proponen fines sensacionalistas
y triunfos personales mucho más que servir la causa de la verdad. Este último
objetivo solamente es perseguido cuando coincide con los anteriores. El diario
que se conforma con la opinión general (por bien fundada que esté) no logra los
sufragios de la multitud. La masa popular sólo considera profundo aquello que
está en abierta contradicción con las nociones generales. Tanto en el
raciocinio como en la literatura, el epigrama obtiene la aprobación
inmediata y universal. Y en ambos casos se halla en lo más bajo de la escala de
méritos.
»Quiero decir que la
mezcla de epigrama y melodrama que hay en la idea de que Marie Rogêt está
todavía viva vale más para L’Etoile que lo que pueda haber de plausible
en esa sugestión, y le ha ganado la favorable acogida del público. Examinemos
lo principal de los argumentos del diario, tratando de evitar la incoherencia
con la cual han sido expuestos.
»El primer propósito del
redactor consiste en mostrar, basándose en lo breve del intervalo entre la
desaparición de Marie y el hallazgo del cuerpo en el río, que este último no
puede ser el de Marie. De inmediato, el redactor trata de reducir dicho
intervalo a sus menores proporciones. En la ansiosa persecución de este
objetivo, no vacila en abandonarse a meras suposiciones. “Sería absurdo suponer
-declara- que el asesinato (si se trata de un asesinato) pudo ser consumado lo
bastante pronto para permitir a los perpetradores arrojar el cuerpo al río
antes de media noche.” Con toda naturalidad pregunto: ¿por qué? ¿Por qué
es absurdo suponer que el crimen podo ser cometido cinco minutos después
de que la muchacha salió de casa de su madre? ¿Por qué es absurdo suponer que
el crimen fue cometido en cualquier momento de ese día? Ha habido asesinatos a
todas horas. Pero si el crimen hubiese tenido lugar en cualquier momento entre
las nueve de la mañana del domingo y un cuarto de hora antes de media noche,
siempre habría habido tiempo suficiente «para arrojar el cuerpo al río antes de
media noche». La suposición, pues, se reduce a esto: el asesinato no fue
cometido el día domingo. Pero si permitimos a L’Etoile suponer eso, bien
podemos permitirle todas las libertades. El párrafo que comienza: “Sería
absurdo suponer que el asesino, etcétera”, debió haber sido concebido por el
redactor en la forma siguiente: “Sería absurdo suponer que el asesinato (si se
trata de un asesinato) pudo ser consumado lo bastante pronto para permitir a
los perpetradores arrojar el cuerpo al río antes de media noche; es absurdo,
decimos, suponer tal cosa, y a la vez (como estamos resueltos a suponer) que el
cuerpo no fue tirado al río hasta después de medianoche...” Frase
bastante inconsistente en sí, pero no tan ridícula como la impresa.
»Si mi propósito
-continuó Dupin- se limitara meramente a impugnar este pasaje del argumento de L’Etoile,
podría dejar la cosa así. Pero no tenemos que habérnoslas con L’Etoile, sino
con la verdad. Tal como aparece, la frase en cuestión sólo tiene un sentido,
pero resulta importantísimo que vayamos más allá de las meras palabras, en
busca de la idea que éstas trataron obviamente de expresar sin conseguirlo. La
intención del periodista era hacer notar que en cualquier momento del día o de
la noche del domingo en que se hubiera cometido el crimen, resultaba improbable
que los asesinos hubieran osado transportar el cuerpo al río antes de media
noche. Y es aquí donde reside la suposición contra la cual me rebelo. Se da por
supuesto que el asesinato fue cometido en un lugar y en tales circunstancias
que hacían necesario transportar el cadáver. Ahora bien, el asesinato
pudo producirse a la orilla del río o en el río mismo; vale decir que el acto
de arrojar el cadáver al río pudo ocurrir en cualquier momento del día o de la
noche, como la forma de ocultamiento más inmediata y más obvia. Comprenderá que
no sugiero nada de esto como probable o como coincidente con mi propia opinión.
Hasta ahora, mis intenciones no se refieren a los hechos del caso.
Simplemente deseo prevenirlo contra el tono de esa sugestión de L’Etoile, mostrándole
desde un comienzo su carácter.
»Luego de fijar un límite
adecuado a sus nociones preconcebidas y de suponer que, de tratarse del cuerpo
de Marie, sólo podría haber permanecido breve tiempo en el agua, el diario
continúa diciendo:
»“Las experiencias han
demostrado que los cuerpos de los ahogados o de los arrojados al agua
inmediatamente después de una muerte violenta requieren de seis a diez días
para que la descomposición esté lo bastante avanzada como para devolverlos a la
superficie. Incluso si se dispara un cañonazo sobre el lugar donde hay un
cadáver y éste sube a la superficie antes de una inmersión de cinco o seis días
volverá a hundirse si no se lo amarra”.
»Estas afirmaciones han
sido tácitamente aceptadas por todos los diarios de París, con excepción de Le
Moniteur, Este último se esfuerza por desvirtuar esa parte del
párrafo que se refiere a “los cuerpos de los ahogados”, citando cinco o seis
casos en los cuales los cadáveres de personas ahogadas reaparecieron a flote
tras un lapso menor del que sostiene L’Etoile. Pero Le Moniteur procede
de manera muy poco lógica al pretender refutar la totalidad del argumento de L’Etoile
mediante ejemplos particulares que lo contradicen. Aunque hubiera sido
posible aducir cincuenta en vez de cinco ejemplos de cuerpos que se hallaron
flotando después de dos o tres días, esos cincuenta ejemplos podrían seguir
siendo razonablemente considerados como excepciones a la regla de L’Etoile hasta
el momento en que pudiera refutarse la regla misma. Admitiendo esta última
(como lo hace Le Moniteur, que se limita a señalar sus excepciones), el
argumento de L’Etoile conserva toda su fuerza, ya que sólo se refiere a
la probabilidad de que el cuerpo haya surgido a la superficie en menos
de tres días, y esta probabilidad seguirá manteniéndose a favor de L’Etoile hasta
que los ejemplos tan puerilmente aducidos tengan número suficiente para
constituir una regla antagónica.
»Verá usted de inmediato
que toda argumentación opuesta debe concentrarse en la regla en sí, y a tal fin
debemos examinar la razón misma de la regla. En general, el cuerpo humano no es
ni más liviano ni más pesado que el agua del Sena; vale decir que el peso
específico del cuerpo humano en condición natural equivale aproximadamente al del
volumen de agua dulce que desplaza. Los cuerpos de gentes gruesas y
corpulentas, de huesos pequeños, y en general los de las mujeres, son más
livianos que los cuerpos delgados, de huesos grandes, y en general de
los masculinos; a su vez el peso especifico del agua de río se ve más o menos
influido por el flujo proveniente del mar. Pero, dejando esto a un lado, puede
afirmarse que muy pocos cuerpos se hundirían espontáneamente, incluso en
agua dulce. Prácticamente todos los que caen en un río pueden mantenerse a
flote, siempre que logren equilibrar el peso específico del agua con el suyo;
vale decir, que queden casi completamente sumergidos, con el minino posible
fuera del agua. La posición adecuada para el que no sabe nadar es la vertical,
como si estuviera caminando, con la cabeza completamente echada hacia atrás y
sumergida, salvo la boca y la nariz. Colocados en esa forma, descubriremos que
nos mantenemos a flote sin dificultad ni esfuerzo. Naturalmente que el peso del
cuerpo y el volumen de agua desplazado se equilibran estrechamente, y la menor
diferencia determinará la preponderancia de uno de ellos. Un brazo levantado
fuera del agua, por ejemplo, y privado así de su sostén, representa un peso
adicional suficiente para sumergir por completo la cabeza, mientras que la
ayuda del más pequeño trozo de madera nos permitirá sacar la cabeza lo
suficiente para mirar en torno. Ahora bien, cuando alguien que no sabe nadar se
debate en el agua, levantará invariablemente los brazos, mientras se esfuerza
por mantener la cabeza en posición vertical. El resultado de esto es la
inmersión de la boca y la nariz, que acarrea, en los esfuerzos por respirar, la
entrada del agua en los pulmones. El agua penetra igualmente en el estómago, y
el cuerpo pesa más por la diferencia entre el peso del aire que previamente
llenaba dichas cavidades y el del líquido que las ocupa ahora. Tal diferencia
basta para que el cuerpo se hunda por regla general, aunque es insuficiente en
caso de personas de huesos menudos y una cantidad anormal de materia grasa.
Estas personas siguen flotando incluso después de haberse ahogado.
»Suponiendo que el cuerpo
se encuentre en el fondo del río, permanecerá allí hasta que por algún motivo
su peso específico vuelva a ser menor que la masa de agua que desplaza. Esto
puede deberse a la descomposición o a otras razones. La descomposición produce
gases que distienden los tejidos celulares y todas las cavidades, produciendo
en el cadáver esa hinchazón tan horrible de ver. Cuando la distensión ha
avanzado a punto tal que el volumen del cuerpo aumenta de tamaño sin un aumento
correspondiente de masa, su peso específico resulta menor que el del
agua desplazada y, por tanto, se remonta a la superficie. Pero la
descomposición se ve modificada por innumerables circunstancias y es acelerada
o retardada por múltiples causas; vayan como ejemplos el calor o frío de la
estación, la densidad mineral o la pureza del agua, la profundidad de ésta, su
movimiento o estancamiento, las características del cuerpo, su estado normal o
anormal antes de la muerte. Resulta, pues, evidente que no podemos señalar con
seguridad un período preciso tras el cual el cadáver saldrá a flote a causa de
la descomposición. Bajo ciertas condiciones, este resultado puede ocurrir
dentro de una hora; bajo otras, puede no producirse jamás. Existen preparados
químicos por los cuales un cuerpo puede ser preservado para siempre de
la corrupción; uno de ellos es el bicloruro de mercurio. Pero, aparte de la
descomposición, suele producirse en el estómago una cantidad de gas derivada de
la fermentación acetosa de materias vegetales, gas que también puede originarse
en otras cavidades y provenir de otras causas, en cantidad suficiente para
provocar una distensión que hará subir el cuerpo a la superficie. El efecto
producido por el disparo de un cañón es el resultante de las simples
vibraciones. Éstas desprenderán el cuerpo del barro o el limo en el cual se
halle depositado permitiéndole salir a flote una vez que las causas antes
citadas lo hayan preparado para ello; también puede vencer la resistencia de
algunas partes putrescibles de los tejidos celulares, permitiendo que las
cavidades se distiendan bajo la influencia de los gases.
»Así, una vez que tenemos
ante nosotros todos los datos necesarios sobre este tema, podemos emplearlos
para poner fácilmente a prueba las afirmaciones de L’Etoile. “Las
experiencias han demostrado -dice éste- que los cuerpos de los ahogados, o de
los arrojados al agua inmediatamente después de una muerte violenta, requieren
de seis a diez días para que la descomposición esté lo bastante avanzada como
para devolverlos a la superficie. Incluso si se dispara un cañonazo sobre el
lugar donde hay un cadáver, y éste sube a la superficie antes de una inmersión
de cinco o seis días, volverá a hundirse si no se lo amarra.”
»A la luz de lo que
sabemos, la totalidad de este párrafo aparece como un tejido de inconsecuencias
e incoherencias. La experiencia no demuestra que los “cuerpos de ahogados” requieran
de seis a diez días para que la descomposición avance lo suficiente para
devolverlos a la superficie. Tanto la ciencia como la experiencia muestran que
el término de su reaparición es y debe ser necesariamente variable. Si, además,
un cuerpo ha salido a flote por el disparo de un cañón, no “volverá a
hundirse si no se lo amarra” hasta que la descomposición haya avanzado lo
bastante para permitir el escape del gas acumulado en el interior. Quiero
llamar su atención sobre el distingo que se hace entre “cuerpos de ahogados” y
cuerpos “arrojados al agua inmediatamente después de una muerte violenta”.
Aunque el redactor admite la distinción, los incluye empero en la misma
categoría. Ya he demostrado que el cuerpo de un hombre que se ahoga se vuelve
específicamente más pesado que la masa de agua que desplaza, y que no se
hundiría si no fuera por los movimientos en el curso de los cuales saca los
brazos fuera del agua, y su ansiedad por respirar debajo de ésta, con lo cual
el espacio que ocupaba el aire en los pulmones se ve reemplazado por agua. Pero
estos movimientos y estas respiraciones no ocurren en un cuerpo “arrojado al
agua inmediatamente después de una muerte violenta”. En este último caso, pues,
es regla general que el cuerpo no se hunda, detalle que L’Etoile evidentemente
ignora. Cuando la descomposición alcanza un grado avanzado, cuando la carne se
ha desprendido en gran parte de los huesos, entonces, pero sólo entonces, perderemos
de vista el cadáver.
»¿Qué nos queda ahora del
argumento por el cual el cuerpo encontrado no puede ser el de Marie Rogêt dado
que apareció flotando a tres días apenas de su desaparición? En caso de haberse
ahogado, el cuerpo pudo no hundirse nunca, ya que se trataba de una mujer; o,
en caso de hundirse, pudo reaparecer al cabo de veinticuatro horas o menos. Sin
embargo, nadie supone que Marie se haya ahogado, y, habiendo sido asesinada
antes de que la arrojaran al río, su cadáver pudo ser encontrado a flote en
cualquier momento.
»“Pero -dice L’Etoile-
si el cuerpo, maltratado como estaba, hubiera permanecido en tierra hasta
la noche del martas, no habría dejado de encontrarse en la costa alguna huella
de los asesinos.” Aquí resulta difícil darse cuenta al principio de la
intención del razonador. Trata de anticiparse a algo que supone puede
constituir una objeción a su teoría: vale decir que el cuerpo fue guardado dos
días en tierra, entrando en descomposición con mayor rapidez que si
hubiera estado sumergido en el agua. Supone que, si ése fuera el caso, el cadáver
podría haber surgido a la superficie el día miércoles, y piensa que sólo
gracias a esas circunstancias podría haber aparecido. Se apresura, por
tanto, a mostrar que no fue guardado en tierra, pues, de ser así, “no
habría dejado de encontrarse en la costa alguna huella de los asesinos”. Me
imagino que usted sonríe ante este sequitur. No alcanza a ver cómo la mera
permanencia del cadáver en tierra podría multiplicar las huellas de
los asesinos. Tampoco lo veo yo.
»“Y, lo que es más
-continua nuestro diario-, parece altamente improbable que los miserables
capaces de semejante crimen hayan arrojado el cadáver al agua sin atarle algún
peso para mantenerlo sumergido, cosa que no ofrecía la menor dificultad.”
¡Observe en esta parte la risible confusión de pensamiento! Nadie -ni siquiera L’Etoile-
pone en duda el crimen cometido contra el cuerpo encontrado. Las señales de
violencia son demasiado evidentes. La finalidad de nuestro razonador consiste
solamente en mostrar que este cuerpo no es el de Marie. Quiere probar que Marie
no fue asesinada, sin dudar de que el cuerpo hallado lo haya sido. Pero sus
observaciones sólo prueban este último punto. He aquí un cadáver al que no han
atado ningún peso. Si lo hubieran echado al agua los asesinos, éstos no habrían
dejado de hacerlo. Por lo tanto, no lo echaron al agua los asesinos. Si alguna
cosa se prueba, es solamente eso. La cuestión de la identidad no se toca ni
remotamente, y L’Etoile se ha tomado todo ese trabajo para contradecir
lo que admitía un momento antes. “Estamos completamente convencidos
-manifiesta- que el cuerpo hallado es el de una mujer asesinada.”
»No es la única vez que
nuestro razonador se contradice sin darse cuenta. Como ya he señalado, su
evidente finalidad consiste en reducir lo más posible el intervalo entre la
desaparición de Marie y el hallazgo del cadáver. Sin embargo, lo vemos insistir
en el hecho de que nadie vio a la muchacha desde el momento en que abandonó
la casa de su madre. “Carecemos de testimonios -declara- de que Marie Rogêt se
hallaba aún entre los vivos después de las nueve de la mañana del domingo 22 de
junio.” Dado que es éste un argumento evidentemente parcial, hubiera sido
preferible que lo dejara de lado, ya que si se supiera de alguien que hubiese
reconocido a Marie, digamos el lunes o el martas, el intervalo en cuestión se
habría reducido mucho y, conforme al razonamiento anterior, las probabilidades
de que el cadáver hallado fuera el de la grisette habrían disminuido en
mucho. Resulta divertido, pues, observar cómo L’Etoile insiste sobre
este punto con pleno convencimiento de que refuerza su argumentación general.
»Examine ahora nuevamente
la parte del artículo que se refiere a la identificación del cadáver por
Beauvais. A propósito del vello del brazo, es evidente que L’Etoile peca
por falta de ingenio. Dado que monsieur Beauvais no es ningún tonto, jamás se
habría apresurado a identificar el cadáver basándose tan sólo en que tenía
vello en el brazo. Todo brazo tiene vello. La generalización en que incurre L’Etoile
es una simple deformación de la fraseología del testigo. Este debió
referirse a alguna particularidad del vello. Pudo referirse al color, a
la cantidad, al largo o a la distribución.
»“Sus pies eran pequeños
-sigue diciendo el diario-, pero hay miles de pies pequeños. Tampoco
constituyen una prueba sus ligas y sus zapatos, ya que unos y otros se venden
en lotes. Lo mismo cabe decir de las flores de su sombrero. Monsieur Beauvais
insiste en que el broche de las ligas había sido cambiado de lugar para que
ajustaran. Esto no significa nada, ya que muchas mujeres prefieren llevar las
ligas nuevas a su casa y ajustarlas allí al diámetro de su pierna, en vez de
probarlas en la tienda donde las compran.” Aquí resulta difícil suponer que el
razonador obra de buena fe. Si en su búsqueda del cuerpo de Marie, monsieur
Beauvais encontró un cadáver que en sus medidas y apariencias generales
correspondía a la joven desaparecida, cabe suponer que, sin tomar en cuenta
para nada la cuestión de la vestimenta, debió imaginar que se trataba de ella.
Si, además de las medidas y formas generales, descubrió en el brazo un vello
cuyo aspecto correspondía al que había observado en vida de Marie, su opinión
debió, con toda justicia, acentuarse, y el aumento de seguridad pudo muy bien
estar en relación directa con la particularidad o rareza del vello del brazo.
Si los pies de Marie eran pequeños, y también lo eran los del cadáver, el
aumento de probabilidades de que éste correspondiera a aquélla no se daría ya
en proporción meramente aritmética, sino geométrica o acumulativa. Agreguemos a
esto los zapatos, análogos a los que Marie llevaba puestos el día de su
desaparición; aunque dichos zapatos “se vendan en lotes”, aumenta a tal punto
la probabilidad, que casi la vuelven certeza. Lo que en sí mismo no sería una
prueba de identidad se convierte, por su posición corroborativa, en la más
segura de las pruebas. Agréguese a esto las flores del sombrero, coincidentes
con las que llevaba la joven desaparecida, y no pediremos nada más. Y si por
una sola flor no exigiríamos otra prueba, ¿qué diremos de dos, o tres, o más?
Cada una que se agrega es una prueba múltiple; no una prueba sumada a
otra, sino multiplicada por cientos o miles. Descubramos ahora en el
cadáver un par de ligas como las que usaba la difunta, y sería casi una locura
seguir adelante. Pero, además, ocurre que estas ligas aparecen ajustadas,
mediante el corrimiento de su broche, en la misma forma en que Marie había
ajustado las suyas poco antes de salir de su casa. Dudar, ahora, es hipocresía
o locura. Cuando L’Etoile sostiene que este acortamiento de las ligas es
una práctica habitual, lo único que demuestra es su pertinacia en el error. La
calidad de elástica de toda liga demuestra por sí misma que la necesidad de
acortarla es muy poco frecuente. Lo que está hecho para ajustar por sí
mismo sólo rara vez necesitará ayuda para cumplir su cometido. Sólo por
accidente, en su más estricto sentido, las ligas de Marie requirieron ser
acortadas. Y ellas solas hubieran bastado para asegurar ampliamente su
identidad. Pero aquí no se trata de que el cadáver tuviera las ligas de la
joven desaparecida, o sus zapatos, o su gorro, o las flores de su gorro, o sus
pies, o una marca peculiar en el brazo, o su medida y apariencia generales,
sino que el cadáver tenía todo eso junto. Si se pudiera probar que,
frente a ello, el redactor de L’Etoile experimentó verdaderamente dudas
no haría falta en su caso un mandato de lunático inquirendo. A nuestro
hombre le ha parecido muy sagaz hacerse eco de las charlas de los abogados,
que, por su parte, se contentan con repetir los rígidos preceptos de los
tribunales. Le haré notar aquí que mucho de lo que en un tribunal se rechaza
como prueba constituye la mejor de las pruebas para la inteligencia. Ocurre que
el tribunal, guiándose por principios generales ya reconocidos y registrados,
no gusta de apartarse de ellos en casos particulares. Y esta pertinaz
adhesión a los principios, con total omisión de las excepciones en conflicto,
es un medio seguro para alcanzar el máximo de verdad alcanzable, en cualquier
período prolongado de tiempo. Esta práctica, en masse, es, por tanto,
razonable; pero no es menos cierto que engendra cantidad de errores
particulares.
»Con respecto a las
insinuaciones apuntadas contra Beauvais, estará usted pronto a desecharlas de
un soplo. Supongo que habrá ya advertido la verdadera naturaleza de este
excelente caballero. Es un entrometido, lleno de fantasía romántica y
con muy poco ingenio. En una situación verdaderamente excitante como la
presente, toda persona como él se conducirá de manera de provocar sospechas por
parte de los excesivamente sutiles o de los mal dispuestos. Según surge de las
notas reunidas por usted, monsieur Beauvais tuvo algunas entrevistas con el
director de L’Etoile, y lo disgustó al aventurar la opinión de que el
cadáver, pese a la teoría de aquél, era sin lugar a dudas el de Marie.
“Persiste -dice el diario- en afirmar que el cadáver es el de Marie, pero no es
capaz de señalar ningún detalle, fuera de los ya comentados, que imponga su
creencia a los demás.” Sin reiterar el hecho de que mejores pruebas “para
imponer su creencia a los demás” no podrían haber sido nunca aducidas, conviene
señalar que en un caso de este tipo un hombre puede muy bien estar convencido,
sin ser capaz de proporcionar la menor razón de su convencimiento a un tercero.
Nada es más vago que las impresiones referentes a la identidad personal. Cada
uno reconoce a su vecino, pero pocas veces se está en condiciones de dar una
razón que explique ese reconocimiento. El director de L’Etoile no tiene
derecho de ofenderse porque la creencia de monsieur Beauvais carezca de
razones.
»Las sospechosas
circunstancias que lo rodean cuadran mucho más con mi hipótesis de
entrometimiento romántico que con la sugestión de culpabilidad lanzada por el
redactor. Una vez adoptada la interpretación más caritativa, no tendremos
dificultad en comprender la rosa en el agujero de la cerradura, el nombre
“Marie” en la pizarra, el haber “dejado de lado a los parientes masculinos de
la difunta”, la resistencia “a que los parientes de la víctima vieran el
cadáver”, la advertencia hecha a madame B... de que no debía decir nada al
gendarme hasta que él, monsieur Beauvais, estuviera de regreso y, finalmente,
su decisión aparente de que “nadie, fuera de él, se ocuparía de las
actuaciones”. Me parece incuestionable que Beauvais cortejaba a Marie, que ella
coqueteaba con él, y que nuestro hombre estaba ansioso de que lo creyeran dueño
de su confianza e íntimamente vinculado con ella. No insistiré sobre este
punto. Por lo demás, las pruebas refutan redondamente las afirmaciones de L’Etoile
tocantes a la supuesta apatía por parte de la madre y otros parientes,
apatía contradictoria con su convencimiento de que el cadáver era el de la
muchacha; pasemos adelante, pues, como si la cuestión de la identidad quedara
probada a nuestra entera satisfacción.»
-¿Y qué piensa usted
-pregunté- de las opiniones de Le Commerciel?
-En esencia, merecen
mucha mayor atención que todas las formuladas sobre el asunto. Las deducciones
derivadas de las premisas son lógicas y agudas, pero, en dos casos, las
premisas se basan en observaciones imperfectas. Le Commerciel insinúa
que Marie fue secuestrada por alguna banda de malandrines a poca distancia de
la casa de su madre. «Es imposible -señala- que una persona tan popularmente
conocida como la joven víctima hubiera podido caminar tres cuadras sin que la
viera alguien.» Esta idea nace de un hombre que reside hace mucho en París,
donde está empleado, y cuyas andanzas en uno u otro sentido se limitan en su
mayoría a la vecindad de las oficinas públicas. Sabe que raras veces se aleja
más de doce cuadras de su oficina sin ser reconocido o saludado por alguien.
Frente a la amplitud de sus relaciones personales, compara esta notoriedad con
la de la joven perfumista, sin advertir mayor diferencia entre ambas, y llega a
la conclusión de que, cuando Marie salía de paseo, no tardaba en ser reconocida
por diversas personas, como en su caso. Pero esto podría ser cierto si Marie
hubiese cumplido itinerarios regulares y metódicos, tan restringidos como los
del redactor, y análogos a los suyos. Nuestro razonador va y viene a intervalos
regulares dentro de una periferia limitada, llena de personas que lo conocen
porque sus intereses coinciden con los suyos, puesto que se ocupan de tareas
análogas. Pero cabe suponer que los paseos de Marie carecían de rumbo preciso.
En este caso particular lo más probable es que haya tomado por un camino
distinto de sus itinerarios acostumbrados. El paralelo que suponemos existía en
la mente de Le Commerciel sólo es defendible si se trata de dos personas
que atraviesan la ciudad de extremo a extremo. En este caso, si imaginamos que
las relaciones personales de cada uno son equivalentes en número, también serán
iguales las posibilidades de que cada uno encuentre el mismo número de personas
conocidas. Por mi parte, no sólo creo posible, sino muy probable, que Marie
haya andado por las diversas calles que unen su casa con la de su tía, sin
encontrar a ningún conocido. Al estudiar este aspecto como corresponde, no se
debe olvidar nunca la gran desproporción entre las relaciones personales
(incluso las del hombre más popular de París) y la población total de la
ciudad.
»De todos modos, la
fuerza que aparentemente pueda tener la sugestión de Le Commerciel disminuye
mucho si pensamos en la hora en que Marie abandonó su casa. “Las calles
estaban llenas de gente cuando salió”, dice Le Commerciel; pero no es
así. Eran las nueve de la mañana. Es verdad que durante toda la semana las
calles están llenas de gente a las nueve. Pero no el domingo. Ese día,
la mayoría de los vecinos están en su casa, preparándose para ir a la iglesia.
Ninguna persona observadora habrá dejado de reparar en el aire particularmente
desierto de la ciudad, entre las ocho y las diez del domingo. De diez a once,
las calles están colmadas, pero nunca en el período antes señalado.
»En otro punto me parece
que Le Commerciel parte de una observación deficiente. “Un trozo de una
de las enaguas de la infortunada muchacha -dice-, de dos pies de largo por uno
de ancho, le fue aplicado bajo el mentón y atado detrás de la cabeza,
probablemente para ahogar sus gritos. Los individuos que hicieron esto no
tenían pañuelo en el bolsillo.” Ya veremos si esta idea está bien fundada o no;
pero por “individuos que no tenían pañuelo en el bolsillo” el redactor entiende
la peor ralea de malhechores. Ahora bien, ocurre que precisamente éstos tienen
siempre un pañuelo en el bolsillo, aunque carezcan de camisa. Habrá tenido
usted ocasión de observar cuan indispensable se ha vuelto en estos últimos años
el pañuelo para el matón más empedernido.»
-¿Y qué cabe pensar
-pregunté- del artículo de Le Soleil?
-Pues cabe pensar que es
una lástima que su redactor no haya nacido loro, en cuyo caso hubiera sido el
más ilustre de su raza. Se ha limitado a repetir los distintos puntos de las
publicaciones ajenas, escogiéndolos con laudable esfuerzo de uno y otro diario.
«Con toda evidencia -manifiesta- los objetos hallados llevaban en el lugar tres
o cuatro semanas, por lo menos... No cabe ninguna duda, pues, que se ha
descubierto el lugar de tan espantoso atentado.» Los hechos señalados aquí por Le
Soleil están sin embargo muy lejos de disipar mis dudas al respecto, y
vamos a examinarlos detalladamente más adelante, en relación con otro aspecto
del asunto.
«Ocupémonos por ahora de
cosas distintas. No habrá dejado usted de reparar en la extrema negligencia del
examen del cadáver. Cierto que la cuestión de la identidad quedó o debió quedar
prontamente terminada, pero había otros aspectos por verificar ¿No fue saqueado
el cadáver? ¿No llevaba la difunta joyas al salir de su casa? De ser así, ¿se
encontró alguna al examinar el cuerpo? He aquí cuestiones importantes,
totalmente descuidadas por la investigación, y quedan otras igualmente
importantes que no han merecido la menor atención. Tendremos que asegurarnos
mediante indagaciones particulares. El caso de St. Eustache exige ser
nuevamente examinado. No abrigo sospechas sobre él, pero es preciso proceder
metódicamente. Nos aseguraremos sin lugar a ninguna duda sobre la validez de
los testimonios escritos que presentó acerca de sus movimientos en el curso del
domingo. Los certificados de este género suelen prestarse fácilmente a la
mistificación. Si no encontramos nada de anormal en ellos, desecharemos a St.
Eustache de nuestra investigación. Su suicidio, que corroboraría las sospechas
en caso de que los certificados fueran falsos, constituye una circunstancia
perfectamente explicable en caso contrario, y que no debe alejarnos de nuestra
línea normal de análisis.
»En lo que me proponga
ahora, dejaremos de lado los puntos interiores de la tragedia, concentrando
nuestra atención en su periferia. Uno de los errores en investigaciones de este
género consiste en limitar la indagación a lo inmediato, con total negligencia
de los acontecimientos colaterales o circunstanciales. Los tribunales incurren
en la mala práctica de reducir los testimonios y los debates a los límites de
lo que consideran pertinente. Pero la experiencia ha mostrado, como lo mostrará
siempre la buena lógica, que una parte muy grande, quizá la más grande de la
verdad, surge de lo que se consideraba marginal y accesorio. Basándose en el
espíritu de este principio, si no en su letra, la ciencia moderna se ha
decidido a calcular sobre lo imprevisto. Pero quizá no me hago entender.
La historia del conocimiento humano ha mostrado ininterrumpidamente que la
mayoría de los descubrimientos más valiosos los debemos a acaecimientos
colaterales, incidentales o accidentales; se ha hecho necesario, pues, con
vistas al progreso, conceder el más amplio espacio a aquellas invenciones que
nacen por casualidad y completamente al margen de las esperanzas ordinarias. Ya
no es filosófico fundarse en lo que ha sido para alcanzar una visión de lo que
será. El accidente se admite como una porción de la subestructura.
Hacemos de la posibilidad una cuestión de cálculo absoluto. Sometemos lo
inesperado y lo inimaginado a las fórmulas matemáticas de las escuelas.
«Repito que es un hecho
verificado que la mayor porción de toda verdad surge de lo colateral; y
de acuerdo con el espíritu del principio que se deriva, desviaré la indagación
de la huella tan transitada como estéril del hecho mismo, para estudiar las
circunstancias contemporáneas que lo rodean. Mientras usted se asegura de la
validez de esos certificados, yo examinaré los periódicos en forma más general
de lo que ha hecho usted hasta ahora. Por el momento, sólo hemos reconocido el
campo de investigación, pero sería raro que una ojeada panorámica como la que
me propongo no nos proporcionara algunos menudos datos que establezcan una dirección
para nuestra tarea.»
En cumplimiento de las indicaciones
de Dupin, procedí a verificar escrupulosamente el asunto de los certificados.
Resultó de ello una plena seguridad en su validez y la consiguiente inocencia
de St. Eustache. Mi amigo se ocupaba entretanto -con una minucia que en mi
opinión carecía de objeto- del escrutinio de los archivos de los diferentes
diarios. Al cabo de una semana, me presentó los siguientes extractos:
«Hace tres años y medio,
la misma Marie Rogêt desapareció de la parfumerie de monsieur Le Blanc, en el Palais Royal, causando un revuelo semejante
al de ahora. Una semana después, Marie reapareció en el mostrador de la tienda,
tan bien como siempre, aparte de una ligera palidez que no era usual en ella.
Monsieur Le Blanc y madame Rogêt dieron a entender que Marie había pasado la
semana en casa de amigos, en el campo, y el asunto fue rápidamente callado.
Presumimos que esta ausencia responde a un capricho de la misma especie y que,
dentro de una semana, o quizá de un mes, volveremos a tener a Marie entre
nosotros» (Evening Paper, domingo 23 de junio).
«Un diario de la tarde de
ayer se refiere a una misteriosa desaparición anterior de mademoiselle Rogêt.
Es bien sabido que, durante la semana de su ausencia de la parfumerie de
Le Blanc, estuvo acompañada por un joven oficial de marina muy notorio por su
libertinaje. Cabe suponer que una querella providencial la trajo nuevamente a
su casa. Conocemos el nombre del libertino en cuestión, que se halla
actualmente destacado en París, pero no lo hacemos público por razones
comprensibles» (Le Mercure, mañana del martes 24 de junio).
«El más repudiable de los
atentados ha tenido lugar anteayer en las proximidades de esta ciudad. Al
anochecer, un caballero que paseaba con su esposa y su hija, comprometió los
servicios de seis hombres jóvenes que paseaban en bote cerca de las orillas del
Sena, a fin de que los transportaran al otro lado. Al llegar a destino los
pasajeros desembarcaron, y se alejaban ya hasta perder de vista el bote cuando
la hija descubrió que había olvidado su sombrilla. Al volver en su busca fue
asaltada por la pandilla, llevada al centro del río, amordazada y sometida a un
brutal ultraje, tras lo cual los villanos la depositaron en un punto cercano a
aquel donde había embarcado con sus padres. Los miserables se hallan prófugos,
pero la policía les sigue la huella y pronto algunos de ellos serán capturados»
(Morning Paper, 25 de junio).
«Hemos recibido una o dos
comunicaciones tendentes a echar la culpa del horrible crimen a Mennais; pero,
como este caballero ha sido plenamente exonerado de toda sospecha por la
indagación legal, y los argumentos de nuestros distintos corresponsales parecen
más entusiastas que profundos, no creemos oportuno darlos a conocer» (Morning
Paper, 28 de junio).
«Hemos recibido varias
enérgicas comunicaciones, que aparentemente proceden de diversas fuentes y que
dan por seguro que la infortunada Marie Rogêt ha sido víctima de una de las
numerosas bandas de malhechores que infestan cada domingo los alrededores de la
ciudad. Nuestra opinión se inclina decididamente en favor de esta suposición.
En nuestras próximas ediciones dejaremos espacio para exponer los aludidos
argumentos» (Evening Paper, martes 31 de junio).
«El lunes, uno de los
lancheros del servicio de aduanas vio en el Sena un bote vacío a la deriva. La
vela se hallaba en el fondo del bote. El lanchero lo remolcó y lo dejó en el
amarradero de su puesto. A la mañana siguiente fue retirado de allí sin permiso
de ninguno de los empleados. El timón se encuentra en el depósito de lanchas» (La
Diligence, jueves 26 de junio).
Leyendo los diversos
pasajes, no solamente me parecieron ajenos a la cuestión, sino que no alcancé a
imaginar la manera en que cualquiera de los mismos podía pesar sobre aquélla.
Esperé, pues, alguna explicación de Dupin.
-Por el momento -me
dijo-, no me detendré en los dos primeros pasajes. Los he copiado, sobre todo,
para mostrarle la extraordinaria negligencia de la policía, que, hasta donde
puedo saberlo por el prefecto, no se ha molestado en interrogar al oficial de
marina mencionado en uno de ellos. Sin embargo, sería una locura afirmar que
entre la primera y la segunda desaparición de Marie no cabe suponer ninguna
conexión. Admitamos que la primera fuga terminó en una querella entre los
enamorados y el retorno a casa de la decepcionada Marie. Podemos ahora encarar
una segunda fuga o rapto (si realmente se trata de ello) como indicación de que
el seductor ha reanudado sus avances y no como el resultado de la intervención
de un segundo cortejante. Miramos la cosa como una reconciliación entre
enamorados y no como el comienzo de una nueva aventura. Hay diez probabilidades
contra una de que el hombre que huyó una vez con Marie le haya propuesto una
segunda escapatoria, y no que a la primera propuesta haya sucedido una segunda
hecha por otro individuo. Le haré notar, además, que el lapso entre la
primera fuga (sobre la cual no cabe duda) y la segunda -presumible- abarca
pocos meses más que la duración general de los cruceros de nuestros barcos de
guerra. ¿Fueron interrumpidos los bajos designios del seductor por la necesidad
de embarcarse, y aprovechó la primera oportunidad a su retorno para renovar
esos designios aún no completamente consumados... o, por lo menos, no
completamente consumados por él? Nada sabemos de todo ello.
»Dirá usted, sin embargo,
que en el segundo caso no hubo realmente una fuga. De acuerdo; pero, ¿estamos
en condiciones de asegurar que no existió un designio frustrado? Fuera de St.
Eustache, y quizá de Beauvais, no encontramos ningún pretendiente conocido de
Marie. Nada se ha dicho que aluda a alguno. ¿Quién es, pues, ese amante secreto
del cual los parientes de Marie (por lo menos, la mayoría) no saben
nada, pero con quien la joven se reúne en la mañana del domingo, y que goza
hasta tal punto de su confianza que no vacila en quedarse a su lado hasta que
cae la noche en los solitarios bosques de la Barrière du Roule? ¿Quién es ese
enamorado secreto, pregunto, del cual los parientes (o casi todos) no saben
nada? ¿Y qué significa la extraña profecía proferida por madame Rogêt la mañana
de la partida de Marie: “Temo que no volveré a verla nunca más”?
»Pero si no podemos
suponer que madame Rogêt estaba al tanto de la intención de fuga, ¿no podemos,
por lo menos, imaginar que la joven abrigaba esa intención? Al salir de su casa
dio a entender que iba a visitar a su tía en la rue des Drômes, y pidió a St.
Eustache que fuera a buscarla al anochecer. A primera vista, esto contradice
abiertamente mi sugestión. Pero reflexionemos. Es bien sabido que Marie se
encontró con alguien y cruzó el río en su compañía, llegando a la Barrière
du Roule hacia las tres de la tarde. Al consentir en acompañar a este individuo
(con cualquier propósito, conocido o no por su madre), Marie debió
pensar en lo que había dicho al salir de su casa y en la sorpresa y sospecha
que experimentaría su prometido, St. Eustache, cuando al acudir en su busca a
la rue des Drômes se encontrara con que no había estado allí; sin contar que al
volver a la pensión con esta alarmante noticia se enteraría de que su ausencia
duraba desde la mañana. Repito que Marie debió pensar en todas esas cosas.
Debió prever la cólera de St. Eustache y las sospechas de todos. No podía
pensar en volver a casa para enfrentar esas sospechas; pero éstas dejaban de
tener importancia si suponemos que Marie no tenía intenciones de volver.
«Imaginemos así sus
reflexiones: “Tengo que encontrarme con cierta persona a fin de fugarme con
ella o para otros propósitos que sólo yo sé. Es necesario que no se produzca
ninguna interrupción; debemos contar con tiempo suficiente para eludir toda
persecución. Daré a entender que pienso pasar el día en casa de mi tía, en la
rue des Drômes, y diré a St. Eustache que no vaya a buscarme hasta la noche; de
esta manera podré ausentarme de casa el mayor tiempo posible sin despertar
sospechas ni ansiedad; todo estará perfectamente explicado y ganaré más tiempo
que de cualquier otra manera. Si pido a St. Eustache que vaya a buscarme al
anochecer, seguramente no se presentará antes; pero, si no se lo pido, tendré
menos tiempo a mi disposición, ya que todos esperarán que vuelva más temprano,
y mi ausencia no tardará en provocar ansiedad. Ahora bien, si mis intenciones
fueran las de volver a casa, si sólo me interesara dar un paseo con la persona
en cuestión, no me convendría pedir a St. Eustache que fuera a buscarme, ya que
al llegar a la rue des Drômes se daría perfecta cuenta de que le he mentido,
cosa que podría evitar saliendo de casa sin decirle nada, volviendo antes de la
noche y declarando luego que estuve de visita en casa de mi tía. Pero como mi
intención es la de no volver nunca, o no volver por algunas semanas, o
no volver hasta que ciertos ocultamientos se hayan efectuado, lo único que debe
preocuparme es la manera de ganar tiempo.”
»Usted ha hecho notar en
sus apuntes que la opinión general más difundida sobre este triste asunto es
que la muchacha fue víctima de una pandilla de malandrines. Ahora bien, y bajo
ciertas condiciones, la opinión popular no debe ser despreciada. Cuando surge
por sí misma, cuando se manifiesta de manera espontánea, cabe considerarla
paralelamente a esa intuición que es el privilegio de todo individuo de
genio. En noventa y nueve casos sobre cien, me siento movido a conformarme con
sus decisiones. Pero lo importante es estar seguros de que no hay en ella la
más leve huella de sugestión. La voz pública tiene que ser rigurosamente
auténtica, y con frecuencia es muy difícil percibir y mantener esa distinción.
En este caso, me parece que la “opinión pública” referente a una pandilla se
ha visto fomentada por el suceso colateral que se detalla en el tercero de los
pasajes que le he mostrado. Todo París está excitado por el descubrimiento del
cadáver de Marie, una joven tan hermosa como conocida. El cuerpo muestra
señales de violencia y aparece flotando en el río. Pero entonces se da a
conocer que en esos mismos días en que se supone que Marie fue asesinada, otra
joven ha sido víctima de una pandilla de depravados y ha sufrido un ultraje
análogo al padecido por la difunta. ¿Cabe maravillarse de que la atrocidad
conocida haya podido influir sobre el juicio popular con respecto a la
desconocida? Ese juicio esperaba una dirección, y el ultraje ya conocido
parecía indicarla oportunamente. También Marie fue encontrada en el río, y fue
allí donde tuvo lugar el otro atentado. La relación entre ambos hechos era tan
palpable, que lo asombroso hubiera sido que la opinión dejara de apreciarla y
utilizarla. Pero, en realidad, si de algo sirve el primer ultraje, cometido en
la forma conocida, es para probar que el segundo, ocurrido casi al mismo
tiempo, no fue cometido en esa forma. Hubiera sido un milagro que,
mientras una banda de malhechores perpetraba en cierto lugar un atentado de la
más nefanda especie, otra banda similar, en un lugar igualmente similar, en la
misma ciudad, bajo idénticas circunstancias, con los mismos medios y recursos,
estuviera entregada a un atentado de la misma naturaleza y en el mismo período
de tiempo. Sin embargo, la opinión popular así movida pretende justamente
hacernos creer en esa extraordinaria serie de coincidencias.
»Antes de seguir,
consideremos la supuesta escena del asesinato en el soto de la Barrière du
Roule. Aunque denso, el soto se halla en la inmediata vecindad de un camino
público. Había en su interior tres o cuatro grandes piedras que formaban una
especie de asiento, con respaldo y escabel. Sobre la piedra superior se
encontraron unas enaguas blancas; en la segunda una chalina de seda. También
aparecieron una sombrilla, guantes y un pañuelo de bolsillo. El pañuelo ostentaba
el nombre “Marie Rogêt”. En las zarzas aparecían jirones de ropas. La tierra
estaba pisoteada, rotas las ramas y no cabía duda de que había tenido lugar una
violenta lucha.
»No obstante el
entusiasmo con que la prensa recibió el descubrimiento de este soto y la
unanimidad con que aceptó que se trataba del escenario del atentado, preciso es
admitir la existencia de muy serios motivos de duda. Puedo o no creer que ése
sea el escenario, pero insisto en que hay muchos motivos de duda. Si, como lo
sugiere Le Commerciel, el verdadero escenario se encontrara en
las vecindades de la rue Pavee St. André y los perpetradores del crimen se
hallaran todavía en París, éstos debieron quedarse aterrados al ver que la
atención pública era orientada con tanta agudeza por la buena senda. Cierto
tipo de inteligencia no habría tardado en advertir la urgente necesidad de dar
un paso que volviera a desviar la atención. Y puesto que el soto de la Barrière
du Roule había ya dado motivo a sospechas, la idea de depositar allí los
objetos que se encontraron era perfectamente natural. Pese a lo que dice Le
Soleil, no existe verdadera prueba de que los objetos hayan estado allí
mucho más de algunos días, en tanto abundan las pruebas circunstanciales de que
no podrían haberse encontrado en el lugar sin despertar la atención durante los
veinte días transcurridos desde el domingo fatal a la tarde en que fueron
hallados por los niños. “Los efectos -dice Le Soleil, siguiendo la
opinión de sus predecesores- aparecían estropeados y enmohecidos por la
acción de las lluvias; el moho los había pegado entre sí. El pasto había
crecido en torno y encima de algunos de ellos. La seda de la sombrilla era muy
fuerte, pero sus fibras se habían adherido unas a otras por dentro. La parte
superior, de tela doble y forrada, estaba enmohecida por la acción de la
intemperie y se rompió al querer abrirla.” Con respecto al pasto “que había
crecido en torno y encima de algunos de ellos”, no cabe duda de que el hecho
sólo pudo ser registrado partiendo de las declaraciones y los recuerdos de dos
niños, ya que éstos levantaron los efectos y los llevaron a su casa antes de
que un tercero los viera. Ahora bien, en tiempo caluroso y húmedo (como el
correspondiente al momento del crimen) el pasto crece hasta dos o tres pulgadas
en un solo día. Una sombrilla tirada en un campo recién sembrado de césped
quedará completamente oculta en una semana. Y, por lo que se refiere a ese moho,
sobre el cual Le Soleil insiste al punto de emplear tres veces el
término o sus derivados en un solo y breve comentario, ¿cómo puede ignorar sus
características? ¿Habrá que explicarle que se trata de una de las muchas
variedades de fungus, cuyo rasgo más común consiste en nacer y morir
dentro de las veinticuatro horas?
»Vemos así, de una
ojeada, que todo lo que con tanta soberbia se ha aducido para sostener que los
objetos habían estado “tres o cuatro semanas por lo menos” en el soto, resulta
totalmente nulo como prueba. Por otra parte, cuesta mucho creer que esos
efectos pudieron quedar en el soto durante más de una semana (digamos de un
domingo a otro). Quienes saben algo sobre los aledaños de París no ignoran lo
difícil que es aislarse en ellos, a menos de alejarse mucho de los
suburbios. Ni por un momento cabe imaginar un sitio inexplorado o muy poco
frecuentado entre sus bosques o sotos. Imaginemos a un enamorado de la naturaleza,
atado por sus deberes al polvo y al calor de la metrópoli, que pretenda,
incluso en días de semana, saciar su sed de soledad en los lugares llenos de
encanto natural que rodean la ciudad. A cada paso nuestro excursionista verá
disiparse el creciente encanto ante la voz y la presencia de algún individuo
peligroso o de una pandilla de pájaros de avería en plena fiesta. Buscará la
soledad en lo más denso de la vegetación, pero en vano. He ahí los rincones
específicos donde abunda la canalla, he ahí los templos más profanados. Lleno
de repugnancia, nuestro paseante volverá a toda prisa al sucio París, mucho
menos odioso como sumidero que esos lugares donde la suciedad resulta tan
incongruente. Pero si la vecindad de París se ve colmada durante la semana,
¿qué diremos del domingo? En ese día, precisamente, el matón que se ve libre
del peso del trabajo o no tiene oportunidad de cometer ningún delito, busca los
aledaños de la ciudad, no porque le guste la campiña, ya que la desprecia, sino
porque allí puede escapar a las restricciones y convenciones sociales. No busca
el aire fresco y el verdor de los árboles, sino la completa licencia del
campo. Allí, en la posada al borde del camino o bajo el follaje de los bosques,
se entrega sin otros testigos que sus camaradas a los desatados excesos de la
falsa alegría, doble producto de la libertad y del ron. Lo que afirmo puede ser
verificado por cualquier observador desapasionado: habría que considerar como
una especie de milagro que los artículos en cuestión hubieran permanecido
ocultos durante más de una semana en cualquiera de los sotos de los
alrededores inmediatos de París.
»Pero hay además otros
motivos para sospechar que esos efectos fueron dejados en el soto con miras a
distraer la atención de la verdadera escena del atentado En primer término,
observe usted la fecha de su descubrimiento y relaciónela con la del
quinto pasaje extraído por mí de los diarios. Observará que el descubrimiento
siguió casi inmediatamente a las urgentes comunicaciones enviadas al diario.
Aunque diversas y provenientes, al parecer, de distintas fuentes, todas ellas
tendían a lo mismo, vale decir a encaminar la atención hacia una pandilla como
perpetradora del atentado en las vecindades de la Barrière du Roule. Ahora
bien, lo que debe observarse es que esos objetos no fueron encontrados por los
muchachos como consecuencia de dichas comunicaciones o por la atención pública
que las mismas habían provocado, sino que los efectos no fueron encontrados antes
por la sencilla razón de que no se hallaban en el soto, y que fueron
depositados allí en la fecha o muy poco antes de la fecha de las comunicaciones
al diario por los culpables autores de las comunicaciones mismas.
»Dicho soto es un lugar
sumamente curioso. La vegetación es muy densa, y dentro de los límites cercados
por ella aparecen tres extraordinarias piedras que forman un asiento con
respaldo y escabel. Este soto, tan lleno de arte, se halla en la vecindad
inmediata, a poquísima distancia de la morada de madame Deluc, cuyos hijos
acostumbraban a explorar minuciosamente los arbustos en busca de corteza de
sasafrás. ¿Sería insensato apostar -y apostar mil contra uno- que jamás
transcurrió un solo día sin que alguno de los niños penetrara en aquel
sombrío recinto vegetal y se encaramara en el trono natural formado por las
piedras? Quien vacilara en hacer esa apuesta no ha sido nunca niño o ha
olvidado el carácter infantil. Lo repito: es muy difícil comprender cómo esos
efectos pudieron permanecer en el soto más de uno o dos días sin ser descubiertos.
Y ello proporciona un sólido terreno para sospechar -pese a la dogmática
ignorancia de Le Soleil- que fueron arrojados en ese sitio en una
fecha comparativamente tardía.
»Pero aún hay otras y más
sólidas razones para creer esto último. Permítame señalarle lo artificioso de
la distribución de los efectos. En la piedra más alta aparecían unas
enaguas blancas; en la segunda, una chalina de seda; tirados alrededor,
una sombrilla, guantes y un pañuelo de bolsillo con el nombre “Marie Rogêt”. He
aquí una distribución que naturalmente haría una persona no demasiado
sagaz queriendo dar la impresión de naturalidad. Pero esta disposición
no es en absoluto natural. Lo más lógico hubiera sido suponer todos los efectos
en el suelo y pisoteados. En los estrechos límites de esa enramada parece
difícil que las enaguas y la chalina hubiesen podido quedar sobre las piedras,
mientras eran sometidas a los tirones en uno y otro sentido de varias personas
en lucha. Se dice que “la tierra estaba removida, rotos los arbustos y no cabía
duda de que una lucha había tenido lugar”. Pero las enaguas y la chalina
aparecen colocadas allí como en los cajones de una cómoda. “Los jirones del
vestido en las zarzas tenían unas tres pulgadas de ancho por seis de largo. Uno
de ellos correspondía al dobladillo del vestido y había sido remendado... Daban
la impresión de pedazos arrancados.” Aquí, inadvertidamente, Le Soleil emplea
una frase extraordinariamente sospechosa. Según la descripción, en efecto, los
jirones “dan la impresión de pedazos arrancados”, pero arrancados a mano y
deliberadamente. Es un accidente rarísimo que, en ropa como la que nos ocupa,
un jirón “sea arrancado” por una espina. Dada la naturaleza de
semejantes tejidos, cuando una espina o un clavo se engancha en ellos los
desgarra rectangularmente, dividiéndolos en dos desgarraduras longitudinales en
ángulo recto, que se encuentran en un vértice constituido por el punto donde
penetra la espina; en esa forma, resulta casi imposible concebir que el jirón
“sea arrancado”. Por mi parte no lo he visto nunca, y usted tampoco. Para
arrancar un pedazo de semejante tejido hará falta casi siempre la acción de dos
fuerzas actuando en diferentes direcciones. Sólo si el tejido tiene dos bordes,
como, por ejemplo, en el caso de un pañuelo, y se desea arrancar una tira,
bastará con una sola fuerza. Pero en esta instancia se trata de un vestido que
no tiene más que un borde. Para que una espina pudiera arrancar una tira del
interior, donde no hay ningún borde, hubiera hecho falta un milagro, aparte de
que no bastaría con una sola espina. Aun si hubiera un borde, se
requerirían dos espinas, de las cuales una actuaría en dos direcciones y la
otra en una. Y conste que en este caso suponemos que el borde no está
dobladillado. Si lo estuviera, no habría la menor posibilidad de arrancar una
tira. Vemos, pues, los muchos y grandes obstáculos que se ofrecen a las espinas
para “arrancar” tiras de una tela, y, sin embargo, se pretende que creamos que
así han sido arrancados varios jirones. ¡Y uno de ellos correspondía
al dobladillo del vestido! Otra de las tiras era parte de la falda, pero
no del dobladillo. Vale decir que había sido completamente arrancado por
las espinas del interior sin bordes del vestido. Bien se nos puede perdonar por
no creer en semejantes cosas; y, sin embargo, tomadas colectivamente, ofrecen
quizá menos campo a la sospecha que la sola y sorprendente circunstancia de que
esos artículos hubieran sido abandonados en el soto por asesinos que se
habían tomado el trabajo de transportar el cadáver. Empero, usted no habrá
comprendido claramente mi pensamiento si supone que mi intención es negar que
el soto haya sido el escenario del atentado. La villanía pudo ocurrir en
ese lugar o, con mayor probabilidad, un accidente pudo producirse en la posada
de madame Deluc. Pero éste es un punto de menor importancia. No es nuestra
intención descubrir el escenario del crimen, sino encontrar a sus
perpetradores. Lo que he señalado, no obstante lo minucioso de mis argumentos,
tiene por objeto, en primer lugar, mostrarle lo absurdo de las dogmáticas y
aventuradas afirmaciones de Le Soleil, y en segundo término, y de manera
especial, conducirlo por una ruta natural a un nuevo examen de una duda: la de
si este asesinato ha sido o no la obra de una pandilla.
»Resumiremos el asunto
aludiendo brevemente a los odiosos detalles que surgen de las declaraciones del
médico forense en la indagación judicial. Basta señalar que sus inferencias dadas
a conocer con respecto al número de los bandidos participantes en el atentado
fueron ridiculizadas como injustas y totalmente privadas de fundamento por los
mejores anatomistas de París. No se trata de que ello no haya podido ser como
se infiere, sino de que no había fundamentos para esa inferencia. ¿Y no los
había, en cambio, para otra?
»Reflexionemos ahora
sobre “las huellas de una lucha” y preguntémonos qué es lo que tales huellas
alcanzan a demostrar. ¿Una pandilla? ¿Pero no demuestran, por el contrario, la
ausencia de una pandilla? ¿Qué lucha podía tener lugar, tan violenta y
prolongada, como para dejar “huellas” en todas direcciones entre una débil e
indefensa muchacha y la imaginable pandilla de malhechores? El silencioso
abrazo de unos pocos brazos robustos y todo habría terminado. La víctima debía
quedar reducida a una total pasividad. Recordará usted que los argumentos
empleados sobre el soto como escenario de lo ocurrido se aplican, en su mayor
parte, a un ultraje cometido por más de un individuo. Solamente si
imaginamos a un violador podremos concebir (y sólo entonces) una lucha
tan violenta y obstinada como para dejar semejantes “huellas”.
»Ya he mencionado la
sospecha que nace de que los objetos en cuestión fueran abandonados en el soto.
Parece casi imposible que semejantes pruebas de culpabilidad hayan sido dejadas
accidentalmente donde se las encontró. Si suponemos una suficiente presencia de
ánimo para retirar el cadáver, ¿qué pensar de una prueba aún más positiva que
el cuerpo mismo (cuyas facciones hubieran sido borradas prontamente por la
corrupción) abandonada a la vista de cualquiera en la escena del atentado? Me
refiero al pañuelo con el nombre de la muerta. Si quedó allí por
accidente, no hay duda de que no se trataba de una pandilla. Sólo cabe
imaginar ese accidente relacionado con una sola persona. Veamos: un individuo
acaba de cometer el asesinato. Está solo con el fantasma de la muerta. Se
siente aterrado por lo que yace inanimado ante él. El arrebato de su pasión ha
cesado y en su pecho se abre paso el miedo de lo que acaba de cometer. Le falta
esa confianza que la presencia de otros inspira. Está solo con el
cadáver. Tiembla, se siente confundido. Pero es necesario ocultar el cuerpo. Lo
arrastra hacia el río dejando atrás todas las otras pruebas de su culpabilidad;
sería difícil, si no imposible, llevar todo a la vez, y además no habrá
dificultad en regresar más tarde en busca del resto. Mas en ese trabajoso
recorrido hasta el agua su temor redobla. Los sonidos de la vida acechan en su
camino. Diez veces oye o cree oír los pasos de un observador. Hasta las mismas
luces de la ciudad lo espantan. Con todo, después de largas y frecuentes
pausas, llenas de terrible ansiedad, llega a la orilla del río y hace
desaparecer su espantosa carga quizá con ayuda de un bote. Pero ahora, ¿qué
tesoros tiene el mundo, qué amenazas de venganza para impulsar al solitario
asesino a recorrer una vez más el trabajoso y arriesgado camino hasta el soto,
donde quedan los espeluznantes recuerdos de lo sucedido? No, no volverá, sean
cuales fueren las consecuencias. Aun si quisiera, no podría volver. Su
único pensamiento es el de escapar inmediatamente. Da la espalda para siempre a
esos terribles bosques y huye como de una maldición.
»¿Pasaría lo mismo con
una banda? Su número les habría inspirado recíproca confianza, en el caso de
que ésta falte alguna vez en el pecho de un criminal empedernido; y una
pandilla sólo podemos suponerla formada por individuos de esa laya. Su número,
pues, hubiera impedido el incontrolable y alocado temor que, según imagino,
debió de paralizar a un hombre solo. Si podemos presumir un descuido por parte
de uno, dos o tres, sin duda el cuarto hubiera pensado en ello. No habrían
dejado huella alguna a sus espaldas, ya que su número les permitía llevarse todo
de una sola vez. No había ninguna necesidad de volver.
«Considere ahora el hecho
de que en el vestido que llevaba el cadáver al ser encontrado, “una tira de un
pie de ancho había sido arrancada del vestido, desde el ruedo de la falda hasta
la cintura; aparecía arrollada tres veces en la cintura y asegurada mediante
una especie de ligadura en la espalda”. Esto se hizo con evidente intención de
obtener un asa mediante la cual transportar el cuerpo. Pero, en caso de
tratarse de varios hombres, ¿habrían recurrido a eso? Para tres o cuatro de
ellos, los miembros del cadáver proporcionaban no sólo suficiente asidero, sino
el mejor posible. El sistema empleado corresponde a un solo individuo, y esto
nos lleva al hecho de que “entre el soto y el río se descubrió que los vallados
habían sido derribados y la tierra mostraba señales de que se había arrastrado
una pesada carga”. ¿Cree usted que varios individuos se hubieran
impuesto la superflua tarea de derribar un vallado para arrastrar un cuerpo que
podía ser pasado por encima en un momento? ¿Cree usted que varios hombres
hubieran arrastrado un cuerpo al punto de dejar evidentes huellas?
»Aquí corresponde
referirse a una observación de Le Commerciel, que en cierta medida ya he
comentado antes. “Un trozo de una de las enaguas de la infortunada muchacha
-dice-, de dos pies de largo por uno de ancho, le fue aplicado bajo el mentón y
atado detrás de la cabeza, probablemente para ahogar sus gritos. Los individuos
que hicieron esto no tenían pañuelos en el bolsillo.”
»Ya he hecho notar que un
verdadero pillastre no carece nunca de pañuelo. Pero no me refiero ahora a eso.
Que dicha atadura no fue empleada por falta de pañuelo y para los fines que
supone Le Commerciel, lo demuestra el hallazgo del pañuelo en el lugar
del hecho; y que su finalidad no era la de “ahogar sus gritos”, surge de que se
haya empleado esa atadura en vez de algo que hubiera sido mucho más adecuado.
Pero los términos de los testimonios aluden a la tira en cuestión diciendo que
“apareció alrededor del cuello, pero no apretada, aunque había sido asegurada
con un nudo firmísimo”. Estos términos son bastante vagos, pero difieren
completamente de los de Le Commerciel. La tira tenía dieciocho pulgadas
de ancho y, por lo tanto, aunque fuera de muselina, constituía una banda muy
fuerte si se la doblaba sobre sí misma longitudinalmente. Así fue como se la
encontró. Mi deducción es la siguiente: El asesino solitario, después de llevar
alzado el cuerpo durante un trecho (sea desde el soto u otra parte) ayudándose
con la tira arrollada a la cintura, notó que el peso resultaba excesivo para
sus fuerzas. Resolvió entonces arrastrar su carga, y la investigación demuestra
que, en efecto, el cuerpo fue arrastrado. A tal fin, era necesario atar una especie
de cuerda a una de las extremidades. El mejor lugar era el cuello, ya que la
cabeza impediría que se zafara. En este punto, el asesino debió
pensar en la tira que circundaba la cintura de la víctima. Hubiera querido
usarla, pero se le planteaba el inconveniente de que estaba arrollada al
cadáver, sujeta por una atadura, sin contar que no había sido completamente
arrancada del vestido. Más fácil resultaba arrancar una nueva tira de las
enaguas. Así lo hizo, ajustándola al cuello, y en esa forma arrastró a
su víctima hasta la orilla del río. El hecho de que este lazo, difícil y
penosamente obtenido, y sólo a medias adecuado a su finalidad, fuera sin
embargo empleado por el asesino, nace del hecho de que éste estaba ya demasiado
lejos para utilizar la chalina, vale decir, después que hubo abandonado el soto
(si se trataba del soto) y se encontraba a mitad de camino entre éste y el río.
»Dirá usted que el testimonio de madame
Deluc (!) apunta especialmente a la presencia de una pandilla en la
vecindad del soto, aproximadamente, en el momento del asesinato. Estoy de
acuerdo. Incluso me pregunto si no había una docena de pandillas como la
descrita por madame Deluc en la vecindad de la Barrière du Roule y
aproximadamente en el momento de la tragedia. Pero la pandilla que se ganó la
marcada enemistad -y el testimonio tardío y bastante sospechoso- de madame
Deluc, es la única a la cual esta honesta y escrupulosa anciana reprocha
haberse regalado con sus pasteles y haber bebido su coñac sin tomarse la
molestia de pagar los gastos. Et hinc illæ iræ?
»Pero, ¿cuál es el
preciso testimonio de madame Deluc? “Se presentó una pandilla de malandrines,
los cuales se condujeron escandalosamente, comieron y bebieron sin pagar,
siguieron luego la ruta que habían tomado los dos jóvenes y regresaron a la
posada al anochecer, volviendo a cruzar el río como si tuvieran mucha prisa.”
»Ahora bien, esta “gran
prisa” debió probablemente parecer más grande a ojos de madame Deluc, quien
reflexionaba triste y nostálgicamente sobre sus pasteles y su cerveza
profanados, y por los cuales debió abrigar aún alguna esperanza de
compensación. ¿Por qué, si no, se refirió a la prisa, desde el momento que ya
era “el anochecer”? No hay ninguna razón para asombrarse de que una banda de
pillos se apresure a volver a casa cuando queda por cruzar en bote un ancho
río, cuando amenaza tormenta y se acerca la noche. «Digo que se acerca, pues
la noche aún no había caído. Era tan sólo “al anochecer” cuando la prisa
indecente de aquellos “bandidos” ofendió los modestos ojos de madame Deluc.
Pero estamos enterados de que esa misma noche, tanto madame Deluc como su hijo
mayor, “oyeron los gritos de una mujer en la vecindad de la posada”. ¿Y qué
palabras emplea madame Deluc para señalar el momento de la noche en que se
oyeron esos gritos? “Poco después de oscurecer”, afirma. Pero “poco después
de oscurecer” significa que ya ha oscurecido. Vale decir, resulta
perfectamente claro que la pandilla abandonó la Barrière du Roule antes de
que se produjeran los gritos escuchados (?) por madame Deluc. Y aunque en las
muchas transcripciones del testimonio las expresiones en cuestión son clara e
invariablemente empleadas como acabo de hacerlo en mi conversación con usted,
hasta ahora ninguno de los diarios parisienses, ni ninguno de los funcionarios
policiales ha señalado tan gruesa discrepancia.
»Sólo añadiré un
argumento contra la noción de una banda, pero el mismo tiene, en mi
opinión, un peso irresistible. Dada la enorme recompensa ofrecida y el pleno
perdón que se concede por toda declaración probatoria, no cabe imaginar un solo
instante que algún miembro de una pandilla de miserables criminales -o de
cualquier pandilla- no haya traicionado hace rato a sus cómplices. En una
pandilla colocada en esa situación, cada uno de sus miembros no está tan
ansioso de recompensa o de impunidad, como temeroso de ser traicionado. Se
apresura a delatar lo antes posible, a fin de no ser delatado a su turno. Y que
el secreto no haya sido divulgado es la mejor prueba de que realmente se trata
de un secreto. Los horrores de esa terrible acción sólo son conocidos por Dios
y por una o dos personas.
»Resumamos los magros
pero evidentes frutos de nuestro análisis. Hemos llegado, ya sea a la noción de
un accidente fatal en la posada de madame Deluc, o de un asesinato perpetrado
en el soto de la Barrière du Roule por un amante o, en todo caso, por alguien
íntima y secretamente vinculado con la difunta. Esta persona es de tez morena.
Dicha tez, la ligadura en la tira que rodeaba el cuerpo, y el “nudo de
marinero” con el cual apareció atado el cordón de la cofia, apuntan a un
marino. Su camaradería con la difunta, muchacha alegre pero no depravada, lo
designa como perteneciente a un grado superior al de simple marinero. Las
comunicaciones al diario, correctamente escritas, son en gran medida una
corroboración de lo anterior. La circunstancia de la primera fuga, conforme la
menciona Le Mercure, tiende a conectar la idea de este marino con la del
“oficial de marina”, de quien se sabe que fue el primero en inducir a la
infortunada víctima a cometer una irregularidad.
»Y aquí, de la manera más
justa, interviene el hecho de la continua ausencia del hombre moreno. Permítame
hacerle notar de paso que la tez del mismo es morena y atezada; no es un color
moreno común el que atrajo la atención tanto de Valence como de madame Deluc.
Pero, ¿por qué está ausente este hombre? ¿Fue asesinado por la pandilla? Si es
así, ¿cómo no hay más que huellas de la joven asesinada? Es natural suponer que
los dos atentados se produjeron en el mismo lugar. ¿Y dónde se halla su
cadáver? Con toda probabilidad, los asesinos hubieran hecho desaparecer a ambos
en la misma forma. Pero lo que cabe suponer es que este hombre vive, y que lo
que le impide darse a conocer es el miedo de que lo acusen del asesinato. Esta
razón es la que influye sobre él actualmente, en esta última fase de la
investigación, ya que los testimonios han señalado que se le vio con Marie;
pero no tenía ninguna influencia en el período inmediato al crimen. El primer
impulso de un inocente hubiera sido denunciar el ultraje y ayudar a identificar
a los culpables. Era lo que correspondía. El hombre había sido visto con la
joven. Cruzó el río con ella en un ferryboat. Aun para un atrasado
mental la denuncia de los asesinos era el único y más seguro medio de librarse
personalmente de toda sospecha. No podemos imaginarlo, en la noche del domingo
fatal, inocente y a la vez ignorante del atentado que acababa de cometerse. Y,
sin embargo, sólo cabría suponer esas circunstancias para concebir que hubiese
dejado de denunciar a los asesinos en caso de hallarse con vida.
»¿Qué medios tenemos para
llegar a la verdad? A medida que sigamos adelante los veremos multiplicarse y
ganar en claridad. Cribemos hasta el fondo la cuestión de la primera
escapatoria. Documéntemenos sobre la historia de “el oficial”, con sus
circunstancias actuales y sus andanzas en el momento preciso del asesinato.
Comparemos cuidadosamente entre sí las distintas comunicaciones enviadas al
diario de la noche, cuyo objeto era inculpar a una pandilla. Hecho esto,
comparemos dichas comunicaciones, tanto desde el punto de vista del estilo como
de su presentación, con las enviadas al diario de la mañana, en un período
anterior, y que tenían por objeto insistir con vehemencia en la culpabilidad de
Mennais. Cumplido todo esto, comparemos el total de esas comunicaciones con
papeles escritos de puño y letra por el susodicho oficial. Tratemos de
asegurarnos, mediante repetidos interrogatorios a madame Deluc y a sus hijos,
así como a Valence, el conductor del ómnibus, de más detalles sobre la
apariencia personal del “hombre de la tez morena”. Hábilmente dirigidas, estas
indagaciones no dejarán de extraer informaciones sobre estos puntos
particulares (o sobre otros), que incluso los interrogados pueden no saber que
están en condiciones de proporcionar. Y sigamos entonces la huella del bote recogido
por el lanchero en la mañana del lunes veintitrés de junio, bote que fue
retirado, sin el timón, del depósito de lanchas, a escondidas del
empleado de turno y en un momento anterior al descubrimiento del cadáver. Con
la debida precaución y perseverancia daremos infaliblemente con ese bote, pues
no sólo el lanchero que lo encontró puede identificarlo, sino que tenemos su
timón. El gobernalle de un bote de vela no hubiera sido abandonado
fácilmente, si se tratara de alguien que no tenía nada que reprocharse. Y aquí
haré un paréntesis para insinuar un detalle. El hallazgo del bote a la deriva no
fue anunciado en el momento. Conducido discretamente al depósito de
lanchas, fue retirado con la misma discreción. Pero su propietario o usuario,
¿cómo pudo saber, en la mañana del martes y sin ayuda de ningún anuncio, dónde
se hallaba el bote, salvo que supongamos que está vinculado de alguna manera con
la marina, y que esa vinculación personal y permanente le permitía
enterarse de sus menores novedades, de sus mínimas noticias locales?
»Al hablar del asesino
solitario, que arrastra a su víctima hasta la costa, he sugerido ya la
posibilidad de que hubiera hecho uso de un bote. Podemos sostener ahora
que Marie Rogêt fue echada al agua desde un bote, lo cual me parece lógico, ya
que no cabía confiar el cadáver a las aguas poco profundas de la costa. Las
peculiares marcas de la espalda y hombros de la víctima apuntan a las cuadernas
del fondo de un bote. También corrobora esta idea el que el cadáver fuera
encontrado sin un peso atado como lastre. De haber sido echado al agua en la
costa, le hubieran agregado algún peso. Cabe suponer que la falta del mismo se debió
a un descuido del asesino, que olvidó llevarlo consigo al alejarse río adentro.
En el momento de lanzar el cuerpo al agua debió de advertir su olvido, pero no
tenía nada a mano para remediarlo. Debió de preferir cualquier riesgo antes que
regresar a aquella terrible playa. Luego, libre de su fúnebre carga, el asesino
se apresuró a regresar a la ciudad. Allí, en algún muelle mal iluminado, saltó
a tierra. En cuanto al bote, ¿lo amarraría allí mismo? Debió de proceder con
demasiada prisa para pensar en tal cosa. Además, de amarrarlo, hubiera sentido
que dejaba a sus espaldas pruebas contra sí mismo. Su reacción natural debió de
ser la de alejar lo más posible todo lo que guardara alguna relación con el
crimen. No sólo quería huir de aquel muelle, sino que no permitiría que el bote
quedara allí. Seguramente lo lanzó a la deriva. Pero sigamos adelante con
nuestras suposiciones. A la mañana siguiente, el miserable se siente presa del
más inexpresable horror al enterarse de que el bote ha sido recogido y llevado
a un lugar que él frecuenta diariamente; un lugar donde quizá sus obligaciones
lo hacen acudir de continuo. A la noche siguiente, sin atreverse a pedir el
timón, se apodera del bote. Ahora bien: ¿dónde está ese bote sin
gobernalle? Descubrirlo debe constituir uno de nuestros primeros propósitos. De
la luz que emane de ese descubrimiento comenzará a nacer el día de nuestro
triunfo. Con una rapidez que nos sorprenderá, el bote va a guiarnos hasta aquel
que lo utilizó en la medianoche del domingo fatal. Una corroboración seguirá a
otra y el asesino será identificado.»
Por razones que no
especificaremos, pero que resultarán obvias a muchos lectores, nos hemos tomado
la libertad de omitir la parte del manuscrito confiado a nuestras manos dónde
se detalla el seguimiento de la apenas perceptible pista lograda por
Dupin. Sólo nos parece conveniente dejar constancia, en resumen, de que los
resultados previstos fueron alcanzados, y que el prefecto cumplió fielmente,
aunque sin muchas ganas, los términos de su convenio con el chevalier.
El artículo del señor Poe concluye con las siguientes palabras (Los
directores):
Se comprenderá que hablo
de coincidencias y nada más. Lo que he dicho sobre este punto debe
bastar. No hay fe en mi corazón sobre lo preternatural. Que la naturaleza y su
Dios son dos, nadie capaz de pensar lo negará. Que el segundo, creando la
primera, puede controlarla y modificarla a su voluntad, es asimismo
incuestionable. Digo «a su voluntad» porque se trata de una cuestión de
voluntad y no, como el extravío de la lógica supone, de poder. No se trata de
que la Deidad no pueda modificar sus leyes, sino que la insultamos al
suponer una posible necesidad de modificación. En sus orígenes, esas leyes
fueron planeadas para abrazar todas las contingencias que podrían
presentarse en el futuro. Con Dios, todo es ahora.
Repito, pues, que sólo
hablo de estas cosas como de coincidencias. Más aún: en lo que he relatado se
verá que entre el destino de la infortunada Mary Cecilia Rogers (hasta donde
dicho destino es conocido) y el de una tal Marie Rogêt (hasta un momento dado
de su historia) existió un paralelo de tan extraordinaria exactitud que frente
a él la razón se siente confundida. He dicho que esto se verá. Pero no se
suponga por un solo instante que, al continuar con la triste narración
referente a Marie desde la época mencionada, y seguir hasta su desenlace el
misterio que rodeó su muerte, abrigo la encubierta intención de insinuar que el
paralelo continúa, o sugerir que las medidas adoptadas en París para el
descubrimiento del asesino de una grisette, o cualquier medida fundada
en raciocinios similares, producirían en el otro caso resultados equivalentes.
Preciso es tener en
cuenta -refiriéndonos a la última parte de la suposición- que la más nimia
variación en los hechos de los dos casos podría dar motivo a los más grandes
errores al hacer tomar a ambas series de eventos distintas direcciones; lo
mismo que, en aritmética, un error que en sí mismo es insignificante, por mera
multiplicación en los distintos pasos de un proceso llega a producir un
resultado enormemente alejado de la verdad. Con respecto a la primera parte de
las suposiciones, no debemos olvidar que el cálculo de probabilidades al cual
me referí antes prohíbe toda idea de la prolongación del paralelismo, y lo hace
con una fuerza y decisión proporcionales a la medida en que dicho paralelo se
ha mostrado hasta entonces exacto y acertado. Es ésta una de esas proposiciones
anómalas que, reclamando en apariencia un pensar diferente del pensar
matemático, sólo puede ser plenamente abarcada por una mente matemática. Nada
más difícil, por ejemplo, que convencer al lector corriente de que el hecho de
que el seis haya sido echado dos veces por un jugador de dados, basta para
apostar que no volverá a salir en la tercera tentativa. El intelecto rechaza
casi siempre toda sugestión en este sentido. No se acepta que dos tiros ya
efectuados, y que pertenecen por completo al pasado, puedan influir sobre un
tiro que sólo existe en el futuro. Las probabilidades de echar dos seises
parecen exactamente las mismas que en cualquier otro momento, vale decir que
sólo están sometidas a la influencia de todos los otros tiros que pueden
producirse en el juego de dados. Esta reflexión parece tan obvia que las
tentativas de contradecirla son casi siempre recibidas con una sonrisa
despectiva antes que con atención respetuosa. No pretendo exponer aquí, dentro
de los límites de este trabajo, el craso error involucrado en esa actitud; para
los que entienden de filosofía, no necesita explicación. Baste decir que forma
parte de una infinita serie de engaños que surgen en la senda de la razón, por
culpa de su tendencia a buscar la verdad en el detalle.
La carta robada
Nil sapientiae odiosius
acumine nimio.
Séneca
Séneca
Me hallaba en París en el
otoño de 18... Una noche, después de una tarde ventosa, gozaba del doble placer
de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C.
Auguste Dupin, en su pequeña biblioteca o gabinete de estudios del n.° 33,
rue Dunot, au troisième, Faubourg Saint-Germain. Llevábamos más de
una hora en profundo silencio, y cualquier observador casual nos hubiera creído
exclusiva y profundamente dedicados a estudiar las onduladas capas de humo que
llenaban la atmósfera de la sala. Por mi parte, me había entregado a la discusión
mental de ciertos tópicos sobre los cuales habíamos departido al comienzo de la
velada; me refiero al caso de la rue Morgue y al misterio del asesinato de
Marie Rogêt. No dejé de pensar, pues, en una coincidencia, cuando vi abrirse la
puerta para dejar paso a nuestro viejo conocido G..., el prefecto de la policía
de París.
Lo recibimos cordialmente, pues en aquel hombre había tanto de
despreciable como de divertido, y llevábamos varios años sin verlo. Como
habíamos estado sentados en la oscuridad, Dupin se levantó para encender una
lámpara, pero volvió a su asiento sin hacerlo cuando G... nos hizo saber que
venía a consultarnos, o, mejor dicho, a pedir la opinión de mi amigo sobre
cierto asunto oficial que lo preocupaba grandemente.
-Si se trata de algo que requiere reflexión -observó Dupin,
absteniéndose de dar fuego a la mecha- será mejor examinarlo en la oscuridad.
-He aquí una de sus ideas raras -dijo el prefecto, para quien todo lo
que excedía su comprensión era «raro», por lo cual vivía rodeado de una
verdadera legión de «rarezas».
-Muy cierto -repuso Dupin, entregando una pipa a nuestro visitante y
ofreciéndole un confortable asiento.
-¿Y cuál es la dificultad? -pregunté-. Espero que no sea otro asesinato.
-¡Oh, no, nada de eso! Por cierto que es un asunto muy sencillo y no
dudo de que podremos resolverlo perfectamente bien por nuestra cuenta; de todos
modos pensé que a Dupin le gustaría conocer los detalles, puesto que es un caso
muy raro.
-Sencillo y raro -dijo Dupin.
-Justamente. Pero tampoco es completamente eso. A decir verdad, todos
estamos bastante confundidos, ya que la cosa es sencillísima y, sin embargo,
nos deja perplejos.
-Quizá lo que los induce a error sea precisamente la sencillez del
asunto -observó mi amigo.
-¡Qué absurdos dice usted! -repuso el prefecto, riendo a carcajadas.
-Quizá el misterio es un poco demasiado sencillo -dijo Dupin.
-¡Oh, Dios mío! ¿Cómo se le puede ocurrir semejante idea?
-Un poco demasiado evidente.
-¡Ja, ja! ¡Oh, oh! -reía el prefecto, divertido hasta más no poder-.
Dupin, usted acabará por hacerme morir de risa.
-Veamos, ¿de qué se trata? -pregunté.
-Pues bien, voy a decírselo -repuso el prefecto, aspirando profundamente
una bocanada de humo e instalándose en un sillón-. Puedo explicarlo en pocas
palabras, pero antes debo advertirles que el asunto exige el mayor secreto,
pues si se supiera que lo he confiado a otras personas podría costarme mi
actual posición.
-Hable usted -dije.
-O no hable -dijo Dupin.
-Está bien. He sido informado personalmente, por alguien que ocupa un
altísimo puesto, de que cierto documento de la mayor importancia ha sido robado
en las cámaras reales. Se sabe quién es la persona que lo ha robado, pues fue
vista cuando se apoderaba de él. También se sabe que el documento continúa en
su poder.
-¿Cómo se sabe eso? -preguntó Dupin.
-Se deduce claramente -repuso el prefecto- de la naturaleza del
documento y de que no se hayan producido ciertas consecuencias que tendrían
lugar inmediatamente después que aquél pasara a otras manos; vale decir,
en caso de que fuera empleado en la forma en que el ladrón ha de pretender
hacerlo al final.
-Sea un poco más explícito -dije.
-Pues bien, puedo afirmar que dicho papel da a su poseedor cierto poder
en cierto lugar donde dicho poder es inmensamente valioso.
El prefecto estaba encantado de su jerga diplomática.
-Pues sigo sin entender nada -dijo Dupin.
-¿No? Veamos: la presentación del documento a una tercera persona que no
nombraremos pondría sobre el tapete el honor de un personaje de las más altas
esferas y ello da al poseedor del documento un dominio sobre el ilustre
personaje cuyo honor y tranquilidad se ven de tal modo amenazados.
-Pero ese dominio -interrumpí- dependerá de que el ladrón supiera que
dicho personaje lo conoce como tal. ¿Y quién osaría...?
-El ladrón -dijo G...- es el ministro D..., que se atreve a todo, tanto
en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre. La forma en que cometió
el robo es tan ingeniosa como audaz. El documento en cuestión -una carta, para
ser francos- fue recibido por la persona robada mientras se hallaba a solas en
el boudoir real. Mientras la leía, se vio repentinamente interrumpida
por la entrada de la otra eminente persona, a la cual la primera deseaba ocultar
especialmente la carta. Después de una apresurada y vana tentativa de
esconderla en un cajón, debió dejarla, abierta como estaba, sobre una mesa.
Como el sobrescrito había quedado hacia arriba y no se veía el contenido, la
carta podía pasar sin ser vista. Pero en ese momento aparece el ministro D...
Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconoce la escritura del
sobrescrito, observa la confusión de la persona en cuestión y adivina su
secreto. Luego de tratar algunos asuntos en la forma expeditiva que le es
usual, extrae una carta parecida a la que nos ocupa, la abre, finge leerla y la
coloca luego exactamente al lado de la otra. Vuelve entonces a departir sobre
las cuestiones públicas durante un cuarto de hora. Se levanta, finalmente, y,
al despedirse, toma la carta que no le pertenece. La persona robada ve la
maniobra, pero no se atreve a llamarle la atención en presencia de la tercera,
que no se mueve de su lado. El ministro se marcha, dejando sobre la mesa la
otra carta sin importancia.
-Pues bien -dijo Dupin, dirigiéndose a mí-, ahí tiene usted lo que se
requería para que el dominio del ladrón fuera completo: éste sabe que la
persona robada lo conoce como el ladrón.
-En efecto -dijo el prefecto-, y el poder así obtenido ha sido usado en
estos últimos meses para fines políticos, hasta un punto sumamente peligroso.
La persona robada está cada vez más convencida de la necesidad de recobrar su
carta. Pero, claro está, una cosa así no puede hacerse abiertamente. Por fin,
arrastrada por la desesperación, dicha persona me ha encargado de la tarea.
-Para la cual -dijo Dupin, envuelto en un perfecto torbellino de humo-
no podía haberse deseado, o siquiera imaginado, agente más sagaz.
-Me halaga usted -repuso el prefecto-, pero no es imposible que, en
efecto, se tenga de mi tal opinión.
-Como hace usted notar -dije-, es evidente que la carta sigue en
posesión del ministro, pues lo que le confiere su poder es dicha posesión y no
su empleo. Apenas empleada la carta, el poder cesaría.
Muy cierto -convino G...-. Mis pesquisas se basan en esa convicción. Lo
primero que hice fue registrar cuidadosamente la mansión del ministro, aunque
la mayor dificultad residía en evitar que llegara a enterarse. Se me ha
prevenido que, por sobre todo, debo impedir que sospeche nuestras intenciones,
lo cual sería muy peligroso.
-Pero usted tiene todas las facilidades para ese tipo de investigaciones
-dije-. No es la primera vez que la policía parisiense las practica.
-¡Oh, naturalmente! Por eso no me preocupé demasiado. Las costumbres del
ministro me daban, además, una gran ventaja. Con frecuencia pasa la noche fuera
de su casa. Los sirvientes no son muchos y duermen alejados de los aposentos de
su amo; como casi todos son napolitanos, es muy fácil inducirlos a beber copiosamente.
Bien saben ustedes que poseo llaves con las cuales puedo abrir cualquier
habitación de París. Durante estos tres meses no ha pasado una noche sin que me
dedicara personalmente a registrar la casa de D... Mi honor está en juego y,
para confiarles un gran secreto, la recompensa prometida es enorme. Por eso no
abandoné la búsqueda hasta no tener seguridad completa de que el ladrón es más
astuto que yo. Estoy seguro de haber mirado en cada rincón posible de la casa
donde la carta podría haber sido escondida.
-¿No sería posible -pregunté- que si bien la carta se halla en posesión
del ministro, como parece incuestionable, éste la haya escondido en otra parte
que en su casa?
-Es muy poco probable -dijo Dupin-. El especial giro de los asuntos
actuales en la corte, y especialmente de las intrigas en las cuales se halla
envuelto D..., exigen que el documento esté a mano y que pueda ser exhibido en
cualquier momento; esto último es tan importante como el hecho mismo de su
posesión.
-¿Que el documento pueda ser exhibido? -pregunte.
-Si lo prefiere, que pueda ser destruido -dijo Dupin.
-Pues bien -convine-, el papel tiene entonces que estar en la casa.
Supongo que podemos descartar toda idea de que el ministro lo lleve consigo.
-Por supuesto -dijo el prefecto-. He mandado detenerlo dos veces por
falsos salteadores de caminos y he visto personalmente cómo le registraban.
-Pudo usted ahorrarse esa molestia -dijo Dupin-. Supongo que D... no es
completamente loco y que ha debido prever esos falsos asaltos como una
consecuencia lógica.
-No es completamente loco -dijo G...-, pero es un poeta, lo que
en mi opinión viene a ser más o menos lo mismo.
-Cierto -dijo Dupin, después de aspirar una profunda bocanada de su pipa
de espuma de mar-, aunque, por mi parte, me confieso culpable de algunas malas
rimas.
-¿Por qué no nos da detalles de su requisición? -pregunté.
-Pues bien; como disponíamos del tiempo necesario, buscamos en todas
partes. Tengo una larga experiencia en estos casos. Revisé íntegramente la
mansión, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada
aposento. Primero examiné el moblaje. Abrimos todos los cajones; supongo que no
ignoran ustedes que, para un agente de policía bien adiestrado, no hay cajón secreto
que pueda escapársele. En una búsqueda de esta especie, el hombre que deja
sin ver un cajón secreto es un imbécil. ¡Son tan evidentes! En cada
mueble hay una cierta masa, un cierto espacio que debe ser explicado. Para eso
tenemos reglas muy precisas. No se nos escaparía ni la quincuagésima parte de
una línea.
»Terminada la inspección de armarios pasamos a las
sillas. Atravesamos los almohadones con esas largas y finas agujas que me han
visto ustedes emplear. Levantamos las tablas de las mesas.»
-¿Porqué?
-Con frecuencia, la persona que desea esconder algo levanta la tapa de
una mesa o de un mueble similar, hace un orificio en cada una de las patas,
esconde el objeto en cuestión y vuelve a poner la tabla en su sitio. Lo mismo
suele hacerse en las cabeceras y postes de las camas.
-Pero, ¿no puede localizarse la cavidad por el sonido? -pregunté.
-De ninguna manera si, luego de haberse depositado el objeto, se lo
rodea con una capa de algodón. Además, en este caso estábamos forzados a
proceder sin hacer ruido.
-Pero es imposible que hayan ustedes revisado y desarmado todos los
muebles donde pudo ser escondida la carta en la forma que menciona. Una carta
puede ser reducida a un delgadísimo rollo, casi igual en volumen al de una
aguja larga de tejer, y en esa forma se la puede insertar, por ejemplo, en el
travesaño de una silla. ¿Supongo que no desarmaron todas las sillas?
-Por supuesto que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños
de todas las sillas de la casa y las junturas de todos los muebles con ayuda de
un poderoso microscopio. Si hubiera habido la menor señal de un reciente
cambio, no habríamos dejado de advertirlo instantáneamente. Un simple grano de
polvo producido por un barreno nos hubiera saltado a los ojos como si fuera una
manzana. La menor diferencia en la encoladura, la más mínima apertura en los
ensamblajes, hubiera bastado para orientarnos.
-Supongo que miraron en los espejos, entre los marcos y el cristal, y
que examinaron las camas y la ropa de la cama, así como los cortinados y
alfombras.
-Naturalmente, y luego que hubimos revisado todo el moblaje en la misma
forma minuciosa, pasamos a la casa misma. Dividimos su superficie en
compartimentos que numeramos, a fin de que no se nos escapara ninguno; luego
escrutamos cada pulgada cuadrada, incluyendo las dos casas adyacentes, siempre
ayudados por el microscopio.
-¿Las dos casas adyacentes? -exclamé-. ¡Habrán tenido toda clase de
dificultades!
-Sí. Pero la recompensa ofrecida es enorme.
-¿Incluían ustedes el terreno contiguo a las casas?
-Dicho terreno está pavimentado con ladrillos. No nos dio demasiado
trabajo comparativamente, pues examinamos el musgo entre los ladrillos y lo
encontramos intacto.
-¿Miraron entre los papeles de D..., naturalmente, y en los libros de la
biblioteca?
-Claro está. Abrimos todos los paquetes, y no sólo examinamos cada
libro, sino que lo hojeamos cuidadosamente, sin conformarnos con una mera
sacudida, como suelen hacerlo nuestros oficiales de policía. Medimos asimismo
el espesor de cada encuadernación, escrutándola luego de la manera más
detallada con el microscopio. Si se hubiera insertado un papel en una de esas
encuadernaciones, resultaría imposible que pasara inadvertido. Cinco o seis
volúmenes que salían de manos del encuadernador fueron probados
longitudinalmente con las agujas.
-¿Exploraron los pisos debajo de las alfombras?
-Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las planchas con
el microscopio.
-¿Y el papel de las paredes?
-Lo mismo.
-¿Miraron en los sótanos?
-Miramos.
-Pues entonces -declaré- se ha equivocado usted en sus cálculos y la
carta no está en la casa del ministro.
-Me temo que tenga razón -dijo el prefecto-. Pues bien, Dupin, ¿qué me
aconseja usted?
-Revisar de nuevo completamente la casa.
-¡Pero es inútil! -replicó G...-. Tan seguro estoy de que respiro como
de que la carta no está en la casa.
-No tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin-. Supongo que posee usted
una descripción precisa de la carta.
-¡Oh, sí!
Luego de extraer una libreta, el prefecto procedió a leernos una
minuciosa descripción del aspecto interior de la carta, y especialmente del
exterior. Poco después de terminar su lectura se despidió de nosotros,
desanimado como jamás lo había visto antes.
Un mes más tarde nos hizo otra visita y nos encontró ocupados casi en la
misma forma que la primera vez. Tomó posesión de una pipa y un sillón y se puso
a charlar de cosas triviales. Al cabo de un rato le dije:
-Veamos, G..., ¿qué pasó con la carta robada? Supongo que, por lo menos,
se habrá convencido de que no es cosa fácil sobrepujar en astucia al ministro.
-¡El diablo se lo lleve! Volví a revisar su casa, como me lo había
aconsejado Dupin, pero fue tiempo perdido. Ya lo sabía yo de antemano.
-¿A cuánto dijo usted que ascendía la recompensa ofrecida? -preguntó
Dupin.
-Pues... a mucho dinero... muchísimo. No quiero decir exactamente
cuánto, pero eso sí, afirmo que estaría dispuesto a firmar un cheque por
cincuenta mil francos a cualquiera que me consiguiese esa carta. El asunto va
adquiriendo día a día más importancia, y la recompensa ha sido recientemente
doblada. Pero, aunque ofrecieran tres voces esa suma, no podría hacer más de lo
que he hecho.
-Pues... la verdad... -dijo Dupin, arrastrando las palabras entre
bocanadas de humo-, me parece a mí, G..., que usted no ha hecho... todo lo que
podía hacerse. ¿No cree que... aún podría hacer algo más, eh?
-¿Cómo? ¿En qué sentido?
-Pues... puf... podría usted... puf, puf... pedir consejo en este
asunto... puf, puf, puf... ¿Se acuerda de la historia que cuentan de Abernethy?
-No. ¡Al diablo con Abernethy!
-De acuerdo. ¡Al diablo, pero bienvenido! Érase una vez cierto avaro que
tuvo la idea de obtener gratis el consejo médico de Abernethy. Aprovechó una
reunión y una conversación corrientes para explicar un caso personal como si se
tratara del de otra persona. «Supongamos que los síntomas del enfermo son tales
y cuales -dijo-. Ahora bien, doctor: ¿qué le aconsejaría usted hacer?» «Lo que
yo le aconsejaría -repuso Abernethy- es que consultara a un médico.»
-¡Vamos! -exclamó el prefecto, bastante desconcertado-. Estoy plenamente
dispuesto a pedir consejo y a pagar por él. De verdad, daría cincuenta mil
francos a quienquiera me ayudara en este asunto.
-En ese caso -replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de
cheques-, bien puede usted llenarme un cheque por la suma mencionada. Cuando lo
haya firmado le entregaré la carta.
Me quedé estupefacto. En cuanto al prefecto, parecía fulminado. Durante
algunos minutos fue incapaz de hablar y de moverse, mientras contemplaba a mi
amigo con ojos que parecían salírsele de las órbitas y con la boca abierta.
Recobrándose un tanto, tomó una pluma y, después de varias pausas y abstraídas
contemplaciones, llenó y firmó un cheque por cincuenta mil francos,
extendiéndolo por encima de la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y
lo guardo en su cartera; luego, abriendo un escritorio, sacó una carta y la
entregó al prefecto. Nuestro funcionario la tomó en una convulsión de alegría,
la abrió con manos trémulas, lanzó una ojeada a su contenido y luego,
lanzándose vacilante hacia la puerta, desapareció bruscamente del cuarto y de
la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde el momento en que Dupin le
pidió que llenara el cheque.
Una vez que se hubo marchado, mi amigo consintió en darme algunas
explicaciones.
-La policía parisiense es sumamente hábil a su manera -dijo-. Es
perseverante, ingeniosa, astuta y muy versada en los conocimientos que sus
deberes exigen. Así, cuando G... nos explicó su manera de registrar la mansión
de D..., tuve plena confianza en que había cumplido una investigación
satisfactoria, hasta donde podía alcanzar.
-¿Hasta donde podía alcanzar? -repetí.
-Sí -dijo Dupin-. Las medidas adoptadas no solamente eran las mejores en
su género, sino que habían sido llevadas a la más absoluta perfección. Si la
carta hubiera estado dentro del ámbito de su búsqueda, no cabe la menor duda de
que los policías la hubieran encontrado.
Me eché a reír, pero Dupin parecía hablar muy en serio.
-Las medidas -continuó- eran excelentes en su género, y fueron bien
ejecutadas; su defecto residía en que eran inaplicables al caso y al hombre en
cuestión. Una cierta cantidad de recursos altamente ingeniosos constituyen para
el prefecto una especie de lecho de Procusto, en el cual quiere meter a la
fuerza sus designios. Continuamente se equivoca por ser demasiado profundo o
demasiado superficial para el caso, y más de un colegial razonaría mejor que
él. Conocí a uno que tenía ocho años y cuyos triunfos en el juego de «par e
impar» atraían la admiración general. El juego es muy sencillo y se juega con
bolitas. Uno de los contendientes oculta en la mano cierta cantidad de bolitas
y pregunta al otro: «¿Par o impar?» Si éste adivina correctamente, gana una bolita;
si se equivoca, pierde una. El niño de quien hablo ganaba todas las bolitas de
la escuela. Naturalmente, tenía un método de adivinación que consistía en la
simple observación y en el cálculo de la astucia de sus adversarios. Supongamos
que uno de éstos sea un perfecto tonto y que, levantando la mano cerrada, le
pregunta: «¿Par o impar?» Nuestro colegial responde: «Impar», y pierde, pero a
la segunda vez gana, por cuanto se ha dicho a sí mismo: «El tonto tenía pares
la primera vez, y su astucia no va más allá de preparar impares para la segunda
vez. Por lo tanto, diré impar.» Lo dice, y gana. Ahora bien, si le toca jugar
con un tonto ligeramente superior al anterior, razonará en la siguiente forma:
«Este muchacho sabe que la primera vez elegí impar, y en la segunda se le
ocurrirá como primer impulso pasar de par a impar, pero entonces un nuevo
impulso le sugerirá que la variación es demasiado sencilla, y finalmente se
decidirá a poner bolitas pares como la primera vez. Por lo tanto, diré pares.»
Así lo hace, y gana. Ahora bien, esta manera de razonar del colegial, a quien
sus camaradas llaman «afortunado», ¿en qué consiste si se la analiza con
cuidado?
-Consiste -repuse- en la identificación del intelecto del razonador con
el de su oponente.
-Exactamente -dijo Dupin-. Cuando pregunté al muchacho de qué manera
lograba esa total identificación en la cual residían sus triunfos, me
contestó: «Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno,
o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más
posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero hasta ver qué
pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes
con la expresión de mi cara.» Esta respuesta del colegial está en la base de toda
la falsa profundidad atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyère, Maquiavelo y
Campanella.
-Si comprendo bien -dije- la identificación del intelecto del razonador
con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia
de este último.
-Depende de ello para sus resultados prácticos -replicó Dupin-, y el
prefecto y sus cohortes fracasan con tanta frecuencia, primero por no lograr
dicha identificación y segundo por medir mal -o, mejor dicho, por no medir- el
intelecto con el cual se miden. Sólo tienen en cuenta sus propias ideas
ingeniosas y, al buscar alguna cosa oculta, se fijan solamente en los métodos
que ellos hubieran empleado para ocultarla. Tienen mucha razón en la
medida en que su propio ingenio es fiel representante del de la masa; pero,
cuando la astucia del malhechor posee un carácter distinto de la suya, aquél
los derrota, como es natural. Esto ocurre siempre cuando se trata de una
astucia superior a la suya y, muy frecuentemente, cuando está por debajo. Los
policías no admiten variación de principio en sus investigaciones; a lo sumo,
si se ven apurados por algún caso insólito, o movidos por una recompensa
extraordinaria, extienden o exageran sus viejas modalidades rutinarias, pero
sin tocar los principios. Por ejemplo, en este asunto de D..., ¿qué se ha hecho
para modificar el principio de acción? ¿Qué son esas perforaciones, esos
escrutinios con el microscopio, esa división de la superficie del edificio en
pulgadas cuadradas numeradas? ¿Qué representan sino la aplicación exagerada del
principio o la serie de principios que rigen una búsqueda, y que se basan a su
vez en una serie de nociones sobre el ingenio humano, a las cuales se ha
acostumbrado el prefecto en la prolongada rutina de su tarea? ¿No ha advertido
que G... da por sentado que todo hombre esconde una carta, si no
exactamente en un agujero practicado en la pata de una silla, por lo menos en
algún agujero o rincón sugerido por la misma línea de pensamiento que inspira
la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? Observe
asimismo que esos escondrijos rebuscados sólo se utilizan en ocasiones
ordinarias, y sólo serán elegidos por inteligencias igualmente ordinarias; vale
decir que en todos los casos de ocultamiento cabe presumir, en primer término,
que se lo ha efectuado dentro de esas líneas; por lo tanto, su descubrimiento
no depende en absoluto de la perspicacia, sino del cuidado, la paciencia y la
obstinación de los buscadores; y si el caso es de importancia (o la recompensa
magnifica, lo cual equivale a la misma cosa a los ojos de los policías), las
cualidades aludidas no fracasan jamás. Comprenderá usted ahora lo que
quiero decir cuando sostengo que si la carta robada hubiese estado escondida en
cualquier parte dentro de los límites de la perquisición del prefecto (en otras
palabras, si el principio rector de su ocultamiento hubiera estado comprendido
dentro de los principios del prefecto) hubiera sido descubierta sin la más
mínima duda. Pero nuestro funcionario ha sido mistificado por completo, y la
remota fuente de su derrota yace en su suposición de que el ministro es un loco
porque ha logrado renombre como poeta. Todos los locos son poetas en el
pensamiento del prefecto, de donde cabe considerarlo culpable de un non
distributio medii por inferir de lo anterior que todos los poetas son
locos.
-¿Pero se trata realmente del poeta? -pregunté-. Sé que D... tiene un
hermano, y que ambos han logrado reputación en el campo de las letras. Creo que
el ministro ha escrito una obra notable sobre el cálculo diferencial. Es un
matemático y no un poeta.
-Se equivoca usted. Lo conozco bien, y sé que es ambas cosas. Como poeta
y matemático es capaz de razonar bien, en tanto que como mero matemático
hubiera sido capaz de hacerlo y habría quedado a merced del prefecto.
-Me sorprenden esas opiniones -dije-, que el consenso universal
contradice. Supongo que no pretende usted aniquilar nociones que tienen siglos
de existencia sancionada. La razón matemática fue considerada siempre como la
razón por excelencia.
-Il y a à parier -replicó Dupin, citando a Chamfort- que toute
idée publique, toute convention reçue est une sottise, car elle a convenu au
plus grand nombre. Le aseguro que los matemáticos han sido los primeros en
difundir el error popular al cual alude usted, y que no por difundido deja de
ser un error. Con arte digno de mejor causa han introducido, por ejemplo, el
término «análisis» en las operaciones algebraicas. Los franceses son los
causantes de este engaño, pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras
derivan su valor de su aplicación, entonces concedo que «análisis» abarca
«álgebra», tanto como en latín ambitus implica «ambición»; religio, «religión»,
u homines honesti, la clase de las gentes honorables.
-Me temo que se malquiste usted con algunos de los algebristas de París.
Pero continúe.
-Niego la validez y, por tanto, los resultados de una razón cultivada
por cualquier procedimiento especial que no sea el lógico abstracto. Niego, en
particular, la razón extraída del estudio matemático. Las matemáticas
constituyen la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es
simplemente la lógica aplicada a la observación de la forma y la cantidad. El
gran error está en suponer que incluso las verdades de lo que se denomina
álgebra pura constituyen verdades abstractas o generales. Y este error
es tan enorme que me asombra se lo haya aceptado universalmente. Los axiomas
matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es cierto de la relación
(de la forma y la cantidad) resulta con frecuencia erróneo aplicado, por
ejemplo, a la moral. En esta última ciencia suele no ser cierto que el todo sea
igual a la suma de las partes. También en química este axioma no se cumple. En
la consideración de los móviles falla igualmente, pues dos móviles de un valor
dado no alcanzan necesariamente al sumarse un valor equivalente a la suma de
sus valores. Hay muchas otras verdades matemáticas que sólo son tales dentro de
los límites de la relación. Pero el matemático, llevado por el hábito,
arguye, basándose en sus verdades finitas, como si tuvieran una
aplicación general, cosa que por lo demás la gente acepta y cree. En su erudita
Mitología, Bryant alude a una análoga fuente de error cuando señala que,
«aunque no se cree en las fábulas paganas, solemos olvidarnos de ello y
extraemos consecuencias como si fueran realidades existentes». Pero, para los
algebristas, que son realmente paganos, las «fábulas paganas» constituyen
materia de credulidad, y las inferencias que de ellas extraen no nacen de un
descuido de la memoria sino de un inexplicable reblandecimiento mental. Para
resumir: jamás he encontrado a un matemático en quien se pudiera confiar fuera
de sus raíces y sus ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe que x2+px
es absoluta e incondicionalmente igual a q. Por vía de experimento,
diga a uno de esos caballeros que, en su opinión, podrían darse casos en que x2+px
no fuera absolutamente igual a q; pero, una vez que le haya hecho
comprender lo que quiere decir, sálgase de su camino lo antes posible, porque
es seguro que tratará de golpearlo.
»Lo que busco indicar -agregó Dupin, mientras yo reía de sus últimas
observaciones- es que, si el ministro hubiera sido sólo un matemático, el
prefecto no se habría visto en la necesidad de extenderme este cheque. Pero sé
que es tanto matemático como poeta, y mis medidas se han adaptado a sus
capacidades, teniendo en cuenta las circunstancias que lo rodeaban. Sabía que
es un cortesano y un audaz intrigant. Pensé que un hombre semejante no
dejaría de estar al tanto de los métodos policiales ordinarios. Imposible que
no anticipara (y los hechos lo han probado así) los falsos asaltos a que fue
sometido. Reflexioné que igualmente habría previsto las pesquisiciones secretas
en su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que el prefecto consideraba una
excelente ayuda para su triunfo, me parecieron simplemente astucias destinadas
a brindar oportunidades a la perquisición y convencer lo antes posible a la
policía de que la carta no se hallaba en la casa, como G... terminó finalmente
por creer. Me pareció asimismo que toda la serie de pensamientos que con algún
trabajo acabo de exponerle y que se refieren al principio invariable de la
acción policial en sus búsquedas de objetos ocultos, no podía dejar de
ocurrírsele al ministro. Ello debía conducirlo inflexiblemente a desdeñar todos
los escondrijos vulgares. Reflexioné que ese hombre no podía ser tan
simple como para no comprender que el rincón más remoto e inaccesible de su
morada estaría tan abierto como el más vulgar de los armarios a los ojos, las
sondas, los barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por último, que D...
terminaría necesariamente en la simplicidad, si es que no la adoptaba
por una cuestión de gusto personal. Quizá recuerde usted con qué ganas rió el
prefecto cuando, en nuestra primera entrevista, sugerí que acaso el misterio lo
perturbaba por su absoluta evidencia.
-Me acuerdo muy bien -respondí-. Por un momento pensé que iban a darle
convulsiones.
-El mundo material -continuó Dupin- abunda en estrictas analogías con el
inmaterial, y ello tiñe de verdad el dogma retórico según el cual la metáfora o
el símil sirven tanto para reforzar un argumento como para embellecer una
descripción. El principio de la vis inertiæ, por ejemplo, parece
idéntico en la física y en la metafísica. Si en la primera es cierto que
resulta más difícil poner en movimiento un cuerpo grande que uno pequeño, y que
el impulso o cantidad de movimiento subsecuente se hallará en relación con la
dificultad, no menos cierto es en metafísica que los intelectos de máxima
capacidad, aunque más vigorosos, constantes y eficaces en sus avances que los
de grado inferior, son más lentos en iniciar dicho avance y se muestran más
embarazados y vacilantes en los primeros pasos. Otra cosa: ¿Ha observado usted
alguna vez, entre las muestras de las tiendas, cuáles atraen la atención en
mayor grado?
-Jamás se me ocurrió pensarlo -dije.
-Hay un juego de adivinación -continuó Dupin- que se juega con un mapa.
Uno de los participantes pide al otro que encuentre una palabra dada: el nombre
de una ciudad, un río, un Estado o un imperio; en suma, cualquier palabra que
figure en la abigarrada y complicada superficie del mapa. Por lo regular, un
novato en el juego busca confundir a su oponente proponiéndole los nombres
escritos con los caracteres más pequeños, mientras que el buen jugador escogerá
aquellos que se extienden con grandes letras de una parte a otra del mapa.
Estos últimos, al igual que las muestras y carteles excesivamente grandes,
escapan a la atención a fuerza de ser evidentes, y en esto la desatención
ocular resulta análoga al descuido que lleva al intelecto a no tomar en cuenta
consideraciones excesivas y palpablemente evidentes. De todos modos, es éste un
asunto que se halla por encima o por debajo del entendimiento del prefecto.
Jamás se le ocurrió como probable o posible que el ministro hubiera dejado la
carta delante de las narices del mundo entero, a fin de impedir mejor que una
parte de ese mundo pudiera verla.
»Cuanto más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de
D..., en que el documento debía hallarse siempre a mano si pretendía
servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad proporcionada por el
prefecto de que el documento no se hallaba oculto dentro de los límites de las
búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que, para
esconder la carta, el ministro había acudido al más amplio y sagaz de los
expedientes: el no ocultarla.
»Compenetrado de estas ideas, me puse un par de anteojos verdes, y una
hermosa mañana acudí como por casualidad a la mansión ministerial. Hallé a D...
en casa, bostezando, paseándose sin hacer nada y pretendiendo hallarse en el
colmo del ennui. Probablemente se trataba del más activo y enérgico de
los seres vivientes, pero eso tan sólo cuando nadie lo ve.
»Para no ser menos, me quejé del mal estado de mi vista y de la
necesidad de usar anteojos, bajo cuya protección pude observar cautelosa pero
detalladamente el aposento, mientras en apariencia seguía con toda atención las
palabras de mi huésped.
»Dediqué especial cuidado a una gran mesa-escritorio junto a la cual se
sentaba D..., y en la que aparecían mezcladas algunas cartas y papeles,
juntamente con un par de instrumentos musicales y unos pocos libros. Pero,
después de un prolongado y atento escrutinio, no vi nada que procurara mis
sospechas.
»Dando la vuelta al aposento, mis ojos cayeron por fin sobre un insignificante
tarjetero de cartón recortado que colgaba, sujeto por una sucia cinta azul, de
una pequeña perilla de bronce en mitad de la repisa de la chimenea. En este
tarjetero, que estaba dividido en tres o cuatro compartimentos, vi cinco o seis
tarjetas de visitantes y una sola carta. Esta última parecía muy arrugada y
manchada. Estaba rota casi por la mitad, como si a una primera intención de
destruirla por inútil hubiera sucedido otra. Ostentaba un gran sello negro, con
el monograma de D... muy visible, y el sobrescrito, dirigido al mismo
ministro revelaba una letra menuda y femenina. La carta había sido arrojada con
descuido, casi se diría que desdeñosamente, en uno de los compartimentos
superiores del tarjetero.
»Tan pronto hube visto dicha carta, me di cuenta de que era la que
buscaba. Por cierto que su apariencia difería completamente de la minuciosa
descripción que nos había leído el prefecto. En este caso el sello era grande y
negro, con el monograma de D...; en el otro, era pequeño y rojo, con las armas
ducales de la familia S... El sobrescrito de la presente carta mostraba una
letra menuda y femenina, mientras que el otro, dirigido a cierta persona real,
había sido trazado con caracteres firmes y decididos. Sólo el tamaño
mostraba analogía. Pero, en cambio, lo radical de unas diferencias que
resultaban excesivas; la suciedad, el papel arrugado y roto en parte, tan
inconciliables con los verdaderos hábitos metódicos de D..., y tan
sugestivos de la intención de engañar sobre el verdadero valor del documento,
todo ello, digo sumado a la ubicación de la carta, insolentemente colocada bajo
los ojos de cualquier visitante, y coincidente, por tanto, con las conclusiones
a las que ya había arribado, corroboraron decididamente las sospechas de alguien
que había ido allá con intenciones de sospechar.
»Prolongué lo más posible mi visita y, mientras discutía animadamente
con el ministro acerca de un tema que jamás ha dejado de interesarle y
apasionarlo, mantuve mi atención clavada en la carta. Confiaba así a mi memoria
los detalles de su apariencia exterior y de su colocación en el tarjetero; pero
terminé además por descubrir algo que disipó las últimas dudas que podía haber
abrigado. Al mirar atentamente los bordes del papel, noté que estaban más ajados
de lo necesario. Presentaban el aspecto típico de todo papel grueso que ha
sido doblado y aplastado con una plegadera, y que luego es vuelto en sentido
contrario, usando los mismos pliegues formados la primera vez. Este
descubrimiento me bastó. Era evidente que la carta había sido dada vuelta como
un guante, a fin de ponerle un nuevo sobrescrito y un nuevo sello. Me despedí
del ministro y me marché en seguida, dejando sobre la mesa una tabaquera de
oro.
»A la mañana siguiente volví en busca de la tabaquera, y reanudamos
placenteramente la conversación del día anterior. Pero, mientras departíamos,
oyóse justo debajo de las ventanas un disparo como de pistola, seguido por una
serie de gritos espantosos y las voces de una multitud aterrorizada. D...
corrió a una ventana, la abrió de par en par y miró hacia afuera. Por mi parte,
me acerqué al tarjetero, saqué la carta, guardándola en el bolsillo, y la
reemplacé por un facsímil (por lo menos en el aspecto exterior) que había
preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D... con ayuda de un
sello de miga de pan.
»La causa del alboroto callejero había sido la extravagante conducta de
un hombre armado de un fusil, quien acababa de disparar el arma contra un grupo
de mujeres y niños. Comprobóse, sin embargo, que el arma no estaba cargada, y
los presentes dejaron en libertad al individuo considerándolo borracho o loco.
Apenas se hubo alejado, D... se apartó de la ventana, donde me le había reunido
inmediatamente después de apoderarme de la carta. Momentos después me despedí
de él. Por cierto que el pretendido lunático había sido pagado por mí.»
-¿Pero qué intención tenía usted -pregunté- al reemplazar la carta por
un facsímil? ¿No hubiera sido preferible apoderarse abiertamente de ella en su
primera visita, y abandonar la casa?
-D... es un hombre resuelto a todo y lleno de coraje -repuso Dupin-. En
su casa no faltan servidores devotos a su causa. Si me hubiera atrevido a lo
que usted sugiere, jamás habría salido de allí con vida. El buen pueblo de
París no hubiese oído hablar nunca más de mí. Pero, además, llevaba una segunda
intención. Bien conoce usted mis preferencias políticas. En este asunto he
actuado como partidario de la dama en cuestión. Durante dieciocho meses, el
ministro la tuvo a su merced. Ahora es ella quien lo tiene a él, pues,
ignorante de que la carta no se halla ya en su posesión, D... continuará
presionando como si la tuviera. Esto lo llevará inevitablemente a la ruina
política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Está muy bien
hablar del facilis descensus Averni; pero, en materia de ascensiones,
cabe decir lo que la Catalani decía del canto, o sea, que es mucho más fácil
subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía -o, por lo menos,
compasión- hacia el que baja. D... es el monstrum horrendum, el hombre
de genio carente de principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría conocer
sus pensamientos cuando, al recibir el desafío de aquélla a quien el prefecto
llama «cierta persona», se vea forzado a abrir la carta que le dejé en el
tarjetero.
-¿Cómo? ¿Escribió usted algo en ella?
-¡Vamos, no me pareció bien dejar el interior en blanco!
Hubiera sido insultante. Cierta vez, en Viena, D... me jugó una mala
pasada, y sin perder el buen humor le dije que no la olvidaría. De modo que,
como no dudo de que sentirá cierta curiosidad por saber quién se ha mostrado
más ingenioso que él, pensé que era una lástima no dejarle un indicio. Como
conoce muy bien mi letra, me limité a copiar en mitad de la página estas
palabras:
...Un dessein si funeste, S’il n’est digne d’Atrée, est digne de
Thyeste.
"Las hallará usted en el Atrée de Crébillon"
Traducción de Julio Cortázar.