SEGUNDA
PARTE. La tierra de los santos
1. En la
gran llanura alcalina
2. La flor de Utah
3. John Ferrier habla con el profeta
4. La huida
5. Los ángeles vengadores
6. Continuación de las memorias de John Watson, doctor en Medicina
7. Conclusión
2. La flor de Utah
3. John Ferrier habla con el profeta
4. La huida
5. Los ángeles vengadores
6. Continuación de las memorias de John Watson, doctor en Medicina
7. Conclusión
Segunda
parte
La tierra
de los santos
1. En la
gran llanura alcalina
En medio
del gran continente norteamericano se extiende un desierto árido y tenebroso
que durante muchos años obró de obstáculo al avance de la civilización. De
Sierra Nevada a Nebraska, y del río Yellowstone en el Norte al Colorado en el
Sur, reinan la desolación y el silencio. Los visajes con que aquí se expresa la
Naturaleza son múltiples. Hay exaltadísimas montañas de cúpulas nevadas, y
oscuros y tenebrosos valles. Existen ríos veloces que penetran como cuchillos
en la ruinosa fábrica de una garganta o un cañón; y se dilatan también llanuras
interminables, sepultadas en invierno bajo la nieve, y cubiertas en verano por
el polvo gris del álcali salino. Todo ello, hasta lo más diverso, presidido por
un mismo espíritu de esterilidad, tristeza y desabrimiento.
La tierra
maldita está deshabitada. De cuando en cuando se aventuran en ella, en
peregrinación hacia nuevos cazaderos, algunas partidas de pawnees o piesnegros,
mas no existe uno solo, ni el más bravo o arrojado, que no sienta afán por
dejar a sus espaldas la llanura imponente y acogerse otra vez al refugio de las
praderas. El coyote acecha entre los matorrales, el busardo quiebra el aire con
su vuelo pesado y el lento oso gris merodea sordamente por los barrancos, en
busca del poco sustento que aquellos pedregales puedan dispensarle. No pueblan
otras criaturas el vasto desierto.
Es cosa
cierta que ningún panorama del mundo aventaja en lo tétrico al que se divisa
desde la vertiente norte de Sierra Blanco. Hasta donde alcanza el ojo se
extiende la tierra llana, salpicada de manchas alcalinas e interrumpida a
trechos por espesuras de chaparros enanos. Cierran la raya extrema del
firmamento los picos nevados y agudos de una larga cadena de montañas. De este
paisaje interminable está ausente la vida o cuanto pueda evocarla. No se
columbra una sola ave en el cielo, duro y azul, no estremece la tierra gris y
yerta ningún movimiento, y, sobre todo, el silencio es absoluto. Por mucho que
se afine el oído, no se aprecia siquiera una sombra de ruido en la soledad
inmensa; nada sino silencio, completo y sobrecogedor silencio.
Hemos
dicho que es absoluta la ausencia de vida en la vasta planicie. Un pequeño
detalle lo desmiente. Mirando hacia abajo desde Sierra Blanco se distingue un
camino que cruza el desierto y, ondulante, se pierde en la línea remota del
horizonte. Está surcado de ruedas de carros y lo han medido las botas de
innumerables aventureros. Aquí y allá refulgen al sol, inmaculados sobre el
turbio sedimento de álcali, unos relieves blancos. ¿Qué son? ¡Son huesos!
Grandes y de textura grosera unos, más delicados y menudos los otros.
Pertenecieron los primeros a algún buey, a seres humanos éstos... A lo largo de
mil quinientas millas puede seguirse el rastro de la mortífera ruta por los
restos dispersos que a su vera han ido dejando quienes sucumbían antes de
llegar al final del camino.
Tal era
el escenario que, el día 4 de mayo de 1847, se ofrecía a los ojos de cierto
solitario viajero. La apariencia de éste semejaba a propósito para tamaños
parajes. Imposible habría resultado, guiándose por ella, afirmar si frisaba en
los cuarenta o en los sesenta años. Era de rostro enjuto y macilento, tenía la
piel avellanada y morena, como funda demasiado estrecha de la que quisiera
salirse la calavera, y en la barba y el pelo, muy crecidos, el blanco
prevalecía casi sobre el castaño. Los ojos se hundían en sus cuencas, luciendo
con un fulgor enfermizo, y la mano que sostenía el rifle apenas si estaba más
forrada de carne que el varillaje de los huesos. Para tenerse en pie había de
descansar el cuerpo sobre el arma, y sin embargo su espigada figura y maciza
osamenta denotaban una constitución ágil y férrea al tiempo. En la flaqueza del
rostro, y en las ropas que pendían holgadas de los miembros resecos, se
adivinaba el porqué de ese aspecto decrépito y precozmente senil: aquel hombre
agonizaba, agonizaba de hambre y de sed.
Se había
abierto trabajosamente camino a lo largo del barranco, y hasta una leve
eminencia después, en el vano propósito de descubrir algún indicio de agua.
Ahora se extendía delante suyo la infinita planicie salada, circuida al norte
por el cinturón de montañas salvajes, monda toda ella de plantas, árboles o
cosa alguna que delatara la existencia de humedad. No se descubría en el ancho
espacio un solo signo de esperanza. Norte, oriente y occidente fueron
escudriñados por los ojos interrogadores y extraviados del viajero. Habían
llegado a término, sí, sus correrías, y allí, en aquel risco árido, sólo le
aguardaba la muerte. «¿Y por qué iba a ser de otro modo? ¿Por qué no ahora
mejor que en un lecho de plumas, dentro quizá de veinte años?», murmuró
mientras se sentaba al abrigo de un peñasco.
Antes de
adoptar la posición sedente, había depositado en el suelo el rifle inútil, y
junto a él un voluminoso fardo al que servía de envoltura un mantón gris,
pendiente de su hombro derecho. Se diría el bulto en exceso pesado para sus
fuerzas, porque al ser apeado dio en tierra con cierto estrépito. De la
envoltura gris escapó entonces un pequeño gemido, y una carita asustada, de
ojos pardos y brillantes, y dos manezuelas gorditas y pecosas, asomaron por de
fuera.
-¡Me has
hecho daño! -gritó una reprobadora voz infantil.
-¿De
verdad? -contestó pesaroso el hombre-. Ha sido sin querer.
Y
mientras tal decía deshizo el fardo y rescató de él a una hermosa criatura de
unos cinco años de edad, cuyos elegantes zapatos y bonito vestido rosa,
guarnecido de un pequeño delantal de hilo, pregonaban a las claras la mano
providente de una madre. La niña estaba pálida y delgada, aunque por la lozanía
de brazos y piernas se echaba de ver que había sufrido menos que su compañero.
-¿Te
sientes bien? -preguntó éste con ansiedad al observar que la niña seguía
frotándose los rubios bucles que cubrían su nuca.
-Cúrame
con un besito -repuso ella en un tono de perfecta seriedad, al tiempo que le
mostraba la parte dolorida-. Eso solía hacer mamá. ¿Dónde está mamá?
-No está
aquí. Quizá no pase mucho tiempo antes de que la veas.
-¡Se ha
ido! -dijo la niña-. Qué raro... ¡No me ha dicho adiós! Me decía siempre adiós,
aunque sólo fuera antes de ir a tomar el té a casa de la tita, y... ¡lleva tres
días fuera! ¡Qué seco está esto! Dime, ¿no hay agua, ni nada que comer?
-No, no
hay nada, primor. Aguanta un poco y verás que todo sale bien. Pon tu cabeza
junto a la mía, así... ¿Te sientes más fuerte? No es fácil hablar cuando se
tienen los labios secos como el esparto, aunque quizá vaya siendo hora de que
ponga las cartas boca arriba. ¿Qué guardas ahí?
-¡Cosas
bonitas! ¡Mira qué cosas tan preciosas! -exclamó entusiasmada la niña mientras
mostraba dos refulgentes piedras de mica-. Cuando volvamos a casa se las
regalaré a mi hermano Bob.
-Verás
dentro de poco aún cosas mejores -repuso el hombre con aplomo-. Ten paciencia.
Te estaba diciendo..., ¿recuerdas cuando abandonamos el río?
-¡Claro
que sí!
-Pensamos
que habría otros ríos. Pero no han salido las cosas a derechas: el mapa, o los
compases, o lo que fuere nos han jugado una mala pasada, y no se ha dejado ver
río alguno. Nos hemos quedado sin agua. Hay todavía unas gotitas para las
personas como tú, y...
-Y no te
has podido lavar -atajó la criatura, a la par que miraba con mucha gravedad el
rostro de su compañero.
-Ni
tampoco beber. El primero en irse fue el señor Bender, y después el indio Pete,
y luego la señora McGregor, y luego Johnny Hones, y luego, primor, tu madre.
-Entonces
mi madre está muerta también -gimió la niña, escondiendo la cabeza en el
delantal y sollozando amargamente.
-Todos
han muerto, menos tú y yo. Pensé..., que encontraríamos agua en esta dirección,
y, contigo al hombro, me puse en camino. No parece que hayamos prosperado.
¡Dificilísimo será que salgamos adelante!
-¿Nos
vamos a morir entonces? -preguntó la niña conteniendo los sollozos, y alzando
su carita surcada por las lágrimas.
-Temo que
sí.
-¿Y cómo
no me lo has dicho hasta ahora? -exclamó con júbilo la pequeña-. ¡Me tenías
asustada! Cuanto más rápido nos muramos, naturalmente, antes estaremos con
mamá.
-Sí que
lo estarás, primor.
-Y tú
también. Voy a decirle a mamá lo bueno que has sido conmigo. Apuesto a que nos
estará esperando a la puerta del paraíso con un jarro de agua en la mano, y
muchísimos pasteles de alforfón, calentitos y tostados por las dos caras, como
los que nos gustaban a Bob y a mí... ¿Cuánto faltará todavía?
-No sé...
Poco.
Los ojos
del hombre permanecían clavados en la línea norte del horizonte. Sobre el azul
del cielo, y tan rápidos que semejaban crecer a cada momento, habían aparecido
tres pequeños puntos. Concluyeron al cabo por adquirir las trazas de tres
poderosas aves pardas, las cuales, luego de describir un círculo sobre las
cabezas de los peregrinos, fueron a posarse en unos riscos próximos. Eran
busardos, los buitres del Oeste, mensajeros indefectibles de la muerte.
-¡Gallos
y gallinas! -exclamó la niña alegremente, señalando con el índice a los pájaros
macabros, y batiendo palmas para hacerles levantar el vuelo-. Dime, ¿hizo Dios
esta tierra?
-Naturalmente
que sí -repuso el hombre, un tanto sorprendido por lo inesperado de la
pregunta.
-Hizo la
de Illinois, allá lejos, y también la de Missouri -prosiguió la niña-, pero no
creo que hiciera esta de aquí. Esta de aquí está mucho peor hecha. El que la
hizo se ha olvidado del agua y de los árboles.
-¿Y si
rezaras una oración? -sugirió el hombre tras un largo titubeo.
-No es
aún de noche.
-Da lo
mismo. Se sale de lo acostumbrado, pero estoy seguro de que a Él no le
importará. Di las oraciones que decías todas las noches en la carreta, cuando
atravesábamos los Llanos.
-¿Por qué
no rezas tú también? -exclamó la niña, con ojos interrogadores.
-Se me ha
olvidado rezar. Llevo sin rezar desde que era un mocoso al que doblaba en
altura este rifle que ves aquí. Aunque bien mirado, nunca es demasiado tarde.
Empieza tú, y yo me uniré en los coros.
-Pues vas
a tener que arrodillarte, igual que yo -dijo la pequeña posando el mantón en
tierra-. Levanta las manos y júntalas. Así... Parece como si se sintiera uno
más bueno.
¡Curiosa
escena la que se desarrolló entonces a los ojos de los busardos, únicos e
indiferentes testigos! Sobre el breve chal, codo con codo, adoptaron la
posición orante ambos peregrinos, la niña versátil y el arrojado y rudo
aventurero. - Estaban la tierna carita de la niña y el rostro anguloso y
macilento del hombre vueltos con devoción pareja hacia el cielo limpio de
nubes, en pos del Ser terrible que de frente los con templaba, mientras las dos
voces -frágil y clara una, áspera y profunda la otra- se fundían en un solo
ruego de misericordia y perdón. Concluida la oración se recogieron de nuevo al
abrigo de la roca, cayendo dormida al cabo la niña en el regazo de su
protector. Vigiló éste durante un tiempo el sueño de la pequeña, mas la
naturaleza, finalmente, lo redujo también a su mandato inexorable. Tres días y
tres noches llevaba sin concederse un instante de tregua o reparador descanso.
Lentamente los párpados se deslizaron sobre los ojos fatigados y la cabeza fue
hundiéndose en su pecho, hasta, confundida ya la barba gris del hombre con los
rizos dorados de la niña, quedar ambos caminantes sumidos en idéntico sueño,
profundo y horro de imágenes.
Media
hora de vigilia hubiera bastado al vagabundo para contemplar la escena que
ahora verá el lector. En la remota distancia, allí donde se hace la planicie
fronteriza del cielo, se insinuó una como nubecilla de polvo, muy tenue al principio
y apenas distinguible de la colina en que se hallaba envuelto el horizonte,
después de superior tamaño, y, al fin, rotunda y definida. Fue aumentando el
volumen de la nube, causada, evidentemente, por alguna muchedumbre o
concurrencia de criaturas en movimiento. A ser aquellas tierras más fértiles,
habría podido pensarse en el avance de una populosa manada de bisontes. Mas no
es un suelo sin hierba sino a propósito para que en él paste el ganado...
Próximo ya el torbellino de polvo ala solitaria eminencia donde reposaban los
dos náufragos de la pradera, se insinuaron tras la bruma contornos de carretas
guarnecidas con toldos, y perfiles de hombres armados, caballeros en sus
monturas. ¡Se trataba de una expedición al Oeste, y qué expedición! Llegado uno
de los extremos de ella a los pies de la montaña, aún seguía el otro perdido en
el horizonte. A través de la llanura toda se extendía la caravana enorme,
compuesta de galeras y carros, hombres a pie y hombres a caballo. Innumerables
mujeres procedían vacilantes con su equipaje a cuestas, y los niños se afanaban
detrás de los vehículos o asomaban las cabecitas bajo la envoltura blanca de
los toldos. No podían ser estas gentes simples emigrantes; por fuerza habían de
constituir un pueblo nómada, llevado de las circunstancias a buscar cobijo en
nuevas tierras. Un estruendo confuso, una especie de fragor de ruedas
chirriantes y resoplante caballería, ascendía de aquella masa humana y se
perdía en el aire claro. Ni siquiera entonces, sin embargo, lograron despertarse
los dos fatigados caminantes.
Encabezaba
la columna más de una veintena de graves varones, de rostros ceñudos, envueltos
los cuerpos en los pliegues de un oscuro ropaje hecho a mano, y provistos de
rifles. Al llegar al pie del risco suspendieron la marcha, formando entre ellos
breve conciliábulo.
-Los
pozos, hermanos, se encuentran a la derecha -dijo uno al que daba carácter la
boca enérgica, el rostro barbihecho y la cabellera enmarañada.
-A la
derecha de Sierra Blanco... Alcanzaremos pues, Río Grande-, añadió otro.
-No
tengáis cuidado del agua -exclamó un tercero-. El que pudo hacerla brotar de la
roca, no abandonará a su pueblo elegido.
-¡Amén!
¡Amén! -respondieron todos a coro.
A punto
se hallaban de reanudar el camino, cuando uno de los más jóvenes y perspicaces
lanzó un grito de sorpresa, al tiempo que señalaba el escarpado risco frontero.
En lo alto ondeaba un trocito de tela color rosa, brillante y nítidamente
recortado sobre el fondo de piedra gris. A la visión de aquel objeto siguió un vasto
movimiento de caballos enfrenados y de rifles que eran extraídos de sus fundas.
Un destacamento de jinetes a galope sumó sus fuerzas a las del grupo de
vanguardia: la palabra «Pieles Rojas» estaba en todos los labios.
-No puede
haber muchos indios por estas tierras -dijo un hombre ya mayor, el que según
todas las trazas parecía detener el mando-. Atrás hemos dejado a los Pawnees, y
no quedan más tribus hasta después de cruzadas las montañas.
-Quiero
echar una ojeada, hermano Stangerson -anunció entonces otro de los
exploradores.
-Yo
también, yo también -clamaron una docena de voces más.
-Dejad
abajo vuestros caballos; aquí mismo os esperamos -contestó el anciano. En un
abrir y cerrar de ojos pusieron pie a tierra los jóvenes voluntarios, fueron
amarradas las cabalgaduras, y se dio principio al ascenso de la escarpadura, en
dirección al punto que había provocado semejante revuelo. Avanzaban los hombres
rauda y silenciosamente, con la seguridad y destreza del explorador consumado.
Desde el llano, se les vio saltar de roca en roca, hasta aparecer sus siluetas
limpiamente perfiladas sobre el horizonte. El joven que había dado la voz de
alarma abría la marcha. De súbito, observaron sus compañeros que echaba los
brazos a lo alto, como presa de irrefrenable asombro, asombro que pareció
comunicarse al resto de la comitiva apenas se hubo ésta reunido con el de
cabeza.
En la
pequeña plataforma que ponía remate al risco pelado, se elevaba un solitario y
gigantesco peñasco, a cuyo pie yacía un hombre alto, barbiluengo y de duras
facciones, aunque enflaquecido hasta la extenuación. Su respiración regular y
plácido gesto, eran los que suelen acompañar al sueño profundo. Enlazada a su
cuello moreno y fuerte había una niña de brazuelos blancos y delicados. Estaba
rendida su cabecita rubia sobre la pechera de pana del hombre, y en sus labios
entreabiertos -que descubrían la nieve inmaculada de los dientes- retozaba una
sonrisa infantil. Los miembros del hombre eran largos y ásperos, en peregrino
contraste con las rollizas piernecillas de la criatura, las cuales terminaban
en unos calcetines blancos y unos pulcros zapatitos de brillantes hebillas. La
extraña escena tenía lugar ante la mirada de tres solemnes busardos apostados
en la visera del peñasco. A la aparición de los recién llegados, dejaron oír un
rauco chillido de odio y se descolgaron con sordo batir de alas.
El
estrépito de las inmundas aves despertó a los dos yacentes, quienes echaron a
su alrededor una mirada extraviada. El hombre recuperó, vacilante, la posición
erecta y tendió la vista sobre la llanura, desierta cuando le había sorprendido
el sueño y poblada ahora de muchedumbre enorme de bestias y seres humanos.
Ganado por una incredulidad creciente, se pasó la mano por los ojos. «Debe ser
esto lo que llaman delirio», murmuró para sí. La pequeña permanecía a su lado,
cogida a las faldas de su casaca y sin decir nada, aunque vigilándolo todo con
los ojos pasmados e inquisitivos de la niñez.
No les
fue difícil a los recién ascendidos acreditar su condición de seres de carne y
hueso. Uno de ellos cogió a la niña y la atravesó sobre los hombros, mientras
otros dos asistían a su desmadejado compañero en el descenso hacia la caravana.
-Me llamo
John Ferrier -explicó el caminante-; la pequeña y yo somos cuanto queda de una
expedición de veintiún miembros. Allá en el sur, la sed y el hambre han dado
buena cuenta del resto.
-¿La niña
es hija tuya? -preguntó uno de los exploradores.
-Por tal
la tengo -repuso desafiante el aventurero-. Mía es, porque la he salvado. Nadie
va a arrebatármela. De ahora en adelante se llamará Lucy Ferrier. Pero,
¿quiénes sois vosotros? -prosiguió mirando con curiosidad a sus fornidos y
atezados rescatadores-. En verdad que no se os puede contar con los dedos de
una mano.
-Sumamos
cerca de diez mil -dijo uno de los jóvenes-; somos los hijos perseguidos de
Dios, los elegidos del Ángel Moroni.
-Nunca he
oído hablar de él -replicó el caminante-, pero a la vista está que no le faltan
amigos.
-No uses
ironía con lo sagrado -repuso el otro en tono cortante-. Somos aquellos que
tienen puesta su fe en las santas escrituras, plasmadas con letra egipcia sobre
planchas de oro batido y confiadas a Joseph Smith en el enclave de Palmyra.
Procedemos de Nauvoo, en el Estado de Illinois, asiento de nuestra iglesia, y
buscamos amparo del hombre violento y sin Dios, aunque para ello hayamos de
llegar al corazón mismo del desierto.
El hombre
de Nauvoo pareció despabilar la memoria de John Ferrier.
-Entonces
-dijo-, sois mormones.
-En
efecto, somos los mormones -repusieron todos a una sola voz.
-¿Y dónde
os dirigís?
-Lo
ignoramos. La mano de Dios guía a los mormones por medio de su profeta. A él te
conduciremos. Él decidirá tu suerte.
Habían
alcanzado ya la base de la colina, donde se hallaba congregada una multitud de
peregrinos: mujeres pálidas y de ojos medrosos, niños fuertes y reidores,
varones de expresión alucinada. A la vista de la juventud de uno de los
extraños, y de la depauperación del otro, se elevaron de la turba gritos de
asombro y conmiseración. No se detuvo sin embargo el pequeño cortejo, sino que
se abrió camino, seguido de gran copia de mormones, hasta una carreta que
sobresalía de las demás por su anchura excepcional e inusitada elegancia. Seis
caballos se hallaban uncidos a ella, en contraste con los dos, o cuatro a lo
sumo, que tiraban de las restantes. Junto al carrero se sentaba un hombre de no
más de treinta años, aunque de poderosa cabeza y la firme expresión que
distingue al caudillo. Estaba leyendo un volumen de lomo oscuro que dejó a un
lado a la llegada del gentío. Tras escuchar atentamente la relación de lo
acontecido, se dirigió a los dos malaventurados.
-Si hemos
de recogeros entre nosotros -dio solemnemente-, será sólo a condición de que
abracéis nuestro credo. No queremos lobos en el rebaño. ¡Pluga a Dios mil veces
que blanqueen vuestros huesos en el desierto, antes de que seáis la manzana
podrida que con el tiempo contamina a las restantes! ¿Aceptáis los términos del
acuerdo?
-No hay
términos que ahora puedan parecerme malos -repuso Ferrier con tal énfasis que
los solemnes Ancianos no acertaron a reprimir una sonrisa. Sólo el caudillo
perseveró en su terca y formidable seriedad.
-Hermano
Stangerson -dijo-, hazte cargo de este hombre y de la niña, y dales comida y
bebida. A ti confío la tarea de instruirles en nuestra fe. ¡Demasiado larga ha
sido ya la pausa! ¡Adelante! ¡Adelante hacia Sión!
-¡Adelante
hacia Sión! -bramó la muchedumbre de mormones, y el grito corrió de boca en
boca a lo largo de la caravana, hasta perderse, como un murmullo, en la
distancia remota. Entre estallidos de látigos y crujir de ruedas reanudaron la
marcha las pesadas carretas, volviendo a serpentear al pronto en el desierto la
comitiva enorme. El anciano bajo cuya tutela habían sido puestos los recién
hallados, condujo a éstos a su carruaje, y allí les dio el prometido sustento.
-Aquí
permaneceréis -les dijo-. A no mucho tardar os habréis recuperado de vuestras
fatigas. Recordad, mientras tanto, que compartís nuestra fe, y la compartís
para siempre. Lo ha dicho Brigham Young, y lo ha dicho con la voz de Joseph
Smith, cuya voz es también la voz de Dios.
2. La
flor de Utah
No es
éste lugar a propósito para rememorar las privaciones y fatigas experimentadas
por el pueblo emigrante antes de su definitiva llegada a puerto. Desde las
orillas del Mississippi, hasta las estribaciones occidentales de las Montañas
Rocosas, consiguió abrirse camino con pertinacia sin parangón apenas en la
historia. Ni el hombre salvaje ni la bestia asesina, ni el hambre, ni la sed,
ni el cansancio, ni la enfermedad, ninguno de los obstáculos en fin que plugo a
la Naturaleza atravesar en la difícil marcha, fueron bastantes a vencer la
tenacidad de aquellos pechos anglosajones. Sin embargo, la longitud del viaje y
su cúmulo de horrores habían acabado por conmover hasta los corazones más
firmes. Todos, sin excepción, cayeron de hinojos en reverente acción de gracias
a Dios cuando, llegados al vasto valle de Utah, que se extendía a sus pies bajo
el claro sol, supieron por los labios de su caudillo que no era otra la tierra
de promisión, y que aquel suelo virgen les pertenecía ya para siempre.
Pronto demostró
Young ser un hábil administrador, amén de jefe enérgico. Fueron aprestados
mapas y planos en previsión de la ciudad futura de los mormones. Se procedió,
según la categoría de cada destinatario, al reparto y adjudicación de las
tierras circundantes. El artesano volvió a blandir su herramienta, y el
comerciante a comprar y a vender. En la ciudad surgían calles y plazas como por
arte de encantamiento. En el campo, se abrieron surcos para las acequias,
fueron levantadas cercas y vallas, se limpió la maleza y se voleó la semilla,
de modo que, al verano siguiente, ya cubría la tierra el oro del recién granado
trigo. No había cosa que no prosperase en aquella extraña colonia. Sobre todo
lo demás, sin embargo, creció el templo erigido por los fieles en el centro de
la ciudad. Desde el alba a los últimos arreboles del día, el seco ruido del
martillo y el chirriar asmático de la sierra imperaban en torno al monumento
con que el pueblo peregrino rendía homenaje a Quien le había guiado salvo a
través de tantos peligros.
Los dos
vagabundos, John Perrier y la pequeña, su hija adoptiva y compañera de
infortunio, hicieron junto a los demás el largo camino. No fue éste trabajoso
para la joven Lucy Ferrier que, recogida en la carreta de Stangerson, partió
vivienda y comida con las tres esposas del mormón y su hijo, un obstinado e
impetuoso muchacho de doce años. Habiéndose repuesto de la conmoción causada
por la muerte de su madre, conquistó fácilmente el afecto de las tres mujeres
(con esa presteza de la que sólo es capaz la infancia) y se hizo a su nueva
vida trashumante. En tanto, el recobrado Ferrier ganaba fama de guía útil e
infatigable cazador. Tan presto conquistó para sí la admiración de sus nuevos
compañeros que, al dar éstos por acabada la aventura, recibió sin un solo
reparo o voto en contra una porción de tierra no menor ni menos fecunda que las
de otros colonos, con las únicas excepciones de Young y los cuatro ancianos
principales, Stangerson, Kemball, Johnston y Drebber.
En la
hacienda así adquirida levantó John Ferrier una sólida casa de troncos,
ampliada y recompuesta infinitas veces en los años subsiguientes, hasta
alcanzar al fin envergadura considerable. Era hombre con los pies afirmados en
tierra, inteligente en los negocios y hábil con las manos, amén de recio, lo
bastante para aplicarse sin descanso al cultivo y mejora de sus campos.
Crecieron así su granja y posesiones desmesuradamente. A los tres años había
sobrepujado a sus vecinos, a los seis se contaba entre el número de los
acomodados, a los nueve de los pudientes, y a los doce no pasaban de cinco o
seis quienes pudieran comparársele en riqueza. Desde el gran mar interior hasta
las montañas de Wahsatch, el nombre de John Ferrier descollaba sobre todos los
demás.
Sólo en
un concepto ofendía este hombre la susceptibilidad de sus correligionarios.
Nadie fue parte a convencerle para que fundara un harén al modo de otros
mormones. Sin dar razones de su determinación, porfió en ella con firmeza
inconmovible. Unos le acusaron de tibieza en la práctica de la religión
recientemente adquirida; otros, de avaricia y espíritu mezquinamente
ahorrativo. Llegó incluso a hablarse de un amor temprano, una muchacha de
blondos cabellos muerta de nostalgia en las costas del Atlántico. El caso es
que, por la causa que fuere, Ferrier permaneció estrictamente célibe. En todo
lo demás siguió el credo de la joven comunidad, ganando fama de hombre ortodoxo
y de recta conducta.
Junto al
padre adoptivo, entre las cuatro paredes de la casa de troncos, y aplicada a la
dura brega diaria, se crió Lucy Ferrier. El fino aire de las montañas y el
aroma balsámico del pino cumplieron las veces de madre y niñera. Según
transcurrían los años la niña se hizo más alta y fuerte, adquiriendo las
mejillas color y el paso cadencia elástica. No pocos sentían revivir en sí
antiguos hervores cada vez que, desde el tramo de camino que sesgaba la finca
de Ferrier, veían a la muchacha afanarse, joven y ligera, en los campos de
trigo, o gobernar el cimarrón de su padre con una destreza digna en verdad de
un auténtico hijo del Oeste. De esta manera se hizo flor el capullo, y el mismo
año que ganaba Ferrier preeminencia entre los granjeros del lugar, se cumplía
en su hija el más acabado ejemplo de belleza americana que encontrarse pudiera
en la vertiente toda del Pacífico.
No fue el
padre, sin embargo, el primero en advertir que la niña de antes era ya mujer.
Rara vez ocurre tal. Esa transformación es harto sutil y lenta para que quepa
situarla en un instante preciso. Más ajena todavía al cambio permanece la
doncella misma, quien sólo al tono de una voz o al contacto de una mano,
súbitas chispas iniciadoras de un fuego desconocido, descubre con orgullo y
miedo a la vez la nueva y poderosa facultad que en ella ha nacido a la vida.
Pocas mujeres han olvidado de hecho el día preciso y el exacto incidente por el
que viene a ser conocido ese albor de una existencia nueva. En el caso de Lucy
Ferrier la ocasión fue memorable de por sí, aparte el alcance que después
tendría en su propio destino y en el de los demás.
Era una
calurosa mañana de junio, y los Santos del último Día se afanaban en su
cotidiana tarea al igual que un enjambre de abejas, cuyo fanal habían escogido
por emblema y símbolo de la comunidad. De los campos y de las calles ascendía
el sordo rumor del trabajo incesante. A lo largo de las carreteras
polvorientas, avanzaban filas de mulas con pesadas cargas, en dirección todas
al Oeste, ya que había estallado la fiebre del oro en California y la ruta
continental tenía estación en la ciudad de los Elegidos. También se veían
rebaños de vacas y ovejas, procedentes de pastos remotos, y partidas de
fatigados emigrantes, no menos maltrechos que sus caballerías tras el viaje
inacabable. En medio de aquella abigarrada muchedumbre, hilaba su camino con
destreza de amazona Lucy Ferrier, arrebatado el rostro por el ejercicio físico
y suelta al viento la larga cabellera castaña. Venía a la ciudad para dar
cumplimiento a cierto encargo de su padre, y, desatenta a todo cuanto no fuera
el asunto que en ese instante la solicitaba, volaba sobre su caballo, con la
usada temeridad de otras veces. Se detenían a mirarla asombrados los astrosos
aventureros, e incluso el indio impasible, con sus pieles a cuestas, rompía un
instante su reserva ante el espectáculo de aquella bellísima rostro pálido.
Había
alcanzado los arrabales de la ciudad, cuando halló la carretera obstruida por
un gran rebaño de ganado al que daban gobierno media docena de selváticos
pastores de la pradera. Impaciente, hizo por superar el obstáculo lanzándose a
una súbita brecha que se insinuaba enfrente. Cuando se hubo introducido en
ella, sin embargo, el ganado volvió a cerrarse en torno, viéndose al pronto
inmersa la amazona en la corriente movediza de las cuernilargas e indómitas
bestias. Habituada como estaba a vivir entre ganado, no sintió alarma, e
intentó por todos los medios abrirse camino a través de la manada. Por
desgracia los cuernos de una de las reses, al azar o de intento, entraron en
violento contacto con el flanco del cimarrón, excitándolo en grado máximo. El
animal se levantó sobre sus patas traseras con un relincho furioso, al tiempo
que daba unos saltos y hacía unas corvetas bastantes a derribar a un jinete de
medianas condiciones. No podía ser la situación más peligrosa. Cada arrebato del
caballo acentuaba el roce con los cuernos circundantes, y éstos inducían a su
vez en la cabalgadura renovadas y furibundas piruetas. Sin falta debía la joven
mantenerse sujeta a la silla de la montura, ya que al más leve desliz cabía que
fuera a dar su cuerpo entre las pezuñas de las espantadas criaturas,
encontrando así una muerte horrible. No hecha a tales trances, comenzó a
nublarse su cabeza, al cabo que cedía la presa de la mano en la brida. Sofocada
por la nube de polvo y el hedor de la forcejeante muchedumbre animal, se
hallaba al borde del abandono, cuando oyó una voz amable que a su lado le
prometía asistencia. A continuación una poderosa mano, curtida y tostada por el
sol, asió del freno al asustado cuadrúpedo, conduciéndole pronto, sin mayores incidencias,
fuera del tropel.
-Espero,
señorita, que haya salido usted ilesa de la aventura -dijo respetuosamente a la
joven su providencial salvador.
Aquélla
levantó su rostro hacia el otro rostro, fiero y moreno, y riendo con franqueza
repuso:
-¡Qué susto!
¿Cómo pensar que Pancho fuera a tener tanto miedo de un montón de vacas?
-Gracias
a Dios, ha podido usted mantenerse en la montura -contestó el hombre con gesto
grave. Se trataba de un joven alto y de aguerrido aspecto, el cual, caballero
en un poderoso ejemplar de capa baya, y guarnecido el cuerpo con las toscas
galas del cazador, iba armado de un largo rifle, suspendido al bies tras de los
hombros.
-Debe ser
usted la hija de John Ferrier -añadió-; la he visto salir a caballo de su
granja. Cuando lo vea, pregúntele si le trae algún recuerdo el nombre de
«Jefferson Hope», el de St. Louis. Si ese Ferrier es el que yo pienso, mi padre
y el suyo fueron uña y carne.
-¿Por qué
no viene y se lo pregunta usted mismo? -apuntó ella con recato.
El joven
pareció complacido por la invitación, y en sus ojos negros refulgió una chispa
de contento.
-Lo haré
-dijo-, aunque llevamos dos meses en las montañas y mi traza no es a propósito
para esta clase de visitas. Su padre de usted deberá recibirme tal como estoy.
-Es su
deudor, igual que yo -replicó la joven-. Me tiene un cariño extraordinario; si
esas vacas hubieran llegado a causarme la muerte, creo que habría muerto él
también.
-Y yo
-añadió el jinete.
-¡Usted!
No creo que fuera a partírsele el corazón... ¡Ni siquiera somos amigos!
La oscura
faz del cazador se ensombreció de semejante manera ante esta observación, que
Lucy Ferrier no pudo evitar una carcajada.
-No me
entienda mal, ¡ea! -dijo-. Ahora sí que somos amigos. No le queda más remedio
que venir a vernos... En fin, he de seguir camino, porque, según está pasando
el tiempo, no volverá a confiarme jamás mi padre recado alguno. ¡Adiós!
-¡Adiós
-repuso el otro, alzando su sombrero alado e inclinándose sobre la mano de la
damita. Tiró ésta de las riendas a su potro, blandió el látigo, y desapareció
en la ancha carretera tras una ondulante nube de polvo.
El joven
Jefferson Hope se unió a sus compañeros, triste y taciturno. Habían recorrido
las montañas de Nevada en busca de plata, y volvían ahora a Salt Lake City, con
el fin de reunir el capital necesario para la exploración de un filón
descubierto allá arriba. Sus pensamientos, puestos hasta entonces, al igual que
los del resto de la cuadrilla, en el negocio pendiente, no podían ya ser los
mismos tras el encuentro súbito. La vista de la hermosa muchacha, fresca y sana
como las brisas de la sierra, había conmovido lo más íntimo de su volcánico e
indómito corazón. Desaparecida la joven de su presencia, supo que una crisis
acababa de producirse en su vida, y que ni las especulaciones de la plata, ni
cosa alguna, podían compararse en importancia a lo recién acontecido. El efecto
obrado de súbito en su corazón no era además un amor fugaz de adolescente, sino
la pasión auténtica que se apodera del hombre de férrea voluntad e imperioso
carácter. Estaba hecho a triunfar en todas las empresas. Se dijo solemnemente
que no saldría mal de ésta, mientras de algo sirvieran la perseverancia y el
tenaz esfuerzo.
Aquella
misma noche se presentó en casa de John Ferrier, y a la siguiente y a la otra
también, hasta convertirse en visitante asiduo y conocido. John, encerrado en
el valle y absorbido por el trabajo diario, había tenido menguadísimas
oportunidades de asomarse al mundo en torno durante los últimos doce años. De
él le daba noticias Jefferson Hope, con palabras que cautivaban a Lucy no menos
que a su padre. Había sido pionero en California, la loca y legendaria región
de rápidas fortunas y estrepitosos empobrecimientos; había sido explorador,
trampero, ranchero, buscador de plata... No existía aventura emocionante, en
fin, que no hubiera corrido alguna vez Jefferson Hope. A poco ganó el afecto
del viejo granjero, quien se hacía lenguas de sus muchas virtudes. En tales
ocasiones Lucy permanecía silenciosa, mas podía echarse de ver, por el arrebol
de las mejillas y el brillar de ojos, que no era ya la muchacha dueña absoluta
de su propio corazón. Quizá escapasen estas y otras señales a los ojos del buen
viejo, aunque no, desde luego, a los de quien constituía su recóndita causa.
Cierto
atardecer de verano el joven llegó a galope por la carretera y se detuvo frente
al cancel. Lucy estaba en el porche y, al verle, fue en dirección suya. El
visitante pasó las bridas del caballo por encima de la cerca y tomó el camino
de la casa.
-He de
marcharme, Lucy -dijo asiéndole entrambas manos, al tiempo que la miraba
tiernamente a los ojos-. No te pido que vengas ahora conmigo, pero ¿lo harás
más adelante, cuando esté de vuelta?
-¿Vas a
tardar mucho? -repuso la joven, riendo y encendiéndose toda.
-No más
de dos meses. Vendré entonces por ti, querida. Nadie podrá interponerse entre
nosotros dos.
-¿Qué
dice mi padre?
-Ha dado
su consentimiento, siempre y cuando me las arregle para poner en marcha esas
minas. Sobre esto último no debes preocuparte.
-Oh,
bien. Si estáis de acuerdo papá y tú, yo no tengo nada más que añadir -susurró
ella, la mejilla apoyada en el poderoso pecho del aventurero.
-¡Dios
sea alabado! -exclamó éste con ronca voz, e inclinando la cabeza, besó a la
chica-. El trato puede considerarse zanjado. Cuanto más me demore, más difícil
va a resultarme iniciar la marcha. Me aguardan en el cañón. ¡Adiós, amor,
adiós! Dentro de dos meses me verás de nuevo.
Con estas
palabras se separó de ella y, habiéndose plantado de un salto encima del
caballo, picó espuelas a toda prisa sin volver siquiera la cabeza, en el temor,
quizá, de que una sola mirada a la prenda de su corazón le hiciera desistir de
su recién concebido proyecto. Permaneció Lucy junto al cancel, fija la vista en
el jinete hasta desvanecerse éste en el horizonte. Después volvió a la casa. En
todo Utah no podría hallarse chica más feliz.
3. John
Ferrier habla con el profeta
Tres
semanas habían transcurrido desde la marcha de Jefferson Hope y sus compañeros.
Se entristecía el corazón de John Ferrier al pensar que pronto volvería el
joven, arrebatándole su preciado tesoro. Sin embargo, la expresión feliz de la
muchacha le reconciliaba mil veces más eficazmente con el pacto contraído que
el mejor de los argumentos. Desde antiguo había determinado en lo hondo de su
resuelta voluntad que a ningún mormón sería dada jamás la mano de su hija.
Semejante unión se le figuraba un puro simulacro, un oprobio y una desgracia. Con
independencia de los sentimientos que la doctrina de los mormones le inspiraba
en otros terrenos, se mantenía sobre lo último inflexible, amén de mudo, ya que
por aquellos tiempos las actitudes heterodoxas hallaban mal acomodo en la
Tierra de los Santos.
Mal
acomodo y terrible peligro... Hasta los más santos entre los santos contenían
el aliento antes de dar voz a su íntimo parecer en materia de religión, no
fuera cualquier palabra, o frase mal comprendida, a atraer sobre ellos un
rápido castigo. Los perseguidos de antaño se habían constituido a su vez en
porfiados y crudelísimos perseguidores. Ni la Inquisición sevillana, ni la
tudesca Vehmgericht, ni las sociedades secretas de Italia acertaron jamás a
levantar maquinaria tan formidable como la que tenía atenazado al Estado de
Utah.
La
organización resultaba doblemente terrible por sus atributos de invisibilidad y
misterio. Todo lo veía y podía, y sin embargo escapaba al ojo y al oído
humanos. Quien se opusiera a la Iglesia, desaparecía sin dejar rastro ni razón
de sí. Mujer e hijos aguardaban inútilmente el retorno del proscrito, cuya voz
no volvería a dejarse oír de nuevo, ni siquiera en anuncio de la triste
sentencia que los sigilosos jueces habían pronunciado. Una palabra brusca, un
gesto duro, eran castigados con la muerte. Ignoto, el poder aciago gravitaba
sobre todas las existencias. Comprensible era que los hombres vivieran en
terror perpetuo, sellada la boca y atada la lengua lo mismo en poblado que en
la más rigurosa de las soledades.
En un principio
sufrieron persecución tan sólo los elementos recalcitrantes, aquellos que,
habiendo abrazado la fe de los mormones, deseaban abandonarla o pervertirla.
Pronto, sin embargo, aumentó la multitud de las víctimas. Eran cada vez menos
las mujeres adultas, grave inconveniente para una doctrina que proponía la
poligamia. Comenzaron a circular extraños rumores sobre emigrantes asesinados y
salvajes saqueos ocurridos allí donde nunca, anteriormente, había llegado el
indio. Mujeres desconocidas vinieron a nutrir los serrallos de los Ancianos,
mujeres que lloraban y languidecían, y llevaban impresas en el rostro las
señales de un espanto inextinguible. Algunos caminantes, rezagados en las
montañas, afirmaban haberse cruzado con pandillas de hombres armados y enmascarados,
en sigilosa y rápida peregrinación al amparo de las sombras. Tales historias y
rumores fueron adquiriendo progresivamente cuerpo y confirmación, hasta
concretarse en título y expresión definitivos. Incluso ahora, en los ranchos
aislados del Oeste, el nombre de «La Banda de los Danitas», o «Los Ángeles
Vengadores», conserva resonancias siniestras.
El mayor
conocimiento de la organización que tan terribles efectos obraba, tendió antes
a magnificar que a disimular el espanto de las gentes. Imposible resultaba
saber si una persona determinada pertenecía a Los Ángeles Vengadores. Los
nombres de quienes tomaban parte en las orgías de sangre y violencia
perpetradas bajo la bandera de la religión eran mantenidos en riguroso secreto.
Quizá el amigo que durante el día había escuchado ciertas dudas referentes al
Profeta y su misión se contaba por la noche entre los asaltantes que acudían
para dar cumplimiento al castigo inmisericorde y mortal. De este modo, cada
cual desconfiaba de su vecino, recatando para sí sus más íntimos sentimientos.
Una
hermosa mañana, cuando estaba a punto de partir hacia sus campos de trigo, oyó
John Ferrier el golpe seco del pestillo al ser abierto, tras de lo cual pudo
ver, a través de la ventana, a un hombre ni joven ni viejo, robusto y de
cabello pajizo, que se aproximaba sendero arriba. Le dio un vuelco el corazón,
ya que el visitante no era otro que el mismísimo Brigham Young. Lleno de
inquietud -pues nada bueno presagiaba semejante encuentro- Ferrier acudió
presuroso a la puerta para recibir al jefe mormón. Este último, sin embargo,
correspondió fríamente a sus solicitaciones, y, con expresión adusta, le siguió
hasta el salón.
-Hermano
Ferrier -dijo, tomando asiento y fijando en el granjero la mirada a través de
las pestañas rubias-, los auténticos creyentes te han demostrado siempre
bondad. Fuiste salvado por nosotros cuando agonizabas de hambre en el desierto,
contigo compartimos nuestra comida, te condujimos salvo hasta el Valle de los
Elegidos, recibiste allí una generosa porción de tierra y, bajo nuestra
protección, te hiciste rico. ¿Es esto que digo cierto?
-Lo es
-repuso John Ferrier.
-A cambio
de tantos favores, no te pedimos sino una cosa: que abrazaras la fe verdadera,
conformándote a ella en todos sus detalles. Tal prometiste hacer, y tal, según
se dice, desdeñas hacer.
-¿Es ello
posible? -preguntó Ferrier, extendiendo los brazos en ademán de protesta-. ¿No
he contribuido al fondo común? ¿No he asistido al Templo? ¿No he..?
-¿Dónde
están tus mujeres? -preguntó Young, lanzando una ojeada en derredor-. Hazlas
pasar para que pueda yo presentarles mis respetos.
-Cierto
es que no he contraído matrimonio -repuso Ferrier-. Pero las mujeres eran
pocas, y muchos aquellos con más títulos que yo para pretenderlas. Además, no
he estado solo: he tenido una hija para cuidar de mí.
-De ella,
precisamente, quería hablarte -dijo el jefe de los mormones-. Se ha convertido,
con los años, en la flor de Utah, y ahora mismo goza del favor de muchos
hombres con preeminencia en esta tierra.
John
Ferrier, en su interior, dejó escapar un gemido.
-Corren
rumores que prefiero desoír, rumores en torno a no sé qué compromiso con un
gentil. Maledicencias, supongo, de gente ociosa. ¿Cuál es la decimotercera
regla del código legado a nosotros por Joseph Smith, el santo? «Que toda
doncella perteneciente a la fe verdadera contraiga matrimonio con uno de los
elegidos: pues si se uniera a un gentil, cometería pecado nefando.» Siendo ello
así, no es posible que tú, que profesas el credo santo, hayas consentido que tu
hija lo vulnere.
Nada
repuso John Ferrier, ocupado en juguetear nerviosamente con su fusta.
-Por lo
que en torno a ella resuelvas, habrá de medirse la fortaleza de tu fe. Tal ha
convenido el Sagrado Consejo de los Cuatro. Tu hija es joven: no pretendemos
que despose a un anciano, ni que se vea privada de toda elección. Nosotros los Ancianos
poseemos varias novillas(1), mas es fuerza que las posean también nuestros
hijos. Stangerson tiene un hijo varón, Drebber otro, y ambos recibirían
gustosos a tu hija en su casa. Dejo a ella la elección... Son jóvenes y ricos,
y profesan la fe verdadera. ¿Qué contestas?
1. Heber
C. Kemball, en uno de sus sermones, alude con este título galante a sus cien
esposas.
Ferrier
permaneció silencioso un instante, arrugado el entrecejo.
-Concédeme
un poco de tiempo -dijo al fin-. Mi hija es muy joven, quizá demasiado para
tomar marido. -Cuentas con un plazo de un mes -dijo Young, enderezándose de su
asiento-. Transcurrido éste, habrá de dar la chica una respuesta.
Estaba
cruzando el umbral cuando se volvió de nuevo, el rostro encendido y
centelleantes los ojos:
-¡Guárdate
bien, John Ferrier -dijo con voz tonante-, de oponer tu débil voluntad a las
órdenes de los Cuatro Santos, porque en ese caso sentiríais tu hija y tú no
yacer, reducidos a huesos mondos, en mitad de Sierra Blanco!
Con un
amenazador gesto de la mano soltó el pomo de la puerta, y Ferrier pudo oír sus
pasos desvaneciéndose pesadamente sobre la grava del sendero.
Estaba
todavía en posición sedente, con el codo apoyado en la rodilla e incierto sobre
cómo exponer el asunto a su hija, cuando una mano suave se posó en su hombro y,
elevando los ojos, observó a la niña de pie junto a él. La sola vista de su
pálido y aterrorizado rostro, fue bastante a revelarle que había escuchado la
conversación.
-No lo
pude evitar -dijo ella, en respuesta a su mirada-. Su voz atronaba la casa. Oh,
padre, padre mío, ¿qué haremos?
-No te
asustes -contestó éste, atrayéndola hacia sí, y pasando su mano grande y fuerte
por el cabello castaño de la joven-. Veremos la manera de arreglarlo. ¿No se te
va ese joven de la cabeza, no es cierto?
A un
sollozo y a un ademán de la mano, súbitamente estrechada a la del padre, se
redujo la respuesta de Lucy.
-No,
claro que no. Y no me aflige que así sea. Se trata de un buen chico y de un
cristiano, mucho más, desde luego, de lo que nunca pueda llegar a ser la gente
de por aquí, con sus rezos y todos sus sermones. Mañana sale una expedición
camino de Nevada, y voy a encargarme de que le hagan saber el trance en que nos
hallamos. Si no me equivoco sobre el muchacho, le veremos volver aquí con una
velocidad que todavía no ha alcanzado el moderno telégrafo.
Lucy
confundió sus lágrimas con la risa que las palabras de su padre le producían.
-Cuando
llegue, nos señalará el curso más conveniente. Es usted el que me inquieta. Una
oye..., oye cosas terribles de quienes se enfrentan al Profeta: siempre sufren
percances espantosos.
-Aún no
nos hemos opuesto a nadie -repuso el padre-. Tiempo tenemos de mirar por
nuestra suerte. Disponemos de un mes de plazo; para entonces espero que nos hallemos
lejos de Utah.
-¡Lejos
de Utah!
-Qué
remedio...
-¿Y la
granja?
-Convertiremos
en dinero cuanto sea posible, renunciando al resto. Para ser sincero, Lucy, no
es ésta la primera vez que semejante idea se me cruza por la cabeza. No me
entusiasma el estar sometido a nadie, menos aún al maldito Profeta que tiene
postrada a la gente de esta tierra. Nací americano y libre, y no entiendo de
otra cosa. Quizá sea demasiado viejo para mudar de parecer. Si el tipo de
marras persiste en merodear por mi granja, acaso acabe dándose de bruces con un
puñado de postas avanzando en sentido contrario.
-Pero no
nos dejarán marchar -objetó la joven.
-Aguarda
a que venga Jefferson y entonces nos las compondremos para hacerlo. Entre
tanto, querida, sosiégate, y no permitas que se te pongan los ojos feos de
tanto llorar, no vaya a ser que al verte se la tome el chico conmigo. No hay
razón para preocuparse, ni peligro ninguno.
John
Ferrier imprimió a estas observaciones un tono de pausada confianza, lo que no
fue obstáculo, sin embargo, para que advierta la joven cómo, llegada la noche,
aseguraba con más cuidado del habitual las puertas de la casa, al tiempo que
limpiaba y nutría de cartuchos la oxidada escopeta que hasta entonces había
colgado de la pared de su dormitorio.
4. La
huida
A la
mañana siguiente, después de su entrevista con el Profeta de los mormones,
acudió John Ferrier a Salt Lake City, donde, tras ponerse en contacto con un
conocido que había de seguir el camino de Nevada, entregó el recado para
Jefferson Hope. En él se explicaba al joven lo inminente del peligro a que
estaban expuestos, y lo necesaria que se había hecho su vuelta. Cumplidas estas
diligencias, pareció sosegarse el anciano y, ya de mejor talante, volvió a su
casa.
Cerca de
la granja, observó con sorpresa que a cada uno de los machones laterales de la
portalada había atado un caballo. La sorpresa fue en aumento cuando al entrar
en su casa se echó a la cara dos jóvenes, cómodamente instalados en el salón.
Uno era de faz alongada y pálida, y estaba arrellanado en la mecedora,
extendidas las piernas y puestos los dos pies sobre la estufa. El otro, un mozo
de cuello robusto y tosco y mal dibujadas facciones, permanecía en pie junto a
la ventana. Con las manos en los bolsillos, se entretenía silbando un himno
entonces muy en boga. Ambos saludaron a Ferrier con una ligera inclinación de
cabeza, después de lo cual dio el de la mecedora inicio a la conversación:
-Quizá no
sepas quiénes somos -dijo-. Este de aquí es hijo del viejo Drebber, y yo soy
Joseph Stangerson, uno de tus compañeros de peregrinación en el desierto cuando
el Señor extendió su mano y se dignó recibirte entre los elegidos.
-Como
recibirá a las restantes naciones del mundo en el instante por Él previsto
-añadió el otro con acento nasal-; lentamente trenza su red el Señor, mas los
agujeros de ésta son finísimos.
John
Ferrier esbozó un frío saludo. No le cogía de nuevas la identidad de sus
visitantes.
-Por
indicación de nuestros padres -prosiguió Stangerson-, hemos venido a solicitar
la mano de tu hija. Vosotros determinaréis a cuál de los dos corresponde. Dado
que yo tengo tan sólo cuatro mujeres, mientras que el hermano Drebber posee
siete, me parece que reúno yo más títulos para ser el elegido.
-Ta, ta,
hermano Stangerson -repuso aquél-, no se trata de cuántas mujeres tengamos,
sino del número de ellas que podamos mantener. Mi padre me ha traspasado sus
molinos, por lo que soy más rico que tú.
-Pero me
aguarda a mí un futuro más holgado -respondió su rival, vehementemente-. Cuando
el Señor tenga a bien llevarse a mi padre, entraré en posesión de su casa de
tintes y su tenería. Además, soy mayor que tú, y por lo mismo estoy más alto en
la jerarquía de la Iglesia.
-A la
chica toca decir la última palabra -replicó el joven Drebber, mientras sonreía
a la propia imagen reflejada en el vidrio de la ventana-. Que sea ella quien
decida.
Durante
todo el diálogo había permanecido John Ferrier en el umbral dándose a los
demonios y casi tentado a descargar su fusta sobre las espaldas de los
visitantes.
-Un
momento -dijo al fin, acercándose a ellos-. Cuando mi hija os convoque, podréis
venir, pero hasta entonces no quiero ver vuestras caras por aquí.
Los dos
jóvenes mormones le dirigieron una mirada de estupefacción. A sus ojos, el
forcejeo por la mano de la hija suponía un máximo homenaje, no menos honroso
para ésta que para su padre.
-Hay dos
caminos que conducen fuera de la habitación -gritó Ferrier-, la puerta y la
ventana. ¿Cuál preferís?
Su rostro
moreno había adquirido una expresión tan salvaje, y las manos un tan amenazador
ademán, que los dos visitantes saltaron de sus asientos, emprendiendo una
rápida retirada. El viejo granjero les siguió hasta la puerta.
-Me
haréis saber quién de los dos se ha dispuesto que sea el agraciado -dijo con
sorna.
-¡Recibirás
tu merecido! -chilló Stangerson, lívido de ira-. Has desafiado al Profeta y al
Consejo de los Cuatro. Materia tienes de arrepentimiento para el resto de tus
días.
-El Señor
asentará sobre ti su pesada mano -exclamó a su vez el joven Drebber-; ¡por Él
serás fulminado!
-¡Si ha
de ser así, comencemos ya! -dijo Ferrier, furioso, y se hubiera precipitado
escaleras arriba en busca de su escopeta a no sujetarlo Lucy por un brazo para
impedir los efectos de su furia. Antes de que pudiera desasirse, el estrépito
de unas uñas de caballo sobre el camino medía ya la distancia que habían puesto
por medio sus enemigos.
-¡Mequetrefes
hipócritas! -exclamó, enjugándose el sudor de la frente-. Prefiero verte en la
tumba, niña, antes que esposa de cualquiera de ellos.
-Yo
también, padre -repuso ella vehementemente-; pero Jefferson estará pronto de
vuelta con nosotros.
-Sí. Poco
ha de tardar. Cuanto menos, mejor, pues no sabemos qué otras sorpresas nos
aguardan.
Era
llegado en verdad el momento de que alguien acudiera, con su consejo y ayuda,
en auxilio del tenaz anciano y su hija adoptiva. Hasta entonces no se había
dado aún en la colonia un caso parejo de insubordinación y desobediencia a la
autoridad de los Ancianos. Si las desviaciones menores eran castigada tan
severamente, ¡cuál no sería el destino de este empecatado rebelde! Ferrier
conocía que su riqueza y posición no lo eximían del castigo. Otros no menos
ricos y conocidos que él habían desaparecido de la faz de la tierra,
revertiendo sus propiedades a manos de la Iglesia. Aunque valeroso, no acertaba
a reprimir un sentimiento de pánico ante el peligro impreciso y fantasmal que
le amenazaba. A todo mal conocido se sentía capaz de hacer frente con pulso
firme, pero la incertidumbre presente encerraba algo de terroríficamente
paralizador. Recató aun así su miedo a la hija, afectando echar a barato lo
acontecido, lo que no fue obstáculo, sin embargo, para que ella, con la
sagacidad que infunde el amor, percibiera claramente la preocupación de que era
presa el anciano.
Suponía
éste que mediante una señal u otra le haría Young patente el disgusto hacia su
conducta, y no andaba errado, aunque el anuncio llegó de forma inesperada. A la
mañana siguiente, al despertarse, encontró para su sorpresa un pequeño
rectángulo de papel prendido a la colcha, a la altura del pecho, y en él
escritas con letra enérgica y desmañada estas palabras: «Veintinueve días
restan para que te enmiendes, y entonces...».
Ese vago
peligro que parecía insinuarse tras los puntos suspensivos era mucho más
temible que cualquier amenaza concreta. Que el mensaje hubiera podido llegar a
la habitación, sumió a John Ferrier en una casi dolorosa perplejidad, ya que
los sirvientes dormían en un pabellón separado de la casa, y las puertas y
ventanas de ésta habían sido cerradas a cal y canto. Se deshizo del papel y
ocultó lo ocurrido a su hija, aunque el incidente no pudo por menos de
producirle una mortal angustia. Esos veintinueve días representaban sin duda lo
sobrante del mes concedido por Young. ¿Qué valían la fuerza o el coraje contra
un enemigo dotado de tan misteriosas facultades? La mano que había prendido el
alfiler hubiese podido empujarlo hasta el centro de su corazón, sin que él
llegara nunca a conocer la identidad de quien le causaba la muerte.
Mayor fue
aún su conmoción a la mañana siguiente. Se había sentado para tomar el desayuno
cuando Lucy dejó escapar un gesto de sorpresa al tiempo que señalaba el techo
de la habitación. En su mitad, en torpes caracteres, se leía, escrito
probablemente con la negra punta de un tizón, el número veintiocho. Nada
significaba esta cifra para la hija, y Ferrier prefirió no sacarla de su
ignorancia. Aquella noche, armado de una escopeta, montó guardia alrededor de
la casa. No vio ni oyó cosa alguna y, sin embargo, al clarear, los largos
trazos del número veintisiete cruzaban la hoja exterior de la puerta principal.
De esta
guisa fueron transcurriendo los días; tan inevitablemente como sucede a la
noche la luz de la mañana, mantenían sus invisibles enemigos la cuenta del
menguante mes de gracia, expuesta siempre en algún lugar manifiesto. Ora
aparecía el número fatal sobre una pared, ora en el suelo, más tarde, quizá, en
un pequeño rótulo pegado al cancel del jardín o a la baranda. Pese a su
permanente actitud de vigilancia, no pudo descubrir John Ferrier de dónde
procedían estas advertencias diarias. Un horror rayano con la superstición
llegó a poseerlo a la vista de cualquiera de ellas. Crispado y rendido, sus
ojos adquirieron la expresión turbia de una fiera acorralada. Todas sus
esperanzas, su única esperanza, se cifraba en el retorno del joven cazador de
Nevada.
Los
veinte días de franquía se redujeron a quince, éstos a diez y no daba aún
señales de sí el ausente. Paso a paso fue aproximándose el temido término sin
que llegaran noticias de fuera. Cada vez que un jinete rompía el silencio con
el estrépito de su caballo a lo largo del camino, o incitaba un carretero a su
recua, el viejo granjero se precipitaba hacia la puerta, creyendo ya llegado a
su auxiliador. Al fin, cuando los cinco últimos días dieron paso a los cuatro
siguientes, y los cuatro a sus sucesivos tres, perdió el ánimo, y con él la
esperanza en la salvación. Solo, y mal conocedor de las montañas circunvecinas,
se sentía por completo perdido. En los caminos más transitados se había montado
un estricto servicio de vigilancia que estorbaba el paso a los transeúntes no
autorizados por el Consejo. Mirara donde mirara, se veía inevitablemente
condenado a sufrir el castigo que se cernía sobre su cabeza. Con todo, mil
veces hubiera preferido el anciano la muerte a consentir en lo que por fuerza
se le antojaba el deshonor de su hija.
Sobre
tales calamidades y los vanos intentos de ponerles remedio, reflexionaba una
tarde el sedente John Ferrier. Aquella misma mañana había sido trazado el
número dos sobre la pared de su casa, anuncio de la única franquía que, junto a
la siguiente, todavía restaba hasta la expiración del plazo.
¿Qué
ocurriría entonces? Mil terribles e imprecisas fantasías atormentaban su
imaginación. ¿Qué sería de su hija cuando él faltara? No ofrecía escape la
invisible maraña que alrededor de ellos se había trenzado. Derrumbó la cabeza
sobre la mesa y se abandonó al llanto ante el sentimiento de su propia
impotencia.
Pero ¿qué
era eso? Un suave arañazo había turbado el silencio reinante -un ruido tenue,
aunque claramente perceptible en medio de la quietud de la noche-. Procedía de
la puerta de la casa. Ferrier se deslizó hasta el vestíbulo y aguzó el oído.
Hubo una pausa breve y después el blando, insidioso sonido volvió a repetirse.
Evidentemente, alguien estaba golpeando con mucho tiento los cuarterones de la
puerta. ¿Quizá un nocturno sicario enviado para llevar adelante las órdenes
asesinas del tribunal secreto? ¿O acaso el agente encargado de grabar el
anuncio del último día de gracia? Ferrier sintió que una muerte instantánea
sería preferible a esta azorante incertidumbre que paralizaba su corazón. De un
salto llegó hasta la puerta y, descorriendo el cerrojo, la abrió de par en par.
Fuera
reinaba una absoluta quietud. Estaba despejada la noche, y en lo alto se veían
parpadear las estrellas. Ante los ojos del granjero se extendía el pequeño
jardín frontero, ceñido por la cerca y la portalada, pero ni en el espacio
interior ni en la carretera se echaba de ver figura humana alguna. Con un
suspiro de alivio oteó Ferrier a izquierda y derecha, hasta que, habiendo
dirigido por casualidad la mirada en dirección a sus pies, observó con asombro
que un hombre yacía boca abajo sobre el suelo, abiertos en compás los brazos y
las piernas.
Tal
sobresalto le produjo la vista del cuerpo, que hubo de recostarse sobre la
pared con una mano puesta en la garganta para sofocar el grito que de ésta
pujaba por salir. Su primer pensamiento fue el de dar al hombre postrado por
herido o muerto, mas, al mirarlo de nuevo, percibió cómo, serpenteando con la
rapidez y sigilo de un ofidio, se deslizaba sobre el suelo hasta penetrar en el
vestíbulo. Una vez dentro recuperó velozmente la posición erecta, cerró la
puerta, y fueron entonces dibujándose ante el asombrado granjero las enérgicas
facciones y decidida expresión de Jefferson Hope.
-¡Santo
Cielo! -dijo jadeante John Ferrier-. ¡Qué susto me has dado! ¿Por qué diablos
has entrado en casa así?
-Déme
algo de comer -repuso el otro con voz ronca-. Hace cuarenta y ocho horas que no
me llevo a la boca un trozo de pan o una gota de agua.
Se arrojó
sobre la carne fría y el pan que, después de la cena, aún restaban en la mesa
de su huésped, y dio cuenta de ellos vorazmente.
-¿Cómo
anda de ánimo Lucy? -preguntó una vez satisfecha su hambre.
-Bien.
Desconoce el peligro en que nos hallamos -repuso el padre.
-Tanto
mejor. La casa está vigilada por todas partes. De ahí que me arrastrara hasta
ella. Los tipos son listos, aunque no lo bastante para jugársela a un cazador
Washoe.
John
Ferrier se sintió renacer a la llegada de su devoto aliado. Asiendo la mano
curtida del joven, se la estrechó cordialmente.
-Me
enorgullezco de ti, muchacho -exclamó-. Pocos habrían tenido el arrojo de venir
a auxiliarnos en este trance.
-No anda
descaminado, a fe mía -repuso el joven cazador-. Le tengo ley, pero a ser usted
el único en peligro me lo habría pensado dos veces antes de meter la mano en
este avispero. Lucy me trae aquí, y antes de que le sobrevenga algún mal, hay
en Utah un Hope para dar por ella la vida.
-¿Qué
hemos de hacer?
-Mañana
se acaba el plazo, y a menos que nos pongamos esta misma noche en movimiento,
estará todo perdido. Tengo una mula y dos caballos esperándonos en el Barranco
de las Águilas. ¿De cuánto dinero dispone?
-Dos mil
dólares en oro y otros cinco mil en billetes.
-Es
suficiente. Cuento yo con otro tanto. Hemos de alcanzar Carson City a través de
las montañas. Preciso es que despierte a Lucy. Suerte que no duermen aquí los
criados...
En tanto
aprestaba Ferrier a su hija para el viaje inminente, Jefferson Hope juntó toda
la comida que pudo encontrar en un pequeño paquete, al tiempo que llenaba de
agua un cántaro de barro; como sabía por experiencia, los manantiales eran
escasos en las montañas y muy distantes entre sí. Apenas si había terminado los
preparativos cuando apareció el granjero con su hija, ya vestida y pertrechada
para la marcha. El encuentro de los dos enamorados fue caluroso, pero breve,
pues cada minuto era precioso, y restaba aún mucho por hacer.
-Salgamos
cuanto antes -dijo Jefferson, en un susurro, donde se conocía, sin embargo, el
tono firme de quien, sabiendo la gravedad de un lance, ha preparado su corazón
para afrontarlo-. La entrada principal y la trasera están guardadas, aunque
cabe deslizarse por la ventana lateral y seguir después a campo traviesa. Ya en
la carretera, dos millas tan sólo nos separan del Barranco de las Águilas, en
que aguardada caballería. Cuando despunte el día estaremos a mitad de camino,
en plena montaña.
-¿Y si
nos cierran el paso? -preguntó Ferrier.
Hope dio
una palmada a la culata del revólver, que sobresalía tras la hebilla de su cinturón.
-En caso
de que fueran demasiados para nosotros..., no dejaríamos este mundo sin que
antes nos hicieran cortejo dos o tres de ellos -dijo, con una sonrisa
siniestra.
Apagadas
ya todas las luces del interior de la casa, Ferrier contempló desde la ventana,
sumida en sombra, los campos que habían sido suyos, y de los que ahora iba a
partirse para siempre. Era éste, sin embargo, un sacrificio al que ya tenía
preparado su espíritu, y la consideración del honor y felicidad de su hija
compensaba con creces el sentimiento de la fortuna perdida. Reinaba tal paz en
las vastas mieses y en torno a los susurrantes árboles, que nadie hubiese
acertado a sospechar el negro revoloteo de la muerte. Sin embargo, la palidez
de rostro y rígida expresión del joven cazador indicaban a las claras que en su
trayecto hasta la casa no habían sido pocos los signos fatales por él
advertidos.
John
Ferrier llevaba consigo el talego con el oro y los billetes; Jefferson Hope,
las escasas provisiones y el agua, mientras Lucy, en un pequeño atadijo, había
hecho acopio de algunas de sus prendas más queridas. Tras abrir la ventana con
todo el cuidado que las circunstancias exigían, aguardaron a que una nube
ocultara la faz de la luna, aprovechando ese instante para descolgarse, uno a
uno, al diminuto jardín. Con el aliento retenido y rasantes al suelo, ganaron
al poco el seto limítrofe, de cuyo abrigo no se separó la comitiva hasta llegar
a un vano abierto a los campos cultivados. Apenas lo habían alcanzado, cuando el
joven retuvo a sus acompañantes empujándoles de nuevo hacia la sombra, en la
que permanecieron temblorosos y en silencio.
Por
ventura, la vida en las praderas había dotado a Jefferson Hope de un oído de
lince. Un segundo después de su repliegue rasgó el aire el melancólico y casi
inmediato aullido de un búho, contestado al punto por otro idéntico, pocos
pasos más allá. En ese instante emergió del vano la silueta fantasmal de un
hombre; repitió éste la lastimera señal, y a su conjunto salió de la sombra una
segunda figura humana.
-Mañana a
medianoche -dijo el primero, quien parecía ser, de los dos, el investido de
mayor autoridad-. Cuando el chotacabras grite tres veces.
-Bien
-repuso el segundo-. ¿He de pasar el mensaje al Hermano Drebber?
-Que él
lo reciba y tras él los siguientes. ¡Nueve a siete!
-¡Siete a
cinco! -repitió su compañero-. Y ambas siluetas partieron rápidas en distintas
direcciones. Las palabras finales recataban evidentemente una seña y su
correspondiente contraseña. Apenas desvanecidos en la distancia los pasos de
los conspiradores, Jefferson Hope se puso en pie y, después de aprestar a sus
compañeros a través del vano, inició una rápida marcha por mitad de las mieses,
sosteniendo y casi llevando en vilo a la joven cada vez que ésta sentía
flaquear sus fuerzas.
-¡Deprisa,
deprisa! -jadeaba de cuando en cuando-. Estamos cruzando la línea de
centinelas. Todo depende de la velocidad a que avancemos. ¡Deprisa, digo!
Ya en la
carretera, cubrieron terreno con mayor presteza. Sólo una vez se cruzaron con
otro caminante, mas tuvieron ocasión de deslizarse a un campo vecino y pasar
así inadvertidos. Antes de alcanzar la ciudad, el cazador enfiló un sendero
lateral y accidentado que conducía a las montañas. El desigual perfil de los
picos rocosos se insinuó de pronto en la noche: el angosto desfiladero que
entre ellos se abría no era otro que el Barranco de las Águilas, donde
permanecían a la espera los caballos. Guiado de un instinto infalible,
Jefferson Hope siguió su rumbo a través de las peñas y a lo largo del lecho
seco de un río, hasta dar con una retirada quiebra, oculta por rocas. Allí
estaban amarrados los fieles cuadrúpedos. La muchacha fue instalada sobre la
mula, y el viejo Ferrier montó, con el talego, en uno de los caballos, mientras
Jefferson Hope guiaba al restante por el difícil y escabroso camino.
Sólo para
quien estuviera hecho a las manifestaciones más extremas de la Naturaleza podía
resultar aquella ruta llevadera. A uno de los lados se elevaba un gigantesco
peñasco por encima de los mil metros de altura. Negro, hosco y amenazante,
erizada la rugosa superficie de largas columnas de basalto, sugería su silueta
el costillar de un antiguo monstruo petrificado. A la otra mano un vasto caos
de escoria y guijarros enormes impedía de todo punto la marcha. Entre ambas
orillas discurría la desigual senda, tan angosta a trechos que habían de
situarse lo viajeros en fila india, y tan accidentado que únicamente a un
jinete consumado le hubiera resultado posible abrirse en ella camino. Sin
embargo, pese a todas las fatigas, estaban alegres los fugitivos, ya que, a
cada paso que daban, era mayor la distancia entre ellos y el despotismo
terrible de que venían huyendo.
Pronto se
les hizo manifiesto, con todo, que aún permanecían bajo la jurisdicción de los
Santos. Habían alcanzado lo más abrupto y sombrío del desfiladero cuando la
joven dejó escapar un grito, a la par que señalaba hacia lo alto. Sobre una de
las rocas que se asomaban al camino, destacándose duramente sobre el fondo,
montaba guardia un centinela solitario. Descubrió a la comitiva a la vez que
era por ella visto, y un desafiante y marcial ¡quién vive! resonó en el
silencioso barranco.
-Viajeros
en dirección a Nevada -dijo Jefferson Hope, con una mano puesta sobre el rifle,
que colgaba a uno de los lados de su silla.
Pudieron
observar cómo el solitario vigía amartillaba su arma, escrutando el hondón con
expresión insatisfecha.
-¿Con la
venia de quién? -preguntó.
-Los
Sagrados Cuatro -repuso Ferrier. Su estancia entre los mormones le había
enseñado que tal era la máxima autoridad a que cabía referirse.
-Nueve a
siete -gritó el centinela.
-Siete a
cinco -contestó rápido Jefferson Hope, recordando la contraseña oída en el
jardín.
-Adelante,
y que el Señor sea con vosotros -dijo la voz desde arriba-. Más allá de este
enclave se ensanchaba la ruta, y los caballos pudieron iniciar un ligero trote.
Mirando hacia atrás, alcanzaron a ver al centinela apoyado sobre su fusil,
señal de que habían dejado a sus espaldas la posición última de los Elegidos y
que cabalgaban ya por tierras de libertad.
5. Los
ángeles vengadores
Durante
toda la noche trazaron su camino a través de desfiladeros intrincados y de
senderos irregulares sembrados de rocas. Varias veces perdieron el rumbo y
otras tantas el íntimo conocimiento que Hope tenía de las montañas les permitió
recuperarlo. Al rayar el alba, un escenario de maravillosa aunque agreste
belleza se ofreció a sus ojos. Cerrando el contorno todo del espacio se
elevaban los altos picos coronados de nieve, cabalgados los unos sobre los
otros en actitud de vigías que escrutan el horizonte. Tan empinadas eran las
vertientes rocosas a entrambos lados, que los pinos y alerces parecían estar
suspendidos encima de sus cabezas, como a la espera de un parco soplo de aire
para caer con violencia sobre los viajeros. Y no era la sensación meramente
ilusoria, pues se hallaba aquella hoya pelada salpicada en toda su extensión
por peñas y árboles que hasta allí habían llegado de semejante manera. Justo a
su paso, una gran roca se precipitó de lo alto con un estrépito sordo, que
despertó ecos en las cañadas silenciosas, e imprimió a los cansinos caballos un
galope alocado.
Conforme
el sol se levantaba lentamente sobre la línea de oriente, las cimas de las
grandes montañas fueron encendiéndose una tras otra, al igual que los faroles
de una verbena, hasta quedar todas rutilantes y arreboladas. El espectáculo
magnífico alegró los corazones de los tres fugitivos y les infundió nuevos
ánimos. Detuvieron la marcha junto a un torrente que con ímpetu surgía de un
barranco y abrevaron a los caballos mientras daban rápida cuenta de su
desayuno. Lucy y su padre habrían prolongado con gusto ese tiempo de tregua,
pero Jefferson Hope se mostró inflexible.
-Ya
estarán sobre nuestra pista -dijo-. Todo depende de nuestra velocidad. Una vez
salvos en Carson podremos descansar el resto de nuestras vidas.
Durante
el día entero se abrieron camino a través de los desfiladeros, habiéndose
distanciado al atardecer, según sus cálculos, más de treinta millas de sus
enemigos. A la noche establecieron el campamento al pie de un risco saledizo,
medianamente protegido por las rocas del viento álgido, y allí, apretados para
darse calor, disfrutaron de unas pocas horas de sueño. Antes de romper el día,
sin embargo, ya estaban en pie, prosiguiendo viaje. No habían echado de ver
señal alguna de sus perseguidores, y Jefferson Hope comenzó a pensar que se
hallaban acaso fuera del alcance de la terrible organización en cuya enemistad
habían incurrido. Ignoraba aún cuán lejos podía llegar su garra de hierro, y
qué presta estaba ésta a abatirse sobre ellos y aplastarlos.
Hacia la
mitad del segundo día de fuga, su escaso lote de provisiones comenzó a
agotarse. No inquietó ello, sin embargo, en demasía al cazador, pues abundaban
las piezas por aquellos parajes, y no una, sino muchas veces, se había visto en
la precisión de recurrir a su rifle para satisfacer las necesidades elementales
de la vida. Tras elegir un rincón abrigado, juntó unas cuantas ramas secas y
produjo una brillante hoguera, en la que pudieran encontrar algún
confortamiento sus amigos; se encontraban a casi cinco mil pies de altura, y el
aire era helado y cortante. Después de atar los caballos y despedirse de Lucy,
se echó el rifle sobre la espalda y salió en busca de lo que la suerte quisiera
dispensarle. Volviendo la cabeza atrás vio al anciano y a la joven acurrucados
junto al brillante fuego, con las tres caballerías recortándose inmóviles sobre
el fondo. A continuación, las rocas se interpusieron entre el grupo y su
mirada.
Caminó un
par de millas de un barranco a otro sin mayor éxito, aunque, por las marcas en
las cortezas de los árboles, y otros indicios, coligió la presencia de
numerosos osos en la zona. Al fin, tras dos o tres horas de búsqueda
infructuosa, y cuando desanimado se disponía a dar marcha atrás, vio, echando
la vista a lo alto, un espectáculo que le hizo estremecer de alegría. En el
borde de una roca voladiza, a trescientos o cuatrocientos pies sobre su cabeza,
afirmaba sobre el suelo las pezuñas una criatura de apariencia vagamente
semejante a la de una cabra, aunque armada de un par de descomunales cuernos.
La gran astada -por tal se le conocerá probablemente el guarda o vigía de un
rebaño invisible al cazador; mas por fortuna estaba mirando en dirección
opuesta a éste y no había advertido su presencia. Puesto de bruces, descansó el
rifle sobre una roca y enfiló largamente y con firme pulso la diana antes de
apretar el gatillo. El animal dio un respingo, se tambaleó un instante a
orillas del precipicio, y se desplomó al cabo valle abajo.
Pesaba en
exceso la res para ser llevada a cuestas, de modo que el cazador optó por
desmembrar una pierna y parte del costado. Con este trofeo terciado sobre uno
de los hombros se dio prisa a desandar lo andado, ya que comenzaba a caer la
tarde. Apenas puesto en marcha, sin embargo, advirtió que se hallaba en un
trance difícil. Llevado de su premura había ido mucho más allá de los barrancos
conocidos, resultándole ahora difícil encontrar el camino de vuelta. El valle
donde estaba tendía a dividirse y subdividirse en numerosas cañadas, tan
semejantes que se hacía imposible distinguirlas entre sí. Enfiló una por
espacio de una milla o más hasta tropezar con un venero de montaña que le
constaba no haber visto antes. Persuadido de haber errado el rumbo, probó otro
distinto, mas no con mayor éxito. La noche caía rápidamente, y apenas si
restaba alguna luz cuando dio por fin con un desfiladero de aire familiar.
Incluso entonces no fue fácil seguir la pista exacta, porque la luna no había
ascendido aún y los altos riscos, elevándose a una y otra mano, acentuaban aún
más la oscuridad. Abrumado por su carga, y rendido tras tanto esfuerzo, avanzó
a trompicones, infundiéndose ánimos con la reflexión de que a cada paso que
diera se acortaba la distancia entre él y Lucy, y de que habría comida bastante
para todos durante el resto del viaje.
Ya se
hallaba en el principio mismo del desfiladero en que había dejado a sus
compañeros. Incluso en la oscuridad acertaba a reconocer la silueta de las
rocas que los rodeaban. Estarían esperándolo, pensó, con impaciencia, pues
llevaba casi cinco horas ausente. En su alegría juntó las manos, se las llevó á
la boca a modo de bocina, y anunció su llegada con un fuerte grito, resonante a
lo largo de la cañada. Se detuvo y esperó la respuesta. Ninguna obtuvo, salvo
la de su propia voz, que se extendió por las tristes, silenciosas cañadas,
hasta retornar multiplicada en incontables ecos. De nuevo gritó, incluso más
alto que la vez anterior, y de nuevo permanecieron mudos los amigos a quien
había abandonado tan sólo unas horas atrás. Una angustia indefinible y sin
nombre se apoderó de él, y dejando caer en su desvarío la preciosa carga de
carne, echó a correr frenéticamente campo adelante.
Al doblar
la esquina pudo avistar por entero el lugar preciso en que había sido encendida
la hoguera. Aún restaba un cúmulo de brasas, evidentemente no avivadas desde su
partida. El mismo silencio impenetrable reinaba en derredor. Con sus
aprensiones mudadas en certeza prosiguió presuroso la pesquisa. No se veía cosa
viviente junto a los restos de la hoguera: bestias, hombre, muchacha, habían
desaparecido. Era evidente que algún súbito y terrible desastre había ocurrido
durante su ausencia, un desastre que los comprendía a todos, sin dejar empero rastro
alguno tras de sí.
Atónito,
y como aturdido por el suceso, Jefferson Hope sintió que le daba vueltas la
cabeza, y hubo de apoyarse en su rifle para no perder el equilibrio. Sin
embargo, era en esencia hombre de acción, y se recobró pronto de su temporal
estado de impotencia. Tomando un leño medio carbonizado de la ya lánguida
hoguera, lo atizó de un soplido hasta producir en él una llama, y alumbrándose
con su ayuda, procedió al examen del pequeño campamento. La tierra estaba toda
hollada por pezuñas de caballo, señal de que una cuadrilla de jinetes había
alcanzado a los fugitivos. La dirección de las improntas indicaba asimismo que
la partida había dirigido de nuevo sus pasos hacia Salt Lake City. ¿Quizá con
sus dos compañeros? Estaba próximo Jefferson Hope a dar por buena esta
conjetura, cuando sus ojos cayeron sobre un objeto que hizo vibrar hasta en lo
más recóndito todos los nervios de su cuerpo. Cerca, hacia uno de los límites
del campamento, se elevaba un montecillo de tierra rojiza, que a buen seguro no
había estado allí antes. No podía ser sino una fosa recién excavada. Al
aproximarse, el joven cazador distinguió el perfil de una estaca hincada en el
suelo, con un papel sujeto a su extremo ahorquillado. En él se leían estas
breves, aunque elocuentes palabras:
JOHN
FERRIER,
Vecino de
Salt Lake City.
Murió el
4 de agosto de 1860.
El
valeroso anciano, al que había dejado de ver apenas unas horas antes, estaba ya
en el otro mundo, y éste era todo su epitafio. Desolado, Jefferson Hope miró en
derredor, por si hubiera una segunda tumba, mas no vio traza de ninguna. Lucy
había sido arrebatada por sus terribles perseguidores para cumplir su destino
original como concubina en el harén de uno de los hijos de los Ancianos. Cuando
el joven cayó en la cuenta de este hecho fatal, que no estaba en su mano
remediar, deseó de cierto compartir la suerte del viejo granjero y su última y
silenciosa morada bajo el suelo.
De nuevo,
sin embargo, su espíritu activo le permitió sacudirse el letargo a que induce
la desesperación. Cuando menos podía consagrar el resto de su vida a vengar el
agravio. Además de paciencia y perseverancia enormes, Jefferson Hope poseía
también una peculiar aptitud para la venganza, aprendida acaso de los indios
entre los que se había criado. Mientras permanecía junto al fuego casi extinto,
comprendió que la única cosa que alcanzaría a acallar su pena habría de ser el
desquite absoluto, obrado por mano propia contra sus enemigos. Su fuerte
voluntad e infatigable energía no tendrían, se dijo, otro fin. Pálido, ceñudo
el rostro, volvió sobre sus pasos hasta donde había dejado caer la carne, y,
tras reavivar las brasas, asó la suficiente para el sustento de algunos días.
La envolvió luego y, cansado como estaba, emprendió la vuelta a través de las
montañas, en pos de los Ángeles Vengadores.
Durante
cinco días avanzó, abrumado y con los pies doloridos, por los desfiladeros que
antes había atravesado a uña de caballo. En la noche se dejaba caer entre las
rocas, concediendo unas pocas horas al sueño, pero primero que rayase el día
estaba ya de nuevo en marcha. Al sexto día llegó al Cañón de las Águilas, punto
de arranque de su desdichada fuga. Desde allí alcanzaba a contemplarse el hogar
de los Santos. Maltrecho y exhausto se apoyó sobre su rifle, mientras tendía
fieramente el puño curtido contra la silenciosa ciudad extendida a sus pies. Al
mirarla con mayor sosiego, echó de ver banderas en las calles principales y
otros signos de fiesta. Estaba aún preguntándose a qué se debería aquello,
cuando atrajo su atención un batir de cascos contra el suelo, seguido por la
aparición de un jinete que venía de camino. Cuando lo tuvo lo bastante cerca
pudo reconocer a un mormón llamado Cowper, al que había rendido servicios en
distintas ocasiones. Por tanto, al cruzarse con él, lo abordó con el fin de
saber algo sobre el paradero de Lucy Ferrier.
-Soy
Jefferson Hope -dijo-. ¿No me reconoce?
El mormón
le dirigió una mirada de no disimulado asombro. Resultaba de hecho difícil
advertir en aquel caminante harapiento y desgreñado, de cara horriblemente
pálida y de ojos feroces y desorbitados, al apuesto y joven cazador de otras
veces. Satisfecho, sin embargo, sobre este punto, el hombre mudó la sorpresa en
consternación.
-Es
locura que venga por aquí -exclamó-. Por sólo dirigirle la palabra, peligra ya
mi vida. Está usted proscrito a causa de su participación en la fuga de los
Ferrier.
-No temo
a los Cuatro Santos ni a su mandamiento -dijo Hope vehementemente-. Algo tiene
que haber llegado a sus oídos, Cowper. Le conjuro por lo que más quiera para
que dé contestación a unas pocas preguntas. Siempre fuimos amigos. Por Dios, no
rehuya responderme.
-¿De qué
se trata? -inquirió nervioso el mormón-. Sea rápido. Hasta las rocas tienen
oídos, y los árboles ojos.
-¿Qué ha
sido de Lucy Ferrier?
-Fue dada
ayer por esposa al joven Drebber. ¡Ánimo, hombre, ánimo! Parece usted un
difunto...
-No se
cuide de mí -repuso Hope con un susurro. Estaba mortalmente pálido, y se había
dejado caer al pie del peñasco que antes le servía de apoyo-. ¿De modo que se
ha casado?
-Justo
ayer. No otra cosa conmemoran las banderas que ve ondear en la Casa
Fundacional. Los jóvenes Drebber y Stangerson anduvieron disputándose la
posesión del trofeo. Ambos formaban parte de la cuadrilla que había rastreado a
los fugitivos, y de Stangerson es la bala que dio cuenta del padre, lo que
parecía concederle alguna ventaja; mas al solventarse la cuestión en el
Consejo, la facción de Drebber llevó la mejor parte, y el profeta puso en manos
de éste a la chica. A nadie pertenecerá por largo tiempo, sin embargo, ya que
ayer vi la muerte pintada en su cara. Más semeja un fantasma que una mujer. ¿Se
marcha usted?
-Sí -dijo
Jefferson Hope, abandonada por fin su posición sedente. Parecía cincelado en
mármol el rostro del cazador, tan firme y dura se había tornado su expresión,
en tanto los ojos brillaban con un resplandor siniestro.
-¿A dónde
se dirige?
-No se
preocupe -repuso, y terciando el arma sobre un hombro, siguió cañada adelante
hasta lo más profundo de la montaña, allí donde tienen las alimañas su guarida.
De todas ellas, era él la más peligrosa; entre aquellas fieras, la dotada de
mayor fiereza.
La
predicción del mormón se cumplió con macabra exactitud. Bien impresionada por
la aparatosa muerte de su padre, bien a resultas del odioso matrimonio a que se
había visto forzada, la pobre Lucy no volvió a levantar cabeza, falleciendo, al
cabo, tras un mes de creciente languidez. Su estúpido marido, que la había
desposado sobre todo porque apetecía la fortuna de John Ferrier, no mostró gran
aflicción por la pérdida; pero sus otras mujeres lloraron a la difunta, y
velaron su cuerpo la noche anterior al sepelio, según es costumbre entre los
mormones. Estaban agrupadas al alba en derredor del ataúd cuando, para su
inexpresable sorpresa y terror, la puerta se abrió violentamente y un hombre de
aspecto salvaje, curtido por la intemperie y cubierto de harapos, penetró en la
habitación. Sin decir palabra o dirigir una sola mirada a las mujeres encogidas
de espanto, se dirigió a la silenciosa y pálida figura que antes había
contenido el alma pura de Lucy Ferrier. Inclinándose sobre ella, apretó
reverentemente los labios contra la fría frente, tras de lo cual, levantando la
mano inerte, tomó de uno de sus dedos el anillo de desposada.
-No la
enterrarán con esto -gritó con fiereza; y antes de que nadie pudiera dar la
señal de alarma, desapareció escaleras abajo. Tan peregrino y breve fue el
episodio que los testigos habrían hallado difícil concederle crédito o
persuadir de su veracidad a un tercero, a no ser por el hecho indudable de que
el anillo que distinguía a la difunta como novia había desaparecido.
Durante
algunos meses Jefferson Hope permaneció en las montañas, llevando una extraña
vida salvaje y nutriendo en su corazón la violenta sed de venganza que lo
poseía. En la ciudad se referían historias sobre una fantástica figura que
merodeaba por los alrededores y que tenía su morada en las solitarias cañadas
montañosas. En cierta ocasión, una bala atravesó silbando la ventana de
Stangerson y fue a estamparse contra la pared a menos de un metro del mormón.
Otra vez, cuando pasaba Drebber junto a un crestón, se precipitó sobre él una
gran peña, que le hubiera causado muerte terrible a no tener la presteza de
arrojarse de bruces hacia un lado. Los dos jóvenes mormones descubrieron pronto
la causa de estos atentados contra sus vidas y encabezaron varias expediciones
por las montañas con el propósito de capturar o dar muerte a su .enemigo,
siempre sin éxito. Entonces decidieron no salir nunca solos o después de
anochecido, y pusieron guardia a sus casas. Transcurrido un tiempo ya no le fue
necesario mantener estas medidas, pues había desaparecido todo rastro de su
oponente, en el que terminaron por creer acallado el deseo de venganza.
Por lo
contrario, éste, si cabe, se adueñaba cada vez más del cazador. Su espíritu
estaba formado de una materia dura e inflexible, habiendo hecho hasta tal punto
presa en él la idea dominante del desquite, que apenas quedaba espacio para
otros sentimientos. Aún así era aquel hombre, sobre todas las cosas, práctico.
Comprendió pronto que ni siquiera su constitución de hierro podría resistir la
presión constante a que la estaba sometiendo. La intemperie y la falta de
alimentación adecuada principiaban a obrar su efecto. Caso de que muriese como
un perro en aquellas montañas, ¿qué sería de su venganza? Y había de morir de
cierto si persistía en el empeño. Sintió que estaba jugando las cartas de sus
enemigos, de modo que muy a su pesar volvió a las viejas minas de Nevada, con ánimo
de reponer allí su salud y reunir dinero bastante a proseguir sin privaciones
su proyecto.
No
entraba en sus propósitos estar ausente arriba de un año, mas una combinación
de circunstancias imprevistas le retuvo en las minas cerca de cinco. Al cabo de
éstos, sin embargo, el recuerdo del agravio y su afán justiciero no eran menos
agudos que en la noche memorable transcurrida junto a la tumba de John Ferrier.
Disfrazado, y bajo nombre supuesto, retornó a Salt Lake City, menos atento a su
vida que a la obtención de la necesaria justicia. Un trance adverso le
aguardaba en la ciudad. Se había producido pocos meses antes un cisma en el
Pueblo Elegido, tras la rebelión contra los Ancianos de algunos jóvenes
miembros que, separados del cuerpo de la Iglesia, habían dejado Utah para
convertirse en gentiles. Drebber y Stangerson se contaban entre éstos, y nadie
conocía su paradero. Corría la especie de que el primero, por haber alcanzado a
convertir parte de sus bienes en dinero, seguía siendo hombre acaudalado, mientras
su compañero Stangerson nutría el número de los relativamente pobres. Sobre su
destino actual nadie poseía, sin embargo, la menor noticia.
Muchos
hombres, por grande que fuera el deseo de venganza, habrían cejado en su
propósito ante tamañas dificultades, pero Jefferson Hope no desfalleció un solo
instante. Con sus escasos bienes de fortuna, y ayudándose con tal o cual
modesto empleo, viajó de una ciudad a otra de los Estados Unidos en busca de
sus enemigos. Fue cediendo cada año lugar al siguiente, y se entreveró su negra
cabellera de hebras blancas, mas no cesó aquel sabueso humano en su pesquisa,
atento todo al objeto que daba sentido a su vida. Al fin obtuvo tanto ahínco su
recompensa. Bastó la rápida visión de un rostro al otro lado de una ventana
para confirmarle que Cleveland, en Ohio, constituía a la sazón el refugio de
sus dos perseguidos. Nuestro hombre retornó a su pobre alojamiento con un plan
de venganza concebido en todos sus detalles. El azar quiso, sin embargo, que
Drebber, sentado junto a la ventana, reconociera al vagabundo, en cuyos ojos
leyó una determinación homicida. Acudió presuroso a un juez de paz, acompañado
por Stangerson, que se había convertido en su secretario, y explicó el peligro
en que se hallaban sus vidas, amenazadas, según dijo, por el odio y los celos
de un antiguo rival. Aquella misma tarde Jefferson Hope fue detenido, y no
pudiendo pagar la fianza, hubo de permanecer en prisión varias semanas. Cuando
al fin recobró la libertad halló desierta la casa de Drebber, quien, junto a su
secretario, había emigrado a Europa.
Otra vez
había sido burlado el vengador, y de nuevo su odio intenso lo indujo a
proseguir la caza. Andaba escaso de fondos, sin embargo, y durante un tiempo,
tuvo que volver al trabajo, ahorrando hasta el último dólar para el viaje
inminente. Al cabo, rehechos sus medios de vida, partió para Europa, y allí, de
ciudad en ciudad, siguió la pista de sus enemigos, oficiando en toda suerte de
ocupaciones serviles, sin dar nunca alcance a su presa. Llegado a San
Petersburgo, resultó que aquéllos habían partido a París, y una vez allí se
encontró con que acababan de salir para Copenhague. A la capital danesa arribó
de nuevo con unos días de retraso, ya que habían tomado el camino de Londres,
donde logró, al fin, atraparlos. Para lo que sigue será mejor confiar en el
relato del propio cazador, tal como se halla puntualmente registrado en el
«Diario del Doctor Watson», al que debemos ya inestimables servicios.
6.
Continuación de las memorias de John Watson, doctor en Medicina
La
furiosa resistencia del prisionero no encerraba al parecer encono alguno hacia
nosotros, ya que al verse por fin reducido, sonrió de manera afable, a la par
que expresaba la esperanza de no haber lastimado a nadie en la refriega.
-Supongo
que van a llevarme ustedes a la comisaría -dijo a Sherlock Holmes-. Tengo el
coche a la puerta. Si me desatan las piernas iré caminando. Peso ahora
considerablemente más que antes.
Gregson y
Lestrade intercambiaron una mirada, como si se les antojara la propuesta un
tanto extemporánea; pero Holmes, cogiendo sin más la palabra al prisionero,
aflojó la toalla que habíamos enlazado a sus tobillos. Se puso aquél en pie y
estiró las piernas, casi dudoso, por las trazas, de que las tuviera otra vez
libres. Recuerdo que pensé, según estaba ahí delante de mí, haber visto en muy
pocas ocasiones hombre tan fuertemente constituido. Su rostro moreno, tostado
por el sol, traslucía una determinación y energía no menos formidables que su
aspecto físico.
-Si está
libre la plaza de comisario, considero que es usted la persona indicada para
ocuparla -dijo, mirando a mi compañero de alojamiento con una no disimulada
admiración-. El modo como ha seguido usted mi pista raya en lo asombroso.
-Será
mejor que me acompañen -dijo Holmes a los dos detectives.
-Yo puedo
llevarlos en mi coche -repuso Lestrade.
-Bien.
Que Gregson suba con nosotros a la cabina. Y usted también, doctor. Se ha
tomado con interés el caso y puede sumarse a la comitiva.
Acepté de
buen grado, y todos juntos bajamos a la calle. El prisionero no hizo por
emprender la fuga, sino que, tranquilamente, entró en el coche que había sido
suyo, seguido por el resto de nosotros. Lestrade se aupó al pescante, arreó al
caballo, y en muy breve tiempo nos condujo a puerto. Se nos dio entrada a una
habitación pequeña, donde un inspector de policía anotó el nombre de nuestro
prisionero, junto con el de los dos individuos a quienes la justicia le acusaba
de haber asesinado. El oficial, un tipo pálido e inexpresivo, procedió a estos
trámites como si fueran de pura rutina.
-El
prisionero comparecerá a juicio en el plazo de una semana -dijo-. Entre tanto,
¿tiene algo que declarar, señor Hope? Le prevengo que cuanto diga puede ser
utilizado en su contra.
-Mucho es
lo que tengo que decir -repuso, lentamente, nuestro hombre-. No quiero
guardarme un solo detalle.
-¿No
sería mejor que atendiera a la celebración del juicio? -preguntó el inspector.
-Es
posible que no llegue ese momento -contestó-. Mas no se alteren. No me ronda la
cabeza la idea del suicidio. ¿Es usted médico?
Volvió
hacia mí sus valientes ojos negros en el instante mismo de formular la última
pregunta.
-Sí
-repliqué.
-Ponga
entonces las manos aquí -dijo con una sonrisa, al tiempo que con las muñecas
esposadas se señalaba el pecho.
Le
obedecí, percibiendo acto seguido una extraordinaria palpitación y como un
tumulto en su interior. Las paredes del pecho parecían estremecerse y temblar
como un frágil edificio en cuyos adentros se ocultara una maquinaria poderosa.
En el silencio de la habitación acerté a oír también un zumbido o bordoneo
sordo, procedente de la misma fuente.
-¡Diablos!
-exclamé-. ¡Tiene usted un aneurisma aórtico!
-Así le
dicen, según parece -repuso plácidamente-. La semana pasada acudí al médico y
me aseguró que estallaría antes de no muchos días. Ha ido empeorando de año en
año desde las muchas noches al sereno y el demasiado ayuno en las montañas de
Salt Lake. Cumplida mi tarea, me importa poco la muerte, mas no quisiera irme
al otro mundo sin dejar en claro algunos puntos. Preferiría no ser recordado
como un vulgar carnicero.
El
inspector y los dos detectives intercambiaron presurosos unas cuantas palabras
sobre la conveniencia de autorizar semejante relato.
-¿Considera,
doctor, que el peligro de muerte es inmediato? -inquirió el primero.
-No hay
duda -repuse.
-En tal
caso, y en interés de la justicia, constituye evidentemente nuestro deber tomar
declaración al prisionero -dijo el inspector.
-Es
libre, señor, de dar inicio a su confesión, que, no lo olvide, quedará aquí
consignada.
-Entonces,
con su permiso, voy a tomar asiento -replicó aquél, conformando el acto a las
palabras-. Este aneurisma que llevo dentro me ocasiona fácilmente fatiga, y la
tremolina de hace un rato no ha contribuido a enmendar las cosas. Hallándome al
borde de la muerte, comprenderán ustedes que no tengo mayor interés en
ocultarles la verdad. Las palabras que pronuncie serán estrictamente ciertas.
El uso que hagan después de ellas es asunto que me trae sin cuidado.
Tras este
preámbulo, Jefferson Hope se recostó en la silla y dio principio al curioso
relato que a continuación les transcribo. Su comunicación fue metódica y
tranquila, como si correspondiera a hechos casi vulgares. Puedo responder de la
exactitud de cuanto sigue, ya que he tenido acceso al libro de Lestrade, en el
que fueron anotadas puntualmente, y según iba hablando, las palabras del
prisionero.
-No les
incumbe saber por qué odiaba yo a estos hombres -dijo-. Importa tan sólo que
eran responsables de la muerte de dos seres humanos (un padre y una hija), y
que, por tanto, habían perdido el derecho a sus propias vidas. Tras el mucho
tiempo transcurrido desde la comisión del crimen, me resultaba imposible dar
prueba fehaciente de su culpabilidad ante un tribunal. En torno a ella, sin
embargo, no alimentaba la menor duda, de modo que determiné convertirme a la
vez en juez, jurado y ejecutor. No hubiesen ustedes obrado de otro modo a ser
verdaderamente hombres y encontrarse en mi lugar.
»La chica
de la que he hecho mención era, hace veinte años, mi prometida. La casaron por
la fuerza con ese Drebber, lo que vino a ser lo mismo que llevarla al patíbulo.
Yo tomé de su dedo exangüe el anillo de boda, prometiéndome solemnemente que el
culpable no habría de morir sin tenerlo ante los ojos, en recordación del
crimen en cuyo nombre se le castigaba. Esa prenda ha estado en mi bolsillo
durante los años en que perseguí por dos continentes, y al fin di caza, a mi
enemigo y a su cómplice. Ellos confiaban en que la fatiga me hiciese cejar en
el intento, mas confiaron en vano. Si, como es probable, muero mañana, lo haré
sabiendo que mi tarea en el mundo está cumplida y bien cumplida. Muertos son y
por mi mano. Nada ansío ni espero ya.
»Al contrario
que yo, eran ellos ricos, así que no resultaba fácil seguir su pista. Cuando
llegué a Londres apenas si me quedaba un penique, y no tuve más remedio que
buscar trabajo. Monto y gobierno caballos como quien anda: pronto me vi en el
empleo de cochero. Cuanto excediera de cierta suma que cada semana había de
llevar al patrón, era para mi bolsillo. Ascendía, por lo común, a poco, aunque
pude ir tirando. Me fue en especial difícil orientarme en la ciudad, a lo que
pienso el laberinto más endiablado que hasta la fecha haya tramado el hombre.
Gracias, sin embargo, a un mapa que llevaba conmigo, acerté, una vez
localizados los hoteles y estaciones principales, a componérmelas no del todo
mal.
»Pasó
cierto tiempo antes de que averiguase el domicilio de los dos caballeros de mis
entretelas; mas no descansé hasta dar con ellos. Se alojaban en una pensión de
Camberwell, al otro lado del río. Supe entonces que los tenía a mi merced. Me
había dejado crecer la barba, lo que me tornaba irreconocible. Proyectaba
seguir sus pasos en espera del momento propicio. No estaba dispuesto a dejarlos
escapar de nuevo.
»Poco
faltó, sin embargo, para que lo hicieran. Se encontraran donde se encontrasen,
andaba yo pisándoles los talones. A veces les seguía en mi coche, otras a pie,
aunque prefería lo primero, porque entonces no podían separarse de mí. De ahí
resultó que sólo cobrara las carretas a primera hora de la mañana o a última de
la noche, principiando a endeudarme con mi patrón. Me tenía ello sin cuidado,
mientras pudiera echarles el guante a mis enemigos.
»Eran
éstos muy astutos, sin embargo. Debieron sospechar que acaso alguien seguía su
rastro, ya que nunca salían solos o después de anochecido. Durante dos semanas
no los perdí de vista, y en ningún instante se separó el uno del otro. Drebber
andaba la mitad del tiempo borracho, pero Stangerson no se permitía un segundo
de descuido. Los vigilaba de claro en claro y de turbio en turbio, sin
encontrar sombra siquiera de una oportunidad; no incurría, aun así, en el
desaliento, pues una voz interior me decía que había llegado mi hora. Sólo
tenía un cuidado: que me estallara esta cosa que llevo dentro del pecho
demasiado pronto, impidiéndome dar remate a mi tarea.
»Al fin,
una tarde en la que llevaba ya varias veces recorrida en mi coche Torquay
Terrace -tal nombre distinguía a la calle de la pensión donde se alojaban-,
observé que un vehículo hacía alto justo delante de su puerta. Sacaron de la
casa algunos bultos, y poco después Drebber y Stangerson, que habían aparecido
tras ellos, partieron en el carruaje. Incité a mi caballo y no los perdí de
vista, aunque me inquietaba la idea de que fueran a cambiar otra vez de
residencia. Se apearon en Euston Station, y yo confié mi montura a un niño
mientras los seguía hasta los andenes. Oí que preguntaban por el tren de
Liverpool y también la contestación del vigilante, quien les explicó que ya
estaba en camino y que habían de aguardar una hora hasta el siguiente.
»La noticia
pareció alterar grandemente a Stangerson y producir cierta complacencia en
Drebber. Me arrimé a ellos lo bastante para escuchar cada una de las palabras
que a la sazón se intercambiaban. Drebber dijo que le aguardaba un pequeño
negocio .y que si el otro tenía a bien esperarle, se reuniría con él a no mucho
tardar. Su compañero no se mostró conforme y recordó su acuerdo de permanecer
juntos. Drebber repuso que el asunto era delicado y que debía tratarlo él solo.
No pude oír la réplica de Stangerson, mas Drebber prorrumpió en improperios,
diciendo al otro que no era al cabo sino un sirviente a sueldo, sin títulos
para ordenarle esto o lo de más allá. Entonces prefirió ceder el secretario,
tras de lo cual quedó convencido que Drebber se reuniría con Stangerson en el
hotel Halliday Private, caso de que llegase a perder el último tren. El primero
aseguró que estaría de vuelta en los andenes antes de las once y abandonó la
estación.
»La
ocasión que tanto tiempo había aguardado parecía ponerse por fin al alcance de
la mano. Tenía a mis enemigos en mi poder. Juntos podían darse protección uno
al otro, mas por separado se hallaban a mi merced. No me dejé llevar sin
embargo de la premura. Mi plan estaba ya dibujado. No hay satisfacción en la
venganza a menos que el culpable encuentre modo de saber de quién es la mano
que lo fulmina y cuál la causa del castigo. Entraba en mis propósitos que el
hombre que me había agraviado pudiera comprender que sobre él se proyectaba la
sombra de su antiguo pecado. Por ventura, el día antes, mientras visitaban unos
inmuebles en Brixton Road, un sujeto había extraviado la llave de uno de ellos
en mi coche. Fue reclamada y devuelta aquella misma tarde, no antes, sin
embargo, de que yo hubiera hecho un molde, y obtenido una réplica, de la
original. De este modo ganaba acceso a un punto al menos de la ciudad donde
podía tener la seguridad de obrar sin ser interrumpido. Cómo arrastrar a
Drebber hasta esa casa era la difícil cuestión que ahora se me presentaba.
»Mi
hombre prosiguió calle abajo, entrando en uno o dos bares, y demorándose en el
último casi media hora. Salió del último dibujando eses, bien empapado ya en
alcohol. Hizo una seña al simón que había justo en frente de mí. Lo seguí tan
de cerca que el hocico de mi caballo rozaba casi con el codo del conductor.
Cruzamos el puente de Waterloo y después, interminablemente, otras calles,
hasta que para mi sorpresa me vi en la explanada misma de donde habíamos
partido. Ignoraba la razón de ese retorno, pero azucé a mi caballo y me detuve
a unas cien yardas de la casa. Drebber entró en ella, y el simón siguió camino.
Denme un vaso de agua, por favor. Tengo la boca seca de tanto hablar.
»Le
alcancé el vaso, que apuró al instante.
»-Así
está mejor -dijo-. Bien, llevaba haciendo guardia un cuarto de hora,
aproximadamente, cuando de pronto me llegó de la casa un ruido de gente
enzarzada en una pelea. Inmediatamente después se abrió con brusquedad la
puerta y aparecieron dos hombres, uno de los cuales era Drebber y el otro un
joven al que nunca había visto antes. Este tipo tenía sujeto a Drebber por el
cuello de la chaqueta, y cuando llegaron al pie de la escalera le dio un
empujón y una patada después que lo hizo trastabillar hasta el centro de la
calle.
»-¡Canalla!
-exclamó, enarbolando su bastón-. ¡Voy a enseñarte yo a ofender a una chica
honesta!
»Estaba
tan excitado que sospecho que hubiera molido a Drebber a palos, de no poner el
miserable pies en polvorosa. Corrió hasta la esquina, y viendo entonces mi
coche, hizo ademán de llamarlo, saltando después a su interior.
»-Al
Holliday´s Private -dijo.
»Viéndolo
ya dentro sentí tal pálpito de gozo que temí que en ese instante último pudiera
estallar mi aneurisma. Apuré la calle con lentitud, mientras reflexionaba sobre
el curso a seguir. Podía llevarlo sin más a las afueras y allí, en cualquier
camino, celebrar mi postrer entrevista con él. Casi tenía decidido tal cuando
Drebber me brindó otra solución. Se había apoderado nuevamente de él el delirio
de la bebida, y me ordenó que le condujera a una taberna. Ingresó en ella tras
haberme dicho que aguardara por él. No acabó hasta la hora de cierre, y para
entonces estaba tan borracho que me supe dueño absoluto de la situación.
»No
piensen que figuraba en mi proyecto asesinarlo a sangre fría. No hubiese
vulnerado con ello la más estricta justicia, mas me lo vedaba, por así decirlo,
el sentimiento. Desde tiempo atrás había determinado no negarle la oportunidad
de seguir vivo, siempre y cuando supiera aprovecharla. Entre los muchos
trabajos que he desempeñado en América se cuenta el de conserje y barrendero en
un laboratorio de York College. Un día el profesor, hablando de venenos, mostró
a los estudiantes cierta sustancia, a la que creo recordar que dio el nombre de
alcaloide, y que había extraído de una flecha inficionada por los indios
sudamericanos. Tan fuerte era su efecto que un solo gramo bastaba a producir la
muerte instantánea. Eché el ojo a la botella donde guardaba la preparación, y cuando
todo el mundo se hubo ido, cogí un poco para mí. No se me da mal el oficio de
boticario; con el alcaloide fabriqué unas píldoras pequeñas y solubles, que
después coloqué en otros tantos estuches junto a unas réplicas de idéntico
aspecto, mas desprovistas de veneno. Decidí que, llegado el momento, esos
caballeros extrajeran una de las píldoras, dejándome a mí las restantes. El
procedimiento era no menos mortífero y, desde luego, más sigiloso, que disparar
con una pistola a través de un pañuelo. Desde entonces nunca me separaba de mi
precioso cargamento, al que ahora tenía ocasión de dar destino.
»Más
cerca estábamos de la una que de las doce, y la noche era de perros, huracanada
y metida en agua. Con lo desolado del paisaje aledaño contrastaba mi euforia
interior, tan intensa que había de contenerme para no gritar. Quien quiera de
ustedes que haya anhelado una cosa, y por espacio de veinte años porfiado en
anhelarla, hasta que de pronto la ve al alcance de su mano, comprenderá mi
estado de ánimo. Encendí un cigarro para calmar mis nervios, mas me temblaban
las manos y latían las sienes de pura excitación. Conforme guiaba el coche pude
ver al viejo Ferrier y a la dulce Lucy mirándome desde la oscuridad y
sonriéndome, con la . misma precisión con que les veo ahora a ustedes. Durante
todo el camino me dieron escolta, cada uno a un lado del caballo, hasta la casa
de Brixton Road.
»No se
veía un alma ni llegaba al oído el más leve rumor, quitando el menudo de la
lluvia. Al asomarme a la ventana del carruaje avisté a Drebber, que, hecho un
lío, se hallaba entregado al sueño del beodo. Lo sacudí por un brazo.
»-Hemos
llegado -dije.
»-Está
bien, cochero -repuso.
»Supongo
que se imaginaba en el hotel cuya dirección me había dado, porque descendió
dócilmente y me siguió a través del jardín. Hube de ponerme a su flanco para
tenerle derecho, pues estaba aún un poco turbado por el alcohol. Una vez en el
umbral, abrí la puerta y penetramos en la pieza del frente. Le doy mi palabra
de honor que durante todo el trayecto padre e hija caminaron juntos delante de
nosotros.
»-Está
esto oscuro como boca de lobo -dijo, andando a tientas.
»-Pronto
tendremos luz -repuse, al tiempo que encendía una cerilla y la aplicaba a una
vela que había traído conmigo-. Ahora, Enoch Drebber -añadí levantando la
candela hasta mi rostro-, intente averiguar quién soy yo.
»Me
contempló un instante con sus ojos turbios de borracho, en los que una súbita
expresión de horror, acompañada de una contracción de toda la cara, me dio a
entender que en mi hombre se había obrado una revelación. Retrocedió vacilante,
dando diente con diente y lívido el rostro, mientras un sudor frío perlaba su
frente. Me apoyé en la puerta y lancé una larga y fuerte carcajada. Siempre
había sabido que la venganza sería dulce, aunque no todo lo maravillosa que
ahora me parecía.
»-¡Miserable!
-dije-. He estado siguiendo tu pista desde Salt Lake City hasta San
Petersburgo, sin conseguir apresarte. Por fin han llegado tus correrías a
término, porque ésta será, para ti o para mí, la última noche.
»Reculó
aún más ante semejantes palabras, y pude adivinar, por la expresión de su cara,
que me creía loco. De hecho, lo fui un instante. El pulso me latía en las
sienes como a redobles de tambor, y creo que habría sufrido un colapso a no ser
porque la sangre, manando de la nariz, me trajo momentáneo alivio.
»-¿Qué
piensas de Lucy Ferrier ahora? -grité, cerrando la puerta con llave y agitando
ésta ante sus ojos-. El castigo se ha hecho esperar, pero ya se cierne sobre
ti.
»Vi
temblar sus labios cobardes. Habría suplicado por su vida, de no saberlo
inútil.
»-¿Va a
asesinarme? -balbució.
»-¿Asesinarte?
-repuse-. ¿Se asesina acaso a un perro rabioso? ¿Te preocupó semejante cosa
cuando separaste a mi pobre Lucy de su padre recién muerto para llevarla a tu
maldito y repugnante harén?
»-No fui
yo autor de esa muerte -gritó.
»-Pero sí
partiste por medio un corazón inocente -dije, mostrándole la caja de las
pastillas-. Que el Señor emita su fallo. Toma una y trágala. En una habita la
muerte, en otra la salvación. Para mí será la que tú dejes. Veremos si existe
justicia en el mundo o si gobierna a éste el azar.
»Cayó de
hinojos pidiendo a gritos perdón, mas yo desenvainé mi cuchillo y lo allegué a
su garganta hasta que me hubo obedecido. Tragué entonces la otra píldora, y
durante un minuto o más estuvimos mirándonos en silencio, a la espera de cómo
se repartía la Suerte. ¿Podré olvidar alguna vez la expresión de su rostro
cuando, tras las primeras convulsiones, supo que el veneno obraba ya en su
organismo? Reí al verlo, mientras sostenía a la altura de sus ojos el anillo de
compromiso de Lucy. Fue breve el episodio, ya que el alcaloide actúa con
rapidez. Un espasmo de dolor contrajo su cara; extendió los brazos, dio unos
tumbos, y entonces, lanzando un grito, se derrumbó pesadamente sobre el suelo.
Le di la vuelta con el pie y puse la mano sobre su corazón. No observé que se
moviera. ¡Estaba muerto!
»La
sangre había seguido brotando de mi nariz, sin que yo lo advirtiera. No sé
decirles qué me indujo a dibujar con ella esa inscripción. Quizá fuera la
malicia de poner a la policía sobre una pista falsa, ya que me sentía eufórico
y con el ánimo ligero. Recordé que en Nueva York había sido hallado el cuerpo
de un alemán con la palabra «Rache» escrita sobre la pared, y se me hicieron
presentes las especulaciones de la prensa atribuyendo el hecho a las sociedades
secretas. Supuse que en Londres no suscitaría el caso menos confusión que en
Nueva York, y mojando un dedo en mi sangre, grabé oportunamente el nombre sobre
uno de los muros. Volví después a mi coche y comprobé que seguía la calle
desierta y rugiente la noche. Llevaba hecho algún camino cuando, al hundir la
mano en el bolsillo en que solía guardar el anillo de Lucy, lo eché en falta.
Sentí que me fallaba el suelo debajo de los pies, pues no me quedaba de ella
otro recuerdo. Pensando que acaso lo había perdido al reclinarme sobre el
cuerpo de Drebber, volví grupas y, tras dejar el coche en una calle lateral,
retorné decidido a la casa. Cualquier peligro me parecía pequeño, comparado al
de perder el anillo. Llegado allí casi me doy de bruces con el oficial, que
justo entonces salía del inmueble, y sólo pude disipar sus sospechas
fingiéndome mortalmente borracho.
»De la
manera dicha encontró Enoch Drebber la muerte.
»Sólo me
restaba dar idéntico destino a Stangerson y saldar así la deuda de John
Ferrier. Sabiendo que se alojaba en el Halliday's Private, estuve al acecho
todo el día, sin avistarlo un instante. Imagino que entró en sospechas tras la
incomparecencia de Drebber. Era astuto ese Stangerson y difícil de coger
desprevenido. No sé si creyó que encerrándose en el hotel me mantenía a raya,
mas en tal caso se equivocaba. Pronto averigüé qué ventana daba a su
habitación, y a la mañana siguiente, sirviéndome de unas escaleras que había
arrumbadas en una callejuela tras el hotel, penetré en su cuarto según rayaba
el día. Lo desperté y le dije que había llegado la hora de responder por la
muerte cometida tanto tiempo atrás. Le describí lo acontecido con Drebber,
poniéndole después en el trance de la píldora envenenada. En vez de aprovechar
esa oportunidad que para salvar el pellejo le ofrecía, saltó de la cama y se
arrojó a mi cuello. En propia defensa, le atravesé el corazón de una
cuchillada. De todos modos, estaba sentenciado, ya que jamás hubiera sufrido la
providencia que su mano culpable eligiese otra píldora que la venenosa.
»Poco más
he de añadir, y por suerte, ya que me acabo por momentos. Seguí en el negocio
del coche un día más o menos, con la idea de ahorrar lo bastante para volver a
América. Estaba en las caballerizas cuando un rapaz harapiento vino preguntando
por un tal Jefferson Hope, cuyo vehículo solicitaban en el 221 B de Baker
Street. Acudí a la cita sin mayores recelos, y el resto es de ustedes conocido:
el joven aquí presente me plantó sus dos esposas, con destreza asombrosa. Tal
es la historia. Quizá me tengan por un asesino, pero yo estimo, señores, que
soy un mero ejecutor de la justicia, en no menor medida que ustedes mismos.
Tan
emocionante había asido el relato, y con tal solemnidad dicho, que permanecimos
en todo instante mudos y pendientes de lo que oíamos. Incluso los dos
detectives profesionales, hechos como estaban a cuanto se relaciona con el
crimen, semejaban fascinados por la historia. Cuando ésta hubo terminado se
produjeron unos minutos de silencio, roto tan sólo por el lápiz de Lestrade al
rasgar el papel en que iban quedando consignados los últimos detalles de su
informe escrito.
-Sobre un
solo punto desearía que se extendiese usted un poco más -dijo al fin Sherlock
Holmes-. ¿Qué cómplice de usted vino en busca del anillo anunciado en la
prensa?
El
prisionero hizo un guiño risueño a mi amigo.
-Soy
dueño de decir mis secretos, no de comprometer a un tercero. Leí su anuncio y
pensé que podía ser una trampa, o también la ocasión de recuperar el anillo que
buscaba. Mi amigo se ofreció a descubrirlo. Admitirá que no lo hizo mal.
-¡Desde
luego!-repuso Holmes con vehemencia.
-Y ahora,
caballeros -observó gravemente el inspector-, ha llegado el momento de cumplir
lo que la ley estipula. El jueves comparecerá el preso ante los magistrados,
siendo además necesaria la presencia de ustedes. Mientras tanto, yo me hago
cargo del acusado.
Mientras
esto decía hizo sonar una campanilla, a cuya llamada dos guardianes tomaron
para sí al prisionero. Mi amigo y yo abandonamos la comisaría, cogiendo después
un coche en dirección a Baker Street.
7.
Conclusión
Teníamos
orden de comparecer frente a los magistrados el jueves, mas llegada esa fecha
fue ya inútil todo testimonio. Un juez más alto se había hecho cargo del caso,
convocando a Jefferson Home a un tribunal donde, a buen seguro, le sería
aplicada estricta justicia. La misma noche de la captura hizo crisis su
aneurisma, y a la mañana siguiente fue encontrado el cuerpo sobre el suelo de
la celda; en el rostro había impresa una sonrisa de placidez, como la de quien,
volviendo la cabeza atrás, contempla en el último instante una vida útil o un
trabajo bien hecho.
-Gregson
y Lestrade han de estar tirándose de los cabellos -observó Holmes cuando a la
tarde siguiente discutíamos sobre el asunto.
-Muerto
su hombre, ¿quién les va a dar ahora publicidad?
-No veo
que interviniesen grandemente en su captura -repuso.
-Poco
importa que una cosa se haga -replicó mi compañero con amargura-. La cuestión
está en hacer creer a la gente que la cosa se ha hecho. Mas vaya lo uno por lo
otro -añadió poco después, ya de mejor humor-. No me habría perdido la
investigación por nada del mundo. No alcanzo a recordar caso mejor que éste.
Aun siendo simple, encerraba puntos sumamente instructivos.
-¡Simple!
-exclamé.
-Bien, en
realidad, apenas si admite ser descrito de distinto modo -dijo Sherlock Holmes,
regocijado de mi sorpresa-. La prueba de su intrínseca simpleza está en que,
sin otra ayuda que unas pocas deducciones en verdad nada extraordinarias, puse
mano al criminal en menos de tres días.
-Cierto
-dije.
-Ya le he
explicado otras veces que en esta clase de casos lo extraordinario constituye
antes que un estorbo, una fuente de indicios. La clave reside en razonar a la
inversa, cosa, sea dicho de paso, tan útil como sencilla, y poquísimo
practicada. Los asuntos diarios nos recomiendan proceder de atrás adelante, de
donde se echa en olvido la posibilidad contraria. Por cada cincuenta individuos
adiestrados en el pensamiento sintético, no encontrará usted arriba de uno con
talento analítico.
-Confieso
-afirmé- que no consigo comprenderle del todo.
-No
esperaba otra cosa. Veamos si logro exponérselo más a las claras. Casi todo el
mundo, ante una sucesión de hechos, acertará a colegir qué se sigue de ellos...
Los distintos acontecimientos son percibidos por la inteligencia, en la que, ya
organizados, apuntan a un resultado. A partir de éste, sin embargo, pocas
gentes saben recorrer el camino contrario, es decir, el de los pasos cuya
sucesión condujo al punto final. A semejante virtud deductiva llamo razonar
hacia atrás o analíticamente.
-Comprendo.
-Pues
bien, nuestro caso era de esos en que se nos da el resultado, restando todo lo
otro por adivinar. Permítame mostrarle las distintas fases de mi razonamiento.
Empecemos por el principio... Como usted sabe, me aproximé a la casa por mi
propio pie, despejada la mente de todo supuesto o impresión precisa. Comencé,
según era natural, por inspeccionar la carretera, donde, ya se lo he dicho, vi
claramente las marcas de un coche, al que por consideraciones puramente lógicas
supuse llegado allí de noche. Que era en efecto un coche de alquiler y no
particular, quedaba confirmado por la angostura de las rodadas. Los caballeros
en Londres usan un cabriolé, cuyas ruedas son más anchas que las del carruaje
ordinario.
Así di mi
primer paso. Después atravesé el jardín siguiendo el sendero, cuyo suelo
arcilloso resultó ser especialmente propicio para el examen de huellas. Sin
duda no vio usted sino una simple franja de barro pisoteado; pero a mis ojos
expertos cada marca transmitía un mensaje pleno de contenido. Ninguna de las
ramas de la ciencia detectivesca es tan principal ni recibe tan mínima atención
como ésta de seguir un rastro. Por fortuna, siempre lo he tenido muy en cuenta,
y un largo adiestramiento ha concluido por convertir para mí esta sabiduría en
segunda naturaleza. Reparé en las pesadas huellas del policía, pero también en
las dejadas por los dos hombres que antes habían cruzado el jardín. Que eran
las segundas más tempranas, quedaba palmariamente confirmado por el hecho de
que a veces desaparecían casi del todo bajo las marcas de las primeras. Así arribé
a mi segunda conclusión, consistente en que subía a dos el número de los
visitantes nocturnos, de los cuales uno, a juzgar por la distancia entre pisada
y pisada, era de altura más que notable, y algo petimetre el otro, según se
echaba de ver por las menudas y elegantes improntas que sus botas habían
producido.
Al entrar
en la casa obtuve confirmación de la última inferencia. El hombre de las lindas
botas yacía delante de mí. Al alto, pues, procedía imputar el asesinato, en
caso de que éste hubiera tenido lugar. No se veía herida alguna en el cuerpo
del muerto, mas la agitada expresión de su rostro declaraba transparentemente
que no había llegado ignaro a su fin. Quienes perecen víctimas de un ataque al
corazón, o por otra causa natural y súbita, jamás muestran esa apariencia
desencajada. Tras aplicar la nariz a los labios del difunto, detecté un ligero
olor acre, y deduje que aquel hombre había muerto por la obligada ingestión de
veneno. Al ser el envenenamiento voluntario, pensé, no habría quedado impreso
en su cara tal gesto de odio y miedo. Por el método de exclusión, me vi, pues,
abocado a la única hipótesis que autorizaban los hechos. No crea usted que era
aquélla en exceso peregrina. La administración de un veneno por la fuerza
figura no infrecuentemente en los anales del crimen. Los casos de Dolsky en
Odesa, y el de Leturier en Montpellier, acudirían de inmediato a la memoria de
cualquier toxicólogo.
A
continuación se suscitaba la gran pregunta del porqué. La rapiña quedaba
excluida, ya que no se echaba ningún objeto en falta. ¿Qué había entonces de
por medio? ¿La política, quizá una mujer? Tal era la cuestión que entonces me
inquietaba. Desde el principio me incliné por lo segundo. Los asesinos
políticos se dan grandísima prisa a escapar una vez perpetrada la muerte. Ésta,
sin embargo, había sido cometida con flema notable, y las mil huellas dejadas
por su amor a lo largo y ancho de la habitación declaraban una estancia
dilatada en el escenario del crimen. Sólo un agravio personal, no político, acertaba
a explicar tan sistemático acto de venganza. Cuando fue descubierta la
inscripción en la pared, me confirmé aún más en mis sospechas. Se trataba,
evidentemente, de un falso señuelo. El hallazgo del anillo zanjó la cuestión.
Era claro que el asesino lo había usado para atraer a su víctima el recuerdo de
una mujer muerta o ausente. Justo entonces pregunté a Gregson si en el
telegrama enviado a Cleveland se inquiría también por cuanto hubiera de
peculiar en el pasado de Drebber. Fue su contestación, lo recordará usted,
negativa.
Después
procedí a un examen detenido de la habitación, en el curso del cual di por
buena mi primera estimación de la altura del asesino, y obtuve los datos
referentes al cigarro de Trichonopoly y a la largura de sus uñas. Había llegado
ya a la conclusión de que, dada la ausencia de señales de lucha, la sangre que
salpicaba el suelo no podía proceder sino de las narices del asesino, presa
seguramente de una gran excitación. Observé que el rastro de la sangre
coincidía con el de sus pasos. Es muy difícil que un hombre, a menos que posea
gran vigor, pueda fundir, impulsado de la sola emoción, semejante cantidad de
sangre, así que aventuré la opinión de que era el criminal un tipo robusto y de
faz congestionada. Los hechos han demostrado que iba por buen camino.
Tras
abandonar la casa hice lo que Gregson había dejado de hacer. Envié un telegrama
al jefe de policía de Cleveland, donde me limitaba a requerir cuantos detalles
se relacionasen con el matrimonio de Enoch Drebber. La respuesta fue
concluyente. Declaraba que Drebber había solicitado ya la protección de la ley
contra un viejo rival amoroso, un tal Jefferson Hope, y que este Hope se
encontraba a la sazón en Europa. Supe entonces que tenía la clave del misterio
en mi mano y que no restaba sino atrapar al asesino.
Tenía ya
decidido que el hombre que había entrado en la casa con Drebber y el conductor
del carruaje eran uno y el mismo individuo. Se apreciaban en la carretera
huellas que sólo un caballo sin gobierno puede producir. ¿Dónde iba a estar el
cochero sino en el interior del edificio? Además, vulneraba toda lógica el que
un hombre cometiera deliberadamente un crimen ante los ojos, digamos, de una
tercera persona, un testigo que no tenía por qué guardar silencio. Por último,
para un hombre que quisiera rastrear a otro a través de Londres, el oficio de
cochero parecía sin duda el más adecuado. Todas estas consideraciones me
condujeron irresistiblemente a la conclusión de que Jefferson Hope debía
contarse entre los aurigas de la metrópoli.
Si tal
había sido, era razonable además que lo siguiera siendo. Desde su punto de
vista, cualquier cambio súbito sólo podía atraer hacia su persona una atención
inoportuna. Probablemente, durante cierto tiempo al menos, persistiría en su
oficio de cochero. Nada argüía tampoco que lo fuera a hacer bajo nombre
supuesto. ¿Por qué mudar de nombre en un país donde era desconocido? Organicé,
por tanto, mi cuadrilla de detectives vagabundos, ordenándoles acudir a todas
las casas de coches de alquiler hasta que dieran con el hombre al que buscaba.
Qué bien cumplieron el encargo y qué prisa me di a sacar partido de ello, son
cosas que aún deben estar frescas en su memoria. El asesinato de Stangerson nos
cogió enteramente por sorpresa, mas en ningún caso hubiésemos podido impedirlo.
Gracias a él, ya lo sabe, me hice con las píldoras, cuya existencia había
previamente conjeturado. Vea cómo se ordena toda la peripecia según una cadena
de secuencias lógicas, en las que no existe un solo punto débil o de quiebra.
-¡Magnífico!
-exclamé-. Sus méritos debieran ser públicamente reconocidos. Sería bueno que
sacase a la luz una relación del caso. Si no lo hace usted, lo haré yo.
-Haga,
doctor, lo que le venga en gana -repuso-. Y ahora, ¡eche una mirada a esto!
-agregó entregándome un periódico.
Era el
Echo del día, y el párrafo sobre el que llamaba mi atención aludía al caso de
autos.
«El
público, rezaba, se ha perdido un sabrosísimo caso con la súbita muerte de un
tal Hope, autor presunto del asesinato del señor Enoch Drebber y Joseph
Stangerson. Aunque quizá sea demasiado tarde para alcanzar un conocimiento
preciso de lo acontecido, se nos asegura de fuente fiable que el crimen fue
efecto de un antiguo y romántico pleito, al que no son ajenos ni el mormonismo
ni el amor. Parece que las dos víctimas habían pertenecido de jóvenes a los
Santos del último Día, procediendo también Hope, el prisionero fallecido, de
Salt Lake City. El caso habrá servido, cuando menos, para demostrar
espectacularmente la eficacia de nuestras fuerzas policiales y para instruir a
los extranjeros sobre la conveniencia de zanjar sus diferencias en su lugar de
origen y no en territorio británico. Es un secreto a voces que el mérito de
esta acción policial corresponde por entero a los señores Lestrade y Gregson,
los dos famosos oficiales de Scotland Yard. El criminal fue capturado, según
parece, en el domicilio de un tal Sherlock Holmes, un detective aficionado que
ha dado ya ciertas pruebas de talento en este menester, talento que acaso se
vea estimulado por el ejemplo constante de sus maestros. Es de esperar que, en
prueba del debido reconocimiento a sus servicios, se celebre un homenaje en
honor de los dos oficiales.»
-¿No se
lo dije desde el comienzo? -exclamó Sherlock Holmes, con una carcajada-. He
aquí lo que hemos conseguido con nuestro Estudio en Escarlata: ¡Procurar a esos
dos botarates un homenaje!
-Pierda
cuidado -repuse-. He registrado todos los hechos en mi diario, y el público
tendrá constancia de ellos. Entre tanto, habrá usted de conformarse con la
constancia del éxito, al igual que aquel avaro romano:
Populus me sibilat, at mihi plaudo.
Ipse domi
simul ac nummos contemplar in arc