La escritora Siri Hustvedt plantea en El mundo deslumbrante un complejo juego de máscaras y falsas identidades para examinar los prejuicios de género en el arte
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Siri Hustvedt, autora estadounidense de El mundo deslumbrante./Pablo Castagnola./elpais.com/babelia |
Todas las creaciones intelectuales y artísticas, incluso las bromas,
las ironías o las parodias, tienen mejor recepción en la mente de las
masas cuando estas saben que, en algún lugar detrás de una gran obra o
de un gran engaño, se encuentra una polla y un par de pelotas”, reza el
categórico inicio de El mundo deslumbrante (Anagrama), la nueva novela de Siri Hustvedt
(Minnesota, 1955). Su protagonista es Harriet Burden, personalidad
semiolvidada de la escena artística neoyorquina de los ochenta,
convertida tras su muerte en objeto de estudio por parte de críticos y
académicos. Más que como artista, fue conocida como esposa del poderoso
marchante Felix Lord y anfitriona de deliciosas fiestas que reunían a
toda la intelectualidad de Manhattan. Hasta que, en el tramo final de su
vida, Harriet decidió orquestar un curioso experimento: se sirvió de
tres hombres que le sirvieron de fachada para presentar sus propias
creaciones ante el mundo. Escondida tras el rostro de jóvenes de perfil
multirracial y sexualidad líquida, Harriet fue aclamada inmediatamente
como una artista magistral.
Con su último artefacto narrativo, inspirado en esa noción de
“personalidad poética” que enunció su admirado Kierkegaard, Hustvedt
desenmascara “el prejuicio antifemenino en el mundo del arte”, pero
también “cómo las ideas inconscientes respecto a la raza, el género y la
celebridad influyen en la recepción de una determinada obra de arte”.
Al ver aparecer su figura longilínea en el bar del hotel parisiense que
le sirve de hogar durante un par de semanas, cabe preguntarse qué parte
de la experiencia de Harriet compartirá la escritora, eclipsada a ratos
por la fama cegadora de su marido, Paul Auster, pero cuya obra, que
lleva dos décadas oscilando entre la novela y el ensayo, es depositaria
de un prestigio intelectual seguramente mayor. Hustvedt respondió con
pocos tapujos.
¿Cómo se alimentan sus novelas de sus ensayos?
Para mí, ficción y no ficción son vasos comunicantes. Mi
trabajo como investigadora siempre alimenta a mi tarea de novelista, y
viceversa. Lo bueno de la novela es que es un organismo maleable, que
logra absorber todo tipo de cosas. No debes ceñirte a un argumento
implacable y puedes introducir en ella ideas contradictorias. Se trata
de un formato más libre que el ensayo. He intentado introducir esa
flexibilidad y ambigüedad de planteamiento a mis obras de no ficción,
pero no funciona tan bien como en una novela.
Se la califica a veces como “novelista de las ideas”. ¿Le disgusta esa etiqueta?
No, puedo aceptarla sin problemas. Es cierto que me fascinan las
ideas y que estas aparecen continuamente en mis novelas. Lo que no
significa que las escriba con la simple intención de transmitir una idea
de orden filosófico. Para mí, escribir ficción es como ponerse una
máscara. Pero no para esconderse, sino para revelarse.
En El mundo deslumbrante, cita a
Oscar Wilde: “Dad una máscara al hombre y os dirá la verdad”. Pero
Harriet se sirve de esa máscara no para revelarse a sí misma, sino sobre
todo para alterar la percepción que los demás tienen de ella.
Me inspiré en una idea recientemente resucitada en psicología y
neurociencia. En el siglo XIX, Hermann von Helmholtz enunció un concepto
al que llamó “inferencia perceptiva inconsciente”. Lo que dijo es que
raras veces logramos ver algo distinto de lo que estamos predispuestos a
ver. Es decir, que nuestra visión del mundo está determinada por
nuestras expectativas. Solo al darnos de bruces con algo extremadamente
novedoso se produce una inmensa explosión que logra invalidar esa
tendencia.
Las feministas jóvenes no han renunciado a la sexualidad. En los setenta sí hubo mucho puritanismo”
Lo novedoso es que introduzca esa teoría en el terreno del género.
Existen miles de ejemplos que demuestran que existe un realce de
lo masculino en todas las artes. Si vinculas el nombre de un hombre a
cualquier obra, será ensalzada. Si lo haces al de una mujer, será
menospreciada por sistema. A estas alturas, me parece innegable.
¿No ha habido ningún cambio desde los días de George Sand o
las hermanas Brontë, forzadas a hacerse pasar por hombres para que su
obra se tomase en serio?
Existen ideas intrínsecas a nuestra civilización que siguen
plenamente vigentes. Lo masculino se sigue asociando al intelecto y la
cultura; lo femenino, al cuerpo y la naturaleza. Hay que ver este debate
en términos históricos. En Estados Unidos, las mujeres no pudieron
votar hasta 1920. En Francia e Italia, no fue hasta después de la
Segunda Guerra Mundial. Y en algunas partes de Suiza, agárrese, no fue
hasta 1974. Se decía que, si votábamos, la democracia se hundiría.
En muchas partes del mundo, las mujeres no han sido ciudadanas plenas
hasta hace pocas décadas. No es sorprendente que el sexismo siga ahí. Y,
a la vez, soy consciente de que hoy nadie pide que se nos retire el
derecho al voto, así que algo habremos evolucionado.
¿Por qué ambientó este libro en el mundo del arte contemporáneo?
En Nueva York, el mundo del arte es un microcosmos constituido por
personas izquierdistas y biempensantes, que nunca afirmarían que actúan
siguiendo principios patriarcales ni se definirían como sexistas, pese a
que en el fondo lo sean. Todo el mundo sabe que el mundo de la ciencia o
el de la construcción son machistas. Llevarlo al terreno del arte me pareció mucho más estimulante.
Pero usted no ha vivido lo mismo que Harriet, ¿o sí?
Es cierto que no he tenido su mismo destino. No he sido ignorada,
sino publicada e incluso celebrada. He tenido bastante suerte. Pero, a
la vez, tampoco escapo a ese tipo de prejuicios. Tengo editores en
algunos países que me mandan insistentemente portadas de color rosa con
imágenes de mujeres, ¡incluso para los dos libros que he escrito con
narradores masculinos! Para una escritora, el sexo es tan importante que
lo colorea todo de rosa, incluso literalmente.
Su personaje sostiene que, durante décadas, se sintió solo
“la anfitriona de las fiestas de su marido”. A un nivel distinto, ¿se
ha sentido usted tratada a veces como simple consorte de Paul Auster?
Es un asunto complicado, ya que también tiene que ver con la fama.
Pero tal vez le puedo contar una anécdota para responder a su pregunta.
Hace unos años fui a Italia para promocionar uno de mis libros. Se
presentó un periodista a entrevistarme. Nada más llegar, me soltó: “En
realidad, no me interesan ni usted ni su libro. Solo me interesa su
marido. ¿Me podría hablar de él?”. Fue uno de esos casos en que la
estupidez se mezcla con la hostilidad. ¿Le sucedería algo así a un
hombre? Podemos imaginar alguna excepción, pero yo creo que no. A la
vez, cuanto mayor me hago, más claro tengo que como mujeres debemos
ejercer el poder y la autoridad, y no esperar a que nos den permiso para
hacerlo.
Todo el mundo sabe que el mundo de la ciencia o
el de la construcción son machistas. Llevarlo al terreno del arte me
pareció mucho más estimulante"
En los noventa, escribió un ensayo denunciando el
puritanismo que invadía parte del movimiento feminista estadounidense.
¿Sigue siendo el caso?
No, eso ha desaparecido. Las feministas jóvenes no han renunciado a la sexualidad ni a lo sexy.
Las chicas de hoy, como mi hija Sophie, que tiene 27 años, ejercen un
feminismo muy distinto. En los setenta sí hubo mucho puritanismo, tal
vez porque la mujer objeto era un concepto tan poderoso que había
necesidad de suprimirlo. Con el tiempo, nos hemos dado cuenta de que
somos sujetos sexuales y que no podemos renunciar a ello.
Incluso estrellas del pop como Beyoncé o Taylor Swift hoy se presentan como feministas. ¿Las ve como tales?
Sí, estoy a favor de lo que proponen. Beyoncé pretende rehabilitar
la palabra feminista, que es algo que yo llevo muchos años intentando.
Hasta no hace tanto tiempo, pronunciar esa palabra en público todavía
provocaba muchos silencios incómodos.
En el libro, describe a Harriet como “un monstruo” y la compara incluso con la criatura del Doctor Frankenstein…
Es que Harriet se siente monstruosa y la gente la ve como un ser
monstruoso. Yo entiendo lo monstruoso como algo que escapa a todo
intento de categorización. Y ese es el caso de Harriet.
Lo que no queda claro es quién actúa aquí de Doctor
Frankenstein. ¿Quién sería el responsable de la monstruosidad del
personaje?
Qué bonita pregunta… [se para a reflexionar un segundo]. Creo que
ella misma es parcialmente responsable de su situación, porque se trata
de una mujer que se sabotea a sí misma. Pero también existen otros
responsables, como su familia y la cultura en la que creció.
Precisamente, en un pasaje apunta que Harriet todavía
recuerda el día en que su padre regresó de la guerra, como si fuera un
hecho traumático. El personaje pertenece a una generación que maduró en
un mundo gobernado temporalmente por mujeres, ya que los hombres se
encontraban en el frente. Pero, cuando regresaron, esa ilusión de
emancipación terminó bruscamente.
El relato de Harriet también es una historia cultural. Habla de
una generación de mujeres diez o quince años mayores que yo, las
primeras que accedieron en masa a la universidad, pero que después no
fueron contratadas por nadie y tuvieron que volver a la cocina. El
feminismo de los sesenta surge de esas mujeres enfrentadas a una
involución. En pocos años, el modelo de mujer pasó de ser Rosie the
Riveter [icono de la mujer obrera durante la guerra] al ama de casa con
senos gigantes que se limitaba a preparar el desayuno cada mañana.
En el libro dice que las mujeres artistas son
sistemáticamente ignoradas, con dos excepciones: las ancianas y las que
ya están muertas.
De nuevo, tiene que ver con el estereotipo del objeto sexual. Por
brillante que sea, una chica de veinte años no encaja en la categoría
heroica de los genios. Cuando una mujer envejece y deja de contar con
una sexualidad deseable, entonces puede producirse ese reconocimiento.
Existen muchos ejemplos que lo demuestran, como Joan Mitchell, Lee
Krasner, Alice Neal o Louise Bourgeois. Harriet es tan iracunda como
esta última.
Por brillante que sea, una chica de veinte años no encaja en la categoría heroica de los genios"
A Harriet también la llaman loca para desacreditarla…
Es otro estereotipo habitual, pese a que Harriet no esté loca. Es
neurótica e inestable y no se puede confiar en ella, pero no tiene nada
de loca. Esos desequilibrios me fascinan. La psiquiatría y la
neurociencia me parecen la mejor manera de comprender en qué consiste lo
humano.
¿Por qué la neurosis, omnipresente en su obra, tiene tan mala prensa, cuando es claramente un signo de los tiempos?
Porque a todos nos gusta vernos —a nosotros mismos y al mundo en
que vivimos— como mucho más coherentes de lo que somos. Intentamos
definir el mundo a través de un puñado de categorías cognitivas, pero
nuestra experiencia siempre logra desbordarlas, lo que produce ansiedad y
temor. Una de las grandes funciones de la novela es explorar esa
realidad pavorosa en un marco puramente estético, sin los riesgos que
uno tomaría en la vida real.
Al quedarse viuda, Harriet se muda a Brooklyn, escapando
de esa intelectualidad de Manhattan que tanto aborrece. Y usted, ¿se fue
a vivir allí por esa razón?
En realidad solo me instalé con mi marido,
que ya vivía allí cuando lo conocí. De eso hace treinta años y éramos
demasiado pobres para poder vivir en Manhattan. Paradójicamente,
Brooklyn ha acabado volviéndose chic y carísimo…
¿Le sorprende asistir a ese cambio?
Debo reconocer que es desconcertante. Al principio me dije: “Qué bien, por fin podré comprar un pan decente en tiendas gourmet”.
Hasta que, un día, entendí que las cosas habían llegado demasiado
lejos. El otro día cerró nuestra tintorería y los dueños de la tienda de
la esquina acaban de recibir un aviso para marcharse inmediatamente. La
gentrificación deja de ser buena cuando se transforma en avaricia inmobiliaria.