Dos libros de Mo Yan, Nobel de Literatura 2012, Sorgo rojo y Cambios, desentrañan al polémico autor desde sus propios textos
Mo Yan, según ilustración de Heidi Amaya./elespectador.com |
Fue una noche cualquiera cuando un hombre cualquiera, de nombre Mo
Yan, comenzó a escribir la historia de su pueblo, o su comarca, el
municipio de Gaomi Noreste, de China. Inició su relato con los sucesos
del noveno día del octavo mes lunar de 1939. “Mi padre —escribió—, hijo
de un bandido y con 14 años apenas, se unía a las tropas del comandante
Yu Zhan’ao, un hombre destinado a convertirse en héroe legendario, para
tender una emboscada a un convoy japonés en la carretera de Jiao Ping.
Mi abuela, con su chaqueta acolchada sobre los hombros, los acompañó
hasta el límite de la aldea”. Luego aclaró que el niño, su padre, se
llamaba Douguan y a través de su padre, con el abuelo Yu como
protagonista de excepción, Mo Yan contó la historia de tres generaciones
de su familia que vivieron, sufrieron, padecieron y superaron una
guerra que fueron cientos de guerras, infinidad de batallas, de muertos y
de muerte, de heridas, de dolor y de lágrimas, de balas, rifles,
metralletas, angustias y gritos.
Los japoneses, sus colaboradores,
la Sociedad de Hierro, los bandoleros, el ejército de Leng, el picado
de viruelas, y la resistencia. Entre la sangre, desde la sangre, Mo Yan
iba describiendo el amor, las pulsiones, los celos, las venganzas, una
que otra costumbre china, y una que otra razón que jamás terminaba de
explicar por qué Yu, el comandante Yu, por ejemplo, empezó a matar a los
18 años y nunca dejó de matar.
La primera vez lo hizo porque un
sacerdote de sus tierras rondaba a su madre; la segunda, por amor, o eso
fue lo que dijo. Un día, como porteador, tuvo que llevar a una mujer de
hermosos pies pequeños a su boda, acordada por sus padres con un
muchacho leproso de apellido Tingxiu, a cambio de una destilería de
sorgo y dos mulas negras. En el camino, Yu tomó a la mujer por el talle,
la depositó sobre un campo sembrado de sorgo, Sorgo rojo, y la amó en
un instante para no dejarla de amar hasta su muerte, 25 años más tarde.
Cuando
supo que iba a contraer matrimonio, concluyó que sería infeliz hasta el
último día de su vida. La noche después de la boda mató al padre y al
esposo. “El abuelo sólo tenía 24 años cuando asesinó a Shan Tingxiu y a
su hijo. Aunque ya entonces él y la abuela habían vivido su danza del
fénix en la plantación de sorgo, y aunque en la solemne alternancia de
sufrimiento y gozo ella ya había concebido a mi padre, cuya vida fue una
mezcla de logros y pecados (en última instancia, obtendría el
reconocimiento de los ciudadanos de su generación en el municipio de
Gaomi Noreste), la abuela legalmente estaba casada y pertenecía a la
familia Shan”.
Tiempo después, Yu Zhan’ao aniquilaría a sus
enemigos, que eran casi todos los que osaran contradecirlo; a los
enemigos de China, a los colaboracionistas, a los amigos de aquéllos, a
los sospechosos, a los ladrones, a quienes hubieran injuriado a alguien
de su clan, que era como decir su familia, y a los hijos de los hijos de
los hijos. El hombre cualquiera que se llamaba Mo Yan describió desde
el anonimato todas y cada una de las proezas de su abuelo, pero no habló
ni de su muerte ni de sus motivaciones. Relató lo que le dijeron que
había sucedido, lo que quedó en la memoria de los pocos que
sobrevivieron, pero no contó las razones de tantas guerras, de Tanta
sangre vista, como rezaba el título de una novela de Rafael Baena.
Dispersas en las últimas páginas de Sorgo rojo dejó consignadas dos
frases que explicaban el comunismo de China, el no comunismo, la
política, los asuntos de la nación y las preferencias de Yu. O más que
sus preferencias, sus únicas posibilidades.
En una travesía, uno
de los personajes del libro, conocido como Cinco Penas, dijo:
“‘Comandante Yu, he hablado yo solo. Usted no ha dicho nada’. El abuelo
sonrió con ironía y dijo: ‘Aquí, el amigo Yu apenas si sabe leer
doscientas palabras. Soy experto en asesinatos e incendios pero, si me
hablas de cuestiones nacionales o de partidos, es como si me llevaras al
matadero’”. La guerra por la guerra, la muerte por la muerte (las dos
grandes confrontaciones bélicas entre Japón y China, 1894-1895 y
1937-1945, arrojaron millones de víctimas). “En la parte quemada del
campo, a pocas docenas de pasos del terraplén, mi abuelo y mi padre
encontraron a Colmillo Siete, cuyos intestinos estaban fuera de la
cavidad del vientre, y a otro soldado conocido como Tuberculoso Cuatro
que, herido de bala en una pierna, se había desmayado por la pérdida de
sangre. El abuelo acercó su mano teñida de sangre a la boca del hombre y
advirtió que de la nariz salía un hilo tenue y seco de aire. Colmillo
Siete se había metido los intestinos otra vez en el abdomen y había
cubierto la herida con hojas de sorgo. Todavía estaba consciente. Cuando
vio al abuelo y a mi padre, sus labios se movieron y dijo con voz
insegura: —Comandante... lo hice... cuando vea a mi mujer... dele algo
de dinero... no permita que se vuelva a casar... mi hermano... ningún
hijo... si ella se va... termina la familia Colmillo”.
Transcurridos
muchos años, aquel hombre, Mo Yan, con su historia y otras varias que
en últimas eran la misma historia, “porque uno siempre escribe la misma
historia”, como decía Ernesto Sábato, obtuvo renombre, se afilió al
Partido Comunista, fue censor, y el año pasado obtuvo el Premio Nobel de
Literatura. Una semana atrás, en Bogotá, Herta Müller habló sobre él en
su nombre y en el nombre de cientos de miles de perseguidos: “¿Sabía
usted que Mo Yan es el representante de la asociación de escritores
chinos? Seguramente no. Él es como un ministro. Un ministro que, cuando
estuvo en Suecia, dijo que la censura era normal. La censura no queda en
un papel, implica muchos años en la cárcel. En Estocolmo dictó una
conferencia sobre literatura pero no habló sobre las problemáticas
chinas. Él escribe sobre lo que está permitido y para nosotros y para
los que están en la cárcel eso es como una bofetada. Pregunte usted cómo
es la vida en las prisiones chinas de los que se expresan en nombre de
la libertad”.