Miedo, dolor, perfeccionismo, grito y gloria forman míticos oasis
literarios rodeados de silencio. Si en música un único éxito es llamado one-hit wonder,
en literatura es una variedad del milagro. Y sus autores forman un
exclusivo club de escritores de un único e histórico libro. ¡Leyenda!
Como la que envuelve al reciente hallazgo del manuscrito inédito de donde salió Matar a un ruiseñor, de Harper Lee (Go, set a watchman, Ve, aposta a un centinela), que ilumina a los miembros de ese mítico club: Juan Ruiz, Arcipreste de Hita con el Libro de buen amor, Fernando de Rojas con La celestina, Emily Brontë con Cumbres Borrascosas, Margaret Mitchell con Lo que el viento se llevó, o Giuseppe Tomasi di Lampedusa con El gatopardo.
Habitan el centro de los círculos del misterio literario donde “el
silencio es siempre una elipsis: quien escribe y después calla contiene
su talento o su capacidad para refugiarse en lo no-dicho (al menos
públicamente)”, explica Anna Caballé, escritora y profesora titular de
Literatura Española de la Universidad de Barcelona. El mutismo de un
escritor es en general, agrega, “una herida abierta y las razones pueden
ser muchas pero tiene que ver con alguna forma de dolor”.
Personas tímidas, esquivas, hurañas, dudosas o perfeccionistas y en
duelo eterno con la vocación literaria y la pulsión del No. Hasta que
alguien las espoleó… A Emily Brontë su hermana Charlotte, a Margaret
Mitchell su marido, a Lampedusa su primo Lucio Piccolo y a Harper Lee su
amigo Truman Capote.
Y, al final, escribieron de manera febril la obra que tenían dentro.
Decidieron ser ellos sin saber que el primer peaje era un asomo al
infierno. Algunos manuscritos fueron rechazados al desmarcarse de la
tendencia dominante en estructuras, enfoques innovadores, arriesgados o
adelantados a su tiempo. Pero todos con la semilla de cómo pasar a la
historia.
Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, lo hizo con 1700 estrofas, entre los años 1330 y 1343, en el Libro de buen amor. Contó su vida de manera ficticia sobre asuntos y embelecos amorosos.
Y tras él, otros como Emily Brontë con Cumbres borrascosas.
La publicó en 1847 bajo el seudónimo de Ellis Bell, ya usado para el
poemario conjunto con sus hermanas. Denostada al principio, esta obra
clásica surgió después de que en 1846 Charlotte la animara a ella y a
Anne a escribir una novela. Era un paso más dentro de la costumbre que
tenían de escribir poemas y comentarlos mutuamente, e intentar una
carrera literaria que les permitiera ganar dinero y dejar de trabajar
como institutrices y maestras. Lo recuerda Ángeles Caso, que pronto
publicará la vida novelada de las hermanas Brontë en Todo ese fuego.
“Emily era la más reticente a editar esa novela”, añade Ángeles Caso,
“desconfiaba de la recensión que pudiera tener. Tras las críticas
salvajes que recibió, al no ser entendida, se reafirmó en su idea de que
iban a ensuciar su creación y se negó a escribir más”. Dos años después
de la publicación, y con 30 años, moría de tuberculosis sin ver su paso
a la gloria literaria.
Un siglo después, el príncipe Lampedusa vivió un episodio parecido,
salvo por la necesidad económica. Escribió al final de sus días, y ya
con 58 años, El gatopardo. Venció sus temores en el verano de
1954 cuando acompañó a su primo, el barón Lucio Piccolo de Capo
d’Orlando (Mesina), a una reunión de escritores en S. Pellegrino Terme.
Ese encuentro le dio la confianza que necesitaba. Dos años tardó en
escribir la novela que fue rechazada por las editoriales. Murió el 23 de
julio de 1957. Al año siguiente la obra salió en una edición a cargo de
Giorgio Basani, en la editorial Feltrinelli.
Todos esos silencios concéntricos, y muchos más, los exploró Enrique Vila-Matas hace 15 años en Bartleby y compañía.
La atracción por abandonar la escritura tras uno, tres, nueve o más
libros. Al narrador barcelonés le viene a la memoria el pasaje que
dedicó a Robert Derain que en Eclipses literarios, a través de
la ficción, creó “una magnífica antología de relatos pertenecientes a
autores cuyo denominador común es haber escrito un solo libro en su vida
y después haber renunciado a la literatura”.
Es el enigma del arte que Victor Hugo resolvió diciendo que “la obra
maestra es una variedad del milagro”. Y en esa variedad hay dos círculos
claros: el de un libro emblemático que eclipsa el resto de la obra de
un autor y el de los libros únicos en el género no habitual del
escritor.
En el segundo círculo están las obras que en el imaginario colectivo la gente identifica, casi como sinónimo, con ese autor: El principito, de Antoine Saint-Exupéry; Doctor Zhivago, de Boris Pasternak; Tristram Shandy, de Laurence Sterne; Pedro páramo, de Juan Rulfo; Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos; Nada, de Carmen Laforet...
“No son sus únicos libros pero logran expresar de una manera más
acertada, incluso sublime, que en otros textos, lo que querían decir,
aquello a lo que aspiraban”, explica Caballé, autora, junto a Israel
Rolón, de Carmen Laforet. Una mujer en fuga.
J. D. Salinger también creó sus laberintos de olvido tras El guardián entre el centeno. ¿Pero por qué autores como él no escriben más después de la gloria?,
se pregunta Javier Aparicio Maydeu, escritor, profesor de la
Universidad Pompeu Fabra y crítico de Babelia: “Tal vez por miedo
escénico. Tal vez porque el éxito es una enfermedad del artista”.
La conexión entre una sola obra emblemática y el lector es tan irresistible que incluso en ese círculo estarían Divina Comedia de Dante y El Quijote
de Miguel de Cervantes. “Sí”, asegura Caballé, “son autores de una obra
más voluminosa pero estas dos son tan vastas, contienen tantos mundos
en un solo texto que les convierte en libros inagotables y por ello
imperecederos”.
Junto a ellos Moby Dick de Herman Melville, el mismo que en
un relato dio vida al personaje de Bartleby, del que habrían de salir
los bartlebys, “esos seres en los que habita una profunda negación del
mundo”, como los describe en su novela Vila-Matas. “De ciertos creadores
que aún teniendo una conciencia literaria muy exigente (o quizás
precisamente por eso), no lleguen a escribir nunca; o bien escriban uno o
dos libros y luego renuncien a la escritura”.
El tercer círculo es para los libros únicos en un género no habitual
en el autor, donde buscan otro registro. Es el lugar de la poeta
estadounidense Sylvia Plath con su novela biográfica La campana de cristal; del poeta ruso Mijail Lermontov con sus relatos Un héroe de nuestro tiempo; del poeta y cuentista estadounidense Edgar Allan Poe con su novela Narración de Arthur Gordon Pym; del poeta y dramaturgo inglés Oscar Wilde con su novela El retrato de Dorian Grey; o de los poetas colombianos Jorge Isaacs con María y José Eustasio Rivera con La vorágine.
Tal vez Harper Lee haya dejado en Matar a un ruiseñor un
resquicio para descifrar el silencio que rodea ese club de escritores de
libros únicos e históricos: “El día tenía veinticuatro horas, pero
parecía más largo. Nadie tenía prisa, porque no había a donde ir, nada
que comprar ni dinero con que comprarlo, ni nada que ver fuera de los
límites del condado. Sin embargo, era una época de vago optimismo para
algunas personas: al condado de Maycomb se le había dicho que no tenía
nada que temer, solo a sí mismo”.
30 eclipses memorables
A veces un libro de un autor es tan potente que en el imaginario
colectivo aparece como el único de ese escritor. Los siguientes son
algunos de eso casos en que un título emblemático eclipsa el resto de la
creación literaria:
Tristram Shandy, de Laurence Sterne.
El principito, de Antoine Saint-Exupery.
Las amistades peligrosas, de Choderlos De Laclos.
Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll.
Doctor Zhivago, de Boris Pasternak.
El guardián entre el centeno, de J. Salinger.
Un árbol crece en Brooklyn, de Betty Smith.
Frankenstein, de Mary Shelley.
Mujercitas, de Louise May Alcott.
Drácula, de Bram Stoker.
El hombre sin atributos, Robert Musil.
Peter Pan, de James Matthew Barrie.
En el camino, de Jack Kerouac.
Moby Dick, de Herman Melville.
Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift.
El señor de los anillos, de JRR Tolkien.
Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar.
A sangre fría, de Truman Capote.
El amante, de Marguerite Duras.
Pedro Páramo, de Juan Rulfo.
Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos.
Nada, de Carmen Laforet.
Paradiso, de José Lezama Lima.
La tierra baldía, de T. S. Eliot.
Hojas de hierba, de Walt Whitman.
Las flores del mal, de Charles Baudelaire.
Decamerón, de Boccaccio.
Divina comedia, de Dante Alighieri.
Fausto, de Goethe.
El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha, de Miguel de Cervantes.