Después de treinta años años leyendo a Proust, he visto por primera vez de cerca su letra
Cahier 12, de Marcel Proust, de 1909. / BnF, Dist. RMN-Grand Palais./elpais.com |
Marcel Proust tenía una letra rasgada y diminuta y escribía sobre
cualquier superficie que tuviera a mano. Escribía en estrechos cuadernos
verticales quizás pensados para ajustarse a los bolsillos de una
chaqueta o un abrigo de su época, cuadernos diseñados con una elegancia
mundana de pitilleras o petacas de licor. Escribía en baratos cuadernos
escolares y en hojas a veces no más grandes que un papel de fumar, en
reversos de sobres, en páginas arrancadas de agendas. Escribía en los
márgenes y entre las líneas de las copias mecanografiadas de los
capítulos de su novela inacabable y en el reverso en blanco de esas
mismas páginas. Escribía sobre las galeradas ya compuestas y a punto de
editarse. La letra inclinada y mínima se infiltraba como raíces y
tentáculos de una planta trepadora entre las líneas rectas y los
márgenes fijos del texto impreso, que así recobraba su condición de
borrador, de obra en marcha que no puede darse nunca por terminada
mientras dure la vida y la imaginación permanezca activa. Lo que había
parecido definitivo ahora sucumbía a tachaduras en aspa y borrones
furiosos. A lo ya terminado y corregido le brotaba la hiedra selvática
de nuevas ocurrencias, de vínculos recién descubiertos y de hilos de
intuiciones que era preciso seguir.
Escribiría hasta quedarse sin fuerzas, hasta que la mano ya no pudiera seguir sosteniendo la pluma, bajo la luz eléctrica de su dormitorio
Él mismo comparaba sus trances de inspiración a golpes sucesivos de
olas contra una orilla en la que el mar no se apacigua nunca. En sus
cuadernos verticales de anotarlo todo cabe igual una metáfora inusitada
que un comentario trivial escuchado al paso por la calle o que uno de
esos giros pomposos que infectan de un día para otro el habla común y el
lenguaje de los periódicos. Sólo al final de su vida vivió Proust
enclaustrado en su dormitorio de cortinajes echados durante el día y
paredes forradas de corcho, y aun entonces aprovechó sus penúltimas
fuerzas para salir a ver alguna cosa que le interesaba, para visitar de
nuevo un lugar que deseaba describir con un máximo de precisión o
encontrarse con alguien que le suministraría alguna dosis del material
con el que modelaba un personaje. Un día de mayo de 1921, ya muy
debilitado, fue al museo del Jeu de Paume para observar de cerca la Vista de Delft
de Vermeer, no por amor desinteresado a la pintura sino porque ese
cuadro precisamente era el preferido de su novelista inventado Bergotte,
cuya muerte había contado ya. Testigos que lo veían entonces en París
recordaron que tenía una palidez de ultratumba. Jean Cocteau fue a
visitarlo una noche de invierno durante la guerra y al verlo envuelto en
mantas y pieles, en su gran piso helado, en la penumbra del toque de
queda, pensó que se parecía al capitán Nemo después de quedarse solo en
su submarino.
Muy enfermo, más débil aún por la falta de ejercicio, la tarde del
Jeu de Paume Proust sufrió un desvanecimiento delante de ese cuadro que
era para él un emblema de la capacidad suprema del arte para apresar la
belleza y el temblor de lo real y hacer duradero lo más fugitivo: esa
mancha dorada del primer sol de la mañana en un muro de ladrillo. Un
amigo lo sostuvo en pie. Volvió inmediatamente a casa y le pidió a
Céleste Albaret, su ama de llaves y enfermera y secretaria, las páginas
del manuscrito en las que estaba contada la muerte de Bergotte. Y se
puso a tachar y a corregir y agregar de modo que la experiencia de su
pérdida de conocimiento y su miedo a morir enriqueciera la escena de la
agonía de su personaje.
Escribiría hasta quedarse sin fuerzas, hasta que la mano ya no
pudiera seguir sosteniendo la pluma, bajo la luz eléctrica de su
dormitorio, sin enterarse de si era de noche o de día, sobre una mesilla
inestable de bambú no mucho mayor que una bandeja de desayuno, las
hojas del manuscrito desplegadas sobre la cama o caídas por el suelo, la
letra cada vez más rápida, más pequeña y rasgada, una línea nerviosa
como de sismógrafo, como un registro de los impulsos eléctricos de la
actividad cerebral.
Unas veces la letra avanza sobre las hojas a tal velocidad que acaba pareciendo una taquigrafía indescifrable
Después de treinta años de mi vida leyendo a Proust, con una emoción
que el tiempo y la familiaridad hacen cada vez más intensa, he visto por
primera vez de cerca su letra, los primeros borradores tentativos de À la recherche, los cuadernos verticales y estrechos con sus tapas art nouveau,
las libretas escolares rayadas, con los márgenes apurados por la
codicia de la escritura, con las tapas de cartón desgastadas. He
empujado la puerta de una sala con iluminación tenue, para no dañar el
papel, en la Morgan Library, en la primera hora del primer día de la exposición dedicada al centenario del primer tomo de la novela, Du coté de chez Swann. Algunos proustianos
más resueltos que yo me habían precedido. Nos movíamos en silencio de
una vitrina a otra, y lo que nos estremecía, lo que nos agrupaba en una
fraternidad sigilosa, no era tanto la materialidad estática del papel
como la revelación visible del proceso de la escritura. Allí estaban las
primeras incertidumbres, el tesón de persistir en algo que no se sabe
todavía lo que es. En algún momento Proust se pregunta, en uno de esos
cuadernos primeros, si lo que ha de escribir, lo que le viene rondando
la imaginación desde hace tanto tiempo, será o no una novela, o quizás
un ensayo literario, o un tratado filosófico. Escribe y tacha, cuenta un
episodio que no sabe a qué pertenece y años después, en otro cuaderno,
lo escribe de otra manera. Unas veces la letra avanza sobre las hojas a
tal velocidad que acaba pareciendo una taquigrafía indescifrable. Otras,
por cada palabra, cada frase concluida, hay una tachadura.
Al cabo de un rato de observación cuidadosa hay nombres, pasajes
manuscritos que puedo descifrar y reconocer: estoy viendo surgir por
primera vez, delante de mí, como se vería en otro tiempo formarse una
fotografía en el líquido del revelado, un fragmento de algo que ahora
forma parte de mi archivo indeleble de la literatura. En una carta
Proust felicita a Camile Saint-Saëns por su sonata para violín y piano:
en un lugar de los manuscritos la sonata que escuchan Swann y Odette aún
está identificada expresamente como la de Saint-Saëns. Poco después, en
otra de las versiones sucesivas, la química de la ficción ha actuado y
la música pertenece al compositor inventado Vinteuil.
La novela se extiende tanto que ya no puede caber en un solo volumen.
La novela crece expandiéndose y ramificándose con una fecundidad
orgánica que abarca la vida entera de su autor, y que se alimenta no
sólo de su memoria sino también de lo que está ocurriendo mientras
escribe. Cuando llega la guerra en 1914 y se detiene la publicación del
segundo volumen, la guerra misma entra en la novela ya omnívora. En una
vitrina, en el centro de la sala, en la Morgan Library, está lo que
Proust nunca vio: la edición completa en siete tomos que sólo apareció
en 1927, cuando llevaba muerto cinco años. No hay monumento fúnebre más
noble para un escritor.
Marcel Proust and Swann’s Way: 100th Anniversary.
The Morgan Library & Museum. 225 Madison Avenue. New York. Hasta el
28 de abril.
www.antoniomuñozmolina.es