sábado, 7 de febrero de 2015

Un héroe infame que atrapa al lector

Fernández Díaz aprovecha las dilatadas fronteras de la novela negra y construye una trama vasta, pero clara y de buena ingeniería, enmarcada en el mundo del espionaje y el narcotráfico

Portada El puñal de Jorge Fernández Díaz/adncultura.com

Jorge Fernández Díaz, autor argentino de El puñal.

No hace mucho tiempo, Carlos Gamerro reflexionaba sobre la dificultad que enfrentan los escritores argentinos que se proponen producir literatura policial. Conjeturaba que la novela policial clásica corre con la ventaja de asumirse desde el inicio como mero artificio, "se ha vuelto insospechable: nadie puede confundirla con la realidad". El lector acepta que esa ficción es un juego intelectual y no se preocupa por la distancia que pueda haber entre el mundo imaginario que tiene ante sus ojos y lo que verdaderamente sucede en las calles. En cambio, la novela negra padece las exigencias que le impone su propia consigna genérica, aquel realismo que la distinguió a partir de la década de 1920 de las obras de Poe, Conan Doyle o Chesterton. Según Gamerro, para la literatura argentina, la pretensión de ser realista -esto es, rendir cuenta de la criminalidad de las fuerzas policiales y no ignorar todo lo sucedido durante el Proceso- casi anula la posibilidad de postular un protagonista que tenga la intención de hallar la verdad y hacer justicia. El problema fundamental es cómo construir un personaje que no escape a las coordenadas de ese mundo y que al mismo tiempo conquiste al lector, quien debería simpatizar con sus padecimientos y, al menos, no rechazar del todo su sistema axiológico. La solución que ofrece El puñal, la última novela de Jorge Fernández Díaz (Buenos Aires, 1960), es la del "héroe infame".
Remil es ese tipo de héroe. Su relación con el Estado comienza en Malvinas, como conscripto dragoneante, destacado por su valor y su accionar sobresalientes. Con la llegada de la democracia es reclutado por los servicios de inteligencia. En el presente, opera para la "Casita", una dependencia de la SIDE, una pequeña estructura paralela "que no aparece en ningún mapa", dirigida por Leandro Cálgaris, el coronel, un veterano del espionaje entrenado en Estados Unidos. Cuando Remil no participa de importantes misiones, se ocupa de solucionar los problemas domésticos de las figuras del poder político. Más como matón que como espía, lava trapos sucios y pone las cosas en su lugar. También ha sido agente encubierto y ha desbaratado una banda de ladrones dirigida por las autoridades de una penitenciaría. Siempre expone el pellejo y su estilo es una mezcla de audacia, fuerza física e intuición; si todo eso no basta, su Glock puede desatar los últimos nudos. "Me miro en el espejo de cuerpo entero. Músculos todavía firmes, antiguas cicatrices, tatuajes carcelarios. Un viejo que la pelea, pero un viejo al fin." También es un lector voraz, especialmente de libros de historia y biografías noveladas, cuyas páginas le permiten razonar sobre el presente. Su ética no es la de Philip Marlowe, pero su código de lealtad y los límites que impone a la impunidad de la que goza -"no soy un sicario", repite- lo aproximan a la órbita del bien. El nombre por el que todos lo conocen no es más que un apodo, un segmento del insulto que mejor lo elogia: hijo de remil putas; un intensificador que connota su vigor superior.
Los días de Remil cambian definitivamente cuando recibe la misión de espiar a la bella española Nuria Menéndez Lugo. Auxiliado por una fotógrafa, dos delincuentes y la más alta tecnología puesta al servicio de penetrar llamadas y vigilar cualquier paso dado en la Red, Remil empieza a conocerla. Ese primer contacto enciende una alarma: se resquebraja el hielo de su corazón. De esta sorpresa pasará a otra, cuando Nuria resulte una integrante de una banda de narcotraficantes de la que participan funcionarios argentinos, y a la que los servicios de inteligencia tendrán que brindarle protección y logística para exportar la droga que ingresa al país. Han recortado los fondos para la Casita y no queda otra que autofinanciarse. Incómodo con el nuevo papel que le toca cumplir, Remil expone el núcleo de su moral: "Para los hombres como yo, el problema no es lo que hay que hacer (se hace lo necesario) sino la razón que nos obliga". De espía pasará a guardaespaldas de Nuria. Este nuevo contacto acentúa su debilidad por esta femme fatale, que "pertenece a esa clase de mujeres que en algún momento parecen desvalidas. Logran con esa sutil simulación que los hombres prometan lo que no tienen".
Fernández Díaz aprovecha las dilatadas fronteras de la novela negra y construye una trama vasta, pero clara y de buena ingeniería. El espionaje y el narcotráfico conforman el gran marco que habilita la puesta en escena de los mecanismos ocultos de la maquinaria estatal, de los cursos por los que corre la corrupción del poder público. De ese mismo tejido se desprenden la investigación personal de Remil y su historia de amor con Nuria, su verdadera causa. Aparecen entonces la sensibilidad y la fragilidad del protagonista: "Porque no está en mis planes ser feliz". Pero los momentos románticos nunca quedan a salvo de la acción en esta novela de descripciones austeras pero precisas, cargada de escenas que tienen a Remil como el protagonista de un western urbano. La primera persona y el tiempo presente de la narración acentúan el vértigo de un relato que casi no tiene mesetas. La búsqueda de la verdad, que arrastra a Remil a enfrentar las más duras consecuencias, atrapa al lector hasta las páginas finales. Para un hombre sumergido en un universo de mentiras será muy difícil saber dónde terminan las máscaras: "A veces nos confundimos con el papel que representamos. A todo el mundo le pasa. Hasta el más insignificante tiene su papelito en esta obra", reflexiona este héroe infame.