Basta con decir maquiavélico y todo queda clarísimo: la maldad, la intriga, el cálculo, la traición, el engaño. La política, el amor, el poder. El buen Maquiavelo, el tipo más decente y noble
Nicolás Maquiavelo, autor de El Principe./internet/eltiempo.com |
Este año se cumplen cinco siglos
exactos de cuando Nicolás Maquiavelo escribió su libro más famoso, El
Príncipe. Lo hizo desterrado en su casa de Sant'Andrea in Percussina,
lejos de Florencia, lejos del mundo. Condenado al exilio por conspirar
contra los Medici. "Me quito la ropa del día llena de fango y de lodo
-escribió en una carta-, y me pongo los mejores vestidos para entrar a
la biblioteca a hablar con mis libros, con esos hombres antiguos que son
mi alimento".
De ese diálogo surgió El Príncipe, que tenía la intención de ser un
manual para que los Medici pudieran gobernar mejor, para que supieran
dónde estaban y cómo mordían las víboras más peligrosas de Europa.
Maquiavelo lo escribió casi todo en esos meses del exilio, luego se lo
dio a Francesco Vettori para que se lo llevara a Giuliano de Medici:
quizás así lo perdonaran los dueños del poder; quizás tantos años al
lado de la infamia (de la política, de la gente) le sirvieran para algo.
Lo curioso es que después, por cuenta de ese librito, el nombre de
Maquiavelo quedó asociado para siempre a una idea de la maldad y la
perfidia que él mismo nunca practicó; al contrario. Una idea que no era
suya sino del ser humano en todas partes y en todos los tiempos; una
idea que él se propuso describir -no celebrar frotándose las manos- para
que cualquier político supiera a qué atenerse con su oficio. "¿Quiere
gobernar, quiere el poder? Allá usted: así son las cosas". Así es la
gente.
Pero no hubo nada que hacer: Maquiavelo es uno de los pocos
personajes de la historia o la ficción, junto con Cristo y Pantagruel,
Drácula y Cantinflas, cuyo nombre se convirtió en un poderoso y eficaz
adjetivo; una palabra sola que evoca un universo de certezas y
significados. Basta con decir "maquiavélico" y todo queda clarísimo: la
maldad, la intriga, el cálculo, la traición, el engaño. La política, el
amor, el poder. Dónde están y cómo muerden las serpientes.
El pobre y buen Maquiavelo, que hasta donde se sabe, según sus
biógrafos, según sus cartas y lamentos, fue el tipo más decente y noble.
Un funcionario correcto que nunca hablaba mal de nadie y que nunca
intrigó, y que cuando lo hizo, como suele ocurrir con los teóricos de
las cosas que en la práctica son un desastre, fracasó. Un tipo que
enseñaba cómo mantener el poder a toda costa y que le tenía terror a su
esposa. En fin, eso pasa: también los hermanos Grimm odiaban a los niños
y vivían los dos con la misma mujer.
Ahora: el tema de El Príncipe no es solo el de la mejor manera de
gobernar y mantener el poder, sino también uno muy concreto que
atormentaba a Maquiavelo: el de la política italiana del momento, la de
siempre. Pequeños Estados luchando entre sí, abriéndoles la puerta a las
potencias extranjeras. Un clero corrupto y venal, príncipes indignos de
su condición. Cónclaves, alaridos, incertidumbre. Si este país no se
une, decía 'Machiavelli', se lo lleva el diablo. Será ingobernable.
¡Hace cinco siglos!
Italia es un país extrañísimo: el más bello del mundo, el más
encantador. Pero es caótico y desmesurado: una nación que nunca necesitó
del Estado para sobrevivir, ni siquiera para vivir. No sé si sea mejor,
para entenderlo, El Príncipe o El señor de las moscas, El Gatopardo o
las películas de Fellini. No en vano las elecciones del domingo pasado
las ganaron dos comediantes igual de peligrosos, Silvio Berlusconi y
Beppe Grillo.
La semana pasada cité a un amigo que dice que los cardenales deberían
escoger a Berlusca como Papa. Ayer le dije, muy en serio, que los
italianos deberían escoger a Ratzinger como jefe de gobierno. El fin
justifica los medios. La frase no es de Maquiavelo, es de la
'Cicciolina'.