A los 83 años, la escritora Margo Glantz usa la red para intervenir en política y también para hacer lo de siempre: literatura
COMUNICADA. Margo Glantz en Buenos Aires, en septiembre del año pasado./Revista Ñ |
Empecé a usar el tuiter cuando me di cuenta de que podía ser un
arma política formidable y un medio idóneo para obtener información de
manera casi instantánea, desde muy diversas fuentes. Fueron los grandes
movimientos populares surgidos sobre todo en los países árabes los que
me hicieron interesarme en participar de manera activa en esta nueva
forma de comunicación. También el triunfo del presidente Obama, quien se
valió de las redes sociales para incrementar su popularidad y conseguir
triunfar de manera inédita.
Pensar que con sólo unas cuantas
palabras se pueden difundir cosas muy importantes y organizar a la gente
casi con la rapidez del sonido me atrajo de inmediato: exagero,
obviamente, pero ¿acaso la palabra inglesa twitter no significa trino o gorjeo? ¿Es decir, algo rápido, melodioso, y a la vez inmediato?
Me
divirtió leer en una entrevista reciente que según quien me entrevista
pertenezco a la generación del cine mudo: me vuelven antediluviana, como
cuando mis hijas de niñas me preguntaban si en “mi época” ya se viajaba
en automóvil. En algo tienen razón: desde entonces han acaecido cambios
tecnológicos tan vertiginosos que nuestra percepción de la realidad se
ha alterado medularmente: la irrupción a la vida cotidiana de objetos
como el teléfono celular, los i-pads , el Google , el Facebook , el Twitter
, etc, sin los cuales parece que no podríamos sobrevivir, modifican
nuestra relación con el tiempo y con el lenguaje, afirmaciones estas que
de repente se vuelven redundantes por tan obvias y reiteradas.
Me
divierte también estar catalogada como una de las ancianas que se
modernizan y advierto de repente que, como le pasaba a uno de mis
autores preferidos, David Markson ( toute proportion gardée ),
empiezo a ser reconocida por no ser conocida, o para decirlo mejor, me
empiezan a reconocer méritos como escritora porque a esta edad longeva
me atrevo a utilizar el Twitter de manera cotidiana.
Y no sólo
eso, tuitear constituye un gran desafío, permite caer de bruces en el
narcisismo flagrante sin que los parámetros tradicionales de modestia
nos ruboricen. Permite por eso mismo publicitarse de manera
desvergonzada, ya lícita; difundir, como si fueran aforismos, textos de
nuestros escritores favoritos; lograr que el tuitero pueda convertirse
en poeta japonés: ¿quién que es quién no intenta ser ingenioso,
transgresor y pergeñar con 140 caracteres (con espacios) maravillosos
haikus?
El tuit permite asimismo abolir el psicoanálisis, sobre
todo el lacaniano que por lo general nos dedica apenas diez minutos de
su tiempo. Con el tuit casi dejan de existir los diarios; las
quinceañeras no necesitan comprar cuadernos provistos de cerradura para
consignar sus pensamientos más secretos: el tuit ha abolido la
intimidad aunque ya antes nos habían acostumbrado a ello los reality
shows de la televisión internacional.
Con el tuit podemos ventilar
nuestras penas, anunciar nuestros triunfos, compartir nuestras
lecturas, denunciar a nuestros políticos, exigir justicia, atacar y
alabar a nuestros seguidores y morir de envidia cuando leemos que el
Papa Benedicto o un amigo escritor tienen más seguidores que nosotros.
Es
más, escribirlos es como continuar en la senda de varios escritores que
admiramos; parecerse, aunque sea mínimamente, a Joe Brainart cuando
desde 1970 empezó a escribir su libro I remember: “Me acuerdo del primer dibujo que recuerdo haber hecho. Era una novia con un vestido con la cola muy larga ”. O Georges Perec que, imitándolo, se dedicó a escribir lo que recordaba en Je me souviens: “Recuerdo cuando había pequeños autobuses azules con tarifa única” o “Me acuerdo que estaba yo abonado a un club del libro y que el primero que compré fue Bourlinguer de Cendrars”
. O David Markson, quien decidió renunciar a la forma tradicional de la
novela produciendo textos aparentemente desligados unos de los otros y
que sin embargo conformaban un tipo de textualidad extraordinariamente
creativa y original: ¿No dice en Punto de fuga: “En todas su
páginas autobiográficas, Montaigne habla de su esposa un poco menos que
Dante en las suyas”? O también que “En su testamento, Shakespeare no
menciona un solo libro o manuscrito entre sus posesiones”.
¿Y no dijo de manera inimitable Tito Monterroso que “ Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí” ?
¿Y
por qué no ceder a la tentación narcisista de inscribir en este espacio
alguno de mis propios tuits?: “Borges es mi virgen de Guadalupe”.