La evolución actúa como MacGyver,
 un tipo capaz de construir artefactos con los que derrotar a un 
ejército aprovechando los adminículos que se pueden encontrar en una 
ferretería de pueblo. Como el agente especial que protagonizaba la serie
 de los ochenta, la selección natural toma las herramientas que tiene a 
mano y les da nuevos usos. Un ejemplo son las plumas, que funcionaban 
como un sistema de climatización para los dinosaurios y acabaron 
sirviendo para volar. Otra muestra de la forma de operar de la 
naturaleza son las manos humanas. Con un pulgar enfrentado al resto de 
dedos, permiten manejar con precisión desde puntas de lanza hasta 
pinceles y se consideran un paso fundamental en el proceso de 
humanización. Sin embargo, como mostraba un estudio reciente,
 nuestros ancestros tenían manos modernas mucho antes de que sus 
cerebros fuesen capaces de utilizarlas para crear tecnología. Es posible
 que aquellas herramientas resultasen ya útiles para hurgar en el tronco
 de los árboles en busca de comida o recolectar raíces, y después, 
cuando la aparición de una mente más compleja lo hizo posible, se 
acabasen empleando para tareas más sofisticadas. 
Nuestro cerebro, como otras partes del cuerpo, también es un collage
 de piezas heterogéneas que resultaron útiles en algún momento de la 
historia evolutiva o, al menos, no fueron tan nocivas como para ser 
descartadas. Ese gusto por el reciclaje ha tomado un nuevo significado 
cuando se trata del cerebro de una especie como la humana, que a través 
de la cultura ha reformulado las reglas de la evolución.
En un artículo publicado esta semana en la revista Trends in Cognitive Sciences,
 investigadores de Dartmouth College revisan lo que se conoce sobre la 
materia y explican que nuestra habilidad para responder a rápidos 
cambios culturales es posible porque el cerebro es capaz de reutilizar 
para usos modernos circuitos cerebrales surgidos por motivaciones 
antiguas. Ese sería el caso de la lectura, una actividad que los humanos
 solo han practicado de forma habitual en el último siglo de sus 150.000
 años de existencia como especie. “No evolucionamos para leer, pero la 
investigación muestra que leemos reciclando un engranaje neuronal que 
evolucionó para procesar caras y objetos”, afirma Carolyn Parkinson, una de las autoras del artículo. 
La alfabetización aprovecha circuitos surgidos para reconocer rostros y objetos
 
Entre estos peculiares animales que son los Homo sapiens, 
inventos culturales como el lenguaje pueden incluso modificar el uso de 
circuitos antiguos. “Se ha observado que, a la hora de percibir rostros 
invertidos, como en el reflejo de un espejo, las personas analfabetas 
son mejores que las alfabetizadas”, señala Fernando Moya, investigador del Instituto de Neurociencias de Alicante (UMH-CSIC).
 Aunque esa nueva forma de percepción haga perder habilidad para 
reconocer caras y formas desde diferentes ángulos, algo útil en la 
naturaleza, “cuando nos alfabetizamos, tenemos que identificar como 
diferente una imagen de su reflejo, como en b y d y esa evolución social
 modifica nuestros circuitos”, añade. Frente a los sistemas puramente 
biológicos de otros animales, los humanos cuentan con la cultura como 
sistema de transmisión de habilidades con las que enfrentarse al mundo, y
 la cultura se convierte en una fuerza que también puede modificar su 
fisiología. 
Nuestro cerebro ha evolucionado para reconocer como propio lo cercano y como ajeno lo lejano"
 
Carolyn Parkinson y Thalia Wheatley, la autora principal del trabajo,
 relatan el conocimiento acumulado sobre cómo el reciclaje de 
instrumentos biológicos pudo dar origen a nuestra cultura. Algunas 
hormonas, como la oxitocina o la vasopresina, han servido durante 
millones de años para regular el comportamiento reproductivo de los 
mamíferos, afianzando a través del placer las relaciones entre las 
parejas y de los padres con las crías. En los humanos y en otras 
especies de primates, sin embargo, estas hormonas han podido servir para
 fortalecer relaciones sociales y facilitar una capacidad de cooperación
 extraordinaria en el mundo animal. Algunos estudios han mostrado que la
 oxitocina, además de incentivar los cuidados maternales, reduce los 
recelos hacia miembros desconocidos de la misma especie en primates y 
favorece la colaboración entre humanos sin lazos de sangre, rasgos de 
comportamiento que posibilitan la creación de sociedades tan complejas 
como las actuales.
En este continuo proceso de reutilización de piezas y reconexión del 
cableado neuronal, los simios se vieron, hace unos tres millones de 
años, en una tesitura que puede estar en la génesis de un nuevo tipo de 
animal, distinto de los que hasta entonces habían luchado por su vida en
 la Tierra. “Se sabe que el humano tiene una plasticidad cerebral 
anómala”, explica Marina Mosquera, investigadora del Instituto Catalán de Paleoecología Humana y Evolución Social (IPHES) de Tarragona.
 Esta plasticidad puede tener su origen en la revolución que 
protagonizaron los homínidos cuando, debido a cambios en el clima, el 
bosque tropical africano en el que vivían se convirtió paulatinamente en
 una región de sabana. “Con esos cambios, en lugar de tener los recursos
 alimenticios en los mismos sitios, porque un bosque tropical es mucho 
más homogéneo y además no tiene estaciones, tuvieron que adaptarse y ser
 mucho más flexibles. Es posible que ahí esté el origen de la 
plasticidad que vemos hoy en los humanos”, plantea Mosquera. 
Hormonas como la oxitocina facilitan la cooperación en grandes grupos humanos
 
Conociendo las circunstancias en las que, poco a poco, fue surgiendo 
la humanidad, también puede servir para tratar de explicar las 
limitaciones de la mente. El antropólogo británico Robin Dunbar, padre 
de la hipótesis del cerebro social, observó que, en primates, existía 
una correlación entre el tamaño del cerebro y el del grupo social en el 
que viven. En el caso de los humanos, que tienen un cráneo de unos 1.500
 centímetros cúbicos, el límite superior para sus grupos es de 150 
individuos. Esta cifra se corresponde con las dimensiones de los grupos 
de cazadores recolectores, con el de las comunidades agrícolas e incluso
 con la cantidad de amigos que realmente podemos gestionar en Facebook. 
El peligro de los cambios
“Los cambios culturales son muy rápidos, y cuando la biología y la 
cultura no se encuentran a gusto entre sí, el choque puede ser bastante 
contundente”, advierte Emiliano Bruner,
 del Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH)
 de Burgos. “Esto vale tanto para la bioquímica de la sangre como para 
las capacidades cognitivas, y saber cómo funciona todo esto, debilidades
 y posibilidades, es fundamental para saber cómo optimizar recursos y 
minimizar problemas”, continúa. “Internet ha conllevado un cambio 
increíble en nuestra estructura social y cultural, habrá que estar 
atentos para no tener sorpresas desagradables”, añade. 
Parkinson y Wheatley hablan también de las posibilidades que ofrece 
el conocimiento, implícito o explícito, de nuestros viejos botones 
evolutivos. Que el cerebro humano haya evolucionado en pequeñas tribus 
de individuos que se conocían a la perfección tiene consecuencias en un 
mundo donde nuestra vida diaria depende de millones de desconocidos. 
Cuando se quiere animar a la gente a ayudar a las víctimas de hambrunas,
 epidemias o desastres naturales, es más eficaz presentar a una víctima 
que sirva para identificar el sufrimiento que mostrar datos y 
razonamientos objetivos, por atroces que sean. Esta parte de la 
naturaleza humana explica en parte la dificultad para movilizar frente a
 problemas globales como el cambio climático. “Nuestro cerebro ha 
evolucionado con unos condicionamientos sociales que tienen mucho que 
ver con la tribu, con lo cercano, con lo familiar, y ahora estamos en 
una situación en la que el destino de la humanidad es global. Nuestro 
cerebro ha evolucionado para reconocer como propio lo cercano y como 
ajeno lo lejano, y ahora nos enfrentamos a una situación en la que el 
destino es igual para lo cercano y lo lejano”, resume Moya.
El mecanismo evolutivo para adaptarse mejor a las circunstancias a 
través del reciclaje de herramientas ya disponibles no solo ha tenido 
efectos secundarios desde el punto de vista social. “Cuando se habla de 
evolución y selección, no estamos hablando de rasgos individuales, sino 
de un paquete, que la selección acepta o rechaza. Genes, 
caracteres anatómicos, procesos fisiológicos, moléculas, son componentes
 que van todos enlazados. Con lo cual, si cambia una cosa, otras 
cambiarán como consecuencias secundarias”, recuerda Bruner. “Algunos son
 hasta negativos, pero no tan negativos como para rechazar otras 
ventajas que conllevan”, continúa.
Desde el punto de vista médico, este conocimiento sobre la evolución 
empuja a preguntarse “cuántas enfermedades se deben a inconvenientes de 
la evolución, y parece que la lista puede ser bastante larga, sobre todo
 para simios como nosotros que hemos desarrollado a través de la 
evolución un cerebro tres veces más grande de lo que sería normal para 
el tamaño de nuestro cuerpo”, indica Bruner. “Aumenta el volumen, el 
calor, los vasos sanguíneos, y las peleas por el espacio dentro del 
cráneo. Como resultado tenemos un cerebro muy potente, pero con una 
serie de problemas que pueden incluir la miopía o hasta la enfermedad de
 Alzheimer”, remacha.
Tras millones de años de evolución, la cultura humana ha acelerado el
 ritmo de transformación del entorno en el que viven los propios 
humanos. "La plasticidad que tenemos nos ha permitido adaptarnos 
relativamente bien hasta ahora, pero ya no tenemos capacidad para 
absorber los cambios con tanta rapidez", opina Mosquera, aunque "cuando 
se podría estudiar como estamos asimilando ese cambio acelerado es a 
partir de los últimos veinte años", añade. En las próximas décadas se 
podrá comprobar si la maquinaria de reciclaje evolutiva sigue 
funcionando sin preparar demasiadas chapuzas.