El título de este libro —Hitler’s Philosophers—puede prestarse a confusión, puesto que Walter Benjamin, Hannah Arendt, Theodor W. Adorno
o el resistente Kurt Huber, filósofos a los que Sherratt dedica páginas
brillantes, no fueron “filósofos de Hitler”; al contrario, hay que
contarlos entre las víctimas del dictador; además, constituyeron el
blanco de la malevolencia de otros filósofos, los de Hitler de
verdad. Alfred Rosenberg, su tocayo Bäumler y Ernst Krieck destacan
entre los más fanáticos; también Martin Heidegger estuvo entre los que
apuntalaron la nueva ideología desde la cátedra, pero no sólo los
mencionados, sino un enjambre de profesores de filosofía alemanes,
secuaces de Hitler a su modo.
Yvonne Sherratt, docente en Oxford en la actualidad, repasa en la
primera parte del volumen las biografías de los “intelectuales” de
Hitler, todos del gremio filosófico a excepción del zorruno Carl Schmitt,
el famoso jurista que supo otorgar carta de ley a las locuras de Hitler
contra los judíos. Constata así que profesar la filosofía ni garantiza
ser buena persona ni predispone a la defensa de lo mejor; los filósofos
alemanes, salvo honrosas excepciones, aclamaron a Hitler, expulsaron a
los judíos de las universidades y las transformaron en escuelas
paramilitares.
Sherratt revela cómo el propio Hitler se creyó a sí mismo un “líder
filósofo” —y cómo nadie se lo discutió—. Reitera el tópico de la gran
influencia que Kant, Schopenhauer y Nietzsche ejercieron en su formación
ideológica, aunque también explica que el dictador era un “genial
coctelero” que dejaba los libros a medias, cogía ideas de acá y de allá y
las agitaba para que sirviesen a sus ominosos intereses. ¿Hitler,
“filósofo”? ¿Capaz de desentrañar la gnoseología de Kant y Schopenhauer?
Da risa. Quienes de verdad le influyeron fueron los antisemitas
Chamberlain y Gobineau, paladines del racismo y el darwinismo social. El autócrata se nutrió de sus ideas pseudocientíficas para su Mein Kampf; este libro y el infumable El mito del siglo XX, de Rosenberg —un delirio pseudofilosófico—, cimentaron los pilares teóricos del nazismo.
Hitler no se ocupó de la filosofía, la dejó en manos de los
profesores Rosenberg, Krieck y Bäumler, a quienes Sherratt pinta ávidos
de poder y sedientos de notoriedad. Éstos implantaron el nazismo en la
enseñanza y hasta ningunearon a Heidegger, nazi medular que aspiró a ser
“el superhombre de Hitler” (Sherratt).
La segunda parte del libro trata de los “oponentes a Hitler”. Y aquí
el lector se reconcilia con la filosofía, porque las biografías de
Arendt, Benjamin y Adorno ilustran cuánto sufrieron los filósofos
judíos. Arendt abandonó Alemania aterrorizada al ver cómo “la patria de
los pensadores y poetas” se arrojaba entusiasmada en brazos de los
nazis; Benjamin, un filósofo ecléctico, se suicidó en Portbou camino de
un exilio imposible; Adorno fue un intelectual vivaracho que, tras
regresar del exilio, terminó sus días en Fráncfort rodeado de antiguos
profesores nazis rehabilitados. Pero no sólo sufrieron los filósofos
judíos; Sherratt recuerda también al profesor Huber, experto en Leibniz,
muniqués y “ario”, crítico de Hitler e inspirador de los jóvenes antinazis de La Rosa Blanca; su arriesgado amor a la libertad le costó la cabeza en 1943.
Lo estremecedor de este libro no es sólo la visión que aporta de la
filosofía alemana en tiempos de Hitler, sino también de la posguerra.
Muchos de los filósofos nazis recuperaron sus cátedras o vivieron sin
rendir cuentas; los aliados ahorcaron a Rosenberg, pero Schmitt y
Heidegger llegaron a ser respetados y famosos; en cambio, a otros que se
mantuvieron fieles a Sócrates y Erasmo apenas se les reconoció su valía
o se los condenó al silencio.
Los filósofos de Hitler.
Yvonne Sherratt. Traducción de Manuel Garrido y Rodrigo Neira Castaño.
Cátedra. Madrid, 2014. 334 páginas.