El 29 de julio se cumplieron 30 años de la muerte de uno de los más importantes cineastas españoles. Presentamos un texto crítico de Ricardo Bada
Luis Buñuel, nacido en Calanda, España, en 1900, y fallecido en México en el 83. Dirigió, entre otras, El perro andaluz, y El ángel exterminador./elespectador.com |
Soy como Buñuel, no me muerdo la lengua ni
que me lo mande el médico. Por eso puedo decir, hablando de la misma
manera como lo haría él, que su cine, incluso el que hizo en México, es
asquerosamente europeo. Y una traición a sus ideas, tal como las expone
en sus escritos sobre cine, que son puro almíbar al hablar del que hacen
en Hollywood, postulando —creo que con razón— que eso sí es cine, y no
lo que se hacía en Europa. Sólo que a la hora de hacer cine él mismo, no
le salió Los Ángeles sino que fue Calanda lo que le salió de las
entrañas, aquella España profunda de la que Machado dijo que “embiste,
cuando se digna usar de la cabeza”.
Me ha costado escribir esas
127 palabras que van por delante, y me ha costado porque he sido de toda
la vida un admirador de Buñuel y de su obra, desde que vi Un perro
andaluz en abril de 1963, casi recién llegado a Alemania: en España
nunca tuve ocasión de ver una sola peli suya. Y ahora, antes de empezar a
escribir este artículo, consciente de que puede atraer una tormenta, lo
consulté con media docena de amigos, admiradores como yo lo fui, de la
filmografía de Buñuel, y todos me han animado a hacerlo.
La que
más y mejor me anima es la poeta y ensayista venezolana Ana Nuño:
“Tratar a Buñuel sin contemplaciones: el mejor homenaje que se le puede
hacer. Como cineasta era un pequeño desastre que, técnicamente, parece
un mediocre estudiante de la Femis, la escuela de cine francesa. Pero me
siguen gustando mucho dos o tres películas suyas: Él, El ángel
exterminador y Viridiana. Además, en casi todas ellas hay al menos un
episodio genial”.
Suscribo las palabras de Ana, si bien mi
selección se reduce a Un perro andaluz y Viridiana, y en el caso de esta
última quizás influyan factores demasiado personales. (Pero aquí
podríamos intercalar una cita de Man Ray hecha por el propio Buñuel en
una conferencia pronunciada en México, diciembre de 1958: “Los peores
filmes que haya podido ver, aquellos que me hacen dormir profundamente,
contienen siempre cinco minutos maravillosos, y los mejores, los más
celebrados, cuentan solamente con cinco minutos que valgan la pena”).
Sucede
que cuando propuse a la redacción un artículo dedicado a Buñuel con
motivo del 30º aniversario de su muerte, y me dieron luz verde, comencé
por releer su obra literaria completa (sin incluir sus memorias, El
último suspiro) y volver a ver prácticamente toda su filmografía, ya que
han estado pasando dos o tres pelis suyas a diario, durante las últimas
semanas, en el canal Arte, franco-alemán. Y al volverlas a ver fue
cuando se me cayó Buñuel del pedestal.
Por supuesto que es
divertido y que se pueden disfrutar sus pelis como travesuras de un niño
maleducado e inteligente, pero hay algo que me repele en él: su al
parecer inextirpable manía pequeñoburguesa de épater le bourgeois
(impresionar a los burgueses), y algo que desde siempre he sentido como
un fallo rotundo de sus pelis: no sabía cómo terminarlas (salvo, quizás,
en Viridiana). A esta altura del partido, y habiendo sido un buñuelista
convicto y confeso “de toda la vida”, puedo permitirme el lujo de decir
que el cine de Buñuel me parece que es harto decibelio para tan pocas
nueces. Lo formularé de todo modo: es un buñuelo (de viento) aragonés,
puras lecciones de ética anarquista y de cinismo y humor negro
pequeñoburgués en forma de pelis. Un perro andaluz fue, sí, algo para la
eternidad; pero el resto de la obra de Buñuel vivió (¡vive!) de ese
crédito.
Y está sobregirado.
Con la obra literaria, en
cambio, tuve más suerte, a pesar de traducciones espantosas hechas de
sus textos en inglés (una sinopsis para la Paramount, sobre los amores
de Goya y la duquesa de Alba) y en francés. Así, por razones
estrictamente personales comencé mi relectura de esa obra literaria
(Ediciones de El Heraldo de Aragón, Zaragoza 1982) por el texto Una
jirafa, y fue como recibir un jarro de agua no ya fría, sino helada, al
avanzar en la lectura de la enumeración de las manchas del animal; de la
undécima se pasaba a la doceava, la treceava, etc., hasta recuperar el
oído del castellano en la decimoséptima ¡y volverlo a perder en la
veinteava! Esto, con ser ya un desastre de por sí, quedó definitivamente
canonizado como tal cuando leí al pie: “Traducción del original francés
por Max Aub”. ¡Cielo santo, me dije, éramos pocos y la abuelita salió
de noche!
(Pero puesto que menciono a Max Aub, y aunque no es
necesario apuntalar eso de que estoy hablando de Buñuel exactamente como
él hablaba de los demás, vayan acá cuatro citas sacadas del libro de
conversaciones que mantuvieron los dos amigos: “—¿Qué instrumento te
gusta más? —Cualquier cosa que no sea el violonchelo. A mí Casals me
parece una mierda”; “A mí la obra de Federico no me gusta nada. Su
teatro me parece muy malo. Me gustan algunas poesías, y no mucho”; “—A
mí el arte negro me repugna, el arte japonés me repugna, el arte azteca
me repugna. El arte árabe, el puro, ¡fuera! ¡Peor que el azteca! Del
arte hindú no hablemos; para mí, todo eso no es arte. No hay más arte...
—Que el europeo. —Y no todo”; “Cristo era un mal bicho. Pero el Cristo
barbado y rubio al que estamos acostumbrados; no el mal afeitado y
cejijunto de Pasolini. A aquél lo odio. La Virgen, no. La Virgen es
adorable”. Y punto final a este inciso).
En la obra literaria de
Buñuel hay hallazgos que preanuncian algunos de los mejores gags de sus
filmes. Por ejemplo, estas líneas en Palacio de hielo, poema de 1927 de
Un perro andaluz (poemario) publicado en 1929 en el número 4 de la
revista Helix, de Vilafranca del Penedés:
“Cuando los soldados de
Napoleón entraron en Zaragoza (...) no encontraron más que viento por
las desiertas calles. Sólo en un charco croaban los ojos de Luis Buñuel.
Los soldados de Napoleón los remataron a bayonetazos”.
Pero lo
que más me gustó de todo el libro fue un texto que en realidad es un
espléndido guión para un cortometraje y que dice así: “La Sancta Misa
Vaticanae, rezaba el título en latín macarrónico. Sería un cortometraje
en el que se vería una competición de misas en la Plaza de San Pedro, en
Roma. La Iglesia, ‘siempre atenta a las conquistas de la civilización y
el deporte’, quería poner la misa al ritmo trepidante de nuestro
tiempo. Para ello, entre cada dos de las gigantescas columnas de la
plaza arquitecturada por Bernini se habían colocado altares funcionales,
en cada uno de los cuales oficiaba un sacerdote. Al darse la ‘salida’
los curas empezaban a decir la misa lo más deprisa que podían.
Alcanzaban velocidades increíbles, al volverse (a) los fieles para decir
el Dominus Vobiscum, para santiguarse, etc., mientras el monaguillo
pasaba y repasaba incesantemente con el misal y demás objetos rituales.
Algunos caían exhaustos, como boxeadores. Finalmente, queda campeón
Mosén Pendueles, de Huesca, con un récord de haber dicho la misa entera
en un minuto y tres cuartos. Como premio se le entrega una custodia con
un roscadero”.
Chapeau, monsieur Buñuel.