Murió el escritor Pedro Lemebel, a los 62 años, en Santiago de Chile. En los últimos días desafió la gravedad de su estado yéndose a
ver el mar. “El maldito cáncer me robó la voz, aunque tampoco era tan
afinado”, había dicho en su página de Facebook en diciembre el narrador,
actor y dramaturgo. Padecía un tumor de laringe. De él dijeron –y era
verdad– que su literatura y su militancia eran inescindibles.
Sonaron
las alertas cuando esta carta apareció en su muro: “Les dejo estas
letras en este último día de este mísero y próspero año, el reloj sigue
girando. No hace frío ni calor, y extiendo mi voz como un abrazo
anticipado hacia ustedes. Los beso a todos, a quienes compartieron
conmigo en alguna turbia noche. Nos vemos, dónde sea”.
Pedro hizo
su último gran esfuerzo al presentarse en la apertura del Festival de
Teatro “Santiago a mil”, a comienzos de mes, donde lo aplaudieron de
pie. Se emocionó y se dejó abrazar por todos; fue la última declaración
de amor a un artista inclasificable, salvo porque sus textos –salidos
siempre de las entrañas– lo convirtieron en el cronista de los márgenes
de Chile y uno de los más agudos de América latina: “Aunque tengo la voz muerta, estoy enferma de vida”, decía en 2011 tras varias operaciones.
Lemebel
estuvo nominado al Premio Nacional de Literatura en 2014, pero no lo
ganó. Ayer, al saber de la muerte del escritor, la ministra de Cultura
de Chile, Claudia Berattini, señaló que se lo había merecido pero “se
fue antes de tiempo”. Lo cierto es que hubo una verdadera campaña para
que se quedase con el reconocimiento: más de 10.000 personas lo pidieron
en Facebook.
Los inicios de Lemebel estuvieon marcados por la performance. Solía presentarse con un grupo llamado “Yeguas del Apocalipsis”;
en los 80 irrumpió en una calle, con un amigo, desnudos a caballo. En
plena dictadura fue a un encuentro de partidos opositores con tacos
altos y una hoz pintada en el rostro. Allí leyó su muy conocido
manifiesto Hablo por la diferencia, donde hablaba de cómo era ser
homosexual, pobre y de izquierda: “Porque ser pobre y maricón es
peor/Hay que ser ácido para soportarlo/Es darle un rodeo a los machitos
de la esquina/Es un padre que te odia/Porque al hijo se le dobla la
patita.” Sus textos abordan cuestiones relativas a las minorías, la
sexualidad o la violencia, y sacuden al lector con una prosa barroca. Y
no lo hizo cómodamente desde la democracia, sino cuando ser homosexual
en el Chile de Pinochet era tomar un enorme riesgo.
Loco afán, Adiós, mariquita linda, o Háblame de amores, entre otros volúmenes, no son sólo crónicas en las que arrasa con todo: son espejos donde mirarse sin poder torcer la vista.
Lemebel, el cuerpo es el mensaje El poeta chileno hizo belleza con la carne viva y actuó sus palabras en performances
Quizás su frase más dolorosa sea esa donde habla de la risa: “Tengo cicatrices de risas en la espalda”
Era 1986, Chile, era Pinochet, era la resistencia a la dictadura y
había que ser duro en esa resistencia y ahí, en una reunión de la
izquierda en la Estación Mapocho, se apareció Pedro Lemebel, de tacos
altos y con la hoz y el martillo pintados en la cara.
Sabía que lo
personal es político, que ese mundo mejor que se urdía en su partido,
el Partido Comunista, no lo sería sin sus tacos y sus pinturas y sus
velos calados y sus uñas con brillitos. Fue ahí a decir eso, a militar
por todo, por el socialismo y por la libre sexualidad, y el cuerpo
libérrimo, fue a mostrar las cicatrices de risas que los amigos le
habían puesto en la espalda.
Y era con el cuerpo que se mostraba
eso. Con la palabra, con palabras que hacen belleza con la carne viva,
pero también con el bamboleo de las piernas sobre los tacos y las
pestañas postizas. También esa, la de escribir con el cuerpo, la de
travestirse en escritura y sentido, esa fue su diferencia.
Su manifiesto se ha citado tanto y es imposible no tentarse y escribirlo de nuevo: “No soy un marica disfrazado de poeta/No necesito disfraz/Aquí está mi cara”
, decía, como presentación. Y si alguien se tranquilizaba con la
democracia en ciernes, porque ahí vendría el socialismo y cambiaría
todo, Pedro aguaba esa calma: “Sospecho de esta cueca democrática/
Pero no me hable del proletariado/ Porque ser pobre y maricón es peor/
Hay que ser ácido para soportarlo/ Es darle un rodeo a los machitos de
la esquina/ Es un padre que te odia/ Porque al hijo se le dobla la
patita”.
Eso decía Pedro Lemebel, en una reunión de izquierda,
en plena dictadura. Qué loco, qué puto loco, venir con esas cosas en
estos momentos. Qué inoportuno este tipo que dice que va a venir el
socialismo y entonces: “¿Qué harán con nosotros compañero?/ ¿Nos amarrarán de las trenzas en fardos/ con destino a un sidario cubano?”
Lemebel ponía esto como un problema concreto por si estaba ahí, acá nomás, el socialismo. Pero para quién, ¿no? : ¿No
habrá un maricón en alguna esquina/ desequilibrando el futuro de su
hombre nuevo/ ¿Van a dejarnos bordar de pájaros/ las banderas de la
patria libre?”
No se soñaba por entonces con cosas como el
matrimonio gay o la unión civil, ese premio consuelo para ciudadanos de
segunda que se acaba de aprobar en Chile. Se iba por más, por la
revolución. A las puertas de ese mundo nuevo golpeaba Lemebel con tacos y
hoz y martillo y su cuerpo de hombre niña.
Para hacer ese mundo es que azotaba con dulzura a sus camaradas: “Usted cree que pienso con el poto/ Y que al primer parrillazo de la CNI/ Lo iba a soltar todo”
De su hombría, les hablaba: “Mi
hombría no la recibí del partido”. “Mi hombría es aceptarme diferente/
Ser cobarde es mucho más duro/ Yo no pongo la otra mejilla/ Pongo el
culo compañero”
“Soy más subversivo que usted”, les
decía a sus compañeros, y pedía eso que se escribió tantas veces y que
quizás ya haya ganado Pedro para todos nosotros, si un día el cielo se
pone rojo de una buena vez.
“Yo estoy viejo
Y su utopía es para las generaciones futuras
Hay tantos niños que van a nacer
Con una alita rota
Y yo quiero que vuelen compañero
Que su revolución
Les dé un pedazo de cielo rojo
Para que puedan volar.”
"Siempre primas en la nación paria" El
autor es poeta y dramaturgo. Ha escrito “Dentelladas” y “El poder de
nombrar”, entre otros
Durante mi larga vida he conocido seres fabulosos como deidades
encarnadas, pero sin dudas, el hechizo mayor lo vivo cuando pienso, leo
o estoy con Pedro Lemebel en esta o cualquier dimensión que las
realidades oníricas abran como un laberinto prodigandose a sí mismo para
crecer siempre, sin límites ni fronteras por nuestra patria paria.
Pedro
me resulta incluso aún más fascinante que las deidades prohibidas del
lisérgico, el opio, los umbrales mágicos donde aparecen esas presencias
que siempre están detrás del velo de la simple realidad. Ninguna como mi
prima compartiendo desde niñas el misterio andino de los límites con
ese cordón umbílico-astral unidas, yo criándome a sus espaldas al sur de
Río Negro en Ingeniero Jacobacci, y Pedro, a la vuelta del mismo
espejo, antípoda en Chile. Desde que nos reencontramos en Cemento,
decadas atrás, con su grupo “Yeguas del apocalipsis” siempre estamos
conectados en una especie de ritual imprevisible pero perpetuo de
nuestras aparentes soledades. Y digo prima porque, según Pedro, ser
hermana habría sido un lugar común, arguyéndolo con ese tono irónico y
sonrisa hipnotizante inquisidora capaz de arrebatar dragones dormidos en
tu sangre. Primor, le replicaba yo, y él asentía extasiado, fascinado
ante el póquer de palabras que eran y siempre seran nuestras joyas más
preciadas. Tesoro fulgurante como marabunta de hormigas amaestradas y
además el poema de existir no en vana presencia sino como en los libros,
el ritual, la perfomance o esos paisajes siempre venerados, más allá
del tren y del mar.
Yo no entro en palacios, están como el oro
endemoniados, ve tú me rogó cierta vez en Buenos aires, cuando fue
llamado para cobrar su participación en un evento literario, en el
Teatro San Martín, mientras todos brindaban en la Secretaría de Cultura,
en Avenida de Mayo. Tampoco quiso entrar en La Moneda y, según
aseveran, la propia presidenta Michelle Bachelet tuvo que salir a
saludarlo en los jardines. Una furia ante tanto salvajismo escrito en la
memoria, tinta de ira imperdonable por todos sus mártires sagrados, le
impedían dar un paso en dirección a los lugares nefastos contaminados
por horrores del pasado, aún simpatizando con la mandataria.
Quizás
ese rasgo resentido, que la propia Eva Perón detectaba en sí misma,
forme parte de su propia raíz encantatoria excepcional, jardín sacro
profano donde crecen seres tan fabulosos, fuera de serie. El poema
militante eterno, la poesía con tacos maquillada de auroras, siempre
radiante, sentada sobre su regazo para violar a Rimbaud.
Esa vez
en Buenos Aires, era 2006, tuve que ir a buscar el sobre con su paga.
Estábamos en el City Hotel, crucé de un salto. Nos quedamos sin salir
del hotel hasta el amanecer, cuando sería su vuelo. Ah cuántas
refulgentes vastedades pudimos visitar sin movernos de los mullidos
sillones. Brindando y fumando hierba exquisita con Ivana Skarmeta, la
suplicona acompañante que nos miraba como leyendo una novela donde
Scherezade lograba multiplicarse al infinito. Una Scherezade india,
mapuche,vikinga, extraterrestre, verdadera, fantasmal, alucinógena.Ya en
el aeropuerto fue imposible negarme porque su eficacia en incrustar
sobres como puñales dentro de mi bolsillo me hizo ver que la mitad de
su cachet había sido para mí. Nos saludamos con señas, yo algo azorado y
él, muerto de risa desde la frontera ya inabordable del check-in.
Seguimos. Siempre juntas, hasta que ninguna muerte nos separe.
F.Noy es poeta y dramaturgo. Ha Es autor de “Dentelladas” y “El poder de nombrar”, entre otros.