¿Por qué nos fascinan los escritorios de los poetas y narradores? Es como si en esos refugios privados, donde se escribieron los grandes libros, se escondiera un secreto para develar. El efecto que nos produce conocerlos puede ser motivador o paralizante
Virginia Woolf se construyó una casita en el jardín. |
Jane Austen. En esta pequeña superficie escribía. |
Will Self. Organiza sus novelas con post-it. |
Siri Hustvedt. Se armó un lugar en el ático de su casa./Revista Ñ |
El 24 de diciembre de 1910 Franz Kafka escribió en su cuaderno:
“He examinado mi escritorio con más atención y he visto que nada bueno
se puede hacer sobre él. Hay tanto desparramado, un desorden sin
proporción y sin la compatibilidad de las cosas desorganizadas que hace
que, de otra forma, el desorden sea tolerable. Que reina el desorden no
más sobre su tapete verde no más, lo mismo pasa en las orquestas de los
viejos teatros. Pero que bollos de viejos periódicos, catálogos,
postales, cartas, todos se asomen por debajo de los cajones, en forma de
escalera, este estado indigno de las cosas, arruina todo...” Y sigue un
larguísimo párrafo de descripción del escritorio, como si Kafka fuera
un viajero relatando el paisaje hostil de una tierra desconocida.
El
escritorio del escritor es un lugar arquetípico, como el ring de
boxeo, el diván de un psicoanalista, la cabina de un avión de combate,
la mesa de cirugía de un doctor o la celda de un monje. Es un poco
romántica esta descripción, lo admitimos, pero qué le vamos a hacer.
Escribir es una ocupación romántica. Si el escritor es de verdad, si
–como Kafka– está buscando algo así como la liberación del alma o, por
lo menos, la transubstanciación de la experiencia a algo más duradero
(algo con las características de la eternidad), el escritorio es el
lugar donde esa transubstanciación se elabora. Puede ser un lugar de
serenidad y de triunfo, de superación y de goce; pero también puede ser
un lugar de derrota, de humillaciones y de catástrofes que –uno siempre
piensa– podrían haber sido evitables.
Para los que piensan que
estamos exagerando, consideren algunos casos. Philip Roth, el año
pasado, decidió dejar de escribir de una vez por todas. Sobre la
pantalla de su computadora pegó un post-it con la frase “la lucha con
la escritura ha terminado”. Lo mira todas las mañanas con un alivio
gigante. David Foster Wallace, derrumbado espiritualmente porque no
logra terminar una novela (había dicho que era como intentar armar una
casa de paneles de madera con un fuerte viento) se suicida. Se ahorca en
el garaje donde estaba su escritorio. Primero puso en orden los
infinitos papeles de esa novela inconclusa. Jonathan Franzen escribió su
primera gran novela, Las correcciones , en un cuarto
cerrado, con tapones en los oídos, y con el puerto de red de su
computadora sellado con pegamento. Hemingway escribía parado, como un
boxeador. La carrera de Stephen King dio un giro cuando su esposa, harta
de sus adicciones, vació los contenidos del cesto de basura debajo de
su escritorio sobre el mismo: una pila gigantesca de latas de cerveza.
Debajo del último escritorio de Herman Melville (sobre el cual escribió
su último gran cuento, Billy Budd ) se encontró un
papelito que decía: “Sé fiel a los sueños de tu juventud”. Proust
escribía de noche en su cama, en un cuarto con las paredes encorchadas
para crear un capullo de silencio.
Sin embargo, los escritorios
no tienen que ser necesariamente lugares privados. Sartre y Cortazar
escribían en cafés. El Marqués de Sade, Cervantes y Jean Genet, en
celdas de una prisión. Balzac, en su juventud, escribía desde la prisión
de la pobreza. Dijo una vez: “Amaba mi prisión, porque la había elegido
yo mismo.” Faulkner se despertaba de noche y escribía sobre las paredes
de su dormitorio.
Podríamos seguir y seguir.
¿Puede
ayudar en la comprensión de una obra conocer el escritorio donde fue
escrita? Para algunos lectores, es necesario meditar sobre las
dificultades de la creación literaria. Acercarse lo más posible a su
autor querido conociendo cómo fue que escribió su libro. No sólo cómo
organizó su material y cómo se organizaban sus días de trabajo sino ver,
aunque sea en una foto o a través de una descripción (como la del
diario de Kafka) el lugar de trabajo. El escritorio. Conocer el
escritorio de un escritor, ver la habitación donde él o ella escriben,
es algo parecido a conocer la cara de ese escritor. No nos explica la
obra de una manera directa pero sí de una forma oblicua. Uno no puede
desasociar la obra de Beckett con su austera cara con esos ojos azules
de gaviota. Cuando uno relee los cuentos de Borges, inevitablemente
tiene en mente su cara, con esa particular mirada de falsa humildad, o
de sabiduría (según cómo te caiga Borges).
Lo mismo pasa con los
escritorios. Si has visitado Arrowhead , la casa de Herman Melville, y
te has parado en su escritorio, con tu mano sobre su escritorio, mirando
por la misma ventana que él miraba mientras escribía Moby Dick
, nunca vas a poder volver a esa novela sin imaginarte a Melville
encorvado sobre ese escritorio escribiéndola. Lo mismo con los poemas de
Neruda y sus casas en Santiago, Valparaíso e Isla Negra. O la torre de
William Butler Yeats en Irlanda. Hay un libro maravilloso sobre la
pequeña cabina de Heidegger en la Selva Negra y cómo ese lugar influyó
en su escritura. ( Heidegger’s Hut , Adam Sharr. MIT Press, 2006).
T.
S. Eliot escribió en La canción de amor de Alfred Prufrock : “Tendría
que haber sido un par de garras rotas / corriendo sobre los pisos de
mares silenciosos.” Si el escritor, en su silenciosa producción, es una
criatura fantástica, algo así como el cangrejo o langosta de Eliot, su
escritorio es su caparazón.
¿Donde escribe usted?
En
algún momento del siglo XX la figura pública del autor se hizo más
compleja. Aparte de su obra misma, empezaron a cobrar importancia cosas
externas a los libros mismos. Ciertas preguntas, específicas al proceso
de escribir, se convirtieron en habituales: ¿Dónde escribes? ¿A qué
hora? ¿En cuadernos o hojas sueltas? ¿En una máquina de escribir o con
pluma?
El principal culpable de esta tendencia es la revista The París Review , que desde los años cincuenta ha publicado excepcionales entrevistas con los grandes autores del mundo.
Además de la foto del autor, publican una reproducción de una hoja de
un manuscrito. Algo fundamental en estas entrevistas son las
interrogaciones sobre “el taller” del escritor. Hoy, ser entrevistado
por el Paris Review da un sello de prestigio quizá comparable con ganar
un Pulitzer. Y todos los periodistas culturales que entrevistamos
autores estamos, conscientemente o inconscientemente, imitando el modelo
de esta revista legendaria.
¿Es legítimo este interés sobre los
detalles físicos y externos de la praxis de los creadores de literatura?
¿Se entiende mejor la obra conociendo cómo se hizo, materialmente? ¿O
es mero cholulismo, comparable con las notas de ¡Hola! que muestran las
casas de veraneo de nobles menores de Europa?
Hay muchos autores
que huyen de este tipo de preguntas, pero la verdad es que a la mayoría
les encanta. No solo eso, ellos mismismos fomentan esta mística del
escritorio del escritor.
En el 2008 y el 2009 The Guardian publicó una serie de notas llamada Writers’ Rooms
. Aún está online. Allí, el fotógrafo Eamonn McCabe hizo retratos de
los cuartos de escritores (sin los escritores presentes) y los autores
mismos contribuyeron con un breve texto presentando sus aposentos. A
diferencia de Kafka, el tono es fresco y orgulloso. Como el de un agente
inmobiliario mostrando una joya de departamento. Figuran, entre otros,
Eric Hobsbawm, Martin Amis, John Banville, Hanif Kureishi, Seamus
Heaney, Jonathan Safran Foer, Richard Sennett y J. G. Ballard.
Póstumamente están los de Charles Darwin, Virginia Woolf, Rudyard
Kipling, Charlotte Bronte. En total son 116 sujetos.
Sobre su
trabajo fotográfico, McCabe dijo: “Siempre me ha gustado fotografiar a
gente solitaria. Cuando era más joven fotografiaba a boxeadores. Ahora
que estoy más viejo me gusta retratar a escritores, poetas y artistas.
Una cosa que tienen en común, es que trabajan solos”. Pero sobre los
retratos en sí, McCabe dijo: “Por más que no esté el escritor en el
cuarto, aún es un retrato. Sus cuartos los reflejan...” Una crítica que
se le hizo a McCabe es que todos sus retratados son gente acomodada de
clase media. O sea, escritores comercialmente exitosos. Y aquí yace un
problema muy importante en todo este lío. Es muy lindo, y no totalmente
mentiroso, hablar de boxeadores y monjes y pilotos de guerra al buscar
un corolario para el escritor en su cuarto. Pero también hay un fenómeno
burgués de consumo y –más peligroso aun– de autoengaño. ¿Cuántos
aspirantes a escritores ven estas fotos y se proyectan a sí mismos en
esos cuartos, como si fueran ellos los escritores? Si es así, el
fenómeno de la fascinación con los cuartos y los escritorios de los
escritores tiene algo vacío y hasta pornográfico. Es como el fenómeno de
las Moleskine. ¡Escribir en el mismo cuaderno que usaba Pablo Picasso,
Ernest Hemingway o Bruce Chatwin!
Uno no tiene que ser escritor
para ser parte de la literatura. Es suficiente con ser lector. Sin
embargo, hay legiones de jóvenes (y viejos también) que alimentan una
falsa vocación de escritura. Cuando esta ya no se puede realizar, la
conclusión puede ser aniquilante. Un autoexilio de la literatura por
razón de envidia y amargura. En este estado frágil y vulnerable de deseo
sin intento, de fantasía sin trabajo, ver los escritorios de los
escritores puede ser contraproducente.
La literatura es
extremadamente simple y compleja a la vez. Es muy fácil leer una gran
novela, pero casi imposible escribirla. Ver los escritorios de los
escritores (al fin, tan parecidos a los nuestros, dentro de todo)
alimenta la idea que está a nuestro alcance, también, ser escritores.
Esto puede ser un gran incentivo o la semilla de una gran mentira.
En la novela Crossing to Saftey,
de Wallace Stegner, asistimos a la larga vida de cuatro personajes,
uno de los cuales quiso ser escritor y anduvo toda su vida más o menos
en eso. En la última escena, la hija de este personaje entra al
escritorio de su padre junto al mejor amigo de él. Es un lugar perfecto.
El problema es que nunca escribió nada. Su hija dice: “Prepararse ha
sido el trabajo de su vida. Prepara y después ordena”. ¡Que no te pase
lo mismo!