No es casual que en su extraordinaria biografía sobre Rimbaud,
Enid Starkie dedique uno de sus capítulos al estudio de la alquimia y la
magia que, siendo muy joven, el poeta realizó en sus visitas a la
Biblioteca Municipal de Charleville. Lector y discípulo de Michelet,
Rimbaud habría entendido en el capítulo sobre la Edad Media de la Historia de Francia
, el destacado papel de brujas y hechiceros en la liberación del
espíritu y de la mente humana. Estos fueron los primeros doctores
perseguidos por sus descubrimientos, ya que por entonces se pensaba que
Dios enviaba la enfermedad, la ignorancia y la suciedad para probar al
hombre. La magia había sido uno de los estudios en los que se sumergió
Rimbaud para alcanzar el ansiado “desarreglo de los sentidos”, punto
central de su doctrina estética. Su propósito, como escribió en Una temporada en el infierno
, fue ayudar a los demás a liberarse. El alquimista, explica Starkie,
recibe el fruto del árbol eterno para compartirlo y tratar de resolver
la cuestión de la sustancia preciosa. Su meta no es lograr la perfección
moral para sí mismo sino procurarse la esencia misteriosa y crear lo
incorruptible. Todo creador podría probarse el atuendo del alquimista:
aquel que convierte el barro en oro y mezcla sustancias tóxicas en busca
de belleza.
Sin embargo, no hay pruebas de que Rimbaud se
entregara a los experimentos de la magia negra: ni demonología ni
aquelarres ni ceremonias obscenas. Parece que a Rimbaud le atrajo menos
el rito en sí que el discurso hermético y las imágenes que descubría en
sus libros. Esa falta de pruebas desecha una imagen posible del artista:
la del alquimista, la del mago. ¿O acaso no podría pensarse como un
ritual cuasi satánico el que llevaba a cabo Salinger todos los días en
la cabaña que se construyó cerca de su casa para evadirse del mundo
ordinario de su familia y abandonarse al universo de amor y sordidez de
la familia Glass? Esa imagen del proceso de creación del artista como
rito satánico tiene una escena ya mitológica: la del pacto con el
diablo. Desde Estanislao del Campo hasta Thomas Mann retomaron la
leyenda, porque resulta fascinante convertirse en voyeur del
instante epifánico en que el artista pacta con el diablo para ser
invadido por el genio. En la historia del arte, la iconografía preferida
del cristianismo muta al demonio en ángel y es éste quien dicta a los
apóstoles la palabra de Dios. Caravaggio lo compuso en su pintura San Mateo y el ángel
. Esa iconografía es la variación de una misma idea: la de la voz.
Fogwill, en medio del caos de su escritorio, repleto de cables y
cigarrillos y rastros de chocolate y páginas sueltas de poemas que le
fascinaban, escribía al dictado de una voz, quizás la misma “voz
extraña” que escucha Fabián Casas o las voces que decía escuchar
Faulkner al trabajar en Mientras agonizo . El lugar común habla
de musas y son ellas, representadas del modo que sea, las que se
instalan alrededor del escritorio o son convocadas en el atelier, para
que el hombre común en una suerte de trance se convierta en el héroe que
intentará atrapar “el gran pez dorado” al que se refiere el director
David Lynch.
Tics, sudor y lágrimas
Cuando a Norman
Mailer le preguntaban de qué dependía su trabajo respondía con una
palabra que él consideraba desdichada: resistencia. “Convertirse en
escritor profesional es tan difícil como convertirse en atleta. A menudo
depende de la capacidad de mantener la fe en uno mismo”. No se escribe
novela dedicándole dos horas brillantes por semana, decía Mailer. No se
escribe una novela si se pierde demasiadas mañanas y demasiadas tardes
en una resaca. Cómo se escribe, entonces, es una de las obsesiones de
aquellos que ocupan los días en esa faena. Todo escritor tiene sus
rituales. Lo supo Francesco Piccolo cuando recababa anécdotas para su
libro Escribir es un tic (Ariel). Amparado en los ritos,
entiende Piccolo, el escritor puede trabajar con serenidad pero, más que
nada, crear un simbolismo por el que cada cual siente un apego
especial, hasta el extremo de construir un ambiente mágico para volcar
en él su energía creativa. Esta idea es literal en Toni Morrison. La
habitación donde escribe la premio Nobel está llena de duendes y
espíritus mágicos y no permite que nadie ingrese en ella por miedo a que
estas figuras se escapen si ven a un extraño. Encontramos ritos algo
más mundanos. La botella de whisky de Marguerite Duras, el mameluco de
mecánico que vestía García Márquez, el café en la famosa cafetera de
porcelana de Balzac.
No hay obra que refleje más un modo de
trabajo como la serie “Diarios”, de Guillermo Kuitca. Se trata de
enormes telas circulares con las que el artista cubría la mesa de
trabajo de su taller: manchas de pintura, anotaciones de ocasión y una
dirección de correo pueden funcionar como testimonio y huella de un
proceso. Otro caso singular es el de Friedrich Nietzsche. Siendo
profesor de filología en la Universidad de Basilea, Nietzsche padecía
migrañas que lo dejaban postrado durante días con náuseas que lo hacían
retorcerse de dolor. En el año 1879 presentó su renuncia. Como cuenta
Frédéric Gros en su ensayo Andar, una filosofía (Taurus) es en
esta época que Nietzsche se traslada a la aldea de Sils-Maria, donde el
aire era transparente, el viento fresco y la luz resplandeciente, y se
convierte en caminante. “Trabaja andando” hasta ocho horas por día y
escribe El paseante y su sombra : “Exceptuando algunas líneas,
todo ha sido pensado y esbozado a lápiz en seis pequeños cuadernos
mientras caminaba”, confesó el filósofo. “En diez años –cuenta Gros–
habrá escrito sus más grandes obras, desde Aurora hasta La genealogía de la moral , desde La gaya ciencia hasta Más allá del bien y del mal , sin olvidar Así habló Zaratustra .
La
cuestión seguirá siendo siempre la misma: ¿de qué manera se escribe (o
se pinta o se compone)? ¿Cómo crear algo que valga la pena mientras se
gana la vida como empleado de un banco? ¿Acaso es mejor dedicarse por
completo a un proyecto? ¿Se puede escribir con una vida caótica, con una
vida displicente? ¿Se puede crear teniendo cuarenta años, un empleo
mediocre y una madre que te regaña? Algunas de estas cuestiones intenta
responderlas Mason Currey en un libro reciente: Rituales cotidianos
(Turner). Surgido del blog Daily Routines, esta serie de instantáneas
apuntan a mostrar cómo las grandes visiones creativas se traducen en una
suma de hábitos cotidianos que, a la vez, pueden influir en la obra
misma. Voluntad, autodisciplina y optimismo se conjugan en sus páginas.
Es cierto que el libro de Currey parece enfocarse en métodos de artistas
para brindar fórmulas a empresarios que intentan exprimir su lado
creativo, sin embargo el volumen compila escenas mínimas, manías
extrañas pero más que nada una serie de ejemplos sobre la fuerza de
voluntad aplicada por escritores, artistas, compositores o filósofos de
diferentes épocas, tanto europeos como estadounidenses. El crítico y
escritor V. S. Pritchett se dio cuenta de que todos los grandes hombres
se parecen en un punto: nunca paran de trabajar. “Es muy deprimente”,
señaló.
Orden y progreso
W. H. Auden tenía una frase:
“La rutina, en un hombre inteligente, es signo de ambición”. Como un
estoico moderno, Auden sabía que el camino más seguro para disciplinar
la pasión pasaba por disciplinar el tiempo. Era ordenado, riguroso y
cronometraba cada momento de su día. Al parecer era el opuesto perfecto
del pintor Francis Bacon, en cuyo taller reinaba absolutamente el caos
(papeles y libros tirados en el suelo, muebles rotos, desechos por
doquier). En ese escenario pintaba Bacon hasta que salía con sus amigos a
beber, comer y bailar, desde la tarde hasta bien entrada la madrugada, y
a pesar de esta rutina hedonista siempre se levantaba temprano, aunque
hubiese dormido sólo dos horas, para ponerse a pintar. Le gustaba
trabajar con resaca. “Porque mi mente chisporrotea de energía y logro
pensar con mucha claridad”, solía decir. Auden y Bacon representan dos
formas opuestas del mismo estoicismo. Auden desdeñaba a los noctámbulos,
pero Toulouse-Lautrec, por ejemplo, pintaba por las noches en los
burdeles; Samuel Johnson empezaba a escribir mientras Londres dormía, a
la luz de las velas, y la artista Louise Bourgeois, al padecer insomnio,
supo aprovechar ese tiempo acostada en la cama con su cuaderno de
dibujos. Henry Miller también trabajaba por las noches hasta que se dio
cuenta de que rendía mejor por las mañanas. Agatha Christie, que durante
mucho tiempo se consideraba ama de casa, escribía a cualquier hora, en
cualquier parte, en la mesa del comedor o en el lavadero, no importaba:
siempre que tuviera un rato y una mesa fuerte se lo dedicaba a
planificar asesinatos. Y mientras Goethe aconsejaba no forzar nada si es
que no se podía escribir y que era mejor desperdiciar las horas o pasar
los días durmiendo, Updike nunca creyó que debía esperar a estar
inspirado para trabajar porque entendía que los placeres de no escribir
son tan grandes que si uno empieza a entregarse a ellos jamás volverá a
hacerlo. “La rutina es una condición de supervivencia”, escribió en una
carta Flannery O’Connor. Salinger de algún modo lo ratifica: compuso El guardián entre el centeno mientras sobrevivía a las bombas de la Segunda Guerra Mundial.
¿El trabajo dignifica?
A
ciertos artistas tener empleo los hacía sentir desdichados. A otros, en
cambio, les otorgaba tranquilidad y una disciplina necesaria para el
espacio creativo. Wallace Stevens, que desde 1916 trabajó como abogado
en la Hartford Accident and Indemnity Company, decía que tener un
trabajo fue una de las mejores cosas que le pudieron pasar. “Introduce
disciplina y regularidad en nuestra vida. Soy todo lo libre que deseo
ser y por supuesto no tengo ninguna preocupación en cuanto al dinero.”
Otro caso es el de Joseph Cornell que a los 31 años consiguió un trabajo
de nueve de la mañana a cinco de la tarde en la división de artículos
domésticos de un estudio textil en Manhattan. Aunque era tedioso y mal
remunerado, Cornell se sentía obligado a mantener su hogar, donde vivía
con su madre, que lo retaba por acumular basura en la cocina, y un
hermano minusválido. Sus extrañas “cajas”, confeccionadas con lo que su
madre llamaba basura, todavía no se habían hecho célebres en el mundo
del arte. Y cuando ocurrió, tuvo el valor para renunciar y dedicarse
completamente a sus obras, pero al poco tiempo descubrió que sin
trabajar no conseguía adquirir una rutina. Otro poeta, T. S. Eliot, fue
maestro de escuela hasta que consiguió trabajo en la banca Lloyds de
Londres. Aunque pudiera resultar deprimente esa perspectiva, Eliot
estuvo agradecido de ese trabajo porque ganaba mucho mejor que un
maestro y además era menos cansador. Permaneció allí ocho años.
No hay magia en la creación
“Escribir no es un trabajo duro, es una pesadilla”, señaló Philip Roth
en 1987. “Con la escritura siempre se está volviendo a comenzar. Dado
nuestro temperamento, necesitamos esa novedad. Hay mucho de repetición
en este trabajo. De hecho, una habilidad que todo escritor necesita es
la capacidad de permanecer inmóvil en esta ocupación profundamente
desprovista de acontecimientos”. Hay una escena de la novela La visita al maestro
que se acerca a lo que plantea Roth como pesadilla de repetición. Es
un momento en el que el anciano E. I. Lonoff le describe al joven Nathan
Zuckerman su rutina: “Doy vuelta a las frases. Esa es mi vida. Escribo
una frase y luego le doy la vuelta. Después la contemplo y le doy otra
vez la vuelta. Luego voy a comer. Después me instalo de nuevo y escribo
otra frase. Luego tomo té y le doy la vuelta a la nueva frase. Luego
releo las dos frases y les doy la vuelta a ambas. Después me acuesto en
mi sofá y pienso. Luego me levanto y las tiro a la papelera y empiezo
desde el principio otra vez. Y si me aparto aunque sólo sea durante un
día entero de esta rutina, me siento frenético de aburrimiento y de una
sensación de estar desperdiciándome”. En su poema “La dispersión”,
Joaquín Giannuzzi capturó con acierto una imagen posible de la angustia
del proceso creativo: “Sobre esta mesa he apoyado los brazos y la
cabeza./ Piedad y desprecio por mi mundo. Los lugares comunes/ de la
materia que me rodea. Un lápiz, una caja/ de fósforos, una taza de café,
ceniza/ de cigarrillos sobre un desorden de papeles./ Cuánta
desesperanza de poesía sin porvenir./ Y de pronto la certeza de que
morir es apartarse de la mesa,/ la noción de que todo se perderá./ Cada
cosa se ausentará de la otra,/ los objetos de quienes soy el centro
dejarán de amarse./ Yo mismo, agonía volcada, volumen apretado al
planeta/ me veré arrojado por la ventana,/ pedazo a pedazo, a trozos que
se odian/ hacia la fría unidad de la noche”. Algo entendió Giannuzzi
aquí: morir no es otra cosa que apartarse de la mesa.