sábado, 23 de febrero de 2013

Minicuentos eróticos 4




De malabares, fluidos,  y orificios   ¡Atención! Los textos pueden herir o estimular su sensibilidad





Feroz
Andrés   Portillo                                                                                                         
Fue una noche de gargantas profundas, de lenguas golosas y dentelladas. Desde entonces, si Caperucita
tiene hambre, se adentra en el bosque ansiosa de lobo.

Proporcionarle placer

Alberto García Salido
Cuando se conocieron le aseguró que el amor no requería manos.
Él se dejó hacer.
Le convenció al casarse que los brazos eran estorbo y, apenas un año más tarde, prepararon las piernas por ser amenaza de huida.
Tumbado en la cama se convirtió en un muñeco sin miembros diseñado para proporcionarle placer.
Fue feliz hasta que ella sacó las tijeras y señaló el último apéndice que le quería comer.

Encuentros

Ana Vidal Egea
Desde un comienzo la intimidad nos aterraba a los dos, a solas nos invadía un pudor extraño.
Cuando quién nos acompañaba amenazaba con marcharse se nos desinflaba el deseo bruscamente y sin dilación: nos quedábamos sin palabras, súbitamente desencantados, desconociéndonos de repente, con la necesidad urgente de escapar el uno del otro sin atender a explicaciones.
El primer beso fue público. Era entre la gente cuando nos atraíamos de manera obsesiva, seducidos por un magnetismo irrefrenable que no éramos capaces de controlar. También fue pública la primera vez que me penetró.
Han pasado años. Desde entonces seguimos yendo dos o tres veces por semana a ese lugar sórdido donde los desconocidos observan, se desnudan y comparten orgasmos en la oscuridad. Sólo arropados por los gemidos y las miradas insaciables de hombres y mujeres, somos capaces de entregarnos el uno al otro (nadie más nos toca).
Sólo rodeados de sexo construimos el amor.
Sólo allí somos diferentes al resto.

El Perro

Luisa Fernández
Tras abrir la puerta advertí su figura en el umbral. Era toda una patética escena. Allí estaba. Vestido sólo con unos calcetines negros, a cuatro patas, con la lengua fuera y jadeando. El collar que llevaba era el de castigo, con los pinchos hacia dentro. Lloriqueó, moviendo enérgicamente su enorme trasero. Las lorzas subían y bajaban al compás. Cerré de un golpe de tacón. Me pidió carantoñas con sus manitas. Le frené con ese mismo pie y lamió mi suela, lanzando gemiditos de cachorro. Lo separé de una patada. Cayó panza arriba, pataleando. Dejé resbalar mi abrigo de pieles hasta el suelo y saqué la fusta que llevaba trabada al cinturón. La hice restallar en el aire.
—¡Has sido un perro malo! ¡Tendré que castigarte!
Y así, tal cual estaba, me lié a latigazos.
Alguien debería haberme advertido que aquel jueguecito con mi jefe, me iba a pasar factura. Ahora, cada vez que me ve por los pasillos de las oficinas levanta la pierna y echa una gran meada. Y eso es todo un problema, porque yo soy la mujer de la limpieza.

Sexo oral

Roberto Malo
Mi amada está cansada de chupármela. Ya vale de sexo oral, me dice. Pero dada tu condición, intento razonar, pellizcándole un pezón, es de lo poco que podemos hacer. Ella se pone roja como un cangrejo. ¡Me voy, ahí te quedas, que eres un guarro!, me grita, y mi sirena salta del barco y se aleja por el ancho mar, meneando su cola de pez con brío y cierto despecho.

Las amargas lágrimas de Petra von Kliksberg

Isidro Tomasa
Entre octubre de 1789 y mayo de 1807 trabajó en el hospicio para niños huérfanos y desvalidos de Königsberg una religiosa prusiana llamada Petra von Kliksberg. Los registros señalan que había abrazado la doctrina más integrista y rencorosa de todos los tiempos, y así muchos la refieren como “la institutriz feminista”. De buena mañana adoctrinaba a sus inocentes pupilos sobre lo que llamaba el “pecado atávico”, que consistía en que estaba científicamente demostrado que el género masculino había molido a palos a las mujeres desde la noche de los tiempos y por tanto dicho delito era imputable a la condición genética de todos los varones y no a su libre albedrío.
Dedicaba sus largas tardes en el hospicio al mantenimiento de su colección de látigos, varas, azotes y flagelos. Siempre tenía con ella a tres o cuatro desvalidos huerfanitos. La sangre vertida llenaba de frenesí sus sentidos y, no obstante, tras las laudes de la mañana siguiente, confesaba siempre su desaliento a su diario secreto: “Por más que les pego, no hay manera de que aprendan a lamerme el clítoris como a mí me gusta”.
Casi veinte años tardaron las autoridades a descubrir que el patio del hospicio estaba sembrado de jóvenes cadáveres que no habían soportado tanto delito atávico como cargaban sus tiernas espaldas. Petra von Kliksberg fue llevada ante la justicia, donde en vano derramó amargas lágrimas, puesto que fue sentenciada a morir a latigazos, como una perra, a manos de los huérfanos supervivientes.
–Me va a explotar el coño de tanta alegría –fueron, dicen las crónicas, sus últimas y desvergonzadas palabras.

Bibliófilia
José Abad
Que me llames anticuado, pase, pero rebato el resto de acusaciones. Qué mal hay, pregunto yo, en trascender nuestras necesidades primarias. ¡Qué mal hay, pregunto, en civilizar este ímpetu animal que encerramos en las cuadras de nuestro ser! Tú me respondes con una pregunta retórica: Que a quién se le ocurre, en momentos tales, toda esta parafernalia… ¿Ves? Has dicho “parafernalia”. Hace un año, cuando nos conocimos, habrías usado términos muy distintos: “este rollo”, “esta tontería”, “esta gilipollez”, etc. Ahora, tras meses de promiscuidad con las letras clásicas, tras infinitos ménage à trois con los bardos más insignes, tras convocar repetidamente versos y prosas en nuestra intimidad, hemos recogido unos frutos dorados: nuestra satisfacción física y nuestro enriquecimiento personal. ¿Que no te gusta que te llame Dulcinea, Justine o Lolita? ¿Que tu nombre es María del Mar y sanseacabó? ¿Que ya está bien de simulacros?... ¿Ves? Has dicho “simulacros”. Hace un año ignorabas que existiera una palabra semejante. Te quejas además del ambiente. A mí no me importaría llevarme los libros al dormitorio, pero hacerlo en la biblioteca tiene sus ventajas. ¿Y si la ocasión pide unos sonetos de Guido Cavalcanti y no tenemos a mano más que unos madrigales de Tasso? No hay color… Tu ingratitud me hiere como una errata, un gazapo, un ripio, ya sabes a qué me refiero. ¿Has olvidado cuánto partido hemos sacado a las ediciones ilustradas de libertinos dieciochescos? ¿Y la de ideas que nos ha sugerido la antología de poesía sacra encuadernada en media holandesa, eh? Y digo yo, qué mal hay, al hacer el amor, en intentar hacer literatura.