Los talleres literarios y el sistema de premios literarios generan frustración e impotencia para la mayoría de los escritores que participan de ellos. En esta columna de opinión se propone un modelo para generar nuevas novelas más ligados a los sistemas complejos que hacen funcionar el mundo real
La máquina que devora vidas./revista Ñ |
Tengo una idea que creo que es muy buena, pero no sé qué hacer con ella,
entonces la voy a regalar. Es así. Las casas editoriales, grandes y
chicas, tendrían que tener un sistema de becas para escritores.
Funcionaría de la siguiente manera. Convocarían a escritores que están
en diferentes etapas de sus carreras (un principiante raso; un escritor
con unos cuentos sueltos publicados; una novelista de un gran libro,
pero que está trabada; un guionista de televisión que quiere escribir
ficción ...). Lo que se armaría es una especie de taller literario pero
con un fin pragmático: publicar excelentes novelas de tópicos urgentes y
realmente interesantes (esto es subjetivo, ya sé, pero aguántenme unas
líneas más). De los becarios, al fin de un año –ponéle– cuatro serán
seleccionados para quedarse en la editorial y escribir una novela. Pero
acá viene el truco. Un editor les va a poner el tema. Si yo fuera editor
les haría escribir sobre un mundo que está totalmente fuera de los
tópicos del ghetto literario actual. Nada de introspección palermitana;
nada de autobiografías ficcionalizadas proustianas. Por ejemplo, me
gustaría leer una novela sobre el mundo de un avión comercial (saber
cómo es volar un avión, cómo es la vida de uno de esos tipos que lo
estaciona, qué piensan las azafatas de sus clientes). Me gustaría leer
una novela sobre las cárceles y toda su complejidad social, política y
económica. Me gustaría leer más novelas sobre la política. Hay por lo
menos 20 novelas que se podrían escribir sobre el mundo del fútbol. Me
gustaría leer una novela sobre la construcción de un edificio en Puerto
Madero (desde lo financiero, pasando por la vida de los obreros y los
eventuales dueños). En este sistema, el editor de los novelistas
funcionaría como un buen editor periodístico. Apoyaría a su escritor en
todos los aspectos de su labor: haciéndole contactos relevantes,
poniéndole plazos, dándole bibliografía, alentándolo. Y asegurándole que
lo que escribe será publicado. En los últimos años, la crónica le ha
ganado la partida a la ficción, tanto en los Estados Unidos como en
Latinoamérica. Una de las explicaciones de esto es que la crónica
responde a una necesidad editorial clara: el tema tiene que ser novedoso
y relevante; tiene que meter al lector en la experiencia de una vida
ajena, de manera urgente. Tiene que ser claro, desde el título, por qué
el libro es interesante y necesario. A mí me gustaría leer una buena
novela sobre un geriátrico o un jardín de infantes. Hacen falta
excelentes novelas sobre científicos. ¿Cómo es la vida hoy de un cura
que cree que Cristo realmente es el hijo de Dios? ¿O de uno que no?
Quiero leer esa novela. En este sistema, los becarios, en su año de
cursada, también serían instruidos en el arte de la edición. Así podrán
formar sus propios sellos, o trabajar como agentes, buscando nuevos
autores. Aquí el lector de esta nota podrá protestar que todo esto es
muy comercial y elitista. Pero la novela siempre fue un objeto inmerso
dentro del comercio. Dickens, Dostoievski, Tolstoi, Joyce, Hemingway,
todos estaban tan pendientes de temas de publicación, distribución y
ventas como de su arte. Por otro lado, el arte más comercial que existe,
la televisión, ha respondido a los desafíos que planteo en esta nota.
En otros tiempos The Sopranos , Six Feet Under, Lost y The Wire
hubieran sido maravillosas novelas. En cuanto al elitismo, el sistema
de premios es la definición más pura del elitismo. Genera mucha soledad,
tristeza y desaliento. Ya que estoy dándole ideas a los de marketing de
las editoriales, tengo otro plan para llegar al mismo fin: alentar la
producción de una nueva ficción más ligada a los sistemas que hacen
funcionar el mundo real. Podrían existir una serie de premios menores
para novelas que tratan una temática en particular. Para la mejor novela
sobre cirujanos; sobre alpinistas; sobre contadores; sobre ingenieros
de puentes... El trabajo del novelista es muy solitario y sus frutos son
magros. Hay que encontrar una forma, desde el lado comercial, de
alentar a los grandes escritores anónimos que tenemos, y sacarlos a la
luz. De ayudarlos a contar cuentos que nos ayuden a comprender este
mundo tan complejo, cruel y maravilloso en el cual vivimos todos, por
este brevísimo instante.
La máquina que devora vidas
Cuando el gran Franco Torchia era ladero nuestro acá en la redacción de
la Revista Ñ solíamos inventar personajes grotescos que llamaban a
sistemas con preguntas imposibles. El mejor era una vieja que marcaba el
interno de apoyo informático y decía: “Hoooola. Sí. Miraaá. Yo me estoy
yendo a Mar de Ajó para las vacaciones y me dicen que el dúplex que
alquilé no tiene Wi-Fi. ¿Me podrían bajar Internet a un pendrive así
puedo seguir con unos laburitos que me quedaron pendientes acá en la
‘ofi’?”. ¿Una idiotez? Sí y no. ¿Quién no te dice que un día esa vieja
imaginaria no sea –accidentalmente– una visionaria? Hoy, ahora mismo,
unos bellos dementes están realizando un proyecto tan imposible como la
pretensión de nuestra amiga oficinista: imprimir todo el Internet. La
idea original fue del artista Kenneth Goldsmith. Para lograr su meta
alquiló en la Ciudad de México un galpón de 500 metros cuadrados con
techos de 6 metros de alto. A través del sitio Printing Out The Internet,
ha solicitado que cualquiera imprima lo que pueda (una hoja o un camión
entero de hojas) de la web y lo mande a México. El proyecto tiene plazo
hasta el 30 de agosto. Aunque suena Dadá, hay un centro moral en este
proyecto. Goldsmith lo ha dedicado a la memoria de Aaron Swartz, el
militante de Internet que fue arrestado en enero pasado por bajar
ilegalmente (pero en el espíritu de compartir información) archivos del
sitio JSTOR. Swartz tenía 26 años. Con un posible veredicto en su contra
que resultaría en 50 años de cárcel y multas de más de un millón de
dólares, Swartz se suicidó, ahorcándose en su departamento. En cuanto a
Goldsmith, obviamente sabe que su meta es imposible, pero como el chiste
de Torchia, el propósito es esforzarte a pensar en términos materiales y
pragmáticos: ¿Qué es el Internet? Es una pregunta urgente. En estos
días sabemos que, por ejemplo, es una gran máquina de espionaje.
Incluyendo a Swartz, ya ha –literalmente– devorado vidas.