martes, 19 de febrero de 2013

Cuando calienta el sol

Etiquetada como literatura de género, la narrativa erótica siempre dio batalla desde los márgenes. Dos novedades editoriales permiten ahora pensar cuáles son las operaciones y los alcances de lo erótico

INCOMODIDAD. La revulsión está en la base de este género maldito de la literatura./ Revista Ñ
Descender. Ir al fondo, a donde nunca se llega. A donde no se puede llegar. Anhelar el espacio último (o primero), del primer (o último) temblor. Nombrar lo innombrable. Fracasar. Exultante, fracasar. Porque no se puede escribir el deseo y, sin embargo, una enorme, revulsiva, hermosa búsqueda literaria se empeña en ese demencial proyecto. 
El de la literatura erótica es un campo espinoso. Oscilando entre la estigmatización pacata y la exaltación histérica, pasando por todos los matices, el mercado literario ha establecido desde siempre relaciones problemáticas con este género. Baste como ejemplo el contraste entre la súbita y universal visibilidad que ha adquirido últimamente, a partir de la saga de las 50 sombras de E. L. James, y el silencio casi sistemático que la crítica dedicó durante años a la mayoría de las obras premiadas en el concurso de género La Sonrisa Vertical, que –entre otros motivos– llevó a la suspensión del certamen en 2004. 
Sin dudas, puede leerse la actual apertura como una buena noticia, y acaso una mirada optimista encuentre sus causas en una mayor disposición del cuerpo social para pensar sobre el deseo y la sexualidad, y dejarse cautivar por sus representaciones literarias. Pero eso no parece bastar para agotar la cuestión. En todo caso, el derrotero del erotismo literario invita a profundizar en la comprensión de un género apasionante en su complejidad. 

Ojo por ojo


La literatura erótica, casi siempre relegada injustamente a la cuestionable bolsa de los géneros menores, aborda problemas esenciales de la experiencia humana, que trascienden ampliamente la sexualidad y la cruzan con los campos de la política, la violencia o el poder. 
En este punto, resulta insoslayable la figura de Georges Bataille. Una figura y una obra abrumadoras, cuyo magnetismo se agiganta cuanto más se adentra el lector en la singularidad por momentos oscura, siempre desafiante, de sus escritos. 
Bataille ha incursionado como nadie más lo ha hecho en los misterios del erotismo, y lo hizo tanto en sus ensayos como en sus ficciones; muy especialmente en su Historia del Ojo, obra inclasificable, tremendamente inquietante, con que Bataille desacomodó cualquier lectura indiferente del género. Historia del Ojo (¿novela, poema –como quería Barthes–, alucinación, ejercicio terapéutico?) narra una serie de peripecias sexuales sostenidas por un narrador anónimo y por Simona, ambos adolescentes. Se trata de un raid de exploraciones movidas por una pasión enfebrecida, incontrolable, en el que se comprometen toda suerte de fluidos y materias, y en el que las caras del horror y el deseo se dibujan con los mismos contornos. No están exentos del periplo el crimen, la blasfemia, la necrofilia, la angustia, o la más sublime experiencia mística.  
Historia del Ojo empuja al lector hacia una zona fantasmagórica, en la que tiene la certeza de dialogar con voces arcaicas, con imágenes ancladas en niveles oscuros y esenciales. Fue publicada por primera vez en 1928, con el seudónimo de Lord Auch (hasta 1967 no llevaría el nombre de Bataille), y aun sin ser surrealista, es difícil eludir la relación entre esta narración y aquella poética, de la que el autor estuvo muy cerca. Veamos: “Asocio la luna a la sangre de la vagina de las madres, de las hermanas, a las menstruaciones de repugnante olor…”. O: “Agregó todavía que (…) para ella el olor del culo era el olor de la pólvora, un chorro de orina ‘un balazo visto como una luz’; cada una de sus nalgas, un huevo duro pelado”. 
Hay en la obra de Bataille, está claro, una dinámica de la subversión. Pero ésta es más compleja de lo que puede parecer a simple vista; no se trata sólo de la obscenidad, de la presencia de la aberración. La transgresión afecta a todos los niveles. La progresión de los hechos en el relato cuestiona, sutil pero obstinadamente, las convenciones narrativas. Cuando el narrador apenas se detiene en la mención de una ciclista decapitada bajo las ruedas de su auto, y refiere el hecho sólo para dar cuenta de la “impresión de horror y de desesperación” que les provocaba “ese montón de carne ensangrentada, alternativamente bella o nauseabunda”, sin brindar detalles de las causas ni las consecuencias del accidente, destruye un orden narrativo; lo subvierte. La transgresión del relato –la de todo erotismo, veremos– no reside sólo en lo que dice, sino también en lo que calla. En aquello que, pese a las licencias del lenguaje que se permite (con vergas y culos danzando campantes por sus páginas), no puede ser nombrado. “Parto esencialmente del principio según el cual el erotismo nos deja en la soledad. El erotismo es al menos aquello de lo que es difícil hablar. Por razones que no son únicamente convencionales, el erotismo se define por el secreto”, escribía Bataille en 1955. 
No es posible leer tal ambición revulsiva sin atribuirle un sentido político. Problematizar el deseo erótico implica poner en jaque la totalidad de la experiencia vital, la entera estructura de representaciones –y represiones– con que damos sentido a esa experiencia. Eso es violento, y liberador. “Hay en cada hombre un animal encerrado en una prisión, como un forzado, y hay una puerta: si la entreabrimos, el animal se precipita fuera, como el forzado, encontrando su camino; entonces, y provisionalmente, muere el hombre; la bestia se conduce como bestia, sin ningún cuidado de provocar la admiración poética del muerto”, sentencia Bataille.
La literatura de Bataille está necesariamente emparentada con la de Sade –a quien leyó con apasionada admiración–, pero si éste último vociferaba sus imprecaciones desde su encierro en la Bastilla, proclamando hacia afuera su libertinismo, Bataille construye un espacio más íntimo: el del escritor abocado a escrutar lo que hay en sí de inefable.  

La voz del Fauno


En nuestro ámbito, uno de los más significativos referentes del género es el uruguayo Ercole Lissardi. Como en la del autor francés, en la obra de Lissardi conviven la narrativa y el ensayo. Además del material editado por Casa Editorial HUM (el Díptico fálico y La trilogía de la infidelidad), en nuestras librerías puede conseguirse El centro del mundo, trilogía recientemente publicada por Planeta, y en el transcurso del año se prevé la salida por Paidós del ensayo La pasión erótica. Del sátiro griego a la pornografía en Internet.
Es especialmente interesante para este análisis la primera de las tres nouvelles de Lissardi, que da nombre a la trilogía; así comienza: “El centro del mundo es el cadáver. Así dice un antiguo proverbio del lugar del que provengo. Con cada hombre que expira se apaga un mundo, y el cadáver –efímeramente magnífico en su belleza y pletórico de significados para quien deba leerlos– es el punto de fuga por el que ese mundo se abisma y desaparece. El cadáver es el instante de esplendor de un mundo que colapsa. Su supernova”. Hay un cadáver, y en él –a través de él– un misterio que develar. 
También aquí el mecanismo erótico juega en varios planos: en primer lugar en la naturaleza de los episodios que nos llevan a ese cuerpo inerte (bellamente exánime) en una hondonada de la playa. Elías –tal es el nombre del muerto– se enamora de un modo inmediato y fulminante, de Clarisa; el problema es que lo hace mientras otro hombre, aferrado desde atrás a sus caderas, la penetra en el estacionamiento de una discoteca. Más aún: el problema es que en el mismo instante ella se enamora de él. Desde allí, la historia no puede más que precipitarse en el desborde. 
Los misterios que llevan al desenlace de la novela soportan el segundo plano de su erotismo. Evidentemente no serán develados aquí; baste con referirnos a la naturaleza seductora de toda narración, y de ésta en particular. La voz que narra administra aquellos misterios –empezando por su propia identidad–, dosificando magistralmente los hilos de una trama que permanece en tensión. Una vez más: el erotismo reside en lo que se oculta, mucho más que en lo que se devela. 
Finalmente, ésta es una novela profundamente erótica por la tesis que encarna: el relato comienza cuando otro relato ha muerto. Sólo sobre el cadáver de un hombre, algo nuevo puede nacer. Se trata de una metamorfosis como la que refería Bataille. 
La narrativa de Lissardi está atravesada por la idea del Paradigma Fáunico como principio ordenador de las representaciones sexuales en Occidente. En La pasión erótica, Lissardi da cuenta de las cinco figuras paradigmáticas que sostienen la progresión histórica de aquel principio: el Fauno, Satanás, Don Juan, Giacomo Casanova y el Cuerpo Pornográfico. A través de estas construcciones míticas se canalizaron a lo largo del tiempo las pulsiones sexuales que cercenaba un paradigma opuesto, y legitimado por las instituciones del poder: el Paradigma Amoroso. “Lo que caracteriza a este otro paradigma, el Paradigma Fáunico, es privilegiar el apetito sexual, el deseo, la curiosidad sexual, la voluptuosidad, como vectores esencialmente enriquecedores de la peripecia humana. La perpetua voracidad sexual, perpetuamente satisfecha, es el camino del Nirvana que predica y al que aspira”, escribe Lissardi. 
El desarrollo del discurso fáunico avanza desde la dispersión popular y anónima de las representaciones clásicas de sátiros y faunos, hacia el anclaje en la palabra individual, sostenida por figuras cada vez más concretas, y respondiendo finalmente a las exigencias modernas del realismo, al llegar a Casanova. 
La mutación de este paradigma culmina, según el análisis de Lissardi, con la irrupción del Cuerpo Pornográfico propiciada por el capitalismo: “No es sino cuando la esquizofrenia capitalista potencia al infinito la expansión de los dominios de la pornografía, que el discurso fáunico se estrella contra sus límites y vuelve a enmudecer, olvidada la calidad de sus argumentos”.

Sólo las chicas


Otra de las novedades editoriales vinculadas con el campo que analizamos es la antología publicada por Emecé Cuarenta grados a la sombra, compilación de “relatos calientes escritos por chicas”, a cargo de Julieta Bliffeld. El libro propone, ya desde su concepción, un recorte del modo específicamente femenino de transitar el deseo. 
Tal como explica en el prólogo, Bliffeld propuso a las autoras que finalmente integraron la antología (Mercedes Halfon, Flor Monfort, Virginia Cosin, Mariana Chaud, Domitila Bedel, Gabriela Bejerman, Lola Arias, Violeta Gorodischer, Fernanda Nicolini y Daniela Pasik), la escritura de cuentos porno, “entendiendo por porno lo que ellas quisieran”. La intención era desplazar al hombre como enunciador excluyente de la sexualidad. 
Los diez cuentos que componen el volumen presentan, como es lógico, una amplia variedad de temas y estilos alrededor del sexo. El conjunto, sin embargo, está atravesado por una atmósfera cargada de cierta angustia o desolación que cifran en el relato erótico, siempre, “algo más”. Esto resulta particularmente interesante en “Acapulco”, el cuento de Flor Monfort.
“Creo que lo que aúna estos relatos, además de mi selección, es que el sexo no está endulzado; la mirada sobre la sexualidad es realista, honesta, fuerte y para nada condescendiente”, dice Bliffeld, consultada para esta nota. Se rompe así con el modo estereotipado que, con demasiada frecuencia, se atribuye a la sexualidad femenina.
También en estos cuentos, y muy especialmente en el de Gabriela Bejerman, el campo del deseo se ofrece para una lectura del poder y la violencia. Esa troncha trenza de cana fisura sin contemplaciones los órdenes moral, social y lingüístico establecidos. Los discursos de la heterosexualidad, el orden social y la academia (o la corrección lingüística) sucumben alegre y estrepitosamente bajo el torrente de la prosa de Bejerman: “En medio de sus insultos pegué un grito al tiempo que eyaculaba mi lechita hirviente. Manché su trenza chonga. Me obligó a lamérsela bien como si fuera una pija”. 
La revulsión está en la base de este género maldito de la literatura. La voluntad de deconstruir, más que de satisfacer. La incomodidad. La intención de llegar a lo más hondo. El lector (la lectora) se enfrenta a su propia intimidad, y en el ejercicio recupera algo que había perdido, acaso sin saberlo. Por eso, la pasión erótica está tan cerca del horror y de la muerte como del gozo. Por eso es a veces tan difícil distinguir uno de otras. En esa región, el suspiro del orgasmo se confunde con la última exhalación. 
“La literatura es lo esencial o no es nada”, proponía Georges Bataille. De eso se trata: de la desnudez absoluta. El erotismo anhela lo esencial con desesperación. Por eso, en el fondo, no hay diferencia alguna entre literatura y erotismo. Toda literatura –toda literatura genuina, honesta– es erótica. Lo demás no existe.