Lope de Vega y Cervantes, García Márquez y Álvaro Mutis, Jonathan Franzen y David Foster Wallace... Gabriela Bustelo hace un recuento por las grandes amistades literarias
Martins Amis (izq) y Chrisitopher Hitchens protagonizaron una de las grandes amistades intelectuales de los últimos tiempos/revistaarcadia.com |
“Occidente se hunde”, sentencian los agoreros. No sabemos si será cierto
o si, inmersos como estamos en la hecatombe occidental, ya somos
incapaces de reaccionar. En todo caso, un triste síntoma de la
descomposición de nuestra civilización es el ocaso de la amistad. El
individualismo, el ansia de éxito personal y la corrección política han
convertido la amistad en un coleccionismo patológico de números de
teléfono y direcciones de email. ¡¡¡¡A ver si nos vemos!!!!,
tecleamos histéricamente sin la menor intención de ver al destinatario,
que a su vez responde con otra interjección frenética, igualmente
vacante. Diríase que a mayor cantidad de signos admirativos, menor será
la admiración y, huelga decirlo, el cariño. En ningún período de la
Humanidad se enviaron tantos mensajes por segundo, pero tampoco fue
nunca tanta la información irrelevante. Cuando alguno de estos mensajes
se concreta por fin en un encuentro cara a cara, el episodio suele
consistir en un intercambio acelerado de tópicos y medias verdades que
finaliza con brusquedad cuando uno de los interlocutores asegura que
debe marcharse.
Esto no siempre fue así. Hubo un tiempo no lejano en que la amistad era
un admirable esfuerzo conjunto, un lienzo pintado a cuatro manos, un
himno cantado a dos voces. Si la Humanidad se ha dejado millones de
heroicidades perdidas en las entretelas de la historia, buena parte de
las amistades ejemplares han nacido y muerto en el anonimato. Pero otras
son conocidas, pues constituyeron una fuente de placer no sólo para sus
protagonistas, sino también para sus espectadores. Entre estas
amistades bien documentadas destacan las compartidas por los escritores,
pues no en vano eran ellos mismos quienes se encargaban de narrarlas
para la posteridad. Cervantes y Lope de Vega fueron amigos hasta que el
segundo escribió a finales del siglo XVI su novela La Arcadia,
donde alababa a su compañero de oficio -que todavía no había publicado
su obra maestra- como uno de los buenos poetas del país. Cervantes no le
devolvió el cumplido, sin embargo, sino que en el prólogo del Quijote
-nada menos- se burló de Lope por su cargante alarde de erudición. Por
estas mismas fechas en Inglaterra eran amigos Shakespeare y el gran Ben
Jonson, varias de cuyas obras se dieron a conocer gracias a la compañía
teatral del Bardo, que actuó en alguna de ellas.
Los escritores son individuos retraídos a la fuerza, pues la soledad es
indispensable para llevar a cabo su trabajo, que consiste básicamente en
leer y escribir. Pese a no considerarse actividades sociales en el
sentido tradicional, la lectura y la escritura constituyen ambas un modo
de interacción humana, aunque puedan tacharse de relación lateral y à
la carte. Un libro es ese amigo siempre disponible, que aporta sus
razones sin imponerlas. Un lector es un amante caprichoso e infiel, que
puede durar años o desaparecer de pronto sin despedirse. El escritor se
nutre de estos dos tipos de relación virtual, pero sus amistades reales
son a menudo colegas de profesión que comparten y comprenden su
particular estilo de vida.
“Viéndote, se diría que Inglaterra sufre una hambruna”, le dijo G. K.
Chesterton a su buen amigo Bernard Shaw. “Viéndote, se diría que la
hambruna la has provocado tú”, respondió el aludido. “Si estuviera tan
gordo como tú, me ahorcaría”, apostilló Shaw. “Si fuese a ahorcarme, te
usaría a ti como soga”, replicó Chesterton sin inmutarse. Estos
comentarios tan frívolos no eran lo habitual entre estos dos escritores,
que solían discutir sobre religión, filosofía, política, ética, teatro y
costumbres, sin estar de acuerdo prácticamente en nada. No en vano Shaw
era un socialista ateo, abstemio, vegetariano y feminista, mientras que
Chesterton era un liberal católico, que bebía moderadamente, comía en
abundancia y opinaba que la igualdad absoluta entre hombres y mujeres
podía ser peligrosa. Shaw había nacido en el seno de una familia pobre
de Dublín y Chesterton procedía del entorno burgués de Kensington, un
barrio posh de Londres. En 1925 Shaw obtuvo el premio Nobel de
Literatura por su idealismo satírico, mientras que Chesterton siempre
fue considerado un autor menor de novelas de misterio, aunque en las
últimas décadas ha sido redescubierto y sus obras se reeditan año tras
año. Sin embargo, ambos autores fueron amigos hasta que Chesterton murió
de un infarto a los 62 años, cosa que entristeció profundamente a Shaw,
quien lo consideró una injusticia por ser veinte años mayor que él.
La “cordial enemistad” de Shaw y Chesterton era sobradamente conocida en
los círculos intelectuales británicos, tanto que en 1928 ambos
organizaron un debate público, moderado por un amigo común, el también
escritor Hillaire Belloc. Shaw habló en primer lugar, explicando a los
presentes que Chesterton y él tenían dos cosas en común: ambos eran unos
mentirosos rematados y estaban absolutamente locos. Por lo demás, sus
técnicas literarias eran opuestas, aseguró Shaw, pues su colega
convertía los hechos cotidianos en acontecimientos extraordinarios,
mientras que él situaba esos mismos hechos en un contexto inapropiado
para escandalizar al lector, haciéndole dudar de su cordura. Tras un
largo intercambio de ideas el coloquio se dio por terminado, lamentando
ambos ponentes que el contrario no les hubiera hecho alterar ni un ápice
sus convicciones. Tras darse la mano, Bernard Shaw y G. K. Chesterton
se despidieron tan amigablemente como siempre, tan en desacuerdo como
siempre. ¿Cuál era la magia de tan fabulosa relación, que no sólo les
enriquecía espiritualmente a ellos, sino también a sus numerosos
admiradores? La respuesta es sencilla: el sentido del humor. La fuerza
de la ironía no estriba en convertir lo serio en superficial, como
piensan muchos infelices, sino en suavizar los contornos de los
antagonismos, para resaltar el carácter complementario de los opuestos.
En otras palabras, el humor lima las asperezas del debate, convirtiendo
la tensión y el insulto en armas inútiles, en flechas que pasan de largo
sin dar en el blanco, al elevar el plano moral del enfrentamiento que,
lejos de ser un sangriento combate de boxeo, se convierte en un refinado
torneo de esgrima verbal. Por desgracia, los individuos capaces de
ejercitar este duelo sutil durante años -como hicieron el autor de
Pigmalión y el creador del padre Brown- son tan admirables como escasos.
En esta misma época se dio otra célebre amistad literaria, entre Oscar
Wilde y Bram Stoker, el autor de Drácula. El joven Stoker iba a menudo a
cenar a casa de los padres de Wilde, pero al casarse con Florence
Balcombe, que había sido novia de Oscar, la relación se enfrió
considerablemente, hasta el punto de que el autor del Retrato de Dorian
Gray anunció que se marchaba de Irlanda para jamás volver, cosa que
cumplió. A lo largo del siglo XX fueron amigos Joyce y Beckett, Tolkien y
C.S. Lewis, Truman Capote y Harper Lee, Hemingway y Fitzgerald, Henry
Miller y Anaïs Nin, Jean Rhys y Ford Madox Ford. No están todos los que
son, pero son todos los que están. Sin embargo, ninguna de estas
relaciones tuvo el componente de camaradería rival que caracterizó al
dúo Shaw-Chesterton. Tal vez fuese porque, como decía Balzac, las
amistades duran poco cuando uno de los dos se siente ligeramente
superior al otro.
En nuestros tiempos la excepción que confirma la regla es la amistad
entre Martin Amis y Christopher Hitchens, que duró cuarenta años y acabó
con la muerte de este último en las Navidades de 2011. Los dos
escritores, al igual que Shaw y Chesterton, discutían a menudo, en
privado y en público, pero siempre con mutuo respeto, cariño y
admiración. Hitchens, que no se caracterizaba precisamente por su
sensiblería, contó en una ocasión que cuando le preguntaban si Martin
Amis era su mejor amigo la expresión le parecía demasiado simplona para
resumir una realidad que perdía su grandeza al intentar describirla en
voz alta. Amis, por su parte, definía a Hitchens como “un rebelde por
naturaleza”, tan capaz de desplegar un extraordinario refinamiento como
de regañar a un rey, a un presidente o al mismísimo Papa, pero también
al taxista tramposo, al funcionario lento o al camarero ineficaz. Pese a
haber estudiado juntos en Oxford, los dos amigos tenían opiniones
diferentes sobre un buen número de temas importantes. Amis es un liberal
agnóstico, anti-islamista, crítico con George W. Bush y que acaba de
acusar a Thatcher de haber arrasado el sistema de clases “por arriba y
por abajo”. Hitchens era un socialista ferozmente antirreligioso, pero
defendió la guerra de Irak y criticó a personajes como Bill Clinton y
Teresa de Calcuta. Amis dijo públicamente que el estilo gramatical de
Hitchens era espantoso; Hitchens despedazó el libro Koba el Temible -una
denuncia de la hipocresía occidental ante el genocidio de Stalin-,
donde su amigo Amis incluyó una sarcástica carta encabezada “Camarada
Hitchens”. Pero ambos tenían muchas cosas en común: el odio por la
monarquía británica, la admiración por Estados Unidos, el sentido del
humor y la capacidad para opinar sobre lo divino y lo humano, a menudo
retractándose de lo dicho en cuestión de horas. En 1982, Hitchens se
trasladó a vivir a Washington D.C. y adquirió la doble nacionalidad
británica y estadounidense, cosa muy criticada por sus compatriotas.
Amis, sin embargo, no sólo lo entendió, sino que declaró que Hitchens se
vio obligado a marcharse de Inglaterra para poder ser un hombre libre.
Instalado en Brooklyn desde el otoño de 2012, Amis dijo al morir
Hitchens que al perder a quien fue un íntimo amigo durante cuarenta
años, nada parece tener sentido. Para quienes considerábamos al dúo
Amis-Hitchens un faro indispensable de inteligencia y de provocación, la
ausencia de uno de sus componentes es trágica. Todos, sin duda alguna,
hemos salido perdiendo.
En Estados Unidos ha destacado en los años recientes una amistad
literaria entre dos autores más jóvenes, que también ha terminado
trágicamente con la muerte de uno de ellos. Jonathan Franzen y David
Foster Wallace están entre los representantes más destacados de la
amplia Generación X estadounidense, que incluye a Jeffrey Eugenides,
Jonathan Lethem y Augusten Burroughs; y, en una segunda ola, a Junot
Díaz y Dave Eggers. Con una procedencia familiar muy semejante, Franzen y
Wallace se criaron ambos en ciudades pequeñas del Medio Oeste y tratan
en su obra temas similares: la necesidad de una literatura comprometida,
la influencia de la tecnología en la cultura, las lacras de la sociedad
posmoderna y la interacción del artista con su público. La amistad
entre ambos comenzó en 1988, cuando Wallace escribió una carta
entusiasta a Franzen, tras haber leído su novela Ciudad veintisiete. Dos
años después se conocieron en persona, pero su relación -calificada por
ambos como “intensa”- fue epistolar. Si la primera obra de Franzen
animó a Wallace a escribir su extraordinaria Broma infinita, fue tras
leerla cuando Jonathan escribió Las correcciones, su mejor novela. Lo
que iba camino de ser una fecunda amistad al estilo Shaw-Chesterton o
Amis-Hitchens terminó bruscamente en el otoño de 2008, cuando David
Foster Wallace se ahorcó en el jardín de su casa en California. Al
saberlo Franzen se sintió profundamente traicionado, tanto como para
escribir que “el suicidio de David estaba calculado para hacer sufrir a
las personas a quienes más quería”. En un ensayo donde empleaba con
frecuencia la palabra “ira”, Franzen protagonizó la tragedia de su amigo
de un modo que llamó poderosamente la atención en los círculos
literarios de su país, desconcertados ante la dureza de sus palabras. Al
reflexionar sobre la evolución de la amistad, a por cómo la han vivido
varios de los autores más importantes del siglo XX y los inicios del
XXI, da la impresión de que, tal como decíamos al comienzo del artículo,
la decadencia sentimental es uno de los síntomas de la descomposición
de Occidente. Hay quienes opinan que vivir un amor apasionado es más
fácil que conseguir una amistad perfecta, pero si buscamos estas
palabras -amor, pasión, amistad- en el diccionario, el significado de
todas ellas cada vez nos resulta más lejano.
Hay, pese a todo, motivos para la esperanza. Los dos escritores más
célebres de Colombia, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis, se
conocieron en 1949 y son grandes amigos desde entonces. Pero lejos de
deleitarnos con una suerte de exhibicionismo literario al estilo
Shaw-Chesterton o Amis-Hitchens, ambos autores apenas mencionan sus seis
décadas largas de camaradería, pues hicieron un pacto de silencio que
García Márquez define como una vacuna contra la viruela de los elogios
mutuos. Los pactos están para romperlos, evidentemente, pues en alguna
ocasión aluden el uno al otro, haciendo gala de un humor tan ácido, o
más, que el de los autores británicos. En referencia al libro de García
Márquez El general en su laberinto -sobre el dictador venezolano Simón
Bolívar-, Mutis dice: “Él ve en el libertador a un hombre sagaz, lo que
desgraciadamente no era; a un hombre capaz de cálculos políticos cuando
se portó sobre todo como un niño consentido; en fin, a un conductor de
hombres dotado de una madurez que jamás poseyó”. El Nobel colombiano,
por su parte, ha asegurado que Mutis confiesa estar poseído por “un bobo
gigantesco, peludo y babeante”, dado a soltar frases ridículas y a
corregirle los escritos. Es García Márquez quien ha revelado el secreto
de esta respetuosa y sincera amistad: ambos se llaman siempre por
teléfono para comprobar que realmente quieren verse. Así contado, suena
factible. Pero hoy parecen escasear los escritores, y aún más las
escritoras, capaces de practicar durante décadas algo ni remotamente
parecido.
La amistad literaria es un cóctel no apto para espíritus mezquinos ni
paladares elementales. La receta es sencilla: mezclar los ingredientes a
partes iguales, sin agitarlos. El sabor es picante, nectarino, intenso.
Esperemos que los audaces se atrevan a catarlo.