No es ningún secreto que algunos grandes escritores del pasado siglo forjaron armas en la dura herrería del periodismo
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Pulphead de John Jeremiah Sullivan./cuartopoder.es |
Jack London, que se internó en los peores barrios de Londres
disfrazado de vagabundo antes de ser enviado como corresponsal a la
guerra ruso-japonesa, alternaba sus exitosas novelas con crónicas pugilísticas nada imparciales en que pedía que alguien “le diera su merecido a ese negro insolente”, Jack Johnson, campeón del mundo de los pesos pesados. Hemingway heredó de London
no sólo el gusto por el boxeo, la afición al peligro y la vena machista
sino también cierta forma de mirar y describir los hechos que le
servirían tanto en las páginas que escribió sobre el arte del toreo como
en las que dedicó a la Guerra Civil Española. El heredero de esta
tradición viril no fue otro que Norman Mailer, que en su primera novela, Los desnudos y los muertos,
aprovechó su experiencia como infante de marina en el Pacífico y luego
escribiría reportajes grandiosos sobre acontecimientos políticos (Los ejércitos de la noche), combates memorables (El rey de la montaña, La pelea) e incluso un largo y extenuante libro sobre los pormenores del primer alunizaje (Un fuego en la luna).
El periodismo es una escuela literaria de precisión, de rapidez y de honestidad. García Márquez
pulió en sus cientos y cientos de artículos, crónicas y entrevistas ese
estilo magistral que conjuga la potencia de un mazazo con la delicadeza
de un bisturí. Orwell
confesó que su estancia en Barcelona, de la que sacó un libro
grandioso, le enseñó más sobre política, sobre literatura y sobre la
humanidad que la lectura de varias bibliotecas. Kapuscinski
dijo una vez, refiriéndose a su profesión de reportero, que “los
cínicos no valen para este oficio”, una aseveración que acabaría
convirtiéndose en título y también en proclama.
Sin embargo, tampoco es ningún secreto que ya pasaron los tiempos en
que un director de periódico podía llamar a un corresponsal bisoño y
enviarlo durante varios meses a un periplo por Egipto, Palestina, Siria,
la India, el Caúcaso, Persia, Kenia y Tanzania, como le ocurrió al joven Stanley en Madrid con el director del New York Herald. Hoy la crisis de los medios ha herido de muerte a la prensa, sometida a la dictadura de la publicidad, al estabulamiento de las agencias y al arbitrio de la agenda informativa. Hoy no hay dinero para enviar a un corresponsal en mitad de una guerra y más de un periódico se conforma con el blog de un niño que cuenta sus experiencias asomado a una ventana desde el centro de Bagdad o de Kabul. Para qué vamos a hablar de esas páginas de negreros, como el infecto The Huffington Post, que ni siquiera paga a sus colaboradores. Con este panorama, es casi un milagro que haya gente que siga dedicándose al oficio.
Estos últimos días he tenido la suerte de encontrarme con dos libros
que demuestran que la profesión sigue viva, alumbrando el candil en las
tinieblas. El primero, en orden cronológico de lectura y de publicación,
es Pulphead (Mondadori, 2013), de John Jeremiah Sullivan, una apabullante colección de reportajes que abarca desde conciertos de rock hasta búsquedas arqueológicas, pasando por los reality televisivos, el retrato literario, los coleccionistas fanáticos de blues y Disneylandia. En las reseñas han comparado a Sullivan nada menos que con Joan Didion y David Foster Wallace, nombres egregios a los que añadiría el de Chuck Palahniuk, porque Pulphead es la amalgama periodística más variada y sorprendente que yo haya leído desde Error humano. La audacia, la ambición, la paleta de colores, la gama de perspectivas y los recursos inagotables de su pluma convierten a Sullivan en un verdadero maestro de periodistas y no es de extrañar que a su edad (acaba de cumplir los cuarenta) ya sea editor en Harper’s Magazine y The Paris Review.
Sentí auténtica envidia (y no ya de los recursos económicos disponibles
sino más bien de su curiosidad, su valor y su talento) al leer las
páginas que dedica a los supervivientes del Katrina o a los ladrones de vasijas indias del Mississippi.
Portada de la obra.
El segundo acaba de publicarse en Libros del K.O., que es una editorial que desde hace
algunos años da cobijo a la flor y nata del periodismo patrio, desde
clásicos como Camba o Alcántara hasta valores actuales como Daniel Utrilla o Raquel Peláez. Alberto Arce suma su segundo libro de no ficción en la casa, donde ya había publicado Misrata Calling, un viaje estremecedor a una ciudad asediada. Esta vez, en Novato en nota roja, Arce cuenta su estancia de dos años como corresponsal de Associated Press
en Honduras, un país tan corrupto, devastado y terrible que parece una
franquicia del infierno y en donde Arce se dedicaba a realizar trabajos
de investigación y crónicas de sucesos. Casi todos los sucesos empiezan
con el descubrimiento de un cadáver baleado en un automóvil o tirado en
medio de la calle, un cadáver del que nadie quiere saber nada y cuya
aparición es el penúltimo capítulo de una trama que implica a bandas
locales o policías comprados o militares impunes o políticos
todopoderosos o todo junto. Esta es una colección de crónicas escritas
con la sangre todavía caliente, en medio de ciudades tan salvajes como Tegucigalpa o San Pedro Sula, cuyo índice de muertes violentas supera netamente a Kabul o a Bagdad.
Escribir nota roja es faenar recolectando materia prima en los cadáveres, sumergirse en correctivos bañarretinas. Son planes de sábado por la noche con cadáver, libreta y bolígrafo. El reto para el fotógrafo es mostrar la muerte sin joderle el desayuno al lector del diario; el reto para mí, conseguir que le importe a alguien por qué murieron esos hombres.
En el prólogo con que Jabois presenta
el libro, asombra la fortaleza con que Arce le aconsejó que, si quería
aprender algo sobre periodismo y sobre escritura, se dejara de escuchar
las ponencias que daban los grandes popes sobre la muerte de García Márquez en Medellín y se dedicara a buscar a “las putas que hacen la calle” y los tipos que estaban “trasegando en la barra del hotel”. Me recordó la anécdota que me contó Javier Reverte, aquel día en que quería conocer a Kapuscinski y fue a buscarlo a un encuentro entre zapatistas, en una tribuna donde estaba el propio comandante Marcos junto a Saramago, Sabina y otras estrellas de la cultura. Al regresar a México, decepcionado, le preguntó al traductor dónde se había metido Kapuscinski.
-Estaba allí, justo donde estabas tú.
-¿Arriba? ¿En la tribuna de oradores? No lo vi.
-No. Te digo que estabas donde estabas tú. Abajo, entre la gente.