Ana García Bergua
La maleta
Subió por el elevador del hotel
seguida de un botones silencioso de uniforme azul. Al llegar al pasillo
del octavo piso, el botones se adelantó, abrió la habitación 812 y
colocó sobre la cama la maleta negra que creía haber empacado con un
orden perfecto y recogido más tarde en la cinta del aeropuerto. Ya sola,
lo primero que hizo fue lavarse las manos y disponerse a alinear por
tamaño sus frascos de cremas, jabones y perfumes en el tocador.
El zíper de la maleta se atoraba
ligeramente,cosa que nunca le había sucedido. No se vaya a romper,
pensó, y cómo me regreso con la maleta abierta. Pero lo que siguió fue
lo más grave, pues al levantar la cubierta apareció frente a sus ojos un
piyama a cuadros rojos y negros que evidentemente no era suyo: ella era
una mujer florida y delicada, incapaz de semejantes parquedades.
Además, estaba muy mal doblado. Lo
lógico era volver a llamar al botones, pedirle que bajara la maleta,
regresar con ella al aeropuerto y exigir la suya, pues evidentemente se
había confundido con la de alguien más, un caballero por lo que se podía
ver.
Pero ella era curiosa.
Quizá, se disculpó a sí misma, en
la maleta podría encontrar alguna identificación. Mejor contactar
directamente al hombre que, seguro, se habría llevado su propia maleta
por equivocación y ahora descubría, atónito, el perfume Chanson
Parisienne en lugar de, por ejemplo, aquella sudadera arrugada con la
imagen de un gigantesco Tribilín que necesitaba muchos remiendos. Es
increíble, pensó, que la gente pueda ser tan descuidada.
Y evocó el compartimento de la
maleta en el que ella había guardado, primorosamente doblada y por orden
de color —blanca, negra, beige y roja—, su ropa interior, protegida por
una bolsa de seda. En el mismo sitio, el dueño de la maleta había
lanzado como queriendo olvidarlos para siempre unos cuantos calzones de
supermercado con el elástico vencido. Unas chanclas de hule que habían
sido azules se perdían entre las camisas y un saco envuelto en una funda
de lona con unas manchas muy sospechosas parecía suplicar que no lo
sacaran de ahí jamás, para que nadie lo viera.
Ella movía la cabeza,
apesadumbrada. ¡Qué contraste con el vestido gris perla que había traído
para usar esa misma noche, planchado y empacado especialmente en papel
de seda! Y sus zapatos, en una caja especial, protegidos para que no se
mancharan. Los de aquel hombre estaban casi enlodados, metidos al
aventón en una bolsa de supermercado.
No se pudo contener y siguió con la
revisión. Hizo mal, pues lo que encontró le dio escalofríos. En un
rincón del lado izquierdo de la maleta, malenvuelta en una camiseta
sucia —que por cierto decía Dark Devil—, había una vieja Smith
and Wesson 38. La levantó con la punta de los dedos y miró el cañón con
espanto. Entonces sintió un resquemor: si en este momento el hombre
estaba hurgando en sus pertenencias y desacomodando lo que tanta
paciencia y trabajo le costó disponer, no tardaría en encontrar la Lady
Beretta 21, plateada y discreta con cacha de carey—seguramente más letal
que aquel armatoste oxidado—, en su elegante estuche de piel de cabra,
que contenía además compartimentos para las balas, los líquidos
especiales con que la limpiaba y las herramientas para remediar
cualquier desperfecto. Si se atrevía a usarla, era seguro que la
descompondría.
Lanzó al piso las prendas del
hombre con gran disgusto. No quería llegar a los enseres de aseo
personal, pero ya que estaba en eso, había que ver el fondo de las
cosas, terminarse de espantar.
Y luego devolvería la maleta.
Un desodorante, una lata de espuma
de afeitar maltapada con una navaja casi sin filo. Eso era todo lo que
usaba aquel hombre para arreglarse. Debía ser terrible estar con él;
seguramente no haría sino ver televisión, comer comida chatarra y matar
por dinero. No como Arístides Medrano, alias el Cara de Niño. Arístides
Medrano usaba todo tipo de colonias y afeites, incluida una crema para
disimular las patas de gallo. Lo tuvo que investigar, pues debía matarlo
esa noche con la Lady Beretta escondida en el bolsito de seda y cuentas
de cristales de Swarovski. Con el arma de aquel hombre iba a ser
imposible acabar con él; no tenía el bolsito, y en su bolsa de viaje no
cabía ni de chiste.Además no traía silenciador.
El hombre de la maleta le dio
lástima. Un desperdicio de carne y sangre y testosterona. Terminó de
sacar cuatro pares de calcetines de distinto color, unas aspirinas sin
caja, el cepillo de dientes como para tirar a la basura. La maleta del
hombre quedó vacía en medio de la cama. Faltaban unas horas para la
noche y no sabía qué hacer; el ruido sordo del aire acondicionado no la
dejaba pensar. Suspiró y se puso a guardar las cosas del hombre con el
cuidado que la caracterizaba en todo: dobló las camisetas hasta que
quedaron como si se fueran a vender en una tienda. Desmanchó con jabón
la lona que contenía el saco, al que planchó y cepilló en el burro que
encontró en el armario. Dobló los calzones. Lavó la piyama y la secó con
la pistola de pelo. Pulió la Smith and Wesson para envolverla después
con cuidado en la camiseta de Dark Devil, a la que le rascó una manchita.
Frotó los zapatos con la franela
que el hotel proporcionaba para ello. Remendó la sudadera con el
paquetito de hilo y agujas que venía en una canasta en el baño.
Después de todo, era un placer
estar en un establecimiento tan bueno, en el que uno se las podía
arreglar aunque hubiera perdido el equipaje. Decidió con gran cuidado el
acomodo ideal de todos los objetos en el microcosmos de la maleta
negra, como había hecho con la suya.
Cuando se dio cuenta, ya era demasiado tarde. Se le había ido el santo al cielo doblando, guardando y planchando.
Ni siquiera pensó en el asesinato
planeado con tantísimo tiempo, incluidos los documentos falsos. Era de
noche y ella no tenía ropa, maleta, ni una pistola apropiada para
asesinar a Arístides Medrano.
Imposible, por otra parte, devolver
así la maleta. El hombre se daría cuenta de que había estado hurgando
en sus cosas, podría acusarla de haberlo espiado. Cuando uno recibe una
maleta ajena, simplemente constata que no le pertenece y la devuelve.
¿Sería capaz de desarreglarla de nuevo? Imposible, se dijo. Después
pensó en sus pertenencias, en su propia maleta mancillada y estrujada
por las manos de aquel hombre que seguramente las había aventado por
aquí y por allá. Quizá se había bebido su colonia, quizá se había
masturbado con sus pantaletas de seda.
Poco después tocaron a la puerta.
Unos golpes rudos, desacompasados. Seguro era él. Tomó la maleta y fue a
abrir. Tal como lo imaginó era alto, fuerte, la mandíbula malrasurada.
Vestía una camiseta con la efigie de Sam Bigotes y cargaba su maleta con
la mano izquierda.
Ella se le quedó mirando sin
pestañear, él dudó un momento. Ambos dieron un paso al frente y las
intercambiaron con solemnidad, un poco avergonzados de haber hurgado en
la maleta del otro y haberla arreglado o desarreglado, como si hubieran
intimado más de lo necesario. No dijeron nada, sólo asintieron bajando
la vista y siseando las gracias. Él se alejó por el pasillo, volteó a
verla furtivamente antes de meterse a su habitación.
Ella dudó antes de abrir la maleta y
encontrar lo que ya imaginaba: la ropa en desorden, arrugada, un zapato
por un lado y el par quién sabe dónde. El hombre había sacado todo,
había desdoblado cada prenda y la había echado de nuevo en la maleta al
aventón. Seguramente la había juzgado, prenda tras prenda, igual que
ella a él. Faltaban unas pantaletas negras, pero la Lady Beretta estaba
ahí, en su estuche, como si él no se hubiera molestado en estudiarla.
Quizá la había considerado ridícula. Eso la irritó un poco. Se apresuró a
doblar todo de nuevo y corrió a cumplir su encomienda.
Arístides Medrano murió esa misma noche.
Ana García Bergua nacida en México en 1960 es una narradora mexicana. Fue galardonada en el año 2013 con el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela "La bomba de San José" en el marco de la Feria Internacional del libro de Guadalajara.1
Realizó estudios de letras francesas y escenografía teatral en la
Universidad Nacional Autónoma de México. Ha publicado traducciones del
francés y el inglés, y obras de novela y cuento, así como crónicas y
reseñas en medios diversos, especialmente su columna "Y ahora paso a
retirarme" en La Jornada Semanal. Novela. La bomba de San José. El umbral. Púrpura. Rosas negras.Isla de bobos. Cuento. El imaginador. La confianza en los extraños. Edificio. Otra oportunidad para el señor Balmand. El limbo bajo la lluvia.Ensayo.. Pie de página. Postales desde el puerto.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día. Foto:Internet