Ya es
suficiente. La llegada de Vestido de novia, el segundo libro que se
consigue en castellano de Pierre Lemaitre, alcanza para todo: para
recomendarlo con ojos cerrados a quienes siempre preguntan qué leer,
pero también para ir haciéndole un generoso lugar en el convulsionado
canon de la literatura francesa actual que, a pesar de su enorme
producción, también se las ingenia para vender pescado en sospechoso
estado de salubridad. Así que a ir memorizando ese apellido con algo de
título honorífico (le maître) y ese rostro de Lou Reed exhausto. Porque
muy pronto (si no ahora mismo) veremos a Lemaitre abrirse camino entre
el petardismo exquisito de Houellebecq, la sensibilidad todoterreno de
Emmanuel Carrère, la solemnidad cool de Le Clézio, la repetición siempre
única de Modiano y la precisión basada en hechos reales de Jean
Echenoz.
Así que éstos son, acá están, más o menos, los datos que ya empiezan
a viralizarse: Pierre Lemaitre nació en París en 1951, fue profesor de
literatura y guionista de televisión, y empezó a publicar de grande,
después de los cincuenta: hace menos de diez años vio la luz su primer
libro, El novelista, que pronto será también traducido al español.
Aunque tuvo una modesta consagración a través del policial –y de su
detective Camille Verhoeven– la gloria mayor no se la debe a ese género
(como sí es el caso del suizo Joël Dicker, otro fenómeno de ventas de
calidad garantizada) sino a un libro que sacó de la galera, distinto de
todo lo que venía haciendo antes: Nos vemos allá arriba (publicada en
español por Salamandra), una hipnótica novela sobre los coletazos y
escopetazos de la Primera Guerra Mundial que parecía actualizar sin
complejos Almas muertas de Gogol (la literatura rusa siempre está
presente en Lemaitre). Nos vemos allá arriba no sólo le dio el Goncourt
en inédita cuestión de minutos sino que además potenció al máximo el
piso de ventas que asegura ese premio (el más importante de Francia y
tal vez de Europa) al ubicar más de medio millón de ejemplares sólo en
Francia. Hoy, la obra de Lemaitre se puede leer en 18 idiomas, mientras
se ruedan dos películas basadas en sus primeras novelas policiales: Alex
(2011) y Vestido de novia (2009), que es el otro libro de Lemaitre ya
disponible en castellano.
Sophie es una niñera algo madura que, sin que sepamos bien por qué,
se encuentra en un momento bisagra. Sufre bruscos ataques de llanto y
padece pequeñas distracciones (pierde llaves y documentos, tiene
problemas con la policía por olvidarse de pagar parte de lo que lleva en
el changuito). En definitiva, Sophie es una despistada, una despistada
en toda la dimensión que puede adquirir esa palabra en una novela como
ésta. El asunto empieza a desbarrancar cuando ella percibe que empieza a
sentir un profundo rechazo por Léo, el chico de seis años que tiene a
su cargo, a tal punto que le termina encajando un bife totalmente
gratuito. Impactada por su conducta, Sophie va a buscarlo a su cama al
otro día con tono conciliador, casi culpógeno, pero advierte que fue
brutalmente asesinado. Y, por supuesto, la principal sospechosa (incluso
para ella misma) es la propia Sophie.
Así arranca, desaforado, este thriller que parece ser la cruza
imposible entre Simenon y Stephen King. Un policial que con su modesta
caja de dos o tres cambios aprovecha al máximo las posibilidades
literarias y le saca un largo trecho de distancia a tanto libro del
género que pulula en todo el mundo. Apenas huye del domicilio de su
trabajo para escapar a donde sea, las desgracias de Sophie se reproducen
como termitas: la mala suerte se profundiza, la paciencia escasea, el
miedo se multiplica y los muertos se acumulan.
Lemaitre es un maestro tanto en lo macro como en lo micro: tiene un
enorme talento para delinear tramas pero también para describir acciones
que retumban durante todo el libro: en Nos vemos allá arriba había, por
ejemplo, una escena memorable poco antes de terminar la guerra, cuando
un teniente francés, con el objetivo de confirmar la rendición alemana,
enviaba a la trinchera a dos soldados que sellarían para siempre su
destino: uno quedaba enterrado vivo con la única compañía de un cadáver
de caballo al que intentaba sacarle algo de su pútrido aliento para
poder respirar, y el otro conseguía salvarle a último momento la vida en
una hazaña que le costaba perder la mandíbula inferior.
En Vestido de novia, el termómetro de la ansiedad trepa a lo más
alto cuando Sophie llega a último momento al banco para retirar todos
sus ahorros y al fin huir, y el empleado primero desconfía y finalmente
la cargosea en busca de un acercamiento sexual, mientras el taxi la
espera en la puerta, el teléfono suena y los padres de la víctima se la
quieren comer cruda.
Justo cuando el lector celebra dar con una novela así –y la
desesperación de Sophie te cala los huesos–, Lemaitre abre otra historia
con otro punto de vista, un personaje que dará mucho que odiar y la
estructura de un diario íntimo tan perverso como sofisticado.
Tal como sucedía también en Nos vemos allá arriba, se le puede
reprochar a Lemaitre que le sobran algunas páginas y algunas acciones
(incluso, por momentos, pierde algo de verosimilitud y se torna
previsible) pero, en todo caso, es parte del terreno donde despliega la
magia y es cierto que esos excesos en nada opacan el enorme placer que
da leerlo.
Además, como quien no quiere la cosa, Vestido de novia (el título es
mucho más perfecto de lo que parece a simple vista) exhibe los posibles
daños colaterales de este presente en el que la psiquis de una persona
se puede ir a pique en un instante, en el que la actividad virtual es
más prolífica que la real (la distinción misma resulta ya ridícula) y en
que un perfecto desconocido puede ser quien mejor nos conozca en el
mundo.
Hay un momento de Vestido de novia donde se dice que lo que aseguró
el éxito de las guerras napoleónicas antes de la derrota de Waterloo fue
saber cambiar sobre la marcha. Esa misma reflexión, que podría
extenderse a una campaña política o a un mundial de fútbol, sirve para
entender no sólo la solidez de esta novela sino también el meteórico
ascenso de una obra literaria que, a poco de empezar a jugar en las
grandes ligas, ya se sabe que va a dejar huella.