Eveline
Sentada ante la ventana, miraba cómo la noche invadía la avenida. Su cabeza se apoyaba contras las cortinas de la ventana, y tenía en la nariz el olor de la polvorienta cretona. Estaba sentada.
Pasaba poca gente: el hombre de la última casa pasó rumbo a su hogar, oyó el repiqueteo de sus pasos en el pavimento de hormigón y luego los oyó crujir sobre el sendero de grava que se extendía frente a las nuevas casas rojas. Antes había allí un campo, en el que ellos acostumbraban jugar con otros niños. Después, un hombre de Belfast compró el campo y construyó casas en él: casas de ladrillos brillantes y techos relucientes, y no pequeñas y oscuras como las otras. Los niños de la avenida solían jugar juntos en aquel campo; los Devine, los Water, los Dunn, el pequeño lisiado Keogh, ella, sus hermanos y hermanas. Sin embargo, Ernest jamás jugaba: era demasiado grande. Su padre solía echarlos del campo con su bastón de ciruelo silvestre; pero por lo general el pequeño Keogh era quien montaba guardia y avisaba cuando el padre se acercaba. Pese a todo, parecían haber sido bastante felices en aquella época. Su padre no era tan malo entonces, y, además, su madre vivía. Hacía mucho tiempo de aquello. Ella, sus hermanos y hermanas se habían transformado en adultos; la madre había muerto. Tizzie Dunn había muerto también, y los Water regresaron a Inglaterra. Todo cambia. Ahora ella se aprestaba a irse también, a dejar su hogar.
¡Su hogar! Miró a su alrededor, repasando todos los objetos familiares que durante tantos años había limpiado de polvo una vez por semana, mientras se preguntaba de dónde provendría tanto polvo. Tal vez no volvería a ver todos aquellos objetos familiares, de los cuales jamás hubiera supuesto verse separada. Y sin embargo, en todos aquellos años, nunca había averiguado el nombre del sacerdote cuya foto amarillenta colgaba de la pared, sobre el viejo armonio roto, y junto al grabado en colores de las promesas hechas a la beata Margaret Mary Alacoque. El sacerdote había sido compañero de colegio de su padre. Cada vez que éste mostraba la fotografía a su visitante, agregaba de paso:
—En la actualidad está en Melbourne.
Ella había consentido en partir, en dejar su hogar. ¿Era prudente? Trató de sopesar todas las implicaciones de la pregunta. De una u otra forma, en su hogar tenía techo y comida, y la gente a quien había conocido durante toda su existencia. Por supuesto que tenía que trabajar mucho, tanto en la casa como en su empleo. ¿Qué dirían de ella en la tienda, cuando supieran que se había ido con un hombre? Pensarían tal vez que era una tonta, y su lugar sería cubierto por medio de un anuncio. La señorita Gavan se alegraría. Siempre le había tenido un poco de tirria y lo había demostrado en especial cuando alguien escuchaba.
—Señorita Hill, ¿no ve que estas damas están esperando?
—Muéstrese despierta, señorita Hill, por favor.
No lloraría mucho por tener que dejar la tienda.
Pero en su nuevo hogar, en un país lejano y desconocido, no sería así. Luego se casaría; ella, Eveline. Entonces la gente la miraría con respeto. No sería tratada como lo había sido su madre. Aún ahora, y aunque ya tenía más de 19 años, a veces se sentía en peligro ante la violencia de su padre. Ella sabía que eso era lo que le había producido palpitaciones. Mientras fueron niños, su padre nunca la maltrató, como acostumbraba a hacerlo con Harry y Ernest, porque era una niña; pero después, había comenzado a amenazarla y a decir que se ocupaba de ella sólo por el recuerdo de su madre. Y en el presente, ella no tenía quien la protegiera: Ernest había muerto, y Harry, que se dedicaba a decorar iglesias, estaba casi siempre en algún punto distante del país. Además, las invariables disputas por dinero de los sábados por la noche comenzaban a fastidiarla sobre manera. Ella siempre aportaba todas sus entradas —siete chelines— y Harry enviaba sin falta lo que podía; el problema era obtener algo de su padre. Este la acusaba de malgastar el dinero, decía que no tenía cabeza y que no le daría el dinero que había ganado con dificultad para que ella lo tirara por las calles; y muchas otras cosas, porque generalmente él se portaba muy mal los sábados por la noche. Terminaba por darle el dinero y preguntarle si no pensaba hacer las compras para el almuerzo de¡ domingo. Entonces ella debía salir corriendo para hacer las compras, mientras sujetaba con fuerza su bolso negro abriéndose paso entre la multitud, para luego regresar a casa tarde y agobiada bajo su carga de provisiones. Le había dado mucho trabajo atender la casa y hacer que los dos niños que habían sido dejados a su cuidado fueran a la escuela regularmente y comieran con la misma regularidad. Era un trabajo pesado —una vida dura—, pero ahora que estaba apunto de partir no le parecía ésa una vida del todo indeseable.
Iba a ensayar otra vida; Frank era muy bueno; viril y generoso. Ella se iría con él en el barco de la noche, para ser su mujer y para vivir juntos en Buenos Aires, donde él tenía un hogar que aguardaba. Recordaba muy bien la primera vez que lo había visto; había alquilado una habitación en una casa de la calle principal; y ella solía hacer frecuentes visitas a la familia que vivía allí. Parecía que hubieran transcurrido sólo pocas semanas. Él estaba en la puerta de la verja, con su gorra de visera echada sobre la nuca, y el pelo le caía sobre el rostro bronceado. Así se conocieron. El acostumbraba encontrarla a la salida de la tienda todas las tardes, y la acompañaba hasta su casa. La llevó a ver The Bohemian Girl, y ella se sintió endiosada al sentarse junto a él en las butacas más caras del teatro. Él tenía gran afición por la música y cantaba bastante bien. La gente sabía que estaban en relaciones y, cuando él cantaba la canción de la muchacha que ama a un marino, ella se sentía siempre agradablemente confusa. Él, en broma, la llamaba “Poppens” (amapola). Al principio, para ella resultó emocionante tener un amigo, y luego él comenzó a gustarle. Conocía relatos de países distantes. había comenzado como grumete por una libra mensual en un barco de la Altan Lines que iba al Canadá. Le nombró los barcos en los que había trabajado y enumeró las diversas compañías. Había navegado a través del estrecho de Magallanes, y relató anécdotas de los terribles indios patagones; tuvo suerte en Buenos Aires, dijo, y sólo había vuelto a su patria para pasar las vacaciones. Naturalmente, el padre de ella se enteró, y le prohibió, terminantemente, a continuar tales relaciones.
—Conozco a esos marineros... —dijo.
Un día, su padre discutió con Frank, y después de eso ella tuvo que encontrarse en secreto con su enamorado.
La tarde se oscurecía en la avenida. La blancura de las dos cartas que tenía sobre el regazo se iba desvaneciendo. Una de las cartas era para Harry. Su padre había envejecido últimamente, según había notado; la extrañaría. A veces se portaba muy bien. No hacía mucho, una vez que ella debió permanecer en cama durante un día, él le había leído en voz alta una historia de fantasmas y le había preparado tostadas sobre el fuego. Otro día, cuando su madre aún vivía, fueron a merendar a la colina de Howth. Recordaba a su padre poniéndose el sombrero de la madre para hacer reír a los niños.
El tiempo transcurría, pero ella continuaba sentada junto a la ventana con la cabeza apoyada en la cortina, aspirando el olor de la polvorienta cretona. Lejos, en la avenida, podía oír un organillo callejero. Conocía la melodía. Era extraño que justo esa noche volviera para recordarle la promesa hecha a su madre: la de atender la casa mientras pudiera. Recordó la última noche de enfermedad de su madre; estaba en el cerrado y oscuro cuarto situado del otro lado del vestíbulo, y había oído afuera una melancólica canción italiana. Dieron al organillo seis peniques para que se alejara. Recordó la exclamación de su padre, cuando volvió al cuarto de la enferma.
—¡Malditos italianos! ¡Ni siquiera aquí nos dejan en paz!
Mientras meditaba, la lastimosa visión de la vida de su madre trazaba una huella en la esencia misma de su propio ser; aquella vida de sacrificios intrascendentes que desembocó en la locura final. Se estremeció mientras oía otra vez la voz de su madre repitiendo una y otra vez, con estúpida insistencia, las voces irlandesas:
—¡Derevaun Seraun! ¡Derevaun Seraun!
Se puso de pie con súbito impulso de terror. ¡Escapar, debía escapar! Frank la salvaría. Él le daría vida, tal vez amor también. Pero deseaba vivir. ¿Por qué había de ser desgraciada? Tenía derecho a ser feliz. Frank la tomaría en sus brazos, la estrecharía en sus brazos. La salvaría.
Estaba en medio de la movediza multitud, en el muelle del North Wall. El la tenía de la mano, y ella sabía que él le hablaba, que le decía con insistencia algo acerca del pasaje. El muelle estaba lleno de soldados con mochilas pardas. A través de las abiertas puertas de los galpones, entrevió la masa negra del barco, inmóvil junto al muelle y con los ojos de buey iluminados. No respondió. Sentía sus mejillas pálidas y frías y, desde un abismo de angustia, rogaba a Dios que la guiara, que le señalara su deber. El barco lanzó una larga pitada fúnebre en la niebla. Si se iba, mañana estaría en el mar, con Frank, rumbo a Buenos Aires. Sus pasajes habían sido reservados. ¿Podía volverse atrás, después de todo lo que Frank había hecho por ella? La angustia le produjo náuseas, y siguió moviendo los labios en silenciosa y ferviente plegaria. Sonó una campana, que le estremeció el corazón. Sintió que él la tomaba de la mano.
—¡Ven!
Todos los mares del mundo se agitaron alrededor de su corazón. Él la conducía hacia ellos, la ahogaría. Se tomó con ambas manos de la verja de hierro.
—¡Ven!
—¡No! ¡No! ¡No! Era imposible. Sus manos se aferraron al hierro, frenéticamente. Desde el medio de los mares que agitaban su corazón, lanzó un grito de angustia.
—¡Eveline! ¡Evy!
El se precipitó detrás de la barrera y le gritó que lo siguiera. La gente le chilló para que él continuara caminando, pero Frank seguía llamándola. Ella volvió su pálida cara hacia él, pasiva, como animal desamparado. Sus ojos no le dieron ningún signo de amor, ni de adiós, ni de reconocimiento.
Sentada ante la ventana, miraba cómo la noche invadía la avenida. Su cabeza se apoyaba contras las cortinas de la ventana, y tenía en la nariz el olor de la polvorienta cretona. Estaba sentada.
Pasaba poca gente: el hombre de la última casa pasó rumbo a su hogar, oyó el repiqueteo de sus pasos en el pavimento de hormigón y luego los oyó crujir sobre el sendero de grava que se extendía frente a las nuevas casas rojas. Antes había allí un campo, en el que ellos acostumbraban jugar con otros niños. Después, un hombre de Belfast compró el campo y construyó casas en él: casas de ladrillos brillantes y techos relucientes, y no pequeñas y oscuras como las otras. Los niños de la avenida solían jugar juntos en aquel campo; los Devine, los Water, los Dunn, el pequeño lisiado Keogh, ella, sus hermanos y hermanas. Sin embargo, Ernest jamás jugaba: era demasiado grande. Su padre solía echarlos del campo con su bastón de ciruelo silvestre; pero por lo general el pequeño Keogh era quien montaba guardia y avisaba cuando el padre se acercaba. Pese a todo, parecían haber sido bastante felices en aquella época. Su padre no era tan malo entonces, y, además, su madre vivía. Hacía mucho tiempo de aquello. Ella, sus hermanos y hermanas se habían transformado en adultos; la madre había muerto. Tizzie Dunn había muerto también, y los Water regresaron a Inglaterra. Todo cambia. Ahora ella se aprestaba a irse también, a dejar su hogar.
¡Su hogar! Miró a su alrededor, repasando todos los objetos familiares que durante tantos años había limpiado de polvo una vez por semana, mientras se preguntaba de dónde provendría tanto polvo. Tal vez no volvería a ver todos aquellos objetos familiares, de los cuales jamás hubiera supuesto verse separada. Y sin embargo, en todos aquellos años, nunca había averiguado el nombre del sacerdote cuya foto amarillenta colgaba de la pared, sobre el viejo armonio roto, y junto al grabado en colores de las promesas hechas a la beata Margaret Mary Alacoque. El sacerdote había sido compañero de colegio de su padre. Cada vez que éste mostraba la fotografía a su visitante, agregaba de paso:
—En la actualidad está en Melbourne.
Ella había consentido en partir, en dejar su hogar. ¿Era prudente? Trató de sopesar todas las implicaciones de la pregunta. De una u otra forma, en su hogar tenía techo y comida, y la gente a quien había conocido durante toda su existencia. Por supuesto que tenía que trabajar mucho, tanto en la casa como en su empleo. ¿Qué dirían de ella en la tienda, cuando supieran que se había ido con un hombre? Pensarían tal vez que era una tonta, y su lugar sería cubierto por medio de un anuncio. La señorita Gavan se alegraría. Siempre le había tenido un poco de tirria y lo había demostrado en especial cuando alguien escuchaba.
—Señorita Hill, ¿no ve que estas damas están esperando?
—Muéstrese despierta, señorita Hill, por favor.
No lloraría mucho por tener que dejar la tienda.
Pero en su nuevo hogar, en un país lejano y desconocido, no sería así. Luego se casaría; ella, Eveline. Entonces la gente la miraría con respeto. No sería tratada como lo había sido su madre. Aún ahora, y aunque ya tenía más de 19 años, a veces se sentía en peligro ante la violencia de su padre. Ella sabía que eso era lo que le había producido palpitaciones. Mientras fueron niños, su padre nunca la maltrató, como acostumbraba a hacerlo con Harry y Ernest, porque era una niña; pero después, había comenzado a amenazarla y a decir que se ocupaba de ella sólo por el recuerdo de su madre. Y en el presente, ella no tenía quien la protegiera: Ernest había muerto, y Harry, que se dedicaba a decorar iglesias, estaba casi siempre en algún punto distante del país. Además, las invariables disputas por dinero de los sábados por la noche comenzaban a fastidiarla sobre manera. Ella siempre aportaba todas sus entradas —siete chelines— y Harry enviaba sin falta lo que podía; el problema era obtener algo de su padre. Este la acusaba de malgastar el dinero, decía que no tenía cabeza y que no le daría el dinero que había ganado con dificultad para que ella lo tirara por las calles; y muchas otras cosas, porque generalmente él se portaba muy mal los sábados por la noche. Terminaba por darle el dinero y preguntarle si no pensaba hacer las compras para el almuerzo de¡ domingo. Entonces ella debía salir corriendo para hacer las compras, mientras sujetaba con fuerza su bolso negro abriéndose paso entre la multitud, para luego regresar a casa tarde y agobiada bajo su carga de provisiones. Le había dado mucho trabajo atender la casa y hacer que los dos niños que habían sido dejados a su cuidado fueran a la escuela regularmente y comieran con la misma regularidad. Era un trabajo pesado —una vida dura—, pero ahora que estaba apunto de partir no le parecía ésa una vida del todo indeseable.
Iba a ensayar otra vida; Frank era muy bueno; viril y generoso. Ella se iría con él en el barco de la noche, para ser su mujer y para vivir juntos en Buenos Aires, donde él tenía un hogar que aguardaba. Recordaba muy bien la primera vez que lo había visto; había alquilado una habitación en una casa de la calle principal; y ella solía hacer frecuentes visitas a la familia que vivía allí. Parecía que hubieran transcurrido sólo pocas semanas. Él estaba en la puerta de la verja, con su gorra de visera echada sobre la nuca, y el pelo le caía sobre el rostro bronceado. Así se conocieron. El acostumbraba encontrarla a la salida de la tienda todas las tardes, y la acompañaba hasta su casa. La llevó a ver The Bohemian Girl, y ella se sintió endiosada al sentarse junto a él en las butacas más caras del teatro. Él tenía gran afición por la música y cantaba bastante bien. La gente sabía que estaban en relaciones y, cuando él cantaba la canción de la muchacha que ama a un marino, ella se sentía siempre agradablemente confusa. Él, en broma, la llamaba “Poppens” (amapola). Al principio, para ella resultó emocionante tener un amigo, y luego él comenzó a gustarle. Conocía relatos de países distantes. había comenzado como grumete por una libra mensual en un barco de la Altan Lines que iba al Canadá. Le nombró los barcos en los que había trabajado y enumeró las diversas compañías. Había navegado a través del estrecho de Magallanes, y relató anécdotas de los terribles indios patagones; tuvo suerte en Buenos Aires, dijo, y sólo había vuelto a su patria para pasar las vacaciones. Naturalmente, el padre de ella se enteró, y le prohibió, terminantemente, a continuar tales relaciones.
—Conozco a esos marineros... —dijo.
Un día, su padre discutió con Frank, y después de eso ella tuvo que encontrarse en secreto con su enamorado.
La tarde se oscurecía en la avenida. La blancura de las dos cartas que tenía sobre el regazo se iba desvaneciendo. Una de las cartas era para Harry. Su padre había envejecido últimamente, según había notado; la extrañaría. A veces se portaba muy bien. No hacía mucho, una vez que ella debió permanecer en cama durante un día, él le había leído en voz alta una historia de fantasmas y le había preparado tostadas sobre el fuego. Otro día, cuando su madre aún vivía, fueron a merendar a la colina de Howth. Recordaba a su padre poniéndose el sombrero de la madre para hacer reír a los niños.
El tiempo transcurría, pero ella continuaba sentada junto a la ventana con la cabeza apoyada en la cortina, aspirando el olor de la polvorienta cretona. Lejos, en la avenida, podía oír un organillo callejero. Conocía la melodía. Era extraño que justo esa noche volviera para recordarle la promesa hecha a su madre: la de atender la casa mientras pudiera. Recordó la última noche de enfermedad de su madre; estaba en el cerrado y oscuro cuarto situado del otro lado del vestíbulo, y había oído afuera una melancólica canción italiana. Dieron al organillo seis peniques para que se alejara. Recordó la exclamación de su padre, cuando volvió al cuarto de la enferma.
—¡Malditos italianos! ¡Ni siquiera aquí nos dejan en paz!
Mientras meditaba, la lastimosa visión de la vida de su madre trazaba una huella en la esencia misma de su propio ser; aquella vida de sacrificios intrascendentes que desembocó en la locura final. Se estremeció mientras oía otra vez la voz de su madre repitiendo una y otra vez, con estúpida insistencia, las voces irlandesas:
—¡Derevaun Seraun! ¡Derevaun Seraun!
Se puso de pie con súbito impulso de terror. ¡Escapar, debía escapar! Frank la salvaría. Él le daría vida, tal vez amor también. Pero deseaba vivir. ¿Por qué había de ser desgraciada? Tenía derecho a ser feliz. Frank la tomaría en sus brazos, la estrecharía en sus brazos. La salvaría.
Estaba en medio de la movediza multitud, en el muelle del North Wall. El la tenía de la mano, y ella sabía que él le hablaba, que le decía con insistencia algo acerca del pasaje. El muelle estaba lleno de soldados con mochilas pardas. A través de las abiertas puertas de los galpones, entrevió la masa negra del barco, inmóvil junto al muelle y con los ojos de buey iluminados. No respondió. Sentía sus mejillas pálidas y frías y, desde un abismo de angustia, rogaba a Dios que la guiara, que le señalara su deber. El barco lanzó una larga pitada fúnebre en la niebla. Si se iba, mañana estaría en el mar, con Frank, rumbo a Buenos Aires. Sus pasajes habían sido reservados. ¿Podía volverse atrás, después de todo lo que Frank había hecho por ella? La angustia le produjo náuseas, y siguió moviendo los labios en silenciosa y ferviente plegaria. Sonó una campana, que le estremeció el corazón. Sintió que él la tomaba de la mano.
—¡Ven!
Todos los mares del mundo se agitaron alrededor de su corazón. Él la conducía hacia ellos, la ahogaría. Se tomó con ambas manos de la verja de hierro.
—¡Ven!
—¡No! ¡No! ¡No! Era imposible. Sus manos se aferraron al hierro, frenéticamente. Desde el medio de los mares que agitaban su corazón, lanzó un grito de angustia.
—¡Eveline! ¡Evy!
El se precipitó detrás de la barrera y le gritó que lo siguiera. La gente le chilló para que él continuara caminando, pero Frank seguía llamándola. Ella volvió su pálida cara hacia él, pasiva, como animal desamparado. Sus ojos no le dieron ningún signo de amor, ni de adiós, ni de reconocimiento.
James Augustine Aloysius Joyce (Dublín, 2 de febrero de 1882 – Zúrich, 13 de enero de 1941). Escritor irlandés, reconocido mundialmente como uno de los más importantes e influyentes del siglo XX. Joyce es aclamado por su obra maestra, Ulises (1922), y por su controvertida novela posterior, Finnegans Wake (1939). Igualmente ha sido muy valorada la serie de historias breves titulada Dublineses (1914), así como su novela semi autobiográfica Retrato del artista adolescente (1916). Joyce es representante destacado de la corriente literaria de vanguardia denominada modernismo anglosajón, junto a autores como T. S. Eliot, Virginia Woolf, Ezra Pound o Wallace Stevens.
Aunque pasó la mayor parte de su vida adulta fuera de Irlanda, el universo literario de este autor se encuentra fuertemente enraizado en su nativa Dublín, la ciudad que provee a sus obras de los escenarios, ambientes, personajes y demás materia narrativa.1 Más en particular, su problemática relación primera con la iglesia católica de Irlanda se refleja muy bien a través de los conflictos interiores que atormentan a su álter ego en la ficción, representado por el personaje de Stephen Dedalus. Así, Joyce es conocido por su atención minuciosa a un escenario muy delimitado y por su prolongado y autoimpuesto exilio, pero también por su enorme influencia en todo el mundo. Por ello, pese a su regionalismo, paradójicamente llegó a ser uno de los escritores más cosmopolitas de su tiempo.2
La Encyclopædia Britannica destaca en el autor el sutil y veraz retrato de la naturaleza humana que logra imprimir en sus obras, junto con la maestría en el uso del lenguaje y el brillante desarrollo de nuevas formas literarias, motivo por el cual su figura ejerció una influencia decisiva en toda la novelística del siglo XX. Los personajes de Leopold Bloom y Molly Bloom, en particular, ostentan una riqueza y calidez humanas incomparables.3
El editor de la antología The Cambridge Companion to James Joyce [Guía de Cambridge para James Joyce] escribe en su introducción: «A Joyce lo leen muchas más personas de las que son conscientes de ello. El impacto de la revolución literaria que emprendió fue tal que pocos novelistas posteriores de importancia, en cualquiera de las lenguas del mundo, han escapado a su influjo, incluso aunque tratasen de evitar los paradigmas y procedimientos joyceanos. Topamos indirectamente con Joyce, por lo tanto, en muchas de nuestras lecturas de ficción seria de la última mitad de siglo, y lo mismo puede decirse de la ficción no tan seria».4
Anthony Burgess, al final de su largo ensayo Re Joyce (1965), reconoció:
La familia de su padre, originaria de Fermoy, fue concesionaria de una explotación de sal y piedra caliza en Carrigeeny, cerca de Cork. Vendieron la explotación por quinientas libras, en 1842, aunque siguieron manteniendo una empresa como «fabricantes y vendedores de sal y caliza». Esta empresa quebró en 1852.
Joyce, como su padre, sostenía que su ascendencia familiar provenía del antiguo clan irlandés de los Galway. Para la crítica Francesca Romana Paci, el escritor rebelde e inconformista valoraba sin embargo «la respetabilidad basada en la tradición de una antigua casa»; sentía «apego por una cierta forma de aristocracia».10 Los Joyce presumían de ser descendientes del libertador irlandés Daniel O'Connell.11
Tanto su padre como su abuelo contrajeron matrimonio con mujeres de familias adineradas. En 1887 el padre de James, John Stanislaus Joyce, fue nombrado recaudador de impuestos de varios distritos por la Oficina de Recaudación del Ayuntamiento de Dublín. Esto permitió a la familia trasladarse a Bray, un pequeño pueblo de cierta categoría residencial, a diecinueve kilómetros de Dublín. En Bray vivían junto a una familia protestante, los Vance. Una hija de éstos, Eileen, fue el primer amor de James.12 El escritor la evocó en el Retrato del artista adolescente, citándola por su propio nombre. Este personaje resurgirá en varias otras obras, incluso en Finnegans Wake.13
Un día en que estaba jugando con su hermano Stanislaus junto a un río, James fue atacado por un perro,14 lo que le acarrearía una fobia de por vida hacia estos animales; también le causaban pavor las tormentas, debido a su profunda fe religiosa, que hacía que las considerase como un signo de la ira de Dios.15 Un amigo le preguntó en cierta ocasión por qué estaba asustado, y James replicó: «A ti no te criaron en la Irlanda católica».16 De estas pertinaces fobias quedaron cumplidas muestras en obras como Retrato del artista adolescente, Ulises y Finnegans Wake.17
Entre febrero y marzo de 1889, el Libro de Castigos del colegio de Conglowes recoge que el futuro escritor, contando siete años, recibió dos palmetazos por no llevar a clase cierto libro, seis más por tener las botas sucias y cuatro por proferir «palabras indecentes», algo a lo que Joyce fue siempre muy aficionado.18
En 1891, con nueve años, James escribe el poema titulado "Et tu, Healy", que trata de la muerte del político irlandés Charles Stewart Parnell. El padre quedó tan encantado que hizo imprimirlo, e incluso envió una copia a la Biblioteca Vaticana.19 En noviembre de ese mismo año, John Joyce ve su nombre registrado en la Stubbs Gazette, un boletín de impagos y quiebras, y es apartado de su trabajo.20 Dos años más tarde es despedido, coincidiendo con una severa reorganización de la Oficina de Recaudación, que comprendía una importante reducción de personal. John Joyce, con antecedentes por gestión poco cuidadosa,21 sufrió especialmente la crisis, e incluso estuvo a punto de ser despedido sin una indemnización, algo que consiguió evitar su esposa.22 Este fue el inicio de la crisis económica de la familia, debida a la incapacidad del padre para gestionar sus finanzas, y también a su alcoholismo.23 Esta tendencia, muy común en su familia, sería heredada por su hijo mayor, bastante manirroto en general;24 sólo en sus últimos años adquirió James el hábito del ahorro, especialmente debido a la grave enfermedad mental que aquejó a su hija Lucia, circunstancia que le acarreó grandes gastos.25 En una ocasión, su hermano Stanislaus le reprochó: «Puede que haya personas que no estén tan preocupadas por el dinero como tú». A lo que él replicó: A lo que él replicó: «Oh, diantre, puede que las haya, pero me gustaría que uno de esos individuos me enseñara el truco en veinticinco lecciones».26.
El futuro escritor se educó en el selecto Clongowes Wood College, un internado de jesuitas, cerca de Sallins, en County Kildare. Según su primer biógrafo, Herbert S. Gorman, al ingresar en este centro (1888), era «de constitución esbelta, muy nervioso, sensible como una niña y tenía la bendición o la maldición (esto depende del punto de vista) de un temperamento introspectivo».27 James, que «fue elegido para el honor de servir como monaguillo en misa»,28 no tardó en distinguirse como alumno muy aventajado, en todo menos en matemáticas.29 Destacaba incluso en materia deportiva, según declararía su hermano Stanislaus,30 pero tuvo que abandonar la institución cuatro años más tarde debido a los problemas financieros de su padre. Se matriculó entonces en el colegio de la congregación de los Christian Brothers, ubicada en North Richmond Street, Dublín. Más tarde, en 1893, se le ofreció una plaza en el Belvedere College de la misma ciudad, regentado igualmente por jesuitas. La oferta se hizo, al menos en parte, con la esperanza de que el distinguido estudiante ingresara en la orden, sin embargo éste rechazó el catolicismo ya en edad temprana; según Ellmann, a los dieciséis años.31
James siguió destacando en los estudios. Muy concienzudo en su preparación, obligaba a su madre a tomarle diariamente la lección después de la comida.32 En esta época, recibió distintos premios escolares. No sabiendo qué hacer con tanto dinero (la dotación a veces alcanzaba las veinte libras de la época), lo destinaba a la compra de regalos para sus hermanos; cosas prácticas, como zapatos y vestidos, aunque también los invitaba al teatro, en las localidades más baratas.33
Sus lecturas en la época del Belvedere son abundantes y profundas, en inglés y francés: Dickens, Walter Scott, Jonathan Swift, Laurence Sterne, Oliver Goldsmith; también le impresionó vivamente el estilo del clérigo John Henry Newman. Entre los poetas, leía con fruición a Byron, Rimbaud y Yeats. Y dedicó asimismo mucha atención a George Meredith, William Blake y Thomas Hardy.34 35
En 1898, se matriculó en el recientemente inaugurado University College de Dublín para estudiar lenguas: inglés, francés e italiano.
Joyce era recordado por ser buen estudiante, aunque de trato difícil.
Seguía aplicándose con ahínco a la lectura. Según uno de sus más
importantes glosadores, Harry Levin, en general dedicaba sus esfuerzos a los idiomas, la filosofía, la estética y la literatura contemporánea europea.36 Algunos de sus biógrafos han destacado como su interés principal la gramática comparada.
También se sabe que tomaba parte activa en las actividades literarias y teatrales de la universidad. En 1900, como colaborador de la revista The Fortnightly Review, publica su primer ensayo, con el título de "New Drama", sobre la obra del noruego Henrik Ibsen, uno de sus escritores predilectos.37 38 El joven crítico recibió una carta de agradecimiento de parte del propio Ibsen. En este periodo, escribió algunos artículos más, además de dos obras teatrales, hoy perdidas. Muchas de las amistades que hizo en la universidad aparecerían retratadas posteriormente en sus obras. Según Harry Levin, el escritor «no olvidaba ni perdonaba nada. Cualquier parecido con personas y situaciones reales, vivas o muertas, era cuidadosamente cultivado».39
Joyce fue miembro de la Literary and Historical Society, de Dublín. Presentó su trabajo titulado "Drama and Life" a dicha sociedad en 1900. Con ocasión de la lectura pública de este ensayo, se le exigió que suprimiera varios pasajes. Joyce amenazó al presidente de la sociedad con no leerlo, y al final consiguió hacerlo sin una sola omisión. Sus palabras fueron duramente criticadas por algunos asistentes, y Joyce les replicó pacientemente durante más de cuarenta minutos, por turno, sin consultar una nota, lo que consiguió suscitar grandes aplausos entre el público.40 En esa época conoció a Lady Gregory, y en octubre de 1902, a W. B. Yeats, encuentro que sería trascendental para Joyce. Este poeta le escribió una carta en el mes de diciembre elogiando su poesía y aconsejándole que cambiase de aires. Donde el joven escritor debía estar era en Oxford.41
En 1903, tras su graduación, se instaló en París con el propósito de estudiar Medicina, pero la ruina de su familia (que se vio obligada a vender todos sus enseres e instalarse en una pensión) le hizo desistir de sus propósitos y buscar trabajo como periodista y profesor. Su situación financiera era tan precaria entonces como la de su familia, hasta el punto de que pasó verdadera hambre, lo que hacía llorar a su madre cada vez que llegaba carta de París.42 James regresó a Dublín meses después para asistir a su madre, enferma terminal de cáncer.43 La madre de Joyce, May (Mary Jane),44 pasó sus últimas horas en coma, con toda la familia arrodillada y sollozando a su alrededor. Al ver que ni Stanislaus ni James estaban arrodillados, el abuelo materno los conminó a hacerlo, pero los dos rehusaron.45 Según José María Valverde, Joyce siempre se acusó de esta dureza final.46 47 48 La muerte de su madre lo sumió en un desasosiego que lo llevó a la búsqueda de amistades por los bajos fondos dublineses; gustaba de vagabundear con una gorra de yachtman y unos ajados zapatos de tenis.49 Fueron días difíciles en los que probó algún oficio y trató de subsistir en parte gracias a los préstamos de los amigos, e incluso cantando, puesto que era un consumado tenor, llegando a lograr un premio en el festival irlandés de Feis Ceoil en 1904.50
1904 fue el mismo año en que conoció a Nora Barnacle, una joven de Galway que trabajaba como camarera de pisos en el hotel Finn's, de Dublín. Se dice que tuvieron su primera cita el 16 de junio de 1904, y por tal motivo ésta, según sus biógrafos, fue la fecha elegida para ambientar su obra capital, Ulises.54
Joyce permaneció en Dublín algún tiempo más, bebiendo en exceso. En
el transcurso de una de sus borracheras, debido a un malentendido, se
metió en una pelea con un hombre, en el parque St Stephen's Green;
tras la pelea, James fue recogido y aseado por un conocido de su padre,
Alfred H. Hunter, que lo condujo a su casa para que le curasen las
heridas.55 En Dublín se rumoreaba que Hunter era judío
y que su mujer le era infiel. Esta persona pudo ser uno de los modelos
utilizados por Joyce para uno de los personajes centrales de su
novelística, Leopold Bloom, el protagonista de Ulises.56 Del mismo modo, se inspiró en el estudiante de medicina y escritor Oliver St. John Gogarty para el personaje de Buck Mulligan en dicha obra.57
Tras permanecer durante seis días en la vivienda de estudiante de Gogarty, Martello Tower (Torre Martello), tuvo que abandonarla en plena noche tras una escena con Gogarty y otro compañero, en cuyo transcurso aquel disparó su pistola sobre unas cacerolas que colgaban sobre la cama de James.58 Éste caminó toda la noche de vuelta a Dublín para poder descansar en su casa, y al día siguiente envió a un amigo a la torre por sus pertenencias. Poco después partió con Nora hacia el continente.
Desde octubre de 1904 hasta marzo de 1905, permaneció en Pula dando clases sobre todo a oficiales de la armada austrohúngara estacionados en la base militar de dicha ciudad. En marzo de 1905 se descubrió un complot de espionaje en la ciudad y todos los extranjeros fueron expulsados. Con la ayuda de Artifoni, los Joyce regresaron a Trieste y James empezó a enseñar inglés allí. Permanecería en la ciudad durante la mayor parte de los diez años siguientes.2 El idioma que se hablará en casa del escritor a partir de ese momento será el italiano. En esta lengua reprendería años después a su díscolo hijo Giorgio y se comunicaría siempre con su hija Lucia, mientras ésta se hundía en una demencia progresiva.59
En ese mismo año, Nora dio a luz al primero de sus hijos, el citado Giorgio.60 James se puso entonces en contacto con su hermano, Stanislaus, tratando de atraerlo a Trieste para que se reuniera con él como profesor en la escuela. Las razones que adujo fueron reclamar su compañía y ofrecerle un futuro más prometedor que el que Stanislaus disfrutaba en Dublín, como simple empleado; lo cierto era que James necesitaba aumentar los ingresos en su familia con la contribución de su hermano.61 Las relaciones entre los hermanos fueron tirantes en el tiempo que vivieron juntos en Trieste, principalmente debido a la frivolidad de James con el dinero y la bebida.62
La vida rutinaria en Trieste frustraba la pasión viajera del escritor, quien decidió trasladarse a Roma a finales de 1906. Marchó con la seguridad de contar con un puesto administrativo en un banco de la ciudad. Sin embargo, sintió enseguida gran aversión por ésta y terminó regresando a Trieste, a principios de 1907. Su hija Lucia nació en el verano de ese mismo año. También en 1907 apareció su primer libro, el volumen de poemas de amor Música de cámara (Chamber Music) y se le presentaron los primeros síntomas de iritis, una enfermedad de los ojos que con los años le dejaría casi ciego.
Continuó durante estos años escribiendo, principalmente relatos, e iniciándose en la línea experimental que sería característica de su obra posterior. También manifestó en esta época, por un lado, cierto rechazo por la búsqueda nacionalista de los orígenes de la identidad irlandesa, y por otro, su voluntad de preservar y fomentar la propia experiencia lingüística, que guiaría todo su trabajo literario: esto le condujo a reivindicar su lengua materna, el inglés, en detrimento de una lengua gaélica que estimaba readoptada y promovida artificialmente.63 64 65 66
Joyce regresó a Dublín en el verano de 1909, llevando con él a su hijo Giorgio. Su propósito era visitar a su padre y publicar su libro de cuentos Dublineses. Sin embargo, a primeros de agosto, sufrió uno de los mayores disgustos de su vida, cuando a través de un complot organizado por sus amigos Saint-John Gogarty y Vincent Cosgrave, le fue sugerido que su compañera, Nora, le había sido infiel en el pasado. Incluso era posible que Giorgio no fuese hijo suyo.67 Sólo los tenaces desmentidos de otro amigo, John Francis Byrne, de su hermano Stanislaus, y las cartas desesperadas de Nora lograron hacerle comprender que todo había sido un infame montaje.68
Una vez superada esa preocupación, visitó a la familia de Nora, en Galway. Ésta fue su primera visita a la familia de su mujer y, para su alivio, la acogida que se le dispensó fue muy satisfactoria. Incluso salió a pasear con Kathleen, la hermana de Nora, que le dio «lecciones sobre el mar», según ella misma contaría.69 Estaba preparándose para volver a Trieste cuando decidió llevar consigo a una de sus hermanas, Eva, para que ayudase a Nora en las labores domésticas. Regresó a dicha ciudad, pero sólo por un mes. Volvió a Dublín representando a unos propietarios para tratar de instalar en esta ciudad un cine, el "Volta". Su gestión fue exitosa, aunque el escritor sólo se involucró en ella durante unos meses; sus socios no tardaron en vender el negocio, y Joyce finalmente no obtuvo beneficio alguno.70 Tampoco cuajó su intento de importar tweed irlandés a Italia; finalmente el escritor volvió a Trieste, en enero de 1910, acompañado por otra de sus hermanas, Eileen. Mientras que Eva enseguida sintió nostalgia de su ciudad natal, y regresaría años más tarde, Eileen pasó el resto de su vida en el continente europeo, donde se casaría con un cajero de banco checo.
1912 fue un año de penurias para los Joyce. Para ayudar a la economía doméstica, el escritor pronunció varias conferencias a primeros de año en la Università Popolare y siguió publicando artículos en los periódicos.71 En abril realizó unas pruebas para convertirse en profesor en Italia, a sueldo del Estado. Obtuvo 421 puntos sobre 450, resultando apto, pero la burocracia italiana finalmente lo impidió por su condición de extranjero.
Volvió fugazmente a Dublín con toda su familia, en el verano de 1912. Prosiguió la pugna sobre la publicación de Dublineses con el editor George Roberts. Mientras estaba en Irlanda, su hermano Stanislaus, que seguía en Trieste, le informó de que iban a desahuciarlos. Finalmente, Stanislaus buscó otro piso más pequeño, donde se trasladaron todos; allí viviría James con su mujer e hijos todo el tiempo que permaneció en Trieste. Las discusiones sobre Dublineses con su editor se centraban principalmente en el relato "An Encounter" ("Un encuentro"), en el que la trama insinúa que uno de los personajes es homosexual. Añadido a estos problemas, todo su entorno dublinés le negó su apoyo, pues le acusaba, entre otras cosas, de traicionar a su país a través de sus escritos.72 El libro finalmente no se publicó (no lo haría hasta dos años más tarde) y aquel fue el último viaje de Joyce a Dublín, pese a las muchas invitaciones por parte de su padre y de su viejo amigo, el poeta William Butler Yeats. Ese fracaso fue motivo de que escribiera una venenosa sátira contra Roberts: "Gas from a Burner" ("Gases de un quemador", vid. fragmento en la sección Ensayo), en la que habla de un «escritor irlandés exiliado» («an Irish writer in foreign parts»).73
En esa época trató al escritor Ettore Schmitz (más tarde conocido como Italo Svevo, de origen judío), quien fue alumno suyo de inglés y con el cual mantendría una larga amistad.74 Entre 1911 y 1914 se enamoraría platónicamente de una de sus alumnas, Amalia Popper, hija de un negociante judío llamado Leopoldo. Esta joven le sugeriría multitud de escritos y poemas, a veces preñados de humor e ironía.
En 1913, el poeta Ezra Pound, al tanto de la precariedad de su economía, le escribe por recomendación de Yeats para ofrecerle colaborar en publicaciones como The Egoist y Poetry.
Al año siguiente, 1914, a punto de desatarse la Primera Guerra Mundial, consiguió por fin que un editor londinense al que conocía de tiempo atrás, Grant Richards, publicase Dublineses. La mayor parte de las críticas surgidas fueron buenas, aunque censuraban algunos cuentos por cínicos o sin sentido. Se vendieron pocos ejemplares, por lo que Joyce se quejó al editor, pero éste le contestó que desde que había empezado la guerra las ventas habían caído en picado.75 En ese tiempo, el escritor siguió trabajando en el Retrato, terminó Exiliados y empezó Ulises, novela que tenía en la cabeza ya desde 1907.
En diciembre de 1916 se publicaron la primera edición norteamericana de Dublineses y la primera mundial de Retrato del artista adolescente. Ambas se llevaron a cabo por los esfuerzos del editor neoyorquino B. W. Huebsch, complaciendo en ello a Joyce; éste, en octubre, había sufrido una especie de colapso nervioso o depresión, sin embargo había asegurado a Huebsch que 1916 era su año de la suerte.76 El Retrato, basado en la inconclusa Stephen el héroe, es en parte un monólogo interior de sentido profundamente irónico, en el que Joyce demuestra su maestría en el retrato psicológico. La publicación en Estados Unidos le dio a conocer a un público mucho más amplio. Al año siguiente, 1917, se le agudizaron al autor los problemas en la vista que ya se le habían declarado en Trieste: padecía glaucoma y sinequia.77 En interpretación de algún estudioso, estos problemas pudieron deberse incluso a que, debido a ciertas evidencias, y atendiendo a sus propias palabras —«I deserve all this on account of my many iniquities.» [«Todo esto me lo tengo bien merecido por mis muchas iniquidades.»]—, el autor había contraído la sífilis en su juventud.78
Con todo, su fama se había agigantado hasta el punto de que llegó a recibir donaciones regulares de dinero en metálico por parte de una admiradora anónima; según Ellmann, «hasta que pudiera encontrar una situación estable». También en 1917, durante un viaje de salud a Locarno, se enamoró de una médica alemana de veintiséis años, Gertrude Kaempffer, a la que hizo francas proposiciones sexuales que ella, aunque lo admiraba intelectualmente, rechazó. En Ulises, llamó Gerty (diminutivo de Gertrude) a la joven con la que Leopold Bloom se excita en el episodio Nausicaa.
De regreso en Zúrich, recibe la noticia de que un nuevo benefactor anónimo le ingresará mensualmente la cantidad de mil francos. Esto permitió al escritor dejar de dar algunas lecciones en su casa. Más tarde se enteró de que su última benefactora era la esposa de un millonario.79 En 1918 se inició una época buena para Joyce; fundó en Zúrich la compañía teatral "The English Players" con un actor inglés llamado Claud Sykes; representaron preferentemente dramas irlandeses.80 Por otra parte, menudearon las fiestas con sus amigos de Zúrich, August Suter y Frank Budgen. Su mujer, Nora, sin embargo, se manifestaba indignada por el alcoholismo de su marido y solía reprochárselo a aquéllos, porque impedían al escritor centrarse en su "libro" (el Ulises), de cuya naturaleza ella en el fondo no tenía ni idea. Según Ellmann, «Joyce se sorprendía siempre al comprobar la indiferencia, e incluso aversión, de Nora por sus libros».81 Joyce comentó una vez a Budgen:
Joyce demostró en varias ocasiones su neutralidad en relación con la guerra, y llegó a escribir un poema satírico ("Dooleysprudencia")83 contra las autoridades consulares británicas en Suiza, con las que tuvo varios encontronazos.84
El drama Exiles se publicó en mayo de 1918, simultáneamente en Inglaterra y Estados Unidos. En ese tiempo Ulises estaba siendo publicado por entregas en la revista Little Review; el poeta T. S. Eliot, que las seguía puntualmente, escribió admirado, en la revista Athenaeum (1919):
En 1918
Joyce se enamoró de una muchacha suiza que ya tenía un amante, y cuyo
nombre era Marthe Fleischmann; se escribieron con asiduidad, pero al
parecer ella sólo le dejó acariciarla en una ocasión. Esta mujer también
aparece reflejada en varios personajes femeninos de Ulises. Al
reprocharle un amigo estas infidelidades, el escritor respondió: «Si me
permitiera alguna limitación en este asunto, para mí sería la muerte
espiritual».91 Joyce no dejaba de excederse con el alcohol, pero ahora lo hacía a escondidas de su mujer. Tuvo que dejar de beber absenta, que hacía sus delicias, y le dio por el vino blanco que, en palabras suyas, para él era "electricidad".92 Por esa época, tenía que replicar una y otra vez a los amigos que iban leyendo Ulises
capítulo a capítulo (amigos como Miss Weaver, Ezra Pound...), por sus
críticas a los cambios de estilo que iba introduciendo de uno a otro,
cambios que la posteridad ha declarado una de las virtudes más
llamativas del texto.
Stanislaus fue finalmente liberado del campo de presos en que había pasado toda la guerra. Los Joyce regresaron a Trieste, y aquél se negó a compartir la vivienda con ellos; además estaba molesto con su hermano por varias cosas, entre ellas porque James no le había dedicado Dublineses según había prometido.
1921 fue un año de intenso trabajo para rematar Ulises. Durante el mismo, mantuvo una estrecha relación con el escritor norteamericano Robert McAlmon, quien le prestó dinero y le sirvió accidentalmente de mecanógrafo para el último capítulo de Ulises: "Penélope". En ese año tuvo también mucho contacto con Valery Larbaud y con Wyndham Lewis, y conoció a Ernest Hemingway, que llegó a París recomendado por Sherwood Anderson.93
Joyce tuvo su único encuentro con Marcel Proust en mayo de 1922, ya publicado Ulises. Al salir de una cena en París, a la que también estaban invitados Picasso y Stravinsky, ambos escritores tomaron el mismo taxi de regreso, junto a otras personas. Según el biógrafo de Proust, George D. Painter, se habló «de trufas y duquesas», y Joyce, que iba algo bebido, se quejaba de su vista, mientras Proust lo hacía del estómago. Alguien preguntó a Proust si conocía la obra de Joyce, y el francés aseguró no conocerla, a lo que repuso Joyce que tampoco conocía la de Proust. Joyce quiso fumar y abrió una ventanilla del taxi, que fue cerrada de inmediato, en atención a la mala salud de Proust. El vehículo dejó a cada cual en su casa, y eso fue todo. Joyce aludió a Proust y a su obra en Finnegans Wake.94 Según el biógrafo de Joyce, Richard Ellmann, el episodio sucedió más o menos de esa forma; aclara que Joyce no recordaba del mismo más que las continuas negativas (noes) de una y otra parte. Joyce, en un cuaderno de notas, escribiría sobre Proust: «Proust, bodegón analítico. El lector termina la frase antes que él». El gran escritor francés murió el 18 de noviembre de 1922, y Joyce acudió al funeral.95
La publicación de Ulises (Ulysses, en inglés), considerada su obra maestra,96 representó su consagración literaria definitiva. La obra fue publicada por la estadounidense afincada en París Sylvia Beach, propietaria de la famosa librería Shakespeare & Co.
Se trata de una novela experimental, cada uno de cuyos episodios o
aventuras, en palabras del propio Joyce, pretendía no sólo condicionar,
sino también generar su propia técnica literaria.97 Junto al flujo de conciencia o monólogo interior
(técnica que había usado ya en su novela anterior) se encuentran
capítulos escritos al modo periodístico, teatral, de ensayo científico,
etc.
Ulises es una novela llena de simbología, en la que el autor experimenta además continuamente con el lenguaje. Sus ataques a las instituciones, principalmente la Iglesia católica y el Estado,
son continuos, y muchos de sus pasajes fueron juzgados intolerablemente
obscenos por sus contemporáneos. Inversión irónica de la Odisea de Homero, la novela explora con meticulosidad las veinticuatro horas del 16 de junio de 1904, en la vida de tres dublineses de la clase media baja: el judío Leopold Bloom, que vaga por las calles de Dublín para evitar volver a casa, en la que sabe que su mujer, Molly (segundo personaje), le está siendo infiel; y el joven poeta, Stephen Dedalus, que presenta un perfil ya más maduro que el del protagonista de su obra anterior, Retrato del artista adolescente. El Ulises
es a grandes rasgos un retrato psicológico de nuestro tiempo, y desde
su publicación, numerosos críticos han tratado de rastrear en él las
conexiones con la literatura inmediatamente anterior (Zola, Mallarmé), y con la clásica (Homero, Shakespeare), en un intento de interpretar sus múltiples facetas.
Jung comentó en una oportunidad al padre los rasgos esquizofrénicos presentes en una de las cartas de Lucia; Joyce se apresuró a rebatir una a una todas sus afirmaciones, con argumentos que muy bien podrían haber sido sacados de Finnegans Wake. En efecto, para el escritor, las contradicciones y distorsiones de Lucia no eran más que reflejo del método que él mismo estaba empleando en su libro. Joyce manifestó a menudo que Lucia había heredado su genialidad: sus males eran debidos a su especial clarividencia.102
En cualquier caso, se desconocen los detalles particulares de la relación que mantenía Joyce con su hija esquizofrénica. Stephen Joyce, heredero actual del escritor, quemó los miles de cartas intercambiadas entre padre e hija, cartas que habían sido recibidas por él en 1982, a la muerte de Lucia.103 Stephen Joyce afirmó en una carta al editor del New York Times: «En cuanto a la destrucción de la correspondencia, se trataba de cartas personales dirigidas por Lucia a su familia. Fueron escritas muchos años después de morir Nonno y Nonna [es decir, Joyce y Nora Barnacle] y no hacían referencia a ellos. También fueron destruidas algunas tarjetas postales y un telegrama de Samuel Beckett dirigido a Lucia. Esto se hizo a requerimiento por escrito del propio Beckett».104
En París, a partir de 1926, Maria y Eugene Jolas ayudaron mucho a Joyce en sus largos años de escritura de Finnegans Wake. De no haber sido por su apoyo inquebrantable (junto con el constante soporte financiero proporcionado por Harriet Shaw Weaver), es posible que el escritor no hubiese terminado o publicado su último libro. En su ahora legendaria revista literaria transition, los Jolas publicaron periódicamente varias secciones de la novela, bajo el título de Work in Progress (Obra en marcha), expresión ideada por Ford Madox Ford.105
Una breve estancia en Inglaterra, en 1922, le había sugerido el tema de esta nueva obra, que sería la última. El escritor tuvo muchos titubeos al principio de su redacción. «Es como una montaña en la que estoy haciendo túneles en todas direcciones, sin saber qué voy a encontrar», confesó a su amigo August Suter.106 En aquellos años, Henri Michaux y otros artistas que lo conocieron, al comprobar la obsesión del escritor con su nueva obra, que tenía que escribir casi a ciegas, pensaron de él que era el hombre más fermé, más desconectado de la humanidad, que habían conocido.107 Muchas de las primeras críticas recibidas en los primeros años eran negativas, como esta de su hermano Stanislaus en una carta: «Si la literatura va a evolucionar en el sentido que indican tus últimas obras, va a llegar a ser, como intuyó Shakespeare hace muchos años, mucho ruido y pocas nueces». Y en otro lugar: «Has hecho el día más largo de toda la literatura, y ahora vas a hacer la noche más profunda».108 En esa época Joyce importunaba mucho a su padre a distancia con preguntas sobre todo lo relacionado con cuestiones familiares y detalles de Dublín; ante una pregunta especialmente quisquillosa de un enviado de su hijo, exclamó: «Qué, ¿Jim ya se ha vuelto loco?»109
Las críticas hacia los avances de la nueva obra que aparecían en transition arreciaron entre sus allegados, hasta el punto de que su mujer, Nora, le espetó un día: «¿Por qué no escribes libros normales para que la gente corriente pueda entenderlos?» Joyce, desairado, llegó a pensar en ofrecer la Obra en marcha al escritor irlandés James Stephens para que la terminara, aunque luego se echó atrás.110 La aparición, sin embargo, en 1929, de la laudatoria colección de ensayos Our Exagmination Round His Factification for Incamination of Work in Progress, a cargo de Beckett y otros escritores, supuso un gran espaldarazo.
También en 1929, conoció al tenor irlandés John Sullivan, cuya carrera apoyó durante mucho tiempo. Al año siguiente encontró en el judío Paul Léon a un excelente amigo y colaborador.111 En 1931, atendiendo a los ruegos de su hija y de su padre, Joyce contrajo matrimonio con su compañera de siempre, Nora Barnacle; llevaban conviviendo desde hacía casi tres décadas.
La muerte de su padre en diciembre de ese mismo año lo sumió en un estado de completo abatimiento, que el apoyo de su amigo Beckett le ayudó a sobrellevar. Escribió a Harriet Shaw Weaver: «No ha sido su muerte lo que me ha aplastado, sino la autoacusación», pues Joyce se culpaba de no haber vuelto nunca a su país a visitar a su padre.112 El nacimiento de su nieto Stephen, en febrero de 1932, logró reanimarlo un tanto, y le dedicó su poema "Ecce Puer", en el cual se lee: «¡Oh, padre abandonado, /perdona a tu hijo!».113
En ese tiempo, siguió con interés la difusión y traducción de sus obras a otros idiomas, aunque impidió la adaptación cinematográfica de Ulises. W. B. Yeats le ofreció un puesto en la recién creada Academia de Letras Irlandesas, que él rechazo con cortesía: «[...] dado lo que mi propio caso fue, es y, probablemente, será [...] veo claramente que no tengo derecho alguno a que mi nombre conste entre los de sus miembros».114 Su vida social se redujo mucho en sus últimos años en París, que dedicó intensamente a la terminación de su libro, aunque, por ejemplo, conoció al arquitecto Le Corbusier, con el que congenió enseguida conversando meramente «sobre pájaros».115
Finnegans Wake no alcanzaría su forma definitiva hasta 1939, año de su publicación. La obra no fue bien acogida por la crítica, aunque grandes estudiosos, de la talla de Harold Bloom, posteriormente la han defendido a capa y espada. En esta novela, la tradicional aspiración literaria al estilo propio es llevada al extremo y, con ello, casi hasta el absurdo, pues, partiendo del vanguardismo característico de Ulises, el lenguaje deriva experimentalmente, y sin ninguna restricción, desde el inglés llano hacia un idioma apenas inteligible, muchas veces sólo referente al propio texto y autor. Para su composición, Joyce amalgamó elementos de hasta sesenta lenguas diferentes, vocablos insólitos y formas sintácticas completamente nuevas. Puede dar una idea de su dificultad el hecho de que, pese a su importancia, aun hoy, la novela no se encuentra vertida en su totalidad al castellano.
Ante la guerra, el escritor demostró un desinterés, según Paci, «incomprensible»; se preocupaba más de los libros que había dejado en París que del avance de la ofensiva alemana. Si le hablaban de Hitler o Mussolini manifestaba una total indiferencia; cuando le mencionaban la persecución de los judíos, comentaba que se trataba de un prejuicio de muchos siglos y que a él personalmente aquellos le agradaban.119
El 11 de enero de 1941 se sometió a una operación de úlcera
de duodeno perforada. Si bien mejoró en los primeros momentos, al día
siguiente recayó y, a pesar de varias transfusiones, entró en coma. Se despertó a las dos de la madrugada del 13 de enero de 1941,
y pidió a una enfermera que llamara a su esposa e hijo, antes de perder
la consciencia de nuevo. Murió quince minutos más tarde, antes de que
llegase su familia. En el informe de la autopsia figura como causa de la muerte la peritonitis.120
Joyce está enterrado en el cementerio Fluntern; desde su tumba se oyen los rugidos de los leones del zoo de Zúrich. Aunque dos altos diplomáticos irlandeses se encontraban en Suiza en ese momento, no asistieron a los funerales de Joyce; el gobierno irlandés negó a Nora posteriormente la autorización para repatriar los restos mortales del escritor. Nora le sobrevivió diez años. Se halla enterrada a su lado, al igual que su hijo Giorgio, muerto en 1976. Su biógrafo Ellmann informa de que, cuando los arreglos para el entierro de Joyce se estaban realizando, un sacerdote católico trató de convencer a Nora de celebrar una misa funeral. Siempre fiel al criterio de su esposo, ella respondió: «No podría hacerle a él tal cosa».121 El tenor suizo Max Meili cantó "Addio terra, addio cielo", del Orfeo de Monteverdi, en el servicio funerario.
Vladimir Nabokov suscribe la afirmación de Harry Levin de que Joyce «perdió su religión, pero conservó sus categorías», lo que el primero aplica también a Stephen Dedalus: «En su época escolar estuvo sometido a la disciplina de una educación jesuítica y ahora reacciona violentamente contra ella, aunque sigue poseyendo una naturaleza esencialmente metafísica». De forma que, en este punto concreto, como la mayoría de los biógrafos de Joyce, Nabokov viene a equiparar a creador con personaje.127
Según el traductor de Ulises, José María Valverde, Joyce declaró siempre deber a sus educadores jesuitas el entrenamiento en reunir un material, ordenarlo y presentarlo. Apostilla Valverde: «No sería arbitrario decir que la obra joyceana es la gran contribución —involuntaria, y aun como un tiro salido por la culata— de la Compañía de Jesús a la literatura universal».128 A partir de la época de Ulises, el escritor manifestará una postura fríamente neutral frente al hecho religioso, que únicamente le interesaba a efectos lingüísticos. Distinguía, eso sí, el «absurdo coherente» católico del «absurdo incoherente» protestante.129 130 131 132
Pero se ha suscitado alguna duda y controversia al respecto. La biógrafa Francesca Paci recoge diversos pasajes significativos, como éste de Stephen Hero: «La lengua, la nacionalidad y la religión son agentes de maldad, de esclavitud, de renuncia y de frustración. Y la esclavitud desemboca en la parálisis».133 Menciona igualmente la rebelión del escritor «contra la autoridad de la iglesia católica»,134 que lo condujo a «su definitiva ruptura» con la misma.135 Dice en otro lugar: «Después del abandono de la fe, Joyce comenzó a escribir».136 Pero termina con un equívoco:137 «Joyce repudió a la iglesia católica, pero no la fe, que conservó y volvió a otros objetivos: la vida y el arte».138
Recogida en el Retrato del artista adolescente y también en Ulises, la conocida máxima luciferina, Non serviam (no serviré, no he de servir, se entiende, a Dios139 ), entendida tradicionalmente como clara manifestación del rechazo hacia la iglesia católica por parte del personaje de Stephen Dedalus, álter ego de Joyce en dichas obras, ha suscitado también alguna rebuscada interpretación,140 lo mismo que la respuesta del escritor a la pregunta que se le formuló al final de su vida: «¿Cuándo abandonó usted la Iglesia Católica?» Su contestación fue: «La que debe decirlo es la Iglesia».141
El crítico Hugh Kenner (autor de Dublin's Joyce y Joyce's Voices) y el poeta T. S. Eliot vieron entre líneas del trabajo de Joyce el «residuo de un auténtico católico».142 Estos autores son contestados directamente por Harold Bloom en su Canon: «Cristianizar a Joyce es un procedimiento crítico lamentable. Si existe un Espíritu Santo en Ulises es Shakespeare».143 La opinión de Bloom se pone de manifiesto con claridad en la siguiente comparación que establece con Samuel Beckett: «Conviene siempre recordar que Beckett más que compartía la aversión de Joyce por el cristianismo y por Irlanda. Los dos escogieron París y el ateísmo».144
Anthony Burgess, criado en una familia católica, aunque luego distanciado de la iglesia, no ve esto tan claro: «Non serviam significa lo que significa [pero] el rechazo de Joyce del catolicismo dista mucho de ser absoluto. [...] quizá rechazó los sacramentos, el matrimonio y la eucaristía, pero las disciplinas y, de una manera renegada y torturada, los fundamentos del catolicismo cristiano, permanecieron en él durante toda su vida. [...] En Ulises se le ve obsesionado con la mística identificación entre Padre e Hijo, y el único tema real de Finnegans es el de la Resurrección. [...] La actitud de Joyce hacia el catolicismo es la de amor-odio que caracteriza a la mayoría de los renegados. [...] quedaron jirones de burdo catolicismo en él».145
Algunos autores, L. A. G. Strong entre ellos, llegan más lejos en este sentido al sostener que Joyce se reconcilió al final de su vida con la religión, y que tanto Ulises como Finnegans Wake suponen en lo fundamental expresiones católicas.146 Y no falta quien, como Kevin Sullivan, defiende que no necesitó reconciliarse ya que en realidad nunca abandonó la fe.147
En A Bash in the Tunnel. James Joyce by the Irish [Una fiesta en el túnel. James Joyce por los irlandeses] opinaron sobre el tema varios de sus compatriotas escritores, como Flann O'Brien: «Creo que, a través de velos de lascivia y blasfemia, Joyce emerge como un verdadero católico irlandés temeroso de Dios; se rebeló, no tanto contra la propia Iglesia, sino contra sus casi cismáticas excentricidades, su pretensión de que existe solo un Mandamiento, la vulgaridad de sus edificios, la superficialidad y estupidez de muchos de sus ministros. Su rebelión, noble en sí misma, lo condujo al exilio. [...] Pero su intención era buena. Quieras que no, como la de todos. [...] Mediante carcajadas, mitiga el sentido de condenación que ha recibido en herencia todo católico irlandés».148
En este mismo libro, Samuel Beckett, como su amigo Thomas MacGreevy,149 aprecia en Finnegans toda una simbología del Purgatorio cristiano, directamente enraizada en la La divina comedia de Dante, pero con una particularidad: «El Purgatorio de Dante es cónico y por lo tanto apunta a una culminación. El del señor Joyce es esférico y excluye toda culminación. [...] Y nada más que esto, ni premio ni castigo, simplemente una serie de estímulos al gatito para que se alcance la cola».150
Amigo íntimo de Joyce, su paisano Arthur Power recuerda cómo encolerizaba a «su innata espiritualidad el provincianismo dogmático de la iglesia católica romana irlandesa, lastrando su alma inquisitiva mediante lo que para él no eran sino rituales absurdos, prohibiciones medievales y miedos a castigos inhumanos que perdurarían por toda la eternidad».151
Vemos que Beckett y Power albergan serias dudas de que Joyce fuese un «verdadero católico irlandés temeroso de Dios». Dicha afirmación, de otra parte, no parece corroborada por una lectura atenta de la correspondencia y las obras principales del irlandés, a menos que éste por algún motivo se empeñase en ocultar o encriptar celosamente en ellas fe y ortodoxia. Si no surge en las novelas la crítica expresa y razonada del catolicismo, como en el Retrato, lo hace su esquema paródico, como en tantas páginas de Ulises. En general, la actitud del autor frente al fenómeno religioso, como se ha visto,152 será ya siempre fría y profesional, no trasluciéndose, en las dos grandes novelas finales, otra cosa que resentimiento y sarcasmo anticlericales153 y antirreligiosos, a menudo desembocando en la blasfemia más descarnada.154 155 156
Umberto Eco, en el capítulo "El catolicismo de Joyce" de su estudio Las poéticas de Joyce, menciona la «misa negra» que se celebra en el episodio "Circe" de Ulises, así como la blasfemia eucarística presente en "Nausicaa"; a Joyce, una vez rechazada la disciplina, como a los episcopi vagantes medievales, «le queda el sentido de la blasfemia celebrada según un ritual litúrgico. [...] abandonada la fe, la obsesión religiosa no abandona a Joyce. Presencias de la pasada ortodoxia emergen una y otra vez en toda su obra en forma de personalísima mitología y de blasfemadores ensañamientos que, a su manera, revelan permanencias afectivas. [El término "catolicismo" aplicado a Joyce] es válido para indicar la actitud de quien, habiendo rechazado una sustancia dogmática y habiéndose desarraigado de una experiencia moral determinada, conserva como hábito mental las formas exteriores de un edificio racional y mantiene una disposición instintiva, no pocas veces inconsciente, a la fascinación de las reglas, ritos, imágenes litúrgicas».157
En esta línea, más escuetamente, la editora de varias de las obras joyceanas, Jeri Johnson, comenta, aunque del semiautobiográfico protagonista del Retrato: «Sus propias palabras lo traicionan. [...] Lejos de escapar de su nacionalidad, de su lengua, de su religión, Stephen los llevará siempre consigo».158
«Difícilmente puede dudarse —señala Herbert S. Gorman, su primer biógrafo— que la obscenidad, la indecible vulgaridad, el deliberado alarde de inmundicia presente en algunas partes de Ulises son resultado directo y espantado de la tremenda opresión mental y moral sufrida en la iglesia».159
Recuerda el editor irlandés de Dublineses, Terence Brown, que Joyce compartía con sus colegas del Celtic Revival, en su mayoría agnósticos o protestantes, la convicción de que los males de Irlanda partían principalmente del hecho de la dominación del país por parte de los ingleses. Pero, Joyce en particular, encontraba que el otro gran poder en su país, el de la Iglesia Católica, era aún más pernicioso para sus compatriotas, ya que nadie discutía su autoridad.160 Refiere Brown una frase lapidaria de Joyce: «No entiendo qué sentido puede tener atronar tanto contra la tiranía inglesa, cuando es la de Roma la que se ha adueñado del palacio del alma».161
Harry Levin, por su parte, define a Joyce como «un irlandés parisino, un hereje católico [...], excomulgado y expatriado, el hombre sin país y sin creencias».162 Y el profesor español Fernando Galván, responsable de una edición crítica de Dublineses, habla en la introducción a la misma del «agnosticismo confesado del autor».163
De una forma u otra, en una carta a su futura esposa, Nora Barnacle, de agosto de 1904, Joyce no pudo ser más explícito:
Ya se ha visto, por último, la reacción de Nora Barnacle ante la sugerencia de celebrar una misa funeral por su esposo: «No podría hacerle a él tal cosa».167 168 A lo largo de su vida, entre 1907 y 1939, Joyce publicó una obra corta pero intensa, debido a lo cual suele ser considerada libro a libro. Consta de una colección de cuentos: Dublineses, dos libros de poesía: Música de cámara y Poemas manzanas, una obra de teatro: Exiliados, y las tres novelas que lo hicieron célebre: Retrato del artista adolescente, Ulises y Finnegans Wake. De este autor se conservan además una novela inacabada: Stephen Hero, un conjunto de ensayos, en prosa y en verso, algunos poemas sueltos y dos cuentos infantiles que dedicó a su nieto, así como abundante correspondencia. Joyce recibió importantes influencias de los siguientes autores: Homero, Dante Alighieri, Tomás de Aquino, William Shakespeare, Edouard Dujardin, Henrik Ibsen, Giordano Bruno, Giambattista Vico y John Henry Newman, entre otros.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día. Foto: Archivo.
Aunque pasó la mayor parte de su vida adulta fuera de Irlanda, el universo literario de este autor se encuentra fuertemente enraizado en su nativa Dublín, la ciudad que provee a sus obras de los escenarios, ambientes, personajes y demás materia narrativa.1 Más en particular, su problemática relación primera con la iglesia católica de Irlanda se refleja muy bien a través de los conflictos interiores que atormentan a su álter ego en la ficción, representado por el personaje de Stephen Dedalus. Así, Joyce es conocido por su atención minuciosa a un escenario muy delimitado y por su prolongado y autoimpuesto exilio, pero también por su enorme influencia en todo el mundo. Por ello, pese a su regionalismo, paradójicamente llegó a ser uno de los escritores más cosmopolitas de su tiempo.2
La Encyclopædia Britannica destaca en el autor el sutil y veraz retrato de la naturaleza humana que logra imprimir en sus obras, junto con la maestría en el uso del lenguaje y el brillante desarrollo de nuevas formas literarias, motivo por el cual su figura ejerció una influencia decisiva en toda la novelística del siglo XX. Los personajes de Leopold Bloom y Molly Bloom, en particular, ostentan una riqueza y calidez humanas incomparables.3
El editor de la antología The Cambridge Companion to James Joyce [Guía de Cambridge para James Joyce] escribe en su introducción: «A Joyce lo leen muchas más personas de las que son conscientes de ello. El impacto de la revolución literaria que emprendió fue tal que pocos novelistas posteriores de importancia, en cualquiera de las lenguas del mundo, han escapado a su influjo, incluso aunque tratasen de evitar los paradigmas y procedimientos joyceanos. Topamos indirectamente con Joyce, por lo tanto, en muchas de nuestras lecturas de ficción seria de la última mitad de siglo, y lo mismo puede decirse de la ficción no tan seria».4
Anthony Burgess, al final de su largo ensayo Re Joyce (1965), reconoció:
Junto con Shakespeare, Milton, Pope y Hopkins, Joyce sigue siendo el modelo más elevado en que ha de fijarse todo aquel que aspire a escribir con propiedad. [...] Pero, una vez leído y absorbido un solo ápice de la esencia de este autor, ni la literatura ni la vida vuelven a ser las mismas de nuevo.5En un texto de 1939, Jorge Luis Borges afirmó sobre el autor:
Es indiscutible que Joyce es uno de los primeros escritores de nuestro tiempo. Verbalmente, es quizá el primero. En el Ulises hay sentencias, hay párrafos, que no son inferiores a los más ilustres de Shakespeare o de Sir Thomas Browne.6T.S. Eliot, en su ensayo "Ulysses, Order and Myth" ["Ulises, orden y mito"] (1923), declaró sobre esta misma obra:
Considero que este libro es la expresión más importante que ha encontrado nuestra época; es un libro con el que todos estamos en deuda, y del que ninguno de nosotros puede escapar.7
En 1882, James Joyce nace en Brighton Square, en Rathgar, un barrio de clase media de Dublín, en el seno de una familia católica; sus padres se llamaban John y May. James fue el mayor de los diez hermanos supervivientes, seis mujeres y cuatro varones. Uno de los hermanos fallecidos habría sido mayor que él, puesto que nació y murió en 1881.8 La madre quedó encinta en total quince veces, las mismas que la señora Dedalus, en Ulises.9
La familia de su padre, originaria de Fermoy, fue concesionaria de una explotación de sal y piedra caliza en Carrigeeny, cerca de Cork. Vendieron la explotación por quinientas libras, en 1842, aunque siguieron manteniendo una empresa como «fabricantes y vendedores de sal y caliza». Esta empresa quebró en 1852.
Joyce, como su padre, sostenía que su ascendencia familiar provenía del antiguo clan irlandés de los Galway. Para la crítica Francesca Romana Paci, el escritor rebelde e inconformista valoraba sin embargo «la respetabilidad basada en la tradición de una antigua casa»; sentía «apego por una cierta forma de aristocracia».10 Los Joyce presumían de ser descendientes del libertador irlandés Daniel O'Connell.11
Tanto su padre como su abuelo contrajeron matrimonio con mujeres de familias adineradas. En 1887 el padre de James, John Stanislaus Joyce, fue nombrado recaudador de impuestos de varios distritos por la Oficina de Recaudación del Ayuntamiento de Dublín. Esto permitió a la familia trasladarse a Bray, un pequeño pueblo de cierta categoría residencial, a diecinueve kilómetros de Dublín. En Bray vivían junto a una familia protestante, los Vance. Una hija de éstos, Eileen, fue el primer amor de James.12 El escritor la evocó en el Retrato del artista adolescente, citándola por su propio nombre. Este personaje resurgirá en varias otras obras, incluso en Finnegans Wake.13
Entre febrero y marzo de 1889, el Libro de Castigos del colegio de Conglowes recoge que el futuro escritor, contando siete años, recibió dos palmetazos por no llevar a clase cierto libro, seis más por tener las botas sucias y cuatro por proferir «palabras indecentes», algo a lo que Joyce fue siempre muy aficionado.18
En 1891, con nueve años, James escribe el poema titulado "Et tu, Healy", que trata de la muerte del político irlandés Charles Stewart Parnell. El padre quedó tan encantado que hizo imprimirlo, e incluso envió una copia a la Biblioteca Vaticana.19 En noviembre de ese mismo año, John Joyce ve su nombre registrado en la Stubbs Gazette, un boletín de impagos y quiebras, y es apartado de su trabajo.20 Dos años más tarde es despedido, coincidiendo con una severa reorganización de la Oficina de Recaudación, que comprendía una importante reducción de personal. John Joyce, con antecedentes por gestión poco cuidadosa,21 sufrió especialmente la crisis, e incluso estuvo a punto de ser despedido sin una indemnización, algo que consiguió evitar su esposa.22 Este fue el inicio de la crisis económica de la familia, debida a la incapacidad del padre para gestionar sus finanzas, y también a su alcoholismo.23 Esta tendencia, muy común en su familia, sería heredada por su hijo mayor, bastante manirroto en general;24 sólo en sus últimos años adquirió James el hábito del ahorro, especialmente debido a la grave enfermedad mental que aquejó a su hija Lucia, circunstancia que le acarreó grandes gastos.25 En una ocasión, su hermano Stanislaus le reprochó: «Puede que haya personas que no estén tan preocupadas por el dinero como tú». A lo que él replicó: A lo que él replicó: «Oh, diantre, puede que las haya, pero me gustaría que uno de esos individuos me enseñara el truco en veinticinco lecciones».26.
El futuro escritor se educó en el selecto Clongowes Wood College, un internado de jesuitas, cerca de Sallins, en County Kildare. Según su primer biógrafo, Herbert S. Gorman, al ingresar en este centro (1888), era «de constitución esbelta, muy nervioso, sensible como una niña y tenía la bendición o la maldición (esto depende del punto de vista) de un temperamento introspectivo».27 James, que «fue elegido para el honor de servir como monaguillo en misa»,28 no tardó en distinguirse como alumno muy aventajado, en todo menos en matemáticas.29 Destacaba incluso en materia deportiva, según declararía su hermano Stanislaus,30 pero tuvo que abandonar la institución cuatro años más tarde debido a los problemas financieros de su padre. Se matriculó entonces en el colegio de la congregación de los Christian Brothers, ubicada en North Richmond Street, Dublín. Más tarde, en 1893, se le ofreció una plaza en el Belvedere College de la misma ciudad, regentado igualmente por jesuitas. La oferta se hizo, al menos en parte, con la esperanza de que el distinguido estudiante ingresara en la orden, sin embargo éste rechazó el catolicismo ya en edad temprana; según Ellmann, a los dieciséis años.31
James siguió destacando en los estudios. Muy concienzudo en su preparación, obligaba a su madre a tomarle diariamente la lección después de la comida.32 En esta época, recibió distintos premios escolares. No sabiendo qué hacer con tanto dinero (la dotación a veces alcanzaba las veinte libras de la época), lo destinaba a la compra de regalos para sus hermanos; cosas prácticas, como zapatos y vestidos, aunque también los invitaba al teatro, en las localidades más baratas.33
Sus lecturas en la época del Belvedere son abundantes y profundas, en inglés y francés: Dickens, Walter Scott, Jonathan Swift, Laurence Sterne, Oliver Goldsmith; también le impresionó vivamente el estilo del clérigo John Henry Newman. Entre los poetas, leía con fruición a Byron, Rimbaud y Yeats. Y dedicó asimismo mucha atención a George Meredith, William Blake y Thomas Hardy.34 35
También se sabe que tomaba parte activa en las actividades literarias y teatrales de la universidad. En 1900, como colaborador de la revista The Fortnightly Review, publica su primer ensayo, con el título de "New Drama", sobre la obra del noruego Henrik Ibsen, uno de sus escritores predilectos.37 38 El joven crítico recibió una carta de agradecimiento de parte del propio Ibsen. En este periodo, escribió algunos artículos más, además de dos obras teatrales, hoy perdidas. Muchas de las amistades que hizo en la universidad aparecerían retratadas posteriormente en sus obras. Según Harry Levin, el escritor «no olvidaba ni perdonaba nada. Cualquier parecido con personas y situaciones reales, vivas o muertas, era cuidadosamente cultivado».39
Joyce fue miembro de la Literary and Historical Society, de Dublín. Presentó su trabajo titulado "Drama and Life" a dicha sociedad en 1900. Con ocasión de la lectura pública de este ensayo, se le exigió que suprimiera varios pasajes. Joyce amenazó al presidente de la sociedad con no leerlo, y al final consiguió hacerlo sin una sola omisión. Sus palabras fueron duramente criticadas por algunos asistentes, y Joyce les replicó pacientemente durante más de cuarenta minutos, por turno, sin consultar una nota, lo que consiguió suscitar grandes aplausos entre el público.40 En esa época conoció a Lady Gregory, y en octubre de 1902, a W. B. Yeats, encuentro que sería trascendental para Joyce. Este poeta le escribió una carta en el mes de diciembre elogiando su poesía y aconsejándole que cambiase de aires. Donde el joven escritor debía estar era en Oxford.41
En 1903, tras su graduación, se instaló en París con el propósito de estudiar Medicina, pero la ruina de su familia (que se vio obligada a vender todos sus enseres e instalarse en una pensión) le hizo desistir de sus propósitos y buscar trabajo como periodista y profesor. Su situación financiera era tan precaria entonces como la de su familia, hasta el punto de que pasó verdadera hambre, lo que hacía llorar a su madre cada vez que llegaba carta de París.42 James regresó a Dublín meses después para asistir a su madre, enferma terminal de cáncer.43 La madre de Joyce, May (Mary Jane),44 pasó sus últimas horas en coma, con toda la familia arrodillada y sollozando a su alrededor. Al ver que ni Stanislaus ni James estaban arrodillados, el abuelo materno los conminó a hacerlo, pero los dos rehusaron.45 Según José María Valverde, Joyce siempre se acusó de esta dureza final.46 47 48 La muerte de su madre lo sumió en un desasosiego que lo llevó a la búsqueda de amistades por los bajos fondos dublineses; gustaba de vagabundear con una gorra de yachtman y unos ajados zapatos de tenis.49 Fueron días difíciles en los que probó algún oficio y trató de subsistir en parte gracias a los préstamos de los amigos, e incluso cantando, puesto que era un consumado tenor, llegando a lograr un premio en el festival irlandés de Feis Ceoil en 1904.50
Stephen el héroe
En enero de 1904, trató de publicar una obra en la que había estado trabajando, A Portrait of the Artist [Retrato del artista], una historia autobiográfica con elementos ensayísticos centrada en cuestiones de estética. Este escrito, indigno de su autor, en palabras de José María Valverde,51 fue rechazado por la revista de librepensamiento Dana. Joyce entonces, con motivo de su vigésimo segundo cumpleaños, decidió revisar el trabajo y convertirlo en una novela que titularía Stephen Hero (Stephen el héroe). Esta obra, que alcanzaría las mil páginas de borrador y recoge los primeros años y los de universidad de Stephen Dedalus, fue escrita a la par que los relatos de Dublineses. El crítico W. Y. Tindall sostiene que el lector de las felicidades narrativas presentes en los cuentos se sorprenderá ante las ordinarieces de la novela, calificada por el propio Joyce de «rubbish», basura.52 Stephen Hero no se publicaría en vida del autor, pero fue el germen de una obra mayor como es Retrato del artista adolescente, empezada en 1907.531904 fue el mismo año en que conoció a Nora Barnacle, una joven de Galway que trabajaba como camarera de pisos en el hotel Finn's, de Dublín. Se dice que tuvieron su primera cita el 16 de junio de 1904, y por tal motivo ésta, según sus biógrafos, fue la fecha elegida para ambientar su obra capital, Ulises.54
Tras permanecer durante seis días en la vivienda de estudiante de Gogarty, Martello Tower (Torre Martello), tuvo que abandonarla en plena noche tras una escena con Gogarty y otro compañero, en cuyo transcurso aquel disparó su pistola sobre unas cacerolas que colgaban sobre la cama de James.58 Éste caminó toda la noche de vuelta a Dublín para poder descansar en su casa, y al día siguiente envió a un amigo a la torre por sus pertenencias. Poco después partió con Nora hacia el continente.
Pola y Trieste
Joyce y Nora iniciaron su autoimpuesto exilio desplazándose primero a Zúrich, donde se suponía que le esperaba un puesto como profesor de inglés en la Berlitz Language School, facilitado por un agente en Inglaterra. Resultó que el agente inglés había sido estafado, pero el director de la escuela lo reexpidió a Trieste, ciudad que fue parte del Imperio austrohúngaro hasta el 16 de julio de 1920, pasando a ser italiana por el tratado de Saint Germain-en-Laye. Aunque tampoco allí había ningún puesto libre para Joyce, con la ayuda de Almidano Artifoni, director de la escuela Berlitz de Trieste, finalmente consiguió unas clases en Pula (Pola, en italiano), ciudad entonces también austrohúngara, y hoy parte de Croacia.Desde octubre de 1904 hasta marzo de 1905, permaneció en Pula dando clases sobre todo a oficiales de la armada austrohúngara estacionados en la base militar de dicha ciudad. En marzo de 1905 se descubrió un complot de espionaje en la ciudad y todos los extranjeros fueron expulsados. Con la ayuda de Artifoni, los Joyce regresaron a Trieste y James empezó a enseñar inglés allí. Permanecería en la ciudad durante la mayor parte de los diez años siguientes.2 El idioma que se hablará en casa del escritor a partir de ese momento será el italiano. En esta lengua reprendería años después a su díscolo hijo Giorgio y se comunicaría siempre con su hija Lucia, mientras ésta se hundía en una demencia progresiva.59
En ese mismo año, Nora dio a luz al primero de sus hijos, el citado Giorgio.60 James se puso entonces en contacto con su hermano, Stanislaus, tratando de atraerlo a Trieste para que se reuniera con él como profesor en la escuela. Las razones que adujo fueron reclamar su compañía y ofrecerle un futuro más prometedor que el que Stanislaus disfrutaba en Dublín, como simple empleado; lo cierto era que James necesitaba aumentar los ingresos en su familia con la contribución de su hermano.61 Las relaciones entre los hermanos fueron tirantes en el tiempo que vivieron juntos en Trieste, principalmente debido a la frivolidad de James con el dinero y la bebida.62
La vida rutinaria en Trieste frustraba la pasión viajera del escritor, quien decidió trasladarse a Roma a finales de 1906. Marchó con la seguridad de contar con un puesto administrativo en un banco de la ciudad. Sin embargo, sintió enseguida gran aversión por ésta y terminó regresando a Trieste, a principios de 1907. Su hija Lucia nació en el verano de ese mismo año. También en 1907 apareció su primer libro, el volumen de poemas de amor Música de cámara (Chamber Music) y se le presentaron los primeros síntomas de iritis, una enfermedad de los ojos que con los años le dejaría casi ciego.
Continuó durante estos años escribiendo, principalmente relatos, e iniciándose en la línea experimental que sería característica de su obra posterior. También manifestó en esta época, por un lado, cierto rechazo por la búsqueda nacionalista de los orígenes de la identidad irlandesa, y por otro, su voluntad de preservar y fomentar la propia experiencia lingüística, que guiaría todo su trabajo literario: esto le condujo a reivindicar su lengua materna, el inglés, en detrimento de una lengua gaélica que estimaba readoptada y promovida artificialmente.63 64 65 66
Joyce regresó a Dublín en el verano de 1909, llevando con él a su hijo Giorgio. Su propósito era visitar a su padre y publicar su libro de cuentos Dublineses. Sin embargo, a primeros de agosto, sufrió uno de los mayores disgustos de su vida, cuando a través de un complot organizado por sus amigos Saint-John Gogarty y Vincent Cosgrave, le fue sugerido que su compañera, Nora, le había sido infiel en el pasado. Incluso era posible que Giorgio no fuese hijo suyo.67 Sólo los tenaces desmentidos de otro amigo, John Francis Byrne, de su hermano Stanislaus, y las cartas desesperadas de Nora lograron hacerle comprender que todo había sido un infame montaje.68
Una vez superada esa preocupación, visitó a la familia de Nora, en Galway. Ésta fue su primera visita a la familia de su mujer y, para su alivio, la acogida que se le dispensó fue muy satisfactoria. Incluso salió a pasear con Kathleen, la hermana de Nora, que le dio «lecciones sobre el mar», según ella misma contaría.69 Estaba preparándose para volver a Trieste cuando decidió llevar consigo a una de sus hermanas, Eva, para que ayudase a Nora en las labores domésticas. Regresó a dicha ciudad, pero sólo por un mes. Volvió a Dublín representando a unos propietarios para tratar de instalar en esta ciudad un cine, el "Volta". Su gestión fue exitosa, aunque el escritor sólo se involucró en ella durante unos meses; sus socios no tardaron en vender el negocio, y Joyce finalmente no obtuvo beneficio alguno.70 Tampoco cuajó su intento de importar tweed irlandés a Italia; finalmente el escritor volvió a Trieste, en enero de 1910, acompañado por otra de sus hermanas, Eileen. Mientras que Eva enseguida sintió nostalgia de su ciudad natal, y regresaría años más tarde, Eileen pasó el resto de su vida en el continente europeo, donde se casaría con un cajero de banco checo.
1912 fue un año de penurias para los Joyce. Para ayudar a la economía doméstica, el escritor pronunció varias conferencias a primeros de año en la Università Popolare y siguió publicando artículos en los periódicos.71 En abril realizó unas pruebas para convertirse en profesor en Italia, a sueldo del Estado. Obtuvo 421 puntos sobre 450, resultando apto, pero la burocracia italiana finalmente lo impidió por su condición de extranjero.
Volvió fugazmente a Dublín con toda su familia, en el verano de 1912. Prosiguió la pugna sobre la publicación de Dublineses con el editor George Roberts. Mientras estaba en Irlanda, su hermano Stanislaus, que seguía en Trieste, le informó de que iban a desahuciarlos. Finalmente, Stanislaus buscó otro piso más pequeño, donde se trasladaron todos; allí viviría James con su mujer e hijos todo el tiempo que permaneció en Trieste. Las discusiones sobre Dublineses con su editor se centraban principalmente en el relato "An Encounter" ("Un encuentro"), en el que la trama insinúa que uno de los personajes es homosexual. Añadido a estos problemas, todo su entorno dublinés le negó su apoyo, pues le acusaba, entre otras cosas, de traicionar a su país a través de sus escritos.72 El libro finalmente no se publicó (no lo haría hasta dos años más tarde) y aquel fue el último viaje de Joyce a Dublín, pese a las muchas invitaciones por parte de su padre y de su viejo amigo, el poeta William Butler Yeats. Ese fracaso fue motivo de que escribiera una venenosa sátira contra Roberts: "Gas from a Burner" ("Gases de un quemador", vid. fragmento en la sección Ensayo), en la que habla de un «escritor irlandés exiliado» («an Irish writer in foreign parts»).73
En 1913, el poeta Ezra Pound, al tanto de la precariedad de su economía, le escribe por recomendación de Yeats para ofrecerle colaborar en publicaciones como The Egoist y Poetry.
Al año siguiente, 1914, a punto de desatarse la Primera Guerra Mundial, consiguió por fin que un editor londinense al que conocía de tiempo atrás, Grant Richards, publicase Dublineses. La mayor parte de las críticas surgidas fueron buenas, aunque censuraban algunos cuentos por cínicos o sin sentido. Se vendieron pocos ejemplares, por lo que Joyce se quejó al editor, pero éste le contestó que desde que había empezado la guerra las ventas habían caído en picado.75 En ese tiempo, el escritor siguió trabajando en el Retrato, terminó Exiliados y empezó Ulises, novela que tenía en la cabeza ya desde 1907.
Zúrich
En 1915, H. G. Wells se declaró profundo admirador de la obra de Joyce, que leía a partir de las entregas en The Egoist. Ese mismo año, Joyce y familia, ciudadanos británicos, hubieron de dejar el Trieste austro-húngaro por la guerra. Stanislaus, por su parte, fue encerrado en un campo de presos. Los Joyce se trasladaron a Zúrich, Suiza, país neutral, donde el escritor vivió años de gran creatividad. En esta época, su fama crecía día a día, pero sus ingresos seguían siendo exiguos; sobrevivió a base de dar clases, además de con la ayuda de Pound, Yeats, Wells y Harriet Shaw Weaver, editora de la revista The Egoist, quien se convirtió en su agente y le aportó ingresos suficientes para ir tirando en los años siguientes.En diciembre de 1916 se publicaron la primera edición norteamericana de Dublineses y la primera mundial de Retrato del artista adolescente. Ambas se llevaron a cabo por los esfuerzos del editor neoyorquino B. W. Huebsch, complaciendo en ello a Joyce; éste, en octubre, había sufrido una especie de colapso nervioso o depresión, sin embargo había asegurado a Huebsch que 1916 era su año de la suerte.76 El Retrato, basado en la inconclusa Stephen el héroe, es en parte un monólogo interior de sentido profundamente irónico, en el que Joyce demuestra su maestría en el retrato psicológico. La publicación en Estados Unidos le dio a conocer a un público mucho más amplio. Al año siguiente, 1917, se le agudizaron al autor los problemas en la vista que ya se le habían declarado en Trieste: padecía glaucoma y sinequia.77 En interpretación de algún estudioso, estos problemas pudieron deberse incluso a que, debido a ciertas evidencias, y atendiendo a sus propias palabras —«I deserve all this on account of my many iniquities.» [«Todo esto me lo tengo bien merecido por mis muchas iniquidades.»]—, el autor había contraído la sífilis en su juventud.78
Con todo, su fama se había agigantado hasta el punto de que llegó a recibir donaciones regulares de dinero en metálico por parte de una admiradora anónima; según Ellmann, «hasta que pudiera encontrar una situación estable». También en 1917, durante un viaje de salud a Locarno, se enamoró de una médica alemana de veintiséis años, Gertrude Kaempffer, a la que hizo francas proposiciones sexuales que ella, aunque lo admiraba intelectualmente, rechazó. En Ulises, llamó Gerty (diminutivo de Gertrude) a la joven con la que Leopold Bloom se excita en el episodio Nausicaa.
De regreso en Zúrich, recibe la noticia de que un nuevo benefactor anónimo le ingresará mensualmente la cantidad de mil francos. Esto permitió al escritor dejar de dar algunas lecciones en su casa. Más tarde se enteró de que su última benefactora era la esposa de un millonario.79 En 1918 se inició una época buena para Joyce; fundó en Zúrich la compañía teatral "The English Players" con un actor inglés llamado Claud Sykes; representaron preferentemente dramas irlandeses.80 Por otra parte, menudearon las fiestas con sus amigos de Zúrich, August Suter y Frank Budgen. Su mujer, Nora, sin embargo, se manifestaba indignada por el alcoholismo de su marido y solía reprochárselo a aquéllos, porque impedían al escritor centrarse en su "libro" (el Ulises), de cuya naturaleza ella en el fondo no tenía ni idea. Según Ellmann, «Joyce se sorprendía siempre al comprobar la indiferencia, e incluso aversión, de Nora por sus libros».81 Joyce comentó una vez a Budgen:
En la gente que se me acerca, en la que me conoce y la que llega a tener amistad conmigo, suelo tener un tipo u otro de influencia. En cambio, la personalidad de Nora es tan especial que no logro que la mía pueda afectarla, está hecha completamente a prueba de la mía.82Los dos esposos en general se llevaban bien. Nora tendía a moderar las flaquezas de su marido, y en la educación de Lucia y Giorgio, era más severa que él, pues incluso les aplicaba el castigo físico. El escritor en cambio aseguraba que a los niños «hay que educarlos con amor, no con castigos».
Joyce demostró en varias ocasiones su neutralidad en relación con la guerra, y llegó a escribir un poema satírico ("Dooleysprudencia")83 contra las autoridades consulares británicas en Suiza, con las que tuvo varios encontronazos.84
El drama Exiles se publicó en mayo de 1918, simultáneamente en Inglaterra y Estados Unidos. En ese tiempo Ulises estaba siendo publicado por entregas en la revista Little Review; el poeta T. S. Eliot, que las seguía puntualmente, escribió admirado, en la revista Athenaeum (1919):
La ordinariez y el egoísmo quedan justificados al ser explotados hasta alcanzar verdadera grandeza en la última obra de Mr. James Joyce.85Virginia Woolf y su marido Leonard estimaban mucho lo que iba apareciendo, pese a que su procacidad los escandalizaba.86 Katherine Mansfield, en casa de éstos, después de ridiculizarlo, afirmó muy seria que algunas de sus escenas pertenecían a la gran literatura.87 Por ese tiempo, Nora le dijo llorando a Frank Budgen: «Jim quiere que vaya con otros hombres para poder escribir al respecto».88 El matrimonio, sin embargo, debía bromear sobre el asunto, según se desprende de su correspondencia,89 en algunos casos de muy subido tono sexual, y hasta pornográfico. He aquí un pasaje ligero:
¡Me gustaría que me flagelaras, Nora, amor mío! Me encantaría haber hecho algo que te desagradara, algo insignificante incluso, tal vez una de mis costumbres bastante indecentes que te hacen reír: y después oír que me llamas a tu habitación y encontrarte sentada en un sillón con tus gruesos muslos separados y la cara roja como un tomate de ira y un bastón en la mano.
Carta, se cree, de 13/12/190990
Stanislaus fue finalmente liberado del campo de presos en que había pasado toda la guerra. Los Joyce regresaron a Trieste, y aquél se negó a compartir la vivienda con ellos; además estaba molesto con su hermano por varias cosas, entre ellas porque James no le había dedicado Dublineses según había prometido.
París y el Ulises
A mediados de 1920, fue atraído a París por Ezra Pound, que lo tentó con la posibilidad de que se tradujesen al francés el Retrato y Dublineses. Joyce iba para una semana, pero al final se quedó veinte años.1921 fue un año de intenso trabajo para rematar Ulises. Durante el mismo, mantuvo una estrecha relación con el escritor norteamericano Robert McAlmon, quien le prestó dinero y le sirvió accidentalmente de mecanógrafo para el último capítulo de Ulises: "Penélope". En ese año tuvo también mucho contacto con Valery Larbaud y con Wyndham Lewis, y conoció a Ernest Hemingway, que llegó a París recomendado por Sherwood Anderson.93
Joyce tuvo su único encuentro con Marcel Proust en mayo de 1922, ya publicado Ulises. Al salir de una cena en París, a la que también estaban invitados Picasso y Stravinsky, ambos escritores tomaron el mismo taxi de regreso, junto a otras personas. Según el biógrafo de Proust, George D. Painter, se habló «de trufas y duquesas», y Joyce, que iba algo bebido, se quejaba de su vista, mientras Proust lo hacía del estómago. Alguien preguntó a Proust si conocía la obra de Joyce, y el francés aseguró no conocerla, a lo que repuso Joyce que tampoco conocía la de Proust. Joyce quiso fumar y abrió una ventanilla del taxi, que fue cerrada de inmediato, en atención a la mala salud de Proust. El vehículo dejó a cada cual en su casa, y eso fue todo. Joyce aludió a Proust y a su obra en Finnegans Wake.94 Según el biógrafo de Joyce, Richard Ellmann, el episodio sucedió más o menos de esa forma; aclara que Joyce no recordaba del mismo más que las continuas negativas (noes) de una y otra parte. Joyce, en un cuaderno de notas, escribiría sobre Proust: «Proust, bodegón analítico. El lector termina la frase antes que él». El gran escritor francés murió el 18 de noviembre de 1922, y Joyce acudió al funeral.95
La Obra en marcha
En años posteriores, Joyce viajó con frecuencia a Suiza para operarse los ojos y también para tratar a su hija Lucia, quien padecía una enfermedad mental, la esquizofrenia, según aparece registrado en el testamento del escritor a efectos de herencia. Lucia llegó a ser analizada en esa época por Carl Jung; éste, después de leer Ulises, pensó que el padre también sufría de esquizofrenia.98 Jung afirmó que ambos, padre e hija, se deslizaban al fondo de un río, sólo que él sabía bucear y ella se hundía irremediablemente.99 100 Umberto Eco matiza aquí: «Jung se daba cuenta de que la esquizofrenia adquiría el valor de una referencia analógica y había que considerarla como una especie de operación "cubista" en la que Joyce, como todo el arte moderno, disolvía la imagen de la realidad en un cuadro ilimitadamente complejo, cuyo tono lo daba la melancolía de la objetividad abstracta. Pero en esta operación [...] el escritor no destruye la propia personalidad, como hace el esquizofrénico: encuentra y funda la unidad de su personalidad destruyendo otra cosa. Y esta otra cosa es la imagen clásica del mundo».101Jung comentó en una oportunidad al padre los rasgos esquizofrénicos presentes en una de las cartas de Lucia; Joyce se apresuró a rebatir una a una todas sus afirmaciones, con argumentos que muy bien podrían haber sido sacados de Finnegans Wake. En efecto, para el escritor, las contradicciones y distorsiones de Lucia no eran más que reflejo del método que él mismo estaba empleando en su libro. Joyce manifestó a menudo que Lucia había heredado su genialidad: sus males eran debidos a su especial clarividencia.102
En cualquier caso, se desconocen los detalles particulares de la relación que mantenía Joyce con su hija esquizofrénica. Stephen Joyce, heredero actual del escritor, quemó los miles de cartas intercambiadas entre padre e hija, cartas que habían sido recibidas por él en 1982, a la muerte de Lucia.103 Stephen Joyce afirmó en una carta al editor del New York Times: «En cuanto a la destrucción de la correspondencia, se trataba de cartas personales dirigidas por Lucia a su familia. Fueron escritas muchos años después de morir Nonno y Nonna [es decir, Joyce y Nora Barnacle] y no hacían referencia a ellos. También fueron destruidas algunas tarjetas postales y un telegrama de Samuel Beckett dirigido a Lucia. Esto se hizo a requerimiento por escrito del propio Beckett».104
Una breve estancia en Inglaterra, en 1922, le había sugerido el tema de esta nueva obra, que sería la última. El escritor tuvo muchos titubeos al principio de su redacción. «Es como una montaña en la que estoy haciendo túneles en todas direcciones, sin saber qué voy a encontrar», confesó a su amigo August Suter.106 En aquellos años, Henri Michaux y otros artistas que lo conocieron, al comprobar la obsesión del escritor con su nueva obra, que tenía que escribir casi a ciegas, pensaron de él que era el hombre más fermé, más desconectado de la humanidad, que habían conocido.107 Muchas de las primeras críticas recibidas en los primeros años eran negativas, como esta de su hermano Stanislaus en una carta: «Si la literatura va a evolucionar en el sentido que indican tus últimas obras, va a llegar a ser, como intuyó Shakespeare hace muchos años, mucho ruido y pocas nueces». Y en otro lugar: «Has hecho el día más largo de toda la literatura, y ahora vas a hacer la noche más profunda».108 En esa época Joyce importunaba mucho a su padre a distancia con preguntas sobre todo lo relacionado con cuestiones familiares y detalles de Dublín; ante una pregunta especialmente quisquillosa de un enviado de su hijo, exclamó: «Qué, ¿Jim ya se ha vuelto loco?»109
Las críticas hacia los avances de la nueva obra que aparecían en transition arreciaron entre sus allegados, hasta el punto de que su mujer, Nora, le espetó un día: «¿Por qué no escribes libros normales para que la gente corriente pueda entenderlos?» Joyce, desairado, llegó a pensar en ofrecer la Obra en marcha al escritor irlandés James Stephens para que la terminara, aunque luego se echó atrás.110 La aparición, sin embargo, en 1929, de la laudatoria colección de ensayos Our Exagmination Round His Factification for Incamination of Work in Progress, a cargo de Beckett y otros escritores, supuso un gran espaldarazo.
También en 1929, conoció al tenor irlandés John Sullivan, cuya carrera apoyó durante mucho tiempo. Al año siguiente encontró en el judío Paul Léon a un excelente amigo y colaborador.111 En 1931, atendiendo a los ruegos de su hija y de su padre, Joyce contrajo matrimonio con su compañera de siempre, Nora Barnacle; llevaban conviviendo desde hacía casi tres décadas.
La muerte de su padre en diciembre de ese mismo año lo sumió en un estado de completo abatimiento, que el apoyo de su amigo Beckett le ayudó a sobrellevar. Escribió a Harriet Shaw Weaver: «No ha sido su muerte lo que me ha aplastado, sino la autoacusación», pues Joyce se culpaba de no haber vuelto nunca a su país a visitar a su padre.112 El nacimiento de su nieto Stephen, en febrero de 1932, logró reanimarlo un tanto, y le dedicó su poema "Ecce Puer", en el cual se lee: «¡Oh, padre abandonado, /perdona a tu hijo!».113
En ese tiempo, siguió con interés la difusión y traducción de sus obras a otros idiomas, aunque impidió la adaptación cinematográfica de Ulises. W. B. Yeats le ofreció un puesto en la recién creada Academia de Letras Irlandesas, que él rechazo con cortesía: «[...] dado lo que mi propio caso fue, es y, probablemente, será [...] veo claramente que no tengo derecho alguno a que mi nombre conste entre los de sus miembros».114 Su vida social se redujo mucho en sus últimos años en París, que dedicó intensamente a la terminación de su libro, aunque, por ejemplo, conoció al arquitecto Le Corbusier, con el que congenió enseguida conversando meramente «sobre pájaros».115
Finnegans Wake no alcanzaría su forma definitiva hasta 1939, año de su publicación. La obra no fue bien acogida por la crítica, aunque grandes estudiosos, de la talla de Harold Bloom, posteriormente la han defendido a capa y espada. En esta novela, la tradicional aspiración literaria al estilo propio es llevada al extremo y, con ello, casi hasta el absurdo, pues, partiendo del vanguardismo característico de Ulises, el lenguaje deriva experimentalmente, y sin ninguna restricción, desde el inglés llano hacia un idioma apenas inteligible, muchas veces sólo referente al propio texto y autor. Para su composición, Joyce amalgamó elementos de hasta sesenta lenguas diferentes, vocablos insólitos y formas sintácticas completamente nuevas. Puede dar una idea de su dificultad el hecho de que, pese a su importancia, aun hoy, la novela no se encuentra vertida en su totalidad al castellano.
Última estancia en Zúrich
La dureza de los comentarios sobre Finnegans Wake116 117 y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial supusieron un mazazo para el escritor. Por otra parte, continuaban los problemas con la salud mental de su hija Lucia, y aun de su nuera, Helen, que ya había dado signos de desequilibrio y hubo igualmente de ser ingresada, todo lo cual había reducido a los Joyce a un estado continuo de zozobra y angustia. En París, Joyce no veía ya más que a Beckett. Finalmente, «Joyce estaba triste e intratable; bebía demasiado y no hablaba con nadie, ni con Nora».118 Los Joyce regresaron a Zúrich a finales de 1940, huyendo de la ocupación nazi de Francia.Ante la guerra, el escritor demostró un desinterés, según Paci, «incomprensible»; se preocupaba más de los libros que había dejado en París que del avance de la ofensiva alemana. Si le hablaban de Hitler o Mussolini manifestaba una total indiferencia; cuando le mencionaban la persecución de los judíos, comentaba que se trataba de un prejuicio de muchos siglos y que a él personalmente aquellos le agradaban.119
Joyce está enterrado en el cementerio Fluntern; desde su tumba se oyen los rugidos de los leones del zoo de Zúrich. Aunque dos altos diplomáticos irlandeses se encontraban en Suiza en ese momento, no asistieron a los funerales de Joyce; el gobierno irlandés negó a Nora posteriormente la autorización para repatriar los restos mortales del escritor. Nora le sobrevivió diez años. Se halla enterrada a su lado, al igual que su hijo Giorgio, muerto en 1976. Su biógrafo Ellmann informa de que, cuando los arreglos para el entierro de Joyce se estaban realizando, un sacerdote católico trató de convencer a Nora de celebrar una misa funeral. Siempre fiel al criterio de su esposo, ella respondió: «No podría hacerle a él tal cosa».121 El tenor suizo Max Meili cantó "Addio terra, addio cielo", del Orfeo de Monteverdi, en el servicio funerario.
El catolicismo de Joyce
Uno de los aspectos más estudiados en la vida y la obra de este autor es sin duda la relación que mantuvo con la Iglesia Católica. Existe un acuerdo casi unánime, primero, sobre su temprano rechazo de la fe,122 123 124 125 126 y, segundo, sobre las profundas influencias recibidas del catolicismo, siempre admitidas por él mismo, como la de la filosofía de Tomás de Aquino.Vladimir Nabokov suscribe la afirmación de Harry Levin de que Joyce «perdió su religión, pero conservó sus categorías», lo que el primero aplica también a Stephen Dedalus: «En su época escolar estuvo sometido a la disciplina de una educación jesuítica y ahora reacciona violentamente contra ella, aunque sigue poseyendo una naturaleza esencialmente metafísica». De forma que, en este punto concreto, como la mayoría de los biógrafos de Joyce, Nabokov viene a equiparar a creador con personaje.127
Según el traductor de Ulises, José María Valverde, Joyce declaró siempre deber a sus educadores jesuitas el entrenamiento en reunir un material, ordenarlo y presentarlo. Apostilla Valverde: «No sería arbitrario decir que la obra joyceana es la gran contribución —involuntaria, y aun como un tiro salido por la culata— de la Compañía de Jesús a la literatura universal».128 A partir de la época de Ulises, el escritor manifestará una postura fríamente neutral frente al hecho religioso, que únicamente le interesaba a efectos lingüísticos. Distinguía, eso sí, el «absurdo coherente» católico del «absurdo incoherente» protestante.129 130 131 132
Pero se ha suscitado alguna duda y controversia al respecto. La biógrafa Francesca Paci recoge diversos pasajes significativos, como éste de Stephen Hero: «La lengua, la nacionalidad y la religión son agentes de maldad, de esclavitud, de renuncia y de frustración. Y la esclavitud desemboca en la parálisis».133 Menciona igualmente la rebelión del escritor «contra la autoridad de la iglesia católica»,134 que lo condujo a «su definitiva ruptura» con la misma.135 Dice en otro lugar: «Después del abandono de la fe, Joyce comenzó a escribir».136 Pero termina con un equívoco:137 «Joyce repudió a la iglesia católica, pero no la fe, que conservó y volvió a otros objetivos: la vida y el arte».138
Recogida en el Retrato del artista adolescente y también en Ulises, la conocida máxima luciferina, Non serviam (no serviré, no he de servir, se entiende, a Dios139 ), entendida tradicionalmente como clara manifestación del rechazo hacia la iglesia católica por parte del personaje de Stephen Dedalus, álter ego de Joyce en dichas obras, ha suscitado también alguna rebuscada interpretación,140 lo mismo que la respuesta del escritor a la pregunta que se le formuló al final de su vida: «¿Cuándo abandonó usted la Iglesia Católica?» Su contestación fue: «La que debe decirlo es la Iglesia».141
El crítico Hugh Kenner (autor de Dublin's Joyce y Joyce's Voices) y el poeta T. S. Eliot vieron entre líneas del trabajo de Joyce el «residuo de un auténtico católico».142 Estos autores son contestados directamente por Harold Bloom en su Canon: «Cristianizar a Joyce es un procedimiento crítico lamentable. Si existe un Espíritu Santo en Ulises es Shakespeare».143 La opinión de Bloom se pone de manifiesto con claridad en la siguiente comparación que establece con Samuel Beckett: «Conviene siempre recordar que Beckett más que compartía la aversión de Joyce por el cristianismo y por Irlanda. Los dos escogieron París y el ateísmo».144
Anthony Burgess, criado en una familia católica, aunque luego distanciado de la iglesia, no ve esto tan claro: «Non serviam significa lo que significa [pero] el rechazo de Joyce del catolicismo dista mucho de ser absoluto. [...] quizá rechazó los sacramentos, el matrimonio y la eucaristía, pero las disciplinas y, de una manera renegada y torturada, los fundamentos del catolicismo cristiano, permanecieron en él durante toda su vida. [...] En Ulises se le ve obsesionado con la mística identificación entre Padre e Hijo, y el único tema real de Finnegans es el de la Resurrección. [...] La actitud de Joyce hacia el catolicismo es la de amor-odio que caracteriza a la mayoría de los renegados. [...] quedaron jirones de burdo catolicismo en él».145
Algunos autores, L. A. G. Strong entre ellos, llegan más lejos en este sentido al sostener que Joyce se reconcilió al final de su vida con la religión, y que tanto Ulises como Finnegans Wake suponen en lo fundamental expresiones católicas.146 Y no falta quien, como Kevin Sullivan, defiende que no necesitó reconciliarse ya que en realidad nunca abandonó la fe.147
En A Bash in the Tunnel. James Joyce by the Irish [Una fiesta en el túnel. James Joyce por los irlandeses] opinaron sobre el tema varios de sus compatriotas escritores, como Flann O'Brien: «Creo que, a través de velos de lascivia y blasfemia, Joyce emerge como un verdadero católico irlandés temeroso de Dios; se rebeló, no tanto contra la propia Iglesia, sino contra sus casi cismáticas excentricidades, su pretensión de que existe solo un Mandamiento, la vulgaridad de sus edificios, la superficialidad y estupidez de muchos de sus ministros. Su rebelión, noble en sí misma, lo condujo al exilio. [...] Pero su intención era buena. Quieras que no, como la de todos. [...] Mediante carcajadas, mitiga el sentido de condenación que ha recibido en herencia todo católico irlandés».148
En este mismo libro, Samuel Beckett, como su amigo Thomas MacGreevy,149 aprecia en Finnegans toda una simbología del Purgatorio cristiano, directamente enraizada en la La divina comedia de Dante, pero con una particularidad: «El Purgatorio de Dante es cónico y por lo tanto apunta a una culminación. El del señor Joyce es esférico y excluye toda culminación. [...] Y nada más que esto, ni premio ni castigo, simplemente una serie de estímulos al gatito para que se alcance la cola».150
Amigo íntimo de Joyce, su paisano Arthur Power recuerda cómo encolerizaba a «su innata espiritualidad el provincianismo dogmático de la iglesia católica romana irlandesa, lastrando su alma inquisitiva mediante lo que para él no eran sino rituales absurdos, prohibiciones medievales y miedos a castigos inhumanos que perdurarían por toda la eternidad».151
Vemos que Beckett y Power albergan serias dudas de que Joyce fuese un «verdadero católico irlandés temeroso de Dios». Dicha afirmación, de otra parte, no parece corroborada por una lectura atenta de la correspondencia y las obras principales del irlandés, a menos que éste por algún motivo se empeñase en ocultar o encriptar celosamente en ellas fe y ortodoxia. Si no surge en las novelas la crítica expresa y razonada del catolicismo, como en el Retrato, lo hace su esquema paródico, como en tantas páginas de Ulises. En general, la actitud del autor frente al fenómeno religioso, como se ha visto,152 será ya siempre fría y profesional, no trasluciéndose, en las dos grandes novelas finales, otra cosa que resentimiento y sarcasmo anticlericales153 y antirreligiosos, a menudo desembocando en la blasfemia más descarnada.154 155 156
Umberto Eco, en el capítulo "El catolicismo de Joyce" de su estudio Las poéticas de Joyce, menciona la «misa negra» que se celebra en el episodio "Circe" de Ulises, así como la blasfemia eucarística presente en "Nausicaa"; a Joyce, una vez rechazada la disciplina, como a los episcopi vagantes medievales, «le queda el sentido de la blasfemia celebrada según un ritual litúrgico. [...] abandonada la fe, la obsesión religiosa no abandona a Joyce. Presencias de la pasada ortodoxia emergen una y otra vez en toda su obra en forma de personalísima mitología y de blasfemadores ensañamientos que, a su manera, revelan permanencias afectivas. [El término "catolicismo" aplicado a Joyce] es válido para indicar la actitud de quien, habiendo rechazado una sustancia dogmática y habiéndose desarraigado de una experiencia moral determinada, conserva como hábito mental las formas exteriores de un edificio racional y mantiene una disposición instintiva, no pocas veces inconsciente, a la fascinación de las reglas, ritos, imágenes litúrgicas».157
En esta línea, más escuetamente, la editora de varias de las obras joyceanas, Jeri Johnson, comenta, aunque del semiautobiográfico protagonista del Retrato: «Sus propias palabras lo traicionan. [...] Lejos de escapar de su nacionalidad, de su lengua, de su religión, Stephen los llevará siempre consigo».158
«Difícilmente puede dudarse —señala Herbert S. Gorman, su primer biógrafo— que la obscenidad, la indecible vulgaridad, el deliberado alarde de inmundicia presente en algunas partes de Ulises son resultado directo y espantado de la tremenda opresión mental y moral sufrida en la iglesia».159
Recuerda el editor irlandés de Dublineses, Terence Brown, que Joyce compartía con sus colegas del Celtic Revival, en su mayoría agnósticos o protestantes, la convicción de que los males de Irlanda partían principalmente del hecho de la dominación del país por parte de los ingleses. Pero, Joyce en particular, encontraba que el otro gran poder en su país, el de la Iglesia Católica, era aún más pernicioso para sus compatriotas, ya que nadie discutía su autoridad.160 Refiere Brown una frase lapidaria de Joyce: «No entiendo qué sentido puede tener atronar tanto contra la tiranía inglesa, cuando es la de Roma la que se ha adueñado del palacio del alma».161
Harry Levin, por su parte, define a Joyce como «un irlandés parisino, un hereje católico [...], excomulgado y expatriado, el hombre sin país y sin creencias».162 Y el profesor español Fernando Galván, responsable de una edición crítica de Dublineses, habla en la introducción a la misma del «agnosticismo confesado del autor».163
De una forma u otra, en una carta a su futura esposa, Nora Barnacle, de agosto de 1904, Joyce no pudo ser más explícito:
Mi entendimiento rechaza todo el orden social actual y el cristianismo: el hogar, las virtudes reconocidas, las clases en la vida y las doctrinas religiosas. [...] Hace seis años dejé la iglesia católica, con el odio más ferviente. Me resultaba imposible permanecer en ella a causa de los impulsos de mi naturaleza. Hice la guerra en secreto contra ella, cuando era estudiante, y me negué a aceptar las posiciones que me ofrecía. Al hacerlo, me convertí en un mendigo pero conservé el orgullo. Ahora le hago la guerra a las claras con lo que escribo, digo y hago.164 165Y si se recurre al testimonio de los familiares del escritor: «La ruptura de mi hermano con el catolicismo se debía a otros motivos. Para él era imperativo salvaguardar su auténtica vida espiritual de la devastación de la existencia falsa que se le había impuesto. Pensaba que los poetas, de acuerdo con sus dones y personalidad, eran los verdaderos depositarios de la vida espiritual de su raza, y los sacerdotes no eran más que usurpadores. Detestaba la falsedad y creía en la libertad individual con una intensidad que no he conocido en ningún otro hombre», escribió su hermano Stanislaus en su libro de memorias My Brother's Keeper [El guardián de mi hermano] (1957).166
Ya se ha visto, por último, la reacción de Nora Barnacle ante la sugerencia de celebrar una misa funeral por su esposo: «No podría hacerle a él tal cosa».167 168 A lo largo de su vida, entre 1907 y 1939, Joyce publicó una obra corta pero intensa, debido a lo cual suele ser considerada libro a libro. Consta de una colección de cuentos: Dublineses, dos libros de poesía: Música de cámara y Poemas manzanas, una obra de teatro: Exiliados, y las tres novelas que lo hicieron célebre: Retrato del artista adolescente, Ulises y Finnegans Wake. De este autor se conservan además una novela inacabada: Stephen Hero, un conjunto de ensayos, en prosa y en verso, algunos poemas sueltos y dos cuentos infantiles que dedicó a su nieto, así como abundante correspondencia. Joyce recibió importantes influencias de los siguientes autores: Homero, Dante Alighieri, Tomás de Aquino, William Shakespeare, Edouard Dujardin, Henrik Ibsen, Giordano Bruno, Giambattista Vico y John Henry Newman, entre otros.
Semblanza biográfica: Wikipedia. Texto: El cuento del día. Foto: Archivo.