“Pero el Islam no ha
vivido ni el Renacimiento, ni la Reforma, ni la Ilustración. De ahí la
tendencia de muchas de sus corrientes al fundamentalismo radical”.
Es un hecho: muchos más crímenes se han
cometido en nombre de Dios que del diablo. Basta repasar un poco la
historia: Jehová ordena masacrar a los amalecitas, “sin perdonar a
nadie… mata a hombres y mujeres, niños y lactantes, bueyes y ovejas,
camellos y asnos (1 Samuel 15).
El piadoso Simón de Montfort tortura y
extermina a los herejes albigenses en nombre de Dios (1215); los
cruzados con el mismo pretexto cometen toda clase de atrocidades en su
conquista de Tierra Santa al grito de ‘Dios lo quiere’ (1099).
Y en 1649 los devotos soldados puritanos de
Cromwell masacran a los ‘idólatras’ católicos de Irlanda. Y ello para no
hablar de las persecuciones de la Inquisición y de las guerras de
religión en Europa del siglo XVII, tan crueles que hicieron exclamar a
Pascal: “el hombre nunca mata con más entusiasmo que cuando lo hace en
nombre de una religión”. Y hasta los asesinos nazis de la SS portaban
cinturones con la leyenda ‘Dios está con nosotros’.
Podemos por tanto preguntarnos si la violencia
es inherente a la religión o si se trata de una perversa aberración,
demasiado persistente en verdad. Pero es también cierto que en todas las
religiones son muchos los seres humanos que han dado muestras de
elevación moral, generosidad, abnegación e incluso santidad, y que
grandes masas han guiado sus vidas de acuerdo con principios religiosos
que ordenan hacer el bien.
Este asunto es más complejo de lo que parece
porque en todas las grandes religiones, con la notable excepción del
budismo, hay muchos textos que invitan al odio, la exclusión, la
persecución y la violencia al lado de otros que prescriben la tolerancia
y la caridad. Así por ejemplo en el salmo 139, 21,22 leemos: “¿No odio,
Señor, a los que te odian?… los odio con odio perfecto”, al tiempo que
Jesús ordena: “Amad a vuestros enemigos (Mateo 5-44).
En el Islam un autorizado intérprete del
Corán, el ayatola Jomeini explica: “quienes no saben nada del islamismo
creen que es contrario a la guerra. Estos son estúpidos. Solo con la
espada se puede conseguir la obediencia de la gente, hay cientos de
salmos coránicos y hadith (dichos del profeta) que invitan a los
musulmanes a estimar la guerra y a combatir…” como el que dice “Matad a
los idólatras dondequiera que los encontréis”. Pero también se enseña en
el Corán a devolver el mal con el bien, a perdonar y a ejercer la
moderación (42: 37, 2: 190, 5: 48).
Esta ambivalencia de textos que se consideran
sagrados ha sido calamitosa para la cultura y es fuente inagotable de
feroces conflictos y de degradación de la religión, como ocurre con el
terrorismo de los extremistas islámicos. Lo fundamental es tener en
cuenta que lo verdaderamente religioso, la vivencia íntima de lo santo,
no puede confundirse con las manifestaciones culturales de variados
contextos históricos y circunstancias entre las cuales la confusión
entre religión y política es la más nefasta.
No hay ni puede haber ningún malabarismo
hermeneútico que justifique considerar como revelaciones divinas textos
impregnados de fanatismo y violencia. A menos que se crea que Dios es un
tirano sátrapa son apenas expresiones de las pasiones humanas, las
peores sin duda.
Las religiones también deben evolucionar en su
búsqueda de lo divino. La Iglesia católica lo ha hecho a partir del
Concilio Vaticano II y es muy valiosa su aceptación de la libertad de
conciencia. Pero el Islam no ha vivido ni el Renacimiento, ni la
Reforma, ni la Ilustración. De ahí la tendencia de muchas de sus
corrientes al fundamentalismo radical. Y ello a pesar de que el Corán
enseña hablando de la guerra justa: “Dios no ama a los que se exceden”
(2:190).
Y si la violencia es ‘la partera de la Historia’ como decía Marx, también puede ser la sepulturera de la civilización.
Gonzalo Echeverry Uruburu
gonech@hotmail.com