Índice
PRIMERA
PARTE (Reimpresión de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina y
oficial retirado del Cuerpo de Sanidad)
1. Mr. Sherlock
Holmes
2. La ciencia de la deducción
3. El misterio de Lauriston Gardens
4. El informe de John Rance
5. Nuestro anuncio atrae a un visitante
6. Tobías Gregson en acción
7. Luz en la oscuridad
2. La ciencia de la deducción
3. El misterio de Lauriston Gardens
4. El informe de John Rance
5. Nuestro anuncio atrae a un visitante
6. Tobías Gregson en acción
7. Luz en la oscuridad
Primera
parte
(Reimpresión
de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina y oficial retirado del
Cuerpo de Sanidad)
1. Mr.
Sherlock Holmes
En el año
1878 obtuve el título de doctor en medicina por la Universidad de Londres,
asistiendo después en Netley a los cursos que son de rigor antes de ingresar
como médico en el ejército. Concluidos allí mis estudios, fui puntualmente
destinado el 5.0 de Fusileros de Northumberland en calidad de médico ayudante.
El regimiento se hallaba por entonces estacionado en la India, y antes de que
pudiera unirme a él, estalló la segunda guerra de Afganistán. Al desembarcar en
Bombay me llegó la noticia de que las tropas a las que estaba agregado habían
traspuesto la línea montañosa, muy dentro ya de territorio enemigo. Seguí, sin
embargo, camino con muchos otros oficiales en parecida situación a la mía,
hasta Candahar, donde sano y salvo, y en compañía por fin del regimiento, me
incorporé sin más dilación a mi nuevo servicio.
La
campaña trajo a muchos honores, pero a mí sólo desgracias y calamidades. Fui
separado de mi brigada e incorporado a las tropas de Berkshire, con las que
estuve de servicio durante el desastre de Maiwand. En la susodicha batalla una
bala de Jezail me hirió el hombro, haciéndose añicos el hueso y sufriendo algún
daño la arteria subclavia. Hubiera caído en manos de los despiadados ghazis a
no ser por el valor y lealtad de Murray, mi asistente, quien, tras ponerme de
través sobre una caballería, logró alcanzar felizmente las líneas británicas.
Agotado
por el dolor, y en un estado de gran debilidad a causa de las muchas fatigas
sufridas, fui trasladado, junto a un nutrido convoy de maltrechos compañeros de
infortunio, al hospital de la base de Peshawar. Allí me rehice, y estaba ya lo
bastante sano para dar alguna que otra vuelta por las salas, y orearme de
tiempo en tiempo en la terraza, cuando caí víctima del tifus, el azote de
nuestras posesiones indias. Durante meses no se dio un ardite por mi vida, y
una vez vuelto al conocimiento de las cosas, e iniciada la convalecencia, me
sentí tan extenuado, y con tan pocas fuerzas, que el consejo médico determinó
sin más mi inmediato retorno a Inglaterra. Despachado en el transporte militar
Orontes, al mes de travesía toqué tierra en Portsmouth, con la salud malparada
para siempre y nueve meses de plazo, sufragados por un gobierno paternal, para
probar a remediarla.
No tenía
en Inglaterra parientes ni amigos, y era, por tanto, libre como una alondra -es
decir, todo lo libre que cabe ser con un ingreso diario de once chelines y
medio-. Hallándome en semejante coyuntura gravité naturalmente hacia Londres,
sumidero enorme donde van a dar de manera fatal cuantos desocupados y haraganes
contiene el imperio. Permanecí durante algún tiempo en un hotel del Strand,
viviendo antes mal que bien, sin ningún proyecto a la vista, y gastando lo poco
que tenía, con mayor liberalidad, desde luego, de la que mi posición
recomendaba. Tan alarmante se hizo el estado de mis finanzas que pronto caí en
la cuenta de que no me quedaban otras alternativas que decir adiós a la
metrópoli y emboscarme en el campo, o imprimir un radical cambio a mi modo de
vida. Elegido el segundo camino, principié por hacerme a la idea de dejar el
hotel, y sentar mis reales en un lugar menos caro y pretencioso.
No había
pasado un día desde semejante decisión, cuando, hallándome en el Criterion Bar,
alguien me puso la mano en el hombro, mano que al dar media vuelta reconocí
como perteneciente al joven Stamford, el antiguo practicante a mis órdenes en
el Barts. La vista de una cara amiga en la jungla londinense resulta en verdad
de gran consuelo al hombre solitario. En los viejos tiempos no habíamos sido
Stamford y yo lo que se dice uña y carne, pero ahora lo acogí con entusiasmo, y
él, por su parte, pareció contento de verme. En ese arrebato de alegría lo invité
a que almorzara conmigo en el Holborn, y juntos subimos a un coche de
caballos..
-Pero
¿qué ha sido de usted, Watson? -me preguntó sin embozar su sorpresa mientras el
traqueteante vehículo se abría camino por las pobladas calles de Londres-. Está
delgado como un arenque y más negro que una nuez.
Le hice
un breve resumen de mis aventuras, y apenas si había concluido cuando llegamos
a destino.
-¡Pobre
de usted! -dijo en tono conmiserativo al escuchar mis penalidades-. ¿Y qué
proyectos tiene?
-Busco
alojamiento -repuse-. Quiero ver si me las arreglo para vivir a un precio
razonable.
-Cosa
extraña -comentó mi compañero-, es usted la segunda persona que ha empleado
esas palabras en el día de hoy.
-¿Y quién
fue la primera? -pregunté.
-Un tipo
que está trabajando en el laboratorio de química, en el hospital. Andaba
quejándose esta mañana de no tener a nadie con quien compartir ciertas
habitaciones que ha encontrado, bonitas a lo que parece, si bien de precio
demasiado abultado para su bolsillo.
-¡Demonio!
-exclamé-, si realmente está dispuesto a dividir el gasto y las habitaciones,
soy el hombre que necesita. Prefiero tener un compañero antes que vivir solo.
El joven
Stamford, el vaso en la mano, me miró de forma un tanto extraña.
-No
conoce todavía a Sherlock Holmes -dijo-, podría llegar a la conclusión de que
no es exactamente el tipo de persona que a uno le gustaría tener siempre por
vecino.
-¿Sí?
¿Qué habla en contra suya?
-Oh, en
ningún momento he sostenido que haya nada contra él. Se trata de un hombre de
ideas un tanto peculiares..., un entusiasta de algunas ramas de la ciencia.
Hasta donde se me alcanza, no es mala persona.
-Naturalmente
sigue la carrera médica -inquirí.
-No...
Nada sé de sus proyectos. Creo que anda versado en anatomía, y es un químico de
primera clase; pero según mis informes, no ha asistido sistemáticamente a
ningún curso de medicina. Persigue en el estudio rutas extremadamente dispares
y excéntricas, si bien ha hecho acopio de una cantidad tal y tan desusada de
conocimientos, que quedarían atónitos no pocos de sus profesores.
-¿Le ha
preguntado alguna vez qué se trae entre manos?
-No; no
es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque puede resultar
comunicativo cuando está en vena.
-Me
gustaría conocerle -dije-. Si he de partir la vivienda con alguien, prefiero
que sea persona tranquila y consagrada al estudio. No me siento aún lo bastante
fuerte para sufrir mucho alboroto o una excesiva agitación. Afganistán me ha
dispensado ambas cosas en grado suficiente para lo que me resta de vida. ¿Cómo
podría entrar en contacto con este amigo de usted?
-Ha de
hallarse con seguridad en el laboratorio -repuso mi compañero-. O se ausenta de
él durante semanas, o entra por la mañana para no dejarlo hasta la noche. Si
usted quiere, podemos llegarnos allí después del almuerzo.
-Desde
luego -contesté, y la conversación tiró por otros derroteros.
Una vez
fuera de Holborn y rumbo ya al laboratorio, Stamford añadió algunos detalles
sobre el caballero que llevaba trazas de convertirse en mi futuro coinquilino.
-Sepa
exculparme si no llega a un acuerdo con él -dijo-, nuestro trato se reduce a
unos cuantos y ocasionales encuentros en el laboratorio. Ha sido usted quien ha
propuesto este arreglo, de modo que quedo exento de toda responsabilidad.
-Si no
congeniamos bastará que cada cual siga su camino -repuse-. Me da la sensación,
Stamford -añadí mirando fijamente a mi compañero-, de que tiene usted razones
para querer lavarse las manos en este negocio. ¿Tan formidable es la
destemplanza de nuestro hombre? Hable sin reparos.
-No es
cosa sencilla expresar lo inexpresable -repuso riendo-. Holmes posee un
carácter demasiado científico para mi gusto..., un carácter que raya en la
frigidez. Me lo figuro ofreciendo a un amigo un pellizco del último alcaloide
vegetal, no con malicia, entiéndame, sino por la pura curiosidad de investigar
a la menuda sus efectos. Y si he de hacerle justicia, añadiré que en mi opinión
lo engulliría él mismo con igual tranquilidad. Se diría que habita en su
persona la pasión por el conocimiento detallado y preciso.
-Encomiable
actitud.
-Y a
veces extremosa... Cuando le induce a aporrear con un bastón los cadáveres, en
la sala de disección, se pregunta uno si no está revistiendo acaso una forma en
exceso peculiar.
-¡Aporrear
los cadáveres!
-Sí, a
fin de ver hasta qué punto pueden producirse magulladuras en un cuerpo muerto.
Lo he contemplado con mis propios ojos.
-¿Y dice
usted que no estudia medicina?
-No. Sabe
Dios cuál será el objeto de tales investigaciones... Pero ya hemos llegado, y
podrá usted formar una opinión sobre el personaje.
Cuando
esto decía enfilamos una callejuela, y a través de una pequeña puerta lateral
fuimos a dar a una de las alas del gran hospital. Siéndome el terreno familiar,
no precisé guía para seguir mi itinerario por la lúgubre escalera de piedra y a
través luego del largo pasillo de paredes encaladas y puertas color castaño.
Casi al otro extremo, un corredor abovedado y de poca altura torcía hacia uno
de los lados, conduciendo al laboratorio de química.
Era éste
una habitación de elevado techo, llena toda de frascos que se alineaban a lo
largo de las paredes o yacían desperdigados por el suelo. Aquí y allá aparecían
unas mesas bajas y anchas erizadas de retortas, tubos de ensayo y pequeñas
lámparas Bunsen con su azul y ondulante lengua de fuego. En la habitación hacía
guardia un solitario estudiante que, absorto en su trabajo, se inclinaba sobre
una mesa apartada. Al escuchar nuestros pasos volvió la cabeza, y saltando en
pie dejó oír una exclamación de júbilo.
-¡Ya lo
tengo! ¡Ya lo tengo! -gritó a mi acompañante mientras corría hacia nosotros con
un tubo de ensayo en la mano-. He hallado un reactivo que precipita con la
hemoglobina y solamente con ella.
El
descubrimiento de una mina de oro no habría encendido placer más intenso en
aquel rostro.
-Doctor
Watson, el señor Sherlock Holmes -anunció Stamford a modo de presentación.
-Encantado
-dijo cordialmente mientras me estrechaba la mano con una fuerza que su aspecto
casi desmentía-. Por lo que veo, ha estado usted en tierras afganas.
-¿Cómo
diablos ha podido adivinarlo? -pregunté, lleno de asombro.
-No tiene
importancia -repuso él riendo por lo bajo-. Volvamos a la hemoglobina. ¿Sin
duda percibe usted el alcance de mi descubrimiento?
-Interesante
desde un punto de vista químico -contesté-, pero, en cuanto a su aplicación
práctica...
-Por
Dios, se trata del más útil hallazgo que en el campo de la Medina Legal haya
tenido lugar durante los últimos años. Fíjese: nos proporciona una prueba
infalible para descubrir las manchas de sangre. ¡Venga usted a verlo!
Era tal
su agitación que me agarró de la manga de la chaqueta, arrastrándome hasta el
tablero donde había estado realizando sus experimentos.
-Hagámonos
con un poco de sangre fresca -dijo, clavándose en el dedo una larga aguja y
vertiendo en una probeta de laboratorio la gota manada de la herida.
-Ahora
añado esta pequeña cantidad de sangre a un litro de agua. Puede usted observar
que la mezcla resultante ofrece la apariencia del agua pura. La proporción de
sangre no excederá de uno a un millón. No me cabe duda, sin embargo, de que nos
las compondremos para obtener la reacción característica.
Mientras
tal decía, arrojó en el recipiente unos pocos cristales blancos, agregando
luego algunas gotas de cierto líquido transparente. En el acto la mezcla
adquirió un apagado color caoba, en tanto que se posaba sobre el fondo de la
vasija de vidrio un polvo parduzco.
-¡Ajá!
-exclamó, dando palmadas y alborozado como un niño con zapatos nuevos-. ¿Qué me
dice ahora?
-Fino
experimento -repuse.
-¡Magnífico!
¡Magnífico! La tradicional prueba del guayaco resultaba muy tosca e insegura.
Lo mismo cabe decir del examen de los corpúsculos de sangre... Este último es
inútil cuando las manchas cuentan arriba de unas pocas horas. Sin embargo,
acabamos de dar con un procedimiento que actúa tanto si la sangre es vieja como
nueva. A ser mi hallazgo más temprano, muchas gentes que ahora pasean por la
calle hubieran pagado tiempo atrás las penas a que sus crímenes les hacen acreedoras.
-Caramba...
-murmuré.
-Los
casos criminales giran siempre alrededor del mismo punto. A veces un hombre
resulta sospechoso de un crimen meses más tarde de cometido éste; se someten a
examen sus trajes y ropa blanca: aparecen unas manchas parduzcas. ¿Son manchas
de sangre, de barro, de óxido, acaso de fruta? Semejante extremo ha sumido en
la confusión a más de un experto, y ¿sabe usted por qué? Por la inexistencia de
una prueba segura. Sherlock Holmes ha aportado ahora esa prueba, y queda el
camino despejado en lo venidero.
Había al
hablar destellos en sus ojos; descansó la palma de la mano a la altura del
corazón, haciendo después una reverencia, como si delante suyo se hallase
congregada una imaginaria multitud.
-Merece
usted que se le felicite -apunté, no poco sorprendido de su entusiasmo.
-¿Recuerda
el pasado año el caso de Von Bischoff, en Frankfort? De haber existido esta
prueba, mi experimento le habría llevado en derechura a la horca. ¡Y qué decir
de Mason, el de Bradford, o del célebre Muller, o de Lefévre de Montpellier, o
de Samson el de Nueva Orleans! Una veintena de casos me acuden a la mente en
los que la prueba hubiera sido decisiva.
-Parece
usted un almanaque viviente de hechos criminales -apuntó Stamford con una
carcajada-. ¿Por qué no publica algo? Podría titularlo «Noticiario policiaco de
tiempos pasados».
-No sería
ningún disparate -repuso Sherlock Holmes poniendo un pedacito de parche sobre
el pinchazo-. He de andar con tiento -prosiguió mientras se volvía sonriente
hacia mí-, porque manejo venenos con mucha frecuencia.
Al tiempo
que hablaba alargó la mano, y eché de ver que la tenía moteada de parches
similares y descolorida por el efecto de ácidos fuertes.
-Hemos
venido a tratar un negocio -dijo Stamford tomando asiento en un elevado
taburete de tres patas, y empujando otro hacia mí con el pie-. Este señor anda
buscando dónde cobijarse, y como se lamentaba usted de no encontrar nadie que
quisiera ir a medias en la misma operación, he creído buena la idea de
reunirlos a los dos.
A
Sherlock Holmes pareció seducirle el proyecto de dividir su vivienda conmigo.
-Tengo
echado el ojo a unas habitaciones en Baker Street -dijo-, que nos vendrían de
perlas. Espero que no le repugne el olor a tabaco fuerte.
-No gasto
otro -repuse.
-Hasta
ahí vamos bastante bien. Suelo trastear con sustancias químicas y de vez en
cuanto realizo algún experimento. ¿Le importa?
-En
absoluto.
-Veamos...,
cuáles son mis otros inconvenientes. De tarde en tarde me pongo melancólico y
no despego los labios durante días. No lo atribuya usted nunca a mal humor o
resentimiento. Déjeme sencillamente a mi aire y verá qué pronto me enderezo. En
fin, ¿qué tiene usted a su vez que confesarme? Es aconsejable que dos
individuos estén impuestos sobre sus peores aspectos antes de que se decidan a
vivir juntos.
Me hizo
reír semejante interrogatorio. -Soy dueño de un cachorrito -dije-, y desapruebo
los estrépitos porque mis nervios están destrozados... y me levanto a las horas
más inesperadas y me declaro, en fin, perezoso en extremo. Guardo otra serie de
vicios para los momentos de euforia, aunque los enumerados ocupan a la sazón un
lugar preeminente.
-¿Entra para
usted el violín en la categoría de lo estrepitoso? -me preguntó muy alarmado.
-Según
quién lo toque -repuse-. Un violín bien tratado es un regalo de los dioses, un
violín en manos poco diestras...
-Magnífico
-concluyó con una risa alegre-. Creo que puede considerarse el trato
zanjado..., siempre y cuando dé usted el visto bueno a las habitaciones.
-¿Cuándo
podemos visitarlas?
-Venga
usted a recogerme mañana a mediodía; saldremos después juntos y quedará todo
arreglado.
-De
acuerdo, a las doce en punto -repuse estrechándole la mano.
Lo
dejamos enzarzado con sus productos químicos y juntos fuimos caminando hacia el
hotel.
-Por
cierto -pregunté de pronto, deteniendo la marcha y dirigiéndome a Stamford-,
¿cómo demonios ha caído en la cuenta de que venía yo de Afganistán?
Sobre el
rostro de mi compañero se insinuó una enigmática sonrisa.
-He ahí
una peculiaridad de nuestro hombre -dijo-. Es mucha la gente a la que intriga
esa facultad suya de adivinar las cosas.
-¡Caramba!
¿Se trata de un misterio? -exclamé frotándome las manos-. Esto empieza a
ponerse interesante. Realmente, le agradezco infinito su presentación... Como
reza el dicho, «no hay objeto de estudio más digno del hombre que el hombre
mismo».
-Aplíquese
entonces a la tarea de estudiar a su amigo -dijo Stamford a modo de despedida-.
Aunque no le arriendo la ganancia. Verá como acaba sabiendo él mucho más de
usted, que usted de él ... Adiós.
-Adiós
-repuse, y proseguí sin prisas mi camino hacia el hotel, no poco intrigado por
el individuo que acababa de conocer.
2. La
ciencia de la deducción
Nos vimos
al día siguiente, según lo acordado, para inspeccionar las habitaciones del
221B de Baker Street a que se había hecho alusión durante nuestro encuentro.
Consistían en dos confortables dormitorios y una única sala de estar, alegre y
ventilada, con dos amplios ventanales por los que entraba la luz. Tan
conveniente en todos los aspectos nos pareció el apartamento y tan moderado su
precio, una vez dividido entre los dos, que el trato se cerró de inmediato y,
sin más dilaciones, tomamos posesión de la vivienda. Esa misma tarde procedí a
mudar mis pertenencias del hotel a la casa, y a la otra mañana Sherlock Holmes
hizo lo correspondiente con las suyas, presentándose con un equipaje compuesto
de maletas y múltiples cajas. Durante uno o dos días nos entregamos a la tarea
de desembalar las cosas y colocarlas lo mejor posible. Salvado semejante
trámite, fue ya cuestión de hacerse al paisaje circundante e ir echando raíces
nuevas.
No
resultaba ciertamente Holmes hombre de difícil convivencia. Sus maneras eran
suaves y sus hábitos regulares. Pocas veces le sorprendían las diez de la noche
fuera de la cama, e indefectiblemente, al levantarme yo por la mañana, había
tomado ya el desayuno y enfilado la calle. Algunos de sus días transcurrían
íntegros en el laboratorio de química o en la sala de disección, destinando
otros, ocasionalmente, a largos paseos que parecían llevarle hasta los barrios
más bajos de la ciudad. Cuando se apoderaba de él la fiebre del trabajo era
capaz de desplegar una energía sin parangón; pero a trechos y con puntualidad
fatal, caía en un extraño estado de abulia, y entonces, y durante días,
permanecía extendido sobre el sofá de la sala de estar, sin mover apenas un
músculo o pronunciar palabra de la mañana a la noche. En tales ocasiones no
dejaba de percibir en sus ojos cierta expresión perdida y como ausente que, a
no ser por la templanza y limpieza de su vida toda, me habría atrevido a
imputar al efecto de algún narcótico. Conforme pasaban las semanas, mi interés
por él y la curiosidad que su proyecto de vida suscitaba en mí, fueron
haciéndose cada vez más patentes y profundos. Su misma apariencia y aspecto
externos eran a propósito para llamar la atención del más casual observador. En
altura andaba antes por encima que por debajo de los seis pies, aunque la
delgadez extrema exageraba considerablemente esa estatura. Los ojos eran agudos
y penetrantes, salvo en los períodos de sopor a que he aludido, y su fina nariz
de ave rapaz le daba no sé qué aire de viveza y determinación. La barbilla
también, prominente y maciza, delataba en su dueño a un hombre de firmes
resoluciones. Las manos aparecían siempre manchadas de tinta y distintos
productos químicos, siendo, sin embargo, de una exquisita delicadeza, como
innumerables veces eché de ver por el modo en que manejaba Holmes sus frágiles
instrumentos de física.
Acaso el
lector me esté calificando ya de entrometido impenitente en vista de lo mucho
que este hombre excitaba mi curiosidad y de la solicitud impertinente con que
procuraba yo vencer la reserva en que se hallaba envuelto todo lo que a él
concernía. No sería ecuánime sin embargo, antes de dictar sentencia, echar en
olvido hasta qué punto sin objeto era entonces mi vida, y qué pocas cosas a la
sazón podían animarla. Siendo el que era mi estado de salud, sólo en días de
tiempo extraordinariamente benigno me estaba permitido aventurarme al espacio
exterior, faltándome, los demás, amigos con quienes endulzar la monotonía de mi
rutina cotidiana. En semejantes circunstancias, acogí casi con entusiasmo el
pequeño misterio que rodeaba a mi compañero, así como la oportunidad de matar
el tiempo probando a desvelarlo.
No seguía
la carrera médica. Él mismo, respondiendo a cierta pregunta, había confirmado
el parecer de Stamford sobre semejante punto. Tampoco parecía empeñado en
suerte alguna de estudio que pudiera auparle hasta un título científico, o
abrirle otra cualquiera de las reconocidas puertas por donde se accede al mundo
académico. Pese a todo, el celo puesto en determinadas labores era notable, y
sus conocimientos, excéntricamente circunscritos a determinados campos, tan
amplios y escrupulosos que daban lugar a observaciones sencillamente
asombrosas. Imposible resultaba que un trabajo denodado y una información en
tal grado exacta no persiguieran un fin concreto. El lector poco sistemático no
se caracteriza por la precisión de los datos acumulados en el curso de sus
lecturas. Nadie satura su inteligencia con asuntos menudos a menos que tenga alguna
razón de peso para hacerlo así.
Si sabía
un número de cosas fuera de lo común, ignoraba otras tantas de todo el mundo
conocidas. De literatura contemporánea, filosofía y política, estaba casi
completamente en ayunas. Cierta vez que saqué yo a colación el nombre de Tomás
Carlyle, me preguntó, con la mayor inocencia, quién era aquél y lo que había
hecho. Mi estupefacción llegó sin embargo a su cenit cuando descubrí por
casualidad que ignoraba la teoría copernicana y la composición del sistema
solar. El que un hombre civilizado desconociese en nuestro siglo XIX que la
tierra gira en torno al sol, se me antojó un hecho tan extraordinario que
apenas si podía darle crédito.
-Parece
usted sorprendido -dijo sonriendo ante mi expresión de asombro-. Ahora que me
ha puesto usted al corriente, haré lo posible por olvidarlo.
-¡Olvidarlo!
-Entiéndame
-explicó-, considero que el cerebro de cada cual es como una pequeña pieza
vacía que vamos amueblando con elementos de nuestra elección. Un necio echa
mano de cuanto encuentra a su paso, de modo que el conocimiento que pudiera
serle útil, o no encuentra cabida o, en el mejor de los casos, se halla tan
revuelto con las demás cosas que resulta difícil dar con él. El operario hábil
selecciona con sumo cuidado el contenido de ese vano disponible que es su
cabeza. Sólo de herramientas útiles se compondrá su arsenal, pero éstas serán
abundantes y estarán en perfecto estado. Constituye un grave error el suponer
que las paredes de la pequeña habitación son elásticas o capaces de dilatarse
indefinidamente. A partir de cierto punto, cada nuevo dato añadido desplaza
necesariamente a otro que ya poseíamos. Resulta por tanto de inestimable
importancia vigilar que los hechos inútiles no arrebaten espacio a los útiles.
-¡Sí,
pero el sistema solar..! -protesté.
-¿Y qué
se me da a mí el sistema solar? -interrumpió ya impacientado-: dice usted que
giramos en torno al sol... Que lo hiciéramos alrededor de la luna no afectaría
un ápice a cuanto soy o hago.
Estuve
entonces a punto de interrogarle sobre eso que él hacía, pero un no sé qué en
su actitud me dio a entender que semejante pregunta no sería de su agrado. No
dejé de reflexionar, sin embargo, acerca de nuestra conversación y las pistas
que ella me insinuaba. Había mencionado su propósito de no entrometerse en
conocimiento alguno que no atañera a su trabajo. Por tanto, todos los datos que
atesoraba le reportaban por fuerza cierta utilidad. Enumeraré mentalmente los
distintos asuntos sobre los que había demostrado estar excepcionalmente bien
informado. Incluso tomé un lápiz y los fui poniendo por escrito. No pude
contener una sonrisa cuando vi el documento en toda su extensión. Decía así:
«Sherlock Holmes; sus límites.
1.
Conocimientos de Literatura: ninguno.
2.
Conocimientos de Filosofía: ninguno.
3.
Conocimientos de Astronomía: ninguno.
4.
Conocimientos de Política: escasos.
5.
Conocimientos de Botánica: desiguales. Al día en lo atañadero a la belladona,
el opio y los venenos en general. Nulos en lo referente a la jardinería.
6.
Conocimientos de Geología: prácticos aunque restringidos. De una ojeada
distingue un suelo geoló gico de otro. Después de un paseo me ha enseñado las
manchas de barro de sus pantalones y ha sabido decirme, por la consistencia y
color de la tierra, a qué parte de Londres correspondía cada una.
7.
Conocimientos de Química: profundos.
8.
Conocimientos de Anatomía: exactos, pero poco sistemáticos.
9.
Conocimientos de literatura sensacionalista: inmensos. Parece conocer todos los
detalles de cada hecho macabro acaecido en nuestro siglo.
10. Toca
bien el violín.
11.
Experto boxeador, y esgrimista de palo y espada.
12.
Familiarizado con los aspectos prácticos de la ley inglesa.»
Al llegar
a este punto, desesperado, arrojé la lista al fuego. «Si para adivinar lo que
este tipo se propone -me dije- he de buscar qué profesión corresponde al común
denominador de sus talentos, puedo ya darme por vencido.»
Observo
haber aludido poco más arriba a su aptitud para el violín. Era ésta notable,
aunque no menos peregrina que todas las restantes. Que podía ejecutar piezas
musicales, y de las difíciles, lo sabía de sobra, ya que a petición mía había
reproducido las notas de algunos lieder de Mendelssohn y otras composiciones de
mi elección. Cuando se dejaba llevar de su gusto, rara vez arrancaba sin
embargo a su instrumento música o aires reconocibles. Recostado en su butaca
durante toda una tarde, cerraba los ojos y con ademán descuidado arañaba las
cuerdas del violín, colocado de través sobre una de sus rodillas. Unas veces
eran las notas vibrantes y melancólicas, otras, de aire fantástico y alegre.
Sin duda tales acordes reflejaban al exterior los ocultos pensamientos del
músico, bien dándoles su definitiva forma, bien acompañándolos no más que como
una caprichosa melodía del espíritu. Sabe Dios que no hubiera sufrido
pasivamente esos exasperantes solos a no tener Holmes la costumbre de
rematarlos con una rápida sucesión de mis piezas favoritas, ejecutadas en
descargo de lo que antes de ellas había debido oír.
Llevábamos
juntos alrededor de una semana sin que nadie apareciese por nuestro habitáculo,
cuando empecé a sospechar en mi compañero una orfandad de amistades pareja a la
mía. Pero, según pude descubrir a continuación, no sólo era ello falso, sino
que además los contactos de Holmes se distribuían entre las más dispersas cajas
de la sociedad. Existía, por ejemplo, un hombrecillo de ratonil aspecto, pálido
y ojimoreno, que me fue presentado como el señor Lestrade y que vino a casa en
no menos de tres o cuatro ocasiones a lo largo de una semana. Otra mañana una
joven elegantemente vestida fue nuestro huésped durante más de media hora. A la
joven sucedió por la noche un tipo harapiento y de cabeza cana -la clásica
estampa del buhonero judío-, que parecía hallarse sobre ascuas y que a su vez
dejó paso a una raída y provetta señora. Un día estuvo mi compañero departiendo
con cierto caballero anciano y de melena blanca como la nieve; otro, recibió a
un mozo de cuerda que venía con su uniforme de pana. Cuando alguno de los
miembros de esta abigarrada comunidad hacía acto de presencia, solía Holmes
suplicarme el usufructo de la sala y yo me retiraba entonces a mi dormitorio.
Jamás dejó de disculparse por el trastorno que de semejante modo me causaba.
-Tengo que utilizar esta habitación como oficina -decía-, y la gente que entra
en ella constituye mi clientela-. ¡Qué mejor momento para interrogarle a
quemarropa! Sin embargo, me vi siempre sujeto por el recato de no querer forzar
la confidencia ajena. Imagina que algo le impedía dejar al descubierto ese
aspecto de su vida, cosa que pronto me desmintió él mismo yendo derecho al
asunto sin el menor requerimiento por mi parte.
Se
cumplía como bien recuerdo el 4 de marzo, cuando, habiéndome levantado antes
que de costumbre, encontré a Holmes despachando su aún inconcluso desayuno. Tan
hecha estaba la patrona a mis hábitos poco madrugadores, que no hallé ni el
plato aparejado ni el café dispuesto. Con la característica y nada razonable
petulancia del común de los mortales, llamé entonces al timbre y anuncié muy
cortante que esperaba mi ración. Acto seguido tomé un periódico de la mesa e
intenté distraer con él el tiempo mientras mi compañero terminaba en silencio
su tostada. El encabezamiento de uno de los artículos estaba subrayado en rojo,
y a él, naturalmente, dirigí en primer lugar mi atención.
Sobre la
raya encarnada aparecían estas ampulosas palabras: EL LIBRO DE LA VIDA, y a
ellas seguía una demostración de las innumerables cosas que a cualquiera le
sería dado deducir no más que sometiendo a examen preciso y sistemático los
acontecimientos de que el azar le hiciese testigo. El escrito se me antojó una
extraña mezcolanza de agudeza y disparate. A sólidas y apretadas razones
sucedían inferencias en exceso audaces o exageradas. Afirmaba el autor poder
adentrarse, guiado de señales tan someras como un gesto, el estremecimiento de
un músculo, o la mirada de unos ojos, en los más escondidos pensamientos de
otro hombre. Según él, la simulación y el engaño resultaban impracticables
delante de un individuo avezado al análisis y a la observación. Lo que éste
dedujera sería tan cierto como las proposiciones de Euclides. Tan sorprendentes
serían los resultados, que el no iniciado en las rutas por donde se llega de
los principios a las conclusiones, habría por fuerza de creerse en presencia de
un auténtico nigromante.
-A partir
de una gota de agua -decía el autor-, cabría al lógico establecer la posible
existencia de un océano Atlántico o unas cataratas del Niágara, aunque ni de lo
uno ni de lo otro hubiese tenido jamás la más mínima noticia. La vida toda es
una gran cadena cuya naturaleza se manifiesta a la sola vista de un eslabón
aislado. A semejanza de otros oficios, la Ciencia de la Deducción y el Análisis
exige en su ejecutante un estudio prolongado y paciente, no habiendo vida
humana tan larga que en el curso de ella quepa a nadie alcanzar la perfección
máxima de que el arte deductivo es susceptible. Antes de poner sobre el tapete
los aspectos morales y psicológicos de más bulto que esta materia suscita,
descenderé a resolver algunos problemas elementales. Por ejemplo, cómo apenas
divisada una persona cualquiera, resulta hacedero inferir su historia completa,
así como su oficio o profesión. Parece un ejercicio pueril, y sin embargo afina
la capacidad de observación, descubriendo los puntos más importantes y el modo
como encontrarles respuesta. Las uñas de un individuo, las mangas de su chaqueta,
sus botas, la rodillera de los pantalones, la callosidad de los dedos pulgar e
índice, la expresión facial, los puños de su camisa, todos estos detalles, en
fin, son prendas personales por donde claramente se revela la profesión del
hombre observado. Que semejantes elementos, puestos en junto, no iluminen al
inquisidor competente sobre el caso más difícil, resulta, sin más,
inconcebible.
-¡Valiente
sarta de sandeces! -grité, dejando el periódico sobre la mesa con un golpe
seco-. Jamás había leído en mi vida tanto disparate.
-¿De qué
se trata? -preguntó Sherlock Holmes.
-De ese
artículo -dije, apuntando hacia él con mi cucharilla mientras me sentaba para
dar cuenta de mi desayuno-. Veo que lo ha leído, ya que está subrayado por
usted. No niego habilidad al escritor. Pero me subleva lo que dice. Se trata a
ojos vista de uno de esos divagadores de profesión a los que entusiasma
elucubrar preciosas paradojas en la soledad de sus despachos. Pura teoría.
¡Quién lo viera encerrado en el metro, en un vagón de tercera clase, frente por
frente de los pasajeros, y puesto a la tarea de ir adivinando las profesiones
de cada uno! Apostaría uno a mil en contra suya.
-Perdería
usted su dinero -repuso Holmes tranquilamente-. En cuanto al artículo, es mío.
-¡Suyo!
-Sí; soy
aficionado tanto a la observación como a la deducción. Esas teorías expuestas
en el periódico y que a usted se le antojan tan quiméricas, vienen a ser en
realidad extremadamente prácticas, hasta el punto que de ellas vivo.
-¿Cómo?
-pregunté involuntariamente.
-Tengo un
oficio muy particular, sospecho que único en el mundo. Soy detective asesor...
Verá ahora lo que ello significa. En Londres abundan los detectives
comisionados por el gobierno, y no son menos los privados. Cuando uno de ellos
no sabe muy bien por dónde anda, acude a mí, y yo lo coloco entonces sobre la
pista. Suelen presentarme toda la evidencia de que disponen, a partir de la
cual, y con ayuda de mi conocimiento de la historia criminal, me las arreglo
decentemente para enseñarles el camino. Existe un fuerte aire de familia entre
los distintos hechos delictivos, y si se dominan a la menuda los mil primeros,
no resulta difícil descifrar el que completa el número mil uno. Lestrade es un
detective bien conocido. No hace mucho se enredó en un caso de falsificación, y
hallándose un tanto desorientado, vino aquí a pedir consejo.
-¿Y los
demás visitantes?
-Proceden
en la mayoría de agencias privadas de investigación. Son gente que está a
oscuras sobre algún asunto y acude a buscar un poco de luz. Atiendo a su
relato, doy mi opinión, y presento la minuta.
-¿Pretende
usted decirme -atajé- que sin salir de esta habitación se las compone para
poner en claro lo que otros, en contacto directo con las cosas, e impuestos
sobre todos sus detalles, sólo ven a medias?
-Exactamente.
Poseo, en ese sentido, una especie de intuición. De cuando en cuando surge un
caso más complicado, y entonces es menester ponerse en movimiento y echar
alguna que otra ojeada. Sabe usted que he atesorado una cantidad respetable de
datos fuera de lo común; este conocimiento facilita extraordinariamente mi
tarea. Las reglas deductivas por mí sentadas en el artículo que acaba de
suscitar su desdén me prestan además un inestimable servicio. La capacidad de
observación constituye en mi caso una segunda naturaleza. Pareció usted
sorprendido cuando, nada más conocerlo, observé que había estado en Afganistán.
-Alguien
se lo dijo, sin duda.
-En
absoluto. Me constaba esa procedencia suya de Afganistán. El hábito bien
afirmado imprime a los pensamientos una tan rápida y fluida continuidad, que me
vi abocado a la conclusión sin que llegaran a hacérseme siquiera manifiestos
los pasos intermedios. Éstos, sin embargo, tuvieron su debido lugar. Helos aquí
puestos en orden: «Hay delante de mí un individuo con aspecto de médico y
militar a un tiempo. Luego se trata de un médico militar. Acaba de llegar del trópico,
porque la tez de su cara es oscura y ése no es el color suyo natural, como se
ve por la piel de sus muñecas. Según lo pregona su macilento rostro ha
experimentado sufrimientos y enfermedades. Le han herido en el brazo izquierdo.
Lo mantiene rígido y de manera forzada... ¿en qué lugar del trópico es posible
que haya sufrido un médico militar semejantes contrariedades, recibiendo,
además, una herida en el brazo? Evidentemente, en Afganistán». Esta
concatenación de pensamientos no duró el espacio de un segundo. Observé
entonces que venía de la región afgana, y usted se quedó con la boca abierta.
-Tal como
me ha relatado el lance, parece cosa de nada -dije sonriendo-. Me recuerda
usted al Dupin de Allan Poe. Nunca imaginé que tales individuos pudieran existir
en realidad.
Sherlock
Holmes se puso en pie y encendió la pipa.
-Sin duda
cree usted halagarme estableciendo un paralelo con Dupin -apuntó-. Ahora bien,
en mi opinión, Dupin era un tipo de poca monta. Ese expediente suyo de irrumpir
en los pensamientos de un amigo con una frase oportuna, tras un cuarto de hora
de silencio, tiene mucho de histriónico y superficial. No le niego, desde
luego, talento analítico, pero dista infinitamente de ser el fenómeno que Poe
parece haber supuesto.
-¿Ha
leído usted las obras de Gaboriau? -pregunté-. ¿Responde Lecoq a su ideal
detectivesco?
Sherlock
Holmes arrugó sarcástico la nariz.
-Lecoq
era un chapucero indecoroso -dijo con la voz alterada-, que no tenía sino una
sola cualidad, a saber: la energía. Cierto libro suyo me pone sencillamente
enfermo... En él se trata de identificar a un prisionero desconocido,
sencillísima tarea que yo hubiera ventilado en veinticuatro horas y para la
cual Lecoq precisa, poco más o menos, seis meses. Ese libro merecería ser
repartido entre los profesionales del ramo como manual y ejemplo de lo que no
hay que hacer.
Hirió
algo mi amor propio al ver tratados tan displicentemente a dos personas que
admiraba. Me aproximé a la ventana, y tuve durante un rato la mirada perdida en
la calle llena de gente. «No sé si será este tipo muy listo», pensé para mis
adentros, «pero no cabe la menor duda de que es un engreído.»
-No
quedan ya crímenes ni criminales -prosiguió, en tono quejumbroso-. ¿De qué
sirve en nuestra profesión tener la cabeza bien puesta sobre los hombros? Sé de
cierto que no me faltan condiciones para hacer mi nombre famoso. Ningún
individuo, ahora o antes de mí, puso jamás tanto estudio y talento natural al
servicio de la causa detectivesca... ¿Y para qué? ¡No aparece el gran caso
criminal! A lo sumo me cruzo con alguna que otra chapucera villanía, tan
transparente, que su móvil no puede hurtarse siquiera a los ojos de un oficial
de Scotland Yard.
Persistía
en mí el enfado ante la presuntuosa verbosidad de mi compañero, de manera que
juzgué conveniente cambiar de tercio.
-¿Qué
tripa se le habrá roto al tipo aquél? -pregunté señalando a cierto individuo
fornido y no muy bien trajeado que a paso lento recorría la acera opuesta, sin
dejar al tiempo de lanzar unas presurosas ojeadas a los números de cada puerta.
Portaba en la mano un gran sobre azul, y su traza era a la vista la de un
mensajero.
-¿Se
refiere usted seguramente al sargento retirado de la Marina? -dijo Sherlock
Holmes.
«¡Fanfarrón!»,
pensé para mí. «Sabe que no puedo verificar su conjetura.»
Apenas si
este pensamiento había cruzado mi mente, cuando el hombre que espiábamos
percibió el número de nuestra puerta y se apresuró a atravesar la calle. Oímos
un golpe seco de aldaba, una profunda voz que venía de abajo y el ruido pesado
de unos pasos a lo largo de la escalera.
-¡Para el
señor Sherlock Holmes! -exclamó el extraño, y, entrando en la habitación,
entregó la carta a mi amigo. ¡Era el momento de bajarle a éste los humos!
¡Quién le hubiera dicho, al soltar aquella andanada en el vacío, que iba a
verse de pronto en el brete de hacerla buena!
Pregunté
entonces con mi más acariciadora voz:
-¿Buen
hombre, tendría usted la bondad de decirme cuál es su profesión?
-Ordenanza,
señor -dijo con un gruñido-. Me están arreglando el uniforme.
-¿Qué era
usted antes? -inquirí mientras miraba maliciosamente a Sherlock Holmes con el
rabillo del ojo. -Sargento, señor, sargento de infantería ligera de la Marina
Real. ¿No hay contestación? Perfectamente, señor.
Y
juntando los talones, saludó militarmente y desapareció de nuestra vista.
3. El
misterio de Lauriston Gardens
No
ocultaré mi sorpresa ante la eficacia que otra vez evidenciaban las teorías de
Holmes. Sentí que mi respeto hacia tamaña facultad adivinatoria aumentaba
portentosamente. Aun así, no podía acallar completamente la sospecha de que
fuera todo un montaje enderezado a deslumbrarme en vista de algún motivo
sencillamente incomprensible. Cuando dirigí hacia él la mirada, había concluido
ya de leer la nota y en sus ojos flotaba la expresión vacía y sin brillo por
donde se manifiestan al exterior los estados de abstracción meditativa.
-¿Cómo
diantres ha llevado usted a cabo su deducción? -pregunté.
-¿Qué
deducción? -repuso petulantemente.
-Caramba,
la de que era un sargento retirado de la Marina. -No estoy para bagatelas
-contestó de manera cortante; y añadió, con una sonrisa-: Perdone mi
brusquedad, pero ha cortado usted el hilo de mis pensamientos. Es lo mismo...
Así, pues, ¿no le había saltado a la vista la condición del mensajero?
-Puede
estar seguro.
-Resulta
más fácil adivinar las cosas que explicar cómo da uno con ellas. Si le pidieran
una demostración de por qué dos y dos son cuatro, es posible que se viera usted
en un aprieto, no cabiéndole, con todo, ninguna duda en torno a la verdad del
caso. Incluso desde el lado de la calle opuesto a aquel donde se hallaba
nuestro hombre, acerté a distinguir un ancla azul de considerable tamaño
tatuada sobre el dorso de su mano. Primera señal marinera. El porte era
militar, sin embargo, y las patillas se ajustaban a la longitud que dicta el
reglamento. Henos, pues, instalados en la Armada. Añádase cierta fachenda y
como ínfulas de mando... Seguramente ha notado usted lo erguido de su cabeza y el
modo como hacía oscilar el bastón. Un hombre formal, respetable, por añadidura
de mediana edad... Tomados los hechos en conjunto, ¿de quién podía tratarse,
sino de un sargento?
-¡Admirable!
-exclamé.
-Trivial...
-repuso Holmes, aunque adiviné por su expresión el contento que en él habían
producido mi sorpresa y admiración-. Dejé dicho hace poco que no quedaban
criminales. Pues bien, he de desmentirme. ¡Eche un vistazo!
Me confió
la nota traída por el ordenanza.
-¡Demonios!
-grité tras ponerle la vista encima-, ¡es espantoso!
-Parece
salirse un tanto de los casos vulgares -observó flemático-. ¿Tendría la bondad
de leérmela en voz alta?
He aquí
la carta a la que di lectura:
«Ml
QUERIDO SHERLOCK HOLMES,
»Esta
noche, en el número tres de Lauriston Gardens, según se va a Brixton, se nos ha
presentado un feo asunto. Como a las dos de la mañana advirtió el policía de
turno que estaban las luces encendidas, y, dado que se encuentra la casa
deshabitada, sospechó de inmediato algo irregular. Halló la puerta abierta, y
en la pieza delantera, desprovista de muebles, el cuerpo de un caballero bien
trajeado. En uno de sus bolsillos había una tarjeta con estas señas grabadas:
"Enoch J. Drebber, Cleveland, Ohio, U.S.A". No ha tenido lugar robo
alguno, ni se echa de ver cómo haya podido sorprender la muerte a este
desdichado. Aunque existen en la habitación huellas de sangre, el cuerpo no
ostenta una sola herida. Desconocemos también por qué medio o conducto vino a
dar el finado a la mansión vacía; de hecho, el percance todo presenta rasgos
desconcertantes. Si se le pone a tiro llegarse aquí antes de las doce, me
hallará en el escenario del crimen. He dejado orden de que nada se toque antes
de que usted dé señales de vida. Si no pudiera acudir, le explicaría el caso más
circunstanciadamente, en la esperanza de que me concediese el favor de su
dictamen.
»Le
saluda atentamente,
TOBÍAS
GREGSON.»
-Gregson
es el más despierto de los inspectores de Scotland Yard -apuntó mi amigo-; él y
Lestrade constituyen la flor y nata de un pelotón de torpes. Despliegan ambos
rapidez y energía, mas son convencionales en grado sorprendente. Por añadidura,
se tienen puesta mutuamente la proa. En punto a celos no les va a la zaga la
damisela más presumida, y como uno y otro decidan tirar de la manta, la cosa va
a resultar divertida.
No podía
contener mi sorpresa ante la calma negligente con que iba Sherlock Holmes
desgranando sus observaciones. -Desde luego no hay un momento que perder
-exclamé-: ¿le parece que llame ahora mismo a un coche de caballos? -No sé qué
decirle. Soy el hombre más perezoso que imaginarse pueda... Cuando me da por
ahí, naturalmente, porque, llegado el caso, también sé andar a la carrera.
-¿No era
ésta la ocasión que tanto esperaba?
-¿Y qué
más da, hombre de Dios? En el supuesto de que me las componga para desenredar
la madeja, no le quepa duda que serán Gregson, Lestrade y compañía quienes se
lleven los laureles. ¡He ahí lo malo de ir uno por su cuenta!
-Le ha
suplicado su ayuda...
-En
efecto. Me sabe superior, y en privado lo reconoce, mas antes se dejaría cortar
la lengua que admitir esa superioridad en público. Sin embargo, podemos ir a
echar un vistazo. Haré las cosas a mi modo, y cuando menos podré reírme a costa
de ellos. ¡En marcha!
Se puso
el gabán a toda prisa, dando muestras, según se movía de un lado a otro, de que
a la desgana anterior había sucedido una etapa de euforia.
-No
olvide su sombrero -dijo.
-¿Desea
usted que le acompañe?
-Sí, si
no se le ocurre nada mejor que hacer.
Un
momento después nos hallábamos instalados en un coche, en rápida carrera hacia
el camino de Brixton.
Se
trataba de una de esas mañanas brumosas en que los cendales de niebla,
suspendidos sobre los tejados y azoteas, parecen copiar el sucio barro
callejero. Estaba Holmes de excelente humor, no cesando de abundar en asuntos
tales como los violines de Cremona o la diferencia que media entre un
Stradivarius y un Amati. En cuanto a mí, no abrí la boca, ya que el tiempo
melancólico y el asunto fúnebre que nos solicitaba no eran a propósito para
levantarle a uno el ánimo.
-Parece
usted tener el pensamiento muy lejos del caso que se trae entre manos -dije al
cabo, interrumpiendo la cháchara musical de Holmes.
-Faltan
datos -repuso-. Es un error capital precipitarse a edificar teorías cuando no
se halla aún reunida toda la evidencia, porque suele salir entonces el juicio
combado según los caprichos de la suposición primera.
-Los
datos no van a hacerse esperar -observé, extendiendo el índice-; esta calle es
la de Brixton y aquélla la casa, a lo que parece.
-En
efecto. ¡Pare, cochero, pare!
Unas cien
yardas nos separaban todavía de nuestro destino, pese a lo cual Holmes porfió
en apearse del coche y hacer andando lo que restaba de camino.
El número
tres de Lauriston Gardens ofreció un aspecto entre amenazador y siniestro.
Formaba parte de un grupo de cuatro inmuebles sitos algo a trasmano de la
carretera, dos de ellos habitados y vacíos los restantes. Las fachadas de estos
últimos estaban guarnecidas de tres melancólicas hileras de ventanas, tan
polvorientas y cegadas que no habría resultado fácil distinguir unas de otras a
no ser porque, de trecho en trecho, podía verse, como una catarata crecida en
la oquedad de un ojo, el cartel de «Se alquila». Unos jardincillos salpicados
de cierta vegetación anémica y escasa ponían tierra entre la calle y los
portales, a los que se accedía por unos senderos estrechos, compuestos de una
sustancia amarillenta que parecía ser mezcla de arcilla y grava. La lluvia
caída durante la noche había convertido el paraje en un barrizal. El jardín se
hallaba ceñido por un muro de ladrillo, de tres pies de altura y somero remate
de madera; sobre este cercado o empalizada descansaba su macicez un guardia,
rodeado de un pequeño grupo de curiosos, quienes, castigando inútilmente la
vista y el cuello, hacían lo imposible por alcanzar el interior del recinto.
Yo había
imaginado que Sherlock Holmes entraría de galope en el edificio para aplicarse
sin un momento de pérdida al estudio de aquel misterio. Nada más lejos,
aparentemente, de su propósito. Con un aire negligente que, dadas las
circunstancias, rayaba en la afectación, recorrió varias veces, despacioso, el
largo de la carretera, lanzando miradas un tanto ausentes al suelo, el cielo,
las casas fronteras y la valla de madera. Acabado que hubo semejante examen, se
dio a seguir palmo a palmo el sendero, o mejor dicho, el borde de hierba que
flanqueaba el sendero, fijos los ojos en tierra. Dos veces se detuvo y una de
ellas le vi sonreírse, a la par que de sus labios escapaba un murmullo de
satisfacción. Se apreciaban sobre el suelo arcilloso varias improntas de pasos;
pero como quiera que la policía había estado yendo y viniendo, no alcanzaba yo
a comprender de qué utilidad podían resultar tales huellas a mi amigo. Con
todo, en vista de las extraordinarias pruebas de facultad perceptiva que poco
antes me había dado, no me cabía la menor duda de que a sus ojos se hallaban
presentes muchos más indicios que a los míos.
En la
puerta nos tropezamos a un hombre alto y pálido, de cabellera casi blanca por
lo rubia, el cual, apenas vernos -llevaba en la mano un cuaderno de notas-, se
precipitó hacia Sherlock Holmes, asiendo efusivamente su diestra.
-¡Le
agradezco que haya venido! -dijo-. Todo está como lo encontré..
-Excepto
eso -repuso Holmes señalando el sendero-. Una manada de búfalos no habría
obrado mayor confusión. Aunque sin duda supongo, Gregson, que ya tenía usted
hecha una composición de lugar cuando permitió semejante estropicio.
-La tarea
del interior de la casa no me ha dejado sosiego para nada -dijo evasivamente el
detective-. Mi colega el señor Lestrade se encuentra aquí. A él había confiado
mirar por las demás cosas.
Holmes
dirigió los ojos hacia mí y enarcó sardónico las cejas.
-Con dos
tipos como usted y Lestrade en la brecha, no sé qué va a pintar aquí una
tercera persona -repuso. Halagado, Gregson frotó una mano contra la otra.
-Creo que
hemos hecho todo lo hacedero -dijo-; aunque, tratándose de un caso extraño,
imaginé que le interesaría echar un vistazo.
-¿Se
llegó usted aquí en coche? -preguntó Sherlock Holmes.
-No.
-¿Tampoco
Lestrade?
-Tampoco.
-Vamos
entonces a dar una vuelta por la habitación.
Tras este
extemporáneo enunciado, entró en la casa seguido de Gregson, en cuyo rostro se
dibujaba la más completa sorpresa.
Un corto
pasillo, polvoriento y con el entarimado desnudo, conducía a la cocina y demás
dependencias. Dos puertas se abrían a sendos lados. Una llevaba, evidentemente,
varias semanas cerrada. La otra daba al comedor, escenario del misterioso hecho
ocurrido. Allí se dirigió Holmes, y yo detrás de él, presa el corazón del
cauteloso sentimiento que siempre inspira la muerte.
Se
trataba de una gran pieza cuadrada cuyo tamaño aparecía magnificado por la absoluta
ausencia de muebles. Un papel vulgar y chillón ornaba los tabiques, enmohecido
a trechos y deteriorado de manera que las tiras desgarradas y colgantes dejaban
de vez en cuando al desnudo el rancio yeso subyacente. Frente por frente de la
puerta había una ostentosa chimenea, rematada por una repisa que quería figurar
mármol blanco. A uno de los lados de la repisa se erguía el muñón rojo de una
vela de cera. Sólo una ventana se abría en aquellos muros, tan sucia que la luz
por ella filtrada, tenue e incierta, daba a todo un tinte grisáceo,
intensificado por la espesa capa de polvo que cubría la estancia.
De estos
detalles que aquí pongo me percaté más tarde. Por lo pronto mi atención se vio
solicitada por la triste, solitaria e inmóvil figura que yacía extendida sobre
el entarimado, fijos los ojos inexpresivos y ciegos en el techo sin color. Se
trataba de un hombre de cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años, de talla
mediana, ancho de hombros, rizado el hirsuto pelo negro, y barba corta y
áspera. Gastaba levita y chaleco de grueso velarte, pantalones claros, y puños
y cuello de camisa inmaculados. A su lado, en el suelo, se destacaba la silueta
de una pulcra y bien cepillada chistera. Los puños cerrados, los brazos
abiertos y la postura de las piernas, trabadas una con otra, sugerían un trance
mortal de peculiar dureza. Sobre el rostro hierático había dibujado un gesto de
horror, y, según me pareció, de odio, un odio jamás visto en ninguna otra
parte. Esta contorsión maligna y terrible, en complicidad con la estrechez de
la frente, la chatedad de la nariz y el prognatismo pronunciado daban al hombre
muerto un aire simiesco, tanto mayor cuanto que aparecía el cuerpo retorcido y
en insólita posición. He contemplado la muerte bajo diversas apariencias, todas,
sin embargo, más tranquilizadoras que la ofrecida por esa siniestra y oscura
habitación a orillas de la cual discurría una de las grandes arterias del
Londres suburbial.
Lestrade,
flaco y con su aire de animal de presa, estaba en pie junto al umbral, desde
donde nos dio la bienvenida a mi amigo y a mí.
-Este
caso va a traer cola -observó-. No se le compara ni uno sólo de los que he
visto antes, y llevo tiempo en el oficio.
-¿Alguna
pista? -dijo Gregson.
-En
absoluto -repuso Lestrade.
Sherlock
Holmes se aproximó al cuerpo, e hincándose de rodillas lo examinó
cuidadosamente.
-¿Están
seguros de que no tiene ninguna herida? -inquirió al tiempo que señalaba una
serie de manchas y salpicaduras de sangre en torno al cadáver.
-¡Desde
luego! -clamaron los detectives.
-Entonces,
cae de por sí que esta sangre pertenece a un segundo individuo... Al asesino,
en el supuesto de que se haya perpetrado un asesinato. Me vienen a las mientes
ciertas semejanzas de este caso con el de la muerte de Van Jansen, en Utrecht,
allá por el año treinta y cuatro. ¿Recuerda usted aquel suceso, Gregson?
-No.
-No deje
entonces de acudir a los archivos. Nada hay nuevo bajo el sol... Cada acto o
cada cosa tiene un precedente en el pasado.
Al tiempo
sus ágiles dedos volaban de un lado para otro, palpando, presionando,
desabrochando, examinando, mientras podía apreciarse en los ojos esa expresión
remota a la que antes he aludido. Tan presto llegó el reconocimiento a término,
que nadie hubiera podido adivinar su exactitud exquisita. La operación de
aplicar la nariz a los labios del difunto, y una ojeada a las botas de charol,
pusieron el punto final.
-Me dicen
que el cuerpo no ha sido desplazado -señaló interrogativamente.
-Lo
mínimo necesario para el fin de nuestras pesquisas.
-Pueden
llevarlo ya al depósito de cadáveres -dijo Holmes-. Aquí no hay nada más que
hacer.
Gregson
disponía de una camilla y cuatro hombres. A su llamada penetraron en la
habitación, y el extraño fue aupado del suelo y conducido fuera. Cuando lo
alzaban se oyó el tintineo de un anillo, que rodó sobre el pavimento. Lestrade,
tras haberse hecho con la alhaja, le dirigió una mirada llena de confusión.
-En la
habitación ha estado una mujer -observó-. Este anillo de boda pertenece a una
mujer...
Y
mientras así decía, nos mostraba en la palma de la mano el objeto hallado.
Hicimos corro en torno a él y echamos una ojeada. Saltaba a la vista que el
escueto aro de oro había adornado un día la mano de una novia.
-Se nos
complica el asunto -dijo Gregson-. ¡Y sabe Dios que no era antes sencillo!
-¿Está
usted seguro de que no se simplifica? -repuso Holmes-. Veamos, no va a
progresar usted mucho con esa mirada de pasmo..., ¿encontraron algo en los
bolsillos del muerto?
-Está todo
allí -dijo Gregson señalando unos cuantos objetos reunidos en montón sobre uno
de los primeros peldaños de la escalera-. Un reloj de oro, número noventa y
siete ciento sesenta y tres, de la casa Barraud de Londres. Una cadena de lo
mismo, muy maciza y pesada. Un anillo, también de oro, que ostenta el emblema
de la masonería. Un alfiler de oro cuyo remate figura la cabeza de un bulldog,
con dos rubíes a modo de ojos. Tarjetero de piel de Rusia con unas cartulinas a
nombre de Enoch J. Drebber de Cleveland, título que corresponde a las iniciales
E. J. D. bordadas en la ropa blanca. No hay monedero, aunque sí dinero suelto
por un montante de siete libras trece chelines. Una edición de bolsillo del
Decamerón de Boccaccio con el nombre de Joseph Stangerson escrito en la guarda.
Dos cartas, dirigida una a E. J. Drebber, y a Joseph Stangerson la otra.
-¿Y la
dirección?
-American
Exchange, Strand, donde debían permanecer hasta su oportuna solicitación.
Proceden ambas de la Guion Steamship Company, y tratan de la zarpa de sus
buques desde Liverpool. A la vista está que este desgraciado se disponía a
volver a Nueva York.
-¿Ha
averiguado usted algo sobre el tal Stangerson?
-Inicié
las diligencias de inmediato -dijo Gregson-. He puesto anuncios en todos los
periódicos, y uno de mis hombres se halla destacado en el American Exchange, de
donde no ha vuelto aún.
-¿Han
establecido contacto con Cleveland?
-Esta
mañana, por telegrama.
-¿Cómo lo
redactaron?
-Tras
hacer una relación detallada de lo sucedido, solicitamos cuanta información
pudiera sernos útil.
-¿Hizo
hincapié en algún punto que le pareciese de especial importancia?
-Pedí
informes acerca de Stangerson.
-¿Nada
más? ¿No existe para usted ningún detalle capital sobre el que repose el
misterio de este asunto? ¿No telegrafiará de nuevo?
-He dicho
cuanto tenía que decir -repuso Gregson con el tono de amor propio ofendido.
Sherlock
Holmes rió para sí, y parecía presto a una observación, cuando Lestrade,
ocupado durante el interrogatorio en examinar la habitación delantera, hizo
acto de presencia, frotándose las manos con mucha fachenda.
-El señor
Gregson -dijo-, acaba de encontrar algo de suma importancia, algo que se nos
habría escapado si no llega a darme por explorar atentamente las paredes.
Brillaban
como brasas los ojos del hombrecillo, a duras penas capaz de contener la
euforia en él despertada por ese tanto de ventaja obtenido sobre su rival.
-Síganme
-dijo volviendo a la habitación, menos sombría desde el momento en que había
sido retirado su lívido inquilino-. ¡Ahora, aguarden!
Encendió
un fósforo frotándolo contra la suela de la bota, y lo acostó a guisa de
antorcha a la pared.
-¡Vean
ustedes! -exclamó, triunfante.
He dicho
antes que el papel colgaba en andrajos aquí y allá. Justo donde arrojaba ahora
el fósforo su luz, una gran tira se había desprendido del soporte, descubriendo
un parche cuadrado de tosco revoco. De lado a lado podía leerse, garrapateada
en rojo sangriento, la siguiente palabra:
RACHE
-¿Qué les
parece? -clamó el detective alargando la mano con desparpajo de farandulero-.
Por hallarse estos trazos en la esquina más oscura de la habitación nadie les
había echado el ojo antes. El asesino o la asesina los plasmó con su propia
sangre. Observen esa gota que se ha escurrido pared abajo... En fin, queda
excluida la hipótesis del suicidio. ¿Por qué hubo de ser escrito el mensaje
precisamente en el rincón? Ya he dado con la causa. Reparen en la vela que está
sobre la repisa. Se encontraba entonces encendida, resultando de ahí una
claridad mayor en la esquina que en el resto de la pieza.
-Muy
bien. ¿Y qué conclusiones saca de este hallazgo suyo? -preguntó Gregson en tono
despectivo.
-Escuche:
el autor del escrito, hombre o mujer, iba a completar la palabra «Rachel»
cuando se vio impedido de hacerlo. No le quepa duda que una vez desentrañado el
caso saldrá a relucir una dama, de nombre, precisamente... ¡Sí, ría cuanto quiera,
señor Holmes, mas no olvide, por listo que sea, que después de habladas y
pensadas las cosas, no resta mejor método que el del viejo perro de rastreo!
-Le ruego
que me perdone -repuso mi compañero, quien había excitado la cólera del
hombrecillo con un súbito acceso de risa-. Sin duda corresponde a usted el
mérito de haber descubierto antes que nadie la inscripción, debida, según usted
afirma, a la mano de uno de los actores de este drama. No me ha dado lugar aún
a examinar la habitación, cosa a la que ahora procederé con su permiso.
Esto
dicho, desenterró de su bolsillo una cinta métrica y una lupa, de grueso
cristal y redonda armadura. Pertrechado 'con semejantes herramientas, se
aprestó después a una silenciosa exploración de la pieza, deteniéndose unas
veces, arrodillándose otras, llegando incluso a ponerse de bruces en el suelo
en determinada ocasión. Tan absorto se hallaba por la tarea, que parecía haber
olvidado nuestra presencia, estableciendo consigo mismo un diálogo compuesto de
un pintoresco conjunto de exclamaciones, gruñidos, susurros y ligeros gritos de
triunfo y ánimo, emitidos en ininterrumpida sucesión. Imposible era, frente a
parejo espectáculo, no darse a pensar en un sabueso bien entrenado y de pura
sangre en persecución de su presa, ora haciendo camino, ora deshaciendo lo
andado, anhelante siempre hasta el hallazgo del rastro perdido. Más de veinte
minutos duraron las pesquisas, en el curso de las cuales fueron medidas con
precisión matemática distancias entre marcas para mí invisibles, o aplicada la
cinta métrica, repentinamente, y de forma igualmente inalcanzable, a los muros
de la habitación. En cierto sitio reunió Holmes un montoncito de polvo gris y
lo guardó en un sobre. Finalmente, aplicó al ojo la lupa y sometió cada una de
las palabras escritas con sangre a un circunstanciadísimo examen. Hecho lo
cual, debió dar las pesquisas por terminadas, ya que fueron lupa y cinta
devueltos a sus primitivos lugares.
-Se ha
dicho que el genio se caracteriza por su infinita sensibilidad para el detalle
-observó con una sonrisa-. La definición es muy mala, pero rige en lo tocante
al oficio detectivesco.
Gregson y
Lestrade habían seguido las maniobras de su compañero amateur con notable
curiosidad y un punto de desdén. Evidentemente ignoraban aún, como yo había
ignorado hasta poco antes, que los más insignificantes ademanes de Sherlock
Holmes iban enderezados siempre a un fin práctico y definido.
-¿Cuál es
su dictamen? -inquirieron a coro.
-¿Me
creen capaz de menoscabar su mérito, osando iluminarles sobre el caso? -repuso
mi amigo-. Están ustedes llevándolo muy diestramente, y sería pena inmiscuirse.
No
necesito decir la hiriente ironía de estas palabras.
-Si
tienen ustedes en lo sucesivo la bondad de confiarme la naturaleza de sus
investigaciones -prosiguió-, me placerá ayudarles en la medida de mis fuerzas.
Entre tanto sería conveniente cruzar unas palabras con el policía que halló el
cadáver. ¿Podría saber su nombre y dirección?
Lestrade
consultó un libro de notas.
-John
Rance -dijo-. Está ahora fuera de servicio. Puede encontrarle en el cuarenta y
seis de Audley Court, Kennington Park Gate.
Holmes
tomó nota de la dirección.
-Venga,
doctor -añadió-; vayamos a echar un vistazo a nuestro hombre... En cuanto a
ustedes -dijo volviéndose hacia los policías-, les haré saber algo que acaso
sea de su incumbencia. Existe un asesinato, cometido, para más señas, por un
hombre. Mide más de uno ochenta, se halla en la flor de la vida, tiene pie
pequeño para su altura, llevaba a la sazón unas botas bastas de punta cuadrada
y estaba fumando un cigarro puro tipo Trichinopoly. Llegó aquí con su víctima
en un carruaje de cuatro ruedas, tirado por un caballo con tres cascos viejos y
uno nuevo, el de la pata delantera derecha; probablemente el asesino es de faz
rubicunda, y ostenta en la mano diestra unas uñas de peculiar longitud. No son
muchos los datos, aunque pueden resultar de alguna ayuda.
Lestrade
y Gregson intercambiaron una sonrisa de incredulidad.
-Suponiendo
que se haya producido un asesinato, ¿cómo llegó a ser ejecutado? -preguntó el
primero.
-Veneno
-repuso cortante Sherlock Holmes, y se dirigió hacia la puerta-. Otra cosa,
Lestrade -añadió antes de salir-. «Rache» es palabra alemana que significa
«Venganza», de modo que no pierda el tiempo buscando a una dama de ese nombre.
Disparada
la última andanada dejó la habitación, y con ella a los dos boquiabiertos
rivales.
4. El
informe de John Rance
A la una
de la tarde abandonamos el número tres de Lauriston Gardens. Sherlock Holmes me
condujo hasta la oficina de telégrafos más próxima, donde despachó una larga
nota. Después llamó a un coche de alquiler, y dio al conductor la dirección que
poco antes nos había facilitado Lestrade.
-La mejor
evidencia es la que se obtiene de primera mano -observó mi amigo-; yo tengo
hecha ya una composición de lugar, y aún así no desdeño ningún nuevo dato, por
menudo que parezca.
-Me
asombra usted, Holmes -dije-. Por descontado, no está usted tan seguro como
parece de los particulares que enumeró hace un rato.
-No
existe posibilidad de error -contestó-. Nada más llegado eché de ver dos surcos
que un carruaje había dejado sobre el barro, a orillas de la acera. Como desde
hace una semana, y hasta ayer noche, no ha caído una gota de lluvia, era fuerza
que esas dos profundas rodadas se hubieran producido justo por entonces, esto
es, ya anochecido. También aprecié pisadas de caballo, las correspondientes a
uno de los cascos más nítidas que las de los otros tres restantes, prueba de
que el animal había sido herrado recientemente. En fin, si el coche estuvo allí
después de comenzada la lluvia, pero ya no estaba -al menos tal asegura
Gregson- por la mañana, se sigue que hizo acto de presencia durante la noche, y
que, por tanto, trajo a la casa a nuestros dos individuos.
-De
momento, sea... -repuse-; ¿pero cómo se explica que obre en su conocimiento la
estatura del otro hombre?
-Es
claro; en nueve de cada diez casos, la altura de un individuo está en
consonancia con el largor de su zancada. El cálculo no presenta dificultades,
aunque tampoco es cuestión de que le aburra ahora a usted dándole pormenores.
Las huellas visibles en la arcilla del exterior y el polvo del interior me
permitieron estimar el espacio existente entre paso y paso. Otra oportunidad se
me ofreció para poner a prueba esta primera conjetura... Cuando un hombre
escribe sobre una pared, alarga la mano, por instinto, a la altura de sus ojos.
Las palabras que hemos encontrado se hallaban a más de seis pies del suelo.
Como ve, se trata de un juego de niños.
-¿Y la
edad?
-Un tipo
que de una zancada se planta a cuatro pies y medio de donde estaba, anda
todavía bastante terne. En el sendero del jardín vi un charco de semejante
anchura con dos clases de huellas: las de las botas de charol, que lo habían
bordeado, y las de las botas de puntera cuadrada, que habían pasado por encima.
Aquí no hay misterios. Me limito a aplicar a la vida ordinaria los preceptos
sobre observación y deducción que usted pudo leer en aquel articulo. ¿Tiene
alguna otra curiosidad?
-La longitud
de las uñas y la marca del tabaco -dije.
-La
inscripción de la pared fue efectuada con la uña del dedo índice, untada en
sangre. A través de la lupa acerté a observar que el estuco se hallaba algo
rayado, prueba de que la uña no había sido recortada. Recogí una muestra de la
ceniza esparcida por el suelo. Era oscura, y como formando escamas: este
residuo sólo lo produce un cigarro tipo Trichinopoly. He leído estudios sobre
la ceniza del tabaco, llegando a escribir incluso un trabajo científico. Me precio
de poder distinguir todas las marcas de puro o cigarrillo no más que echando un
vistazo a sus restos quemados. En detalles como éste se diferencia el detective
hábil de los practicones al estilo de Lestrade o Gregson.
-¿Y la
faz rubicunda? -pregunté.
-Ésa ha
sido una conjetura un tanto aventurada, aunque no dudo de su verdad. De
momento, permítame callar semejante punto.
Me pasé
la mano por la frente.
-Siento
como si fuera a estallarme la cabeza... -observé-. Cuanto más cavilo sobre el
asunto, más enigmático se me antoja. ¿Cómo diablos entraron los dos hombres
-supuesto que fuesen dos- en la casa vacía? ¿Qué ha sido del cochero que los
llevó hasta ella? ¿De qué expediente usó uno de los individuos para que
engullera el otro el veneno? ¿De dónde procede la sangre? ¿Cuál pudo ser el
objeto del asesinato, si descartamos el robo? ¿Por qué conducto llegó el anillo
de la mujer hasta la casa? Ante todo, ¿a santo de qué se puso a escribir el
segundo hombre la palabra alemana «RACHE» antes de levantar el vuelo? Me
reconozco incapaz de poner en armonía tantos hechos contradictorios.
Mi
compañero sonrió con gesto aprobatorio.
-Ha
resumido usted los aspectos problemáticos del caso de forma sucinta e
inteligente -dijo-. Resta aún mucho por ser elucidado, aunque tengo ya pronto
un veredicto sobre los puntos clave. En lo referente al descubrimiento de ese
infeliz de Lestrade, se trata no más que de una añagaza para situar a la
policía sobre una pista falsa, insinuándole historias de socialismo y
sociedades secretas. Mas no hay alemanes por medio. La «A», fíjese bien, estaba
escrita con caligrafía un poco gótica. Ahora bien, los alemanes de veras
emplean siempre los caracteres latinos, de donde cabe afirmar que nos hallamos
frente a un burdo imitador empeñado en exagerar un tanto su papel. Existía el
propósito de conducir la investigación fuera de su curso adecuado. De momento,
no más aclaraciones, doctor; como usted sabe, los adivinadores malogran su
magia al desvelar el artificio que hay detrás de ella, y si continúo
explicándole mi método va a llegar a la conclusión de que soy un tipo vulgar,
después de todo.
-Puede
usted tener la seguridad de lo contrario -repuse-; ha traído la investigación
detectivesca a un grado de exactitud científica que jamás volverá a ser visto
en el mundo.
Un puro
rubor de satisfacción encendió el rostro de mi compañero ante semejantes
palabras y el tono de verdad con que estaban dichas. Había ya observado que era
tan sensible el halago en lo atañadero a su arte, como pueda serlo cualquier
muchachita respecto de su belleza física.
-Otra
cosa voy a confiarle -dijo-. El que gastaba bota acharolada, y su acompañante,
el de las botas de puntera cuadrada, llegaron en el mismo coche de alquiler e
hicieron el sendero juntos y en buena amistad, probablemente cogidos del brazo.
Una vez dentro, recorrieron varias veces la habitación -mejor dicho, las botas
de charol permanecieron fijas en un punto mientras las otras medían
sucesivamente la estancia-. Estos hechos se hallaban escritos en el polvo; pude
apreciar también que el individuo en movimiento fue dejándose ganar por el
nerviosismo. La longitud creciente de sus pasos lo demuestra. En ningún instante
dejó de hablar, al tiempo que su furia, sin duda, iba en aumento. Entonces
ocurrió la tragedia. Dispone usted ya de todos los datos ciertos, puesto que
los restantes entran en el campo de la conjetura. Nuestra base de partida, sin
embargo, no es mala. ¡Ahora, apresurémonos! ¡No quiero dejar de asistir esta
tarde al concierto que en el Hall da Norman Neruda!
Esta
conversación tuvo lugar mientras el carruaje hilaba su camino por una infinita
sucesión de sucias calles y tristes pasadizos. Llegados éramos al más sucio y
triste de todos, cuando el cochero detuvo de pronto su vehículo.
-Ahí está
Audley Court -explicó, señalando una grieta o corredor abierto en el frontero
muro de ladrillos-. De vuelta, me hallarán en el mismo lugar.
Audley
Court no era un paraje placentero. Calle adelante desembocamos en un patio
cuadrangular, tendido de losas y con sórdidas construcciones a los lados. Allí,
entre grupos de chiquillos mugrientos, y sorteando las cuerdas empavesadas de
ropa puesta a secar, llegamos a nuestro paradero, la puerta del número 45,
guarnecida de una pequeña placa de bronce que ostentaba el nombre de «Rance».
Fuimos enterados de que el policía estaba en la cama, y hubimos de aguardarlo
en una breve pieza que a la entrada hacía las veces de sala de recibir.
Al fin
apareció el hombre, un tanto enfadado, según se echaba de ver, por la súbita
interrupción de su sueño.
-Ya he
presentado mi informe en la comisaría -dijo. Holmes enterró la mano en el
bolsillo, sacó medio soberano, y se puso a juguetear con él despaciosamente.
-Resulta que nos gustaría oírlo repetido de sus propios labios -afirmó.
-Estoy a
su completa disposición -repuso entonces el policía, súbitamente fascinado por
el pequeño disco de oro. -Diga no más, como le venga a las mientes, lo que usted
presenció.
Rance
tomó asiento en el sofá de crin y contrajo las cejas, en la actitud de quien se
concentra para poner toda su alma en una empresa.
-Ahí va
la historia entera -dijo-. Mi ronda dura desde las diez de la noche a las seis
de la madrugada. A las once hubo trifulca en «El Ciervo Blanco», pero, fuera de
eso, no se produjo otra novedad durante el tiempo de servicio. A la una, cuando
comenzaban a caer las primeras gotas, me tropecé en la esquina de Henrietta
Street a Harry Murcher -el que tiene a su cargo la vigilancia de Holland
Grove-, y allí estuvimos de palique un buen rato. Hacia las dos -o quizá un
poco más tarde- me puse otra vez en movimiento para ver si todo seguía en orden
en Brixton Road. Ni un susurro se oía en la calle enfangada... Tampoco se me
echó a la cara persona viviente, aunque me rebasaron uno o dos coches. Seguí mi
marcha, pensando, dicho sea entre nosotros, en lo bien que me vendría un vaso
de ginebra calentita, de los de a cuatro, cuando súbitamente percibí un rayo de
luz filtrándose por una de las ventanas de la casa en cuestión. Ahora bien, yo
sabía que esas dos casas de Lauriston Gardens estaban deshabitadas con motivo
de unos desagües que el dueño se negaba a reponer, siendo así que el último
inquilino había muerto de unas tifoideas. Me dejó un tanto patitieso aquella
luz, y sospeché de inmediato alguna irregularidad. Alcanzada la puerta...
-Se
detuvo usted, y retrocedió después hasta la cancela del jardín -interrumpió mi
compañero-. ¿Por qué?
Rance se
sobrecogió todo, fijos los maravillados ojos en Sherlock Holmes.
-¡Cierto,
señor! -dijo-, aunque el diablo me confunda si llego a saber alguna vez cómo lo
ha adivinado usted. En fin, ganada la puerta, me pareció aquello tan silencioso
y solitario que consideré oportuno agenciarme antes la ayuda de otra persona.
No hay bicho de carne y hueso que me asuste, pero me dio por imaginar que a lo
mejor el difunto de las fiebres tifoideas andaba revolviendo en los desagües
para ver qué se lo había llevado al otro mundo. Esta idea me produjo como un
cosquilleo, y viré hasta la puerta del jardín, desde donde no se oteaba rastro
de la linterna de Murcher ni de persona alguna.
-¿No
había nadie en la calle?
-Nadie,
señor, ni tan siquiera un perro se echaba de ver... Hice entonces de tripas
corazón, volví sobre mis pasos y empujé la puerta. Adentro no encontré novedad,
sólo una luz brillando en la habitación. Se trataba de una vela colocada encima
de la repisa de la chimenea, una vela roja, por cuyo resplandor yo...
-Sí, sé
ya todo lo que usted vio. Dio varias vueltas por la pieza, y después se hincó
de rodillas junto al cadáver, y después caminó en derechura a la puerta de la
cocina, y después...
John Race
se puso en pie de un salto, pintado el susto en la cara y con una expresión de
desconfianza en los ojos. -¿Desde dónde estuvo espiándome? -exclamó-. Me da en
la nariz que sabe usted mucho más de lo que debiera. Soltando una carcajada,
arrojó Holmes su tarjeta sobre la mesa.
-¡No se
le ocurra arrestarme por asesinato! -dijo-. Soy de la jauría, no la pieza
perseguida. El señor Gregson o el señor Lestrade pueden atestiguarlo. Ahora,
adelante. ¿Qué ocurrió a continuación?
Rance
volvió a sentarse, sin que desapareciera empero de su rostro la expresión de
desconfianza.
-Volví a
la cancela e hice sonar mi silbato. A la llamada acudieron Murcher y otros dos
compañeros.
-¿Seguía
la calle despejada de gente?
-De gente
útil, sí.
-¿Qué
quiere usted decir?
La boca
del policía se distendió en una amplia sonrisa.
-Llevo
vistos muchos hombres en mi vida -adujo-, aunque todos se me antojan sobrios al
lado de aquel tipo. Estaba junto a la cancela cuando salí de la casa, apoyado
en la verja y gritando a los cuatro vientos una canción que se titula
Columbine's New-fangled Banner, o cosa por el estilo. No se aguantaba en pie.
¡Bonita ayuda iba a prestarme!
-Descríbame
al hombre -dijo Sherlock Holmes.
Esta
reiterada digresión pareció irritar un tanto a Rance.
-¡Un
borracho muy peculiar! -prosiguió-. A no ser el momento que era, habría acabado
en la comisaría.
-Su
rostro, sus ropas... ¿Reparó en ellas? -atajó Holmes impaciente.
-¿Cómo
no, si hubimos de sentarlo, para que no se cayera, entre Murcher y yo? Era un
tipo largo, de mejillas rojas, con la parte inferior de la cara embozada...
-Basta
con eso -exclamó Holmes-. ¿Qué fue del hombre?
-¡Pues no
teníamos poco que hacer, para cuidar encima de él! -repuso el policía en tono
ofendido-. Estese tranquilo: habrá sabido volver solito a su casa.
-¿Cómo
iba vestido?
-Con un
abrigo marrón.
-¿Sostenía
un látigo en la mano?
-¿Un
látigo? No...
-No lo
llevaba consigo esta segunda vez... -murmuró mi compañero-. ¿Oyó usted o pudo
ver al cabo de un rato, un coche de caballos?
-No.
-Ea, es
dueño usted de medio soberano -dijo mi compañero, poniéndose en pie y
recogiendo su sombrero-. Temo, Rance, que no le aguarda un futuro brillante en
el Cuerpo. La cabeza de usted no debiera ser sólo de adorno. Pudo haber ganado
ayer noche los galones de sargento. El hombre que sostuvo en sus brazos
encierra la solución de este misterio, y constituye el principal objeto de
nuestras pesquisas. No es momento de que demos más vueltas al asunto...
Confórmese con mi palabra. Andando, doctor...
Enfilamos
el camino de vuelta al coche, dejando a nuestro informador indeciso entre la
incredulidad y la pena.
-¡Valiente
idiota! ¡Pensar que ha desperdiciado una de esas oportunidades que sólo se
presentan una vez en un millón!
-Yo estoy
aún a oscuras. La descripción del hombre coincide con sus presunciones acerca
del segundo actor de este drama, pero... ¿por qué hubo de volver a la casa? No
suelen conducirse así los criminales.
-El
anillo, amigo mío, el anillo; he ahí la causa de su retorno. Si no se nos
presenta otro medio de echar el lazo al criminal, podemos aún probar suerte con
el anillo. Voy a atraparlo, doctor; le apuesto a usted dos a uno que no se me
va de las manos. Por cierto, gracias. A no ser por su insistencia, me habría
perdido el caso más bonito de todos cuantos se me han presentado. Podríamos
llamarlo estudio en escarlata... ¿Por qué no emplear por una vez una jerga
pintoresca? Existe una roja hebra criminal en la madeja incolora de la vida, y
nuestra misión consiste en desenredarla, aislarla, y poner al descubierto sus
más insignificantes sinuosidades. Ahora a comer, y después a oír a Norman
Neruda. Maneja el dedo y pulsa la cuerda de modo admirable... ¿Cuál esa melodía
de Chopin que interpreta tan maravillosamente? Tra-lala-Lara-lira-lei.
Y el
sabueso amateur, recostado en su asiento, siguió lanzando trinos, en tanto
meditaba yo sobre los arcanos del alma humana.
5.
Nuestro anuncio atrae aun visitante
Con el
excesivo ajetreo de la jornada se resintió mi no fuerte salud, y por la tarde
estaba agotado. Después que Holmes hubo partido al concierto, busqué el sofá
para descabezar allí dos horas de sueño. Vano intento. Tras todo lo ocurrido,
no cesaban de cruzar por mi agitada imaginación las más insólitas conjeturas y
fantasías. Apenas cerrados los ojos veía delante de mí el descompuesto
semblante, la traza simiesca del hombre asesinado. Tan sobrecogedora era la
impresión suscitada por ese rostro que, aun sin quererlo, sentía un impulso de
gratitud hacia la mano anónima que había obrado su extrañamiento de este mundo.
Nunca se ha plasmado el vicio con elocuencia tan repugnante como la manifestada
por las facciones de Enoch J. Drebber, avecindado en Cleveland. Naturalmente,
no desconocía que la ley tiene también sus imperativos y que la depravación de
la víctima no constituye motivo de disculpa para el criminal.
Cuanto
más cavilaba sobre lo acontecido, tanto más extraordinaria se me volvía la
hipótesis de mi compañero acerca de una muerte por envenenamiento. Recordaba
ahora su gesto de aplicar la nariz a los labios del interfecto, y no dudaba en
atribuirlo a alguna razón de peso. Pero descartado el veneno, ¿a qué causa
remitirse, si no se apreciaban heridas ni huellas de estrangulamiento? Y
además, ¿a quién demonios pertenecía la sangre, profusamente esparcida por el
suelo? No existían señales de lucha, ni se había encontrado junto al cuerpo
ningún arma de que pudiera servirse el agredido para atacar a su ofensor. ¡Duro
trabajo el de conciliar el sueño, para Holmes no menos que para mí, en medio de
tanto interrogante sin respuesta! Sólo de una secreta y satisfactoria
explicación de los hechos, una explicación que aún no se me alcanzaba, podía
dimanar, según me lo parecía a mí entonces, la serena y segura actitud de
Holmes.
Éste
volvió tarde, mucho más de lo que el concierto exigía. La cena estaba ya
servida.
-¡Soberbio
recital! -comentó mientras tomaba asiento-. ¿Recuerda usted lo que Darwin ha
dicho acerca de la música? En su opinión, la facultad de producir y apreciar
una armonía data en la raza humana de mayor antigüedad que el uso del lenguaje.
Acaso sea ésta la causa de que influya en nosotros de forma tan sutil. Perviven
en nuestras almas recuerdos borrosos de aquellos siglos en que el mundo se
hallaba aún en su niñez...
-No me
parece la idea muy estricta -apunté.
-Las
ideas sobre la naturaleza han de ser tan holgadas como la naturaleza misma.
¿Cómo podría de otra manera ser ésta interpretada? A propósito -prosiguió-, su
aspecto no es el de siempre. Se conoce que el asunto de Brixton Road le tiene a
usted trastornado.
-No voy a
decirle que no -repuse-. Y el caso es que con la experiencia de Afganistán
debiera haberme curtido un poco. He visto a camaradas hechos picadillo en
Maiwand sin conmoverme de este modo.
-Me hago
cargo. Este asunto está envuelto en un misterio que estimula la imaginación;
sin la imaginación no existe el miedo. ¿Ha leído usted el periódico de esta
tarde?
-No.
-Rinde
cumplida cuenta de lo sucedido, quitando que, al ser aupado el cuerpo, rodó un
anillo de compromiso por el suelo. No es inoportuno el olvido.
-Explíqueme
eso.
-Eche un
vistazo a este anuncio -repuso-. He enviado por la mañana uno idéntico a cada
periódico, inmediatamente después de ocurrida la cosa.
Me hizo
llegar el periódico desde el otro lado de la mesa, y yo busqué con los ojos el
lugar señalado. Ocupaba el mensaje la cabeza de la columna destinada a
«Hallazgos».
«Esta
mañana», decía, «ha sido encontrado un anillo de compromiso, en oro de ley, en
el tramo de Brixton Road comprendido entre la taberna de "El Ciervo
Blanco" y Holand Grove. Dirigirse al Doctor Watson, 221 B, Baker Street,
de ocho a nueve de la noche.»
-Disculpe
que haya utilizado su nombre -prosiguió-, pero el mío habría sido visto por
alguno de estos badulaques, siempre prontos a meter las narices donde no les
llaman.
-Eso no
importa -repuse-. Importa más que no tengo el anillo.
-¡Claro
que lo tiene! -exclamó, entregándome uno-. Para el caso es lo mismo, casi un
facsímil.
-¿Y quién
cree usted que contestará al anuncio?
-Naturalmente
el tipo de abrigo marrón, nuestro amigo de rostro congestionado y botas con
puntera cuadrada. Si no se presenta él personalmente, enviará a un cómplice.
-¿No se
le antoja la maniobra demasiado peligrosa?
-En
absoluto. Si estoy en lo cierto, y todo indica que tal es el caso, el hombre
que nos preocupa sacrificaría cualquier cosa por no perder el anillo. Sospecho
que se le cayó al suelo cuando se inclinaba sobre el cadáver, y que al pronto
no lo echó en falta. Después de abandonar la casa y descubrir su pérdida, dio
presurosa marcha atrás, pero la Policía había sido atraída ya a causa de la
vela, que tontamente había dejado encendida. Se fingió borracho para despejar
las sospechas acaso despertadas por su presencia en la cancela. Ahora, póngase
en el pellejo de nuestro personaje. Revisando el caso, le habrá dado por pensar
que el extravío ha podido producirse en la calle, fuera ya de la casa. ¿Qué
hacer entonces? Sin duda ha consultado afanosamente los periódicos de la tarde,
en la esperanza de hallar razón del objeto perdido. Mi anuncio no ha podido
escapar a su atención. Estará ahora felicitándose de su suerte. ¿Por qué
recelar una trampa? Desde su punto de vista, ninguna relación puede
establecerse entre el hallazgo del anillo y el asesinato. Es probable que
venga..., mejor aún, es inevitable. Aquí le tendremos antes de una hora.
-¿Y
después? -dije.
-Déjelo
de mi cuenta... ¿Dispone usted de algún arma?
-Mi viejo
revólver de soldado y unos cuantos cartuchos. -Pues ya está usted limpiando ese
revólver y poniendo los cartuchos en la recámara. Nuestro visitante es un
hombre desesperado, sin nada que perder; acaso no baste el cogerlo
desprevenido.
Fui a mi
alcoba e hice lo que se me había aconsejado. Cuando volví con la pistola estaba
ya la mesa despejada y Holmes, como otras veces, mataba el tiempo arañando las
cuerdas de su violín.
-Cada vez
es más espesa la maraña -observó al verme entrar-. Acabo de recibir desde
América contestación a mi telegrama, y resulta que me hallaba en lo cierto.
-Explíquese
-pedí entonces, impaciente.
-Este
violín requiere cuerdas nuevas -dijo evasivamente Holmes-. En fin, métase la
pistola en el bolsillo, y cuando se nos presente aquí ese pájaro, háblele
sosegadamente. Yo me ocupo del resto. Evite las miradas insistentes, no vaya a
despertar en él sospechas.
-Son en
este instante exactamente las ocho -comenté, mirando el reloj.
-Estará
probablemente aquí pasados unos minutos. Deje la puerta entreabierta. Así...
Ahora, introduzca la llave por la parte de dentro. ¡Gracias! Encontré ayer esta
rareza en un puesto de libros de lance... Se trata de De Jure ínter Gentes
impreso en latín por una casa de Lieja, en los Países Bajos, allá por el año
1642. La cabeza del rey Carlos no había rodado aún por el cadalso cuando este
pequeño volumen de tejuelos marrones vio la luz.
-¿Quién
es el impresor?
-Philippe
de Croy, o quien quiera que sea. En la guarda, con tinta casi borrada por los
años, está escrita la leyenda «Ex libris Gulielmi Whyte». Me pregunto quién
será el tal Willam Whyte. Probablemente un pragmático del XVII, como se echa de
ver por el estilo abogadesco de su prosa. ¡Pero he aquí a nuestro hombre, según
creo!
En ese
instante se oyó en la entrada un fuerte campanillazo. Sherlock Holmes se
incorporó suavemente y puso su silla frontera a la puerta. Oímos los pasos de
la criada a través del vestíbulo, y después el ruido seco del picaporte al ser
accionado.
-¿Vive
aquí el doctor Watson? -preguntó una voz clara aunque más bien áspera.
No
pudimos escuchar la respuesta de la sirviente, pero la puerta se cerró,
siguiendo a ese ruido el de unos pasos escaleras arriba. Se apoyaban los pies
sobre el suelo indecisamente, como arrastrándose. A medida que estas señales
llegaban a mi compañero, una expresión de sorpresa iba pintándose en su rostro.
Vino a continuación la penosa travesía del pasillo, y por fin unos débiles
golpe de nudillos sobre la puerta.
-¡Adelante!
-exclamé.
A mi
convocatoria, en vez de la fiera humana que esperábamos, acudió renqueando una
anciana y decrépita mujer. Pareció deslumbrada por el súbito destello de luz, y
tras esbozar una reverencia, permaneció inmóvil, parpadeando en dirección
nuestra mientras sus dedos se agitaban nerviosos e inseguros en la faltriquera.
Miró a mi amigo, cuyo semblante había adquirido tal expresión de desconsuelo
que a poco más pierdo la compostura y rompo a reír.
El
vejestorio desenterró de sus ropas un periódico de la tarde y señaló nuestro
anuncio.
-Aquí me
tienen en busca de lo mío, caballeros -dijo improvisando otra reverencia-; un
anillo de compromiso perdido en Brixton Road. Pertenece a mi Sally, casada hace
doce meses con un hombre que trabaja como camarero en un barco de la Unión. ¡No
quiero ni decirles lo que pasaría si a la vuelta ve a su mujer sin el anillo!
¡Es de natural irascible, y de malísimas pulgas cuando le da a la botella! Sin
ir más lejos ayer fue mi niña al circo...
-¿Es éste
el anillo? -pregunté.
-¡El
Señor sea alabado! -exclamó la mujer-. Feliz noche le aguarda hoy a Sally...
Éste es el anillo.
-¿Tendría
la bondad de darme su dirección? -inquirí, tomando un lápiz.
-Duncan
Street 13, Houndsditch. Muy a desmano de aquí.
-La calle
Brixton no queda entre Houndsditch y circo alguno -terció entonces Sherlock
Holmes, cortante.
La
anciana dio media vuelta, mirándole vivamente con sus ojillos enrojecidos.
-El
caballero pedía razón de mis señas -dijo-. Sally vive en el 3 de Mayfield
Place, Peckham.
-¿Su
apellido es..?
-Mi
apellido es Sawyer, y el de ella Dennis, Dennis por Tom Dennis, su marido, un
chico apañadito mientras está navegando -los jefes, por cierto, lo traen en
palmitas-, pero no tanto en tierra, a causa de las mujeres y los bares...
-Aquí
tiene usted el anillo, señora Sawyer -interrumpí de acuerdo con una seña de mi
compañero-; no dudo que pertenece a su hija, y me complace devolverlo a su
legítimo dueño.
Con mucho
sahumerio de bendiciones, y haciendo protestas de gratitud, aquella ruina se
embolsó el anillo, deslizándose después escaleras abajo. En ese mismo instante
Sherlock Holmes saltó literalmente de su asiento y acudió veloz a su cuarto.
Transcurridos apenas unos segundos apareció envuelto en un abrigo largo y
amplio, de los llamados Ulster, y vestido el cuello con una bufanda.
-Voy a
seguirla -me espetó a bocajarro-; se trata sin duda de un cómplice que nos
conducirá hasta nuestro hombre. ¡Aguarde aquí mi vuelta!
Apenas si
la puerta principal se había cerrado tras el paso de nuestra visitante, cuando
Holmes se precipitó escaleras abajo. A través de la ventana pude observar a la
vieja caminando penosamente a lo largo de la acera opuesta, mientras mi amigo
la perseguía a una prudencial distancia.
-O es
todo un disparate -pensé-, o esta mujer le llevará a la entraña del misterio.
No
necesitaba Holmes haberme dicho que le aguardara en pie, puesto que jamás
habría podido conciliar el sueño hasta conocer el desenlace de la aventura.
Holmes
había partido al filo de las nueve. No teniendo noción de cuando volvería,
decidí matar el tiempo aspirando estúpidamente el humo de mi pipa mientras
fingía leer la Vie de Bohème de Henri Murger. Dieron las diez y oí los pasos de
la sirviente camino de su dormitorio. Sonaron las once, y el más cadencioso
taconeo del ama de llaves cruzó delante de mi puerta, en dirección también a la
cama. Serían casi las doce cuando llegó a mis oídos el ruido seco del picaporte
de la entrada. Ver a mi amigo y adivinar que no le había asistido el éxito fue
todo uno. La pena y el buen humor parecían disputarse en él la preeminencia,
hasta que de pronto llevó el segundo la mejor parte y Holmes dejó escapar una
franca carcajada.
-¡Por
nada del mundo permitiría que la Scotland Yard llegase a saber lo ocurrido!
-exclamó, derrumbándose en su butaca-. He hecho tanta burla de ellos que no
cesarían de recordármelo hasta el fin de mis días. Sí, me río porque adivino
que a la larga me saldré con la mía.
-¿Qué
hay? -pregunté.
-Le
contaré un descalabro. Escuche: la vieja había caminado un trecho cuando
comenzó a cojear, dando muestras de tener los pies baldados. Al fin se detuvo e
hizo señas a un coche de punto. Acorté la distancia con el propósito de oír la
dirección señalada al cochero, aunque por las voces de la vieja, bastantes a
derribar una muralla, bien pudiera haber excusado tanta cautela. «¡Lléveme al
13 de Duncan Street, Houndsditch», chilló. «¿Habrá dicho antes la verdad?»,
pensé entonces para mí, y viéndola ya dentro del vehículo, me enganché a la
trasera de éste. Se trata el último, por cierto, de un arte que todo detective
debiera dominar. En fin, nos pusimos en movimiento, sin que una sola vez
aminoraran los caballos su marcha hasta la calle en cuestión. Antes de alcanzada
la decimotercera puerta desmonté e hice lo que quedaba de camino a pie, más
bien despacio, como un paseante cualquiera. Vi detenerse el coche. Su conductor
saltó del pescante y fue a abrir una de sus portezuelas, donde permaneció un
rato a la espera. Nadie asomó la cabeza. Cuando llegué allí estaba el hombre
palpando el interior de la cabina con aire de pasmo, al tiempo que adornaba su
cólera con el más florido rosario de improperios que jamás haya escuchado. No
había trazas del pasajero, quien según creo va a demorar no poco rato el
importe de la carrera. Al preguntar en el número 13, supe que se hallaba
ocupado por un respetable industrial de papeles pintados, de nombre Keswick, y
que ninguna persona apellidada Sawyer o Dennis había sido vista en el referido
inmueble.
-¿Pretende
usted decirme -repuse asombrado-, que esa vieja y vacilante anciana ha sido
capaz de saltar del coche en marcha sin que usted o el piloto se apercibieran
de ello?
-¡Dios
confunda a la vieja! -dijo con mucho énfasis Sherlock Holmes-. ¡Viejas
nosotros, y viejas burladas! ¡Ha debido tratarse de un hombre joven y vigoroso,
amén de excelente actor! Su caracterización ha sido inmejorable. Observó sin
duda que estaba siendo perseguido, y se las compuso para darme esquinazo. Ello
demuestra que el sujeto tras el cual nos afanamos no se halla tan desasistido
como yo pensaba, y que cuenta con amigos dispuestos a jugarse algo por él.
Bueno, doctor, parece usted agotado... Siga mi consejo y acuéstese.
Me
encontraba en verdad al límite de mis fuerzas, de modo que di por buena aquella
invitación. Dejé a Holmes sentado frente al fuego en brasas, y, muy entrada ya
la noche, pude oír los suaves y melancólicos gemidos de su violín, señal de que
se hallaba el músico meditando sobre el extraño problema pendiente todavía de
explicación.
6. Tobías
Gregson en acción
Al día
siguiente sólo tenía la prensa palabras para «El misterio de Brixton», según
fue bautizado aquel suceso. Tras hacer una detallada relación de lo ocurrido,
algún periódico le dedicaba además el artículo de fondo. Vine así al
conocimiento de puntos para mí inéditos. Conservo todavía en mi libro de
recortes numerosos extractos y fragmentos relativos al caso. He aquí una
muestra de ellos:
El Daily
Telegraph señalaba que en la historia del crimen difícilmente podría hallarse
un episodio rodeado de circunstancias más desconcertantes. El nombre alemán de
la víctima, la ausencia de móviles, y la siniestra inscripción sobre el muro,
apuntaban conjuntamente hacia un ajuste de cuentas entre refugiados políticos o
elementos revolucionarios. Los socialistas tenían varias ramificaciones en
América, y el interfecto había violado sin duda las reglas tácitas del juego,
siendo por ese motivo rastreado hasta Londres. Tras traer un tanto extemporáneamente
a colación a la Vehmgericht, el aqua tofana, los Carbonari, a la marquesa de
Brinvilliers, la teoría darwiniana, los principios de Malthus, y el asesinato
de la carretera de Ratcliff, el autor del artículo remataba su perorata con una
admonición al gobierno y la recomendación de que los extranjeros residentes en
Inglaterra fuesen vigilados más de cerca.
Al
Standard todo se le volvía decir que esta clase de crímenes tendían a cundir
bajo los gobiernos liberales. Estaba su causa en el soliviantamiento de las
masas y la consiguiente debilitación de la autoridad. El finado era de hecho un
caballero americano que llevaba residiendo algunas semanas en la metrópoli. Se
había alojado en la pensión de madame Charpentier, en Torquay Terrace,
Camberwell. El señor Joseph Stangerson, su secretario particular, le acompañaba
en sus viajes. El martes día 4 habían partido los dos hacia Euston Station con
el manifiesto propósito de coger el expreso de Liverpool. No existían dudas
sobre su presencia conjunta en uno de los andenes de la estación. Aquí se
extraviaba el rastro de ambos caballeros hasta el ya referido hallazgo del
cadáver del señor Drebber en la casa vacía de Brixton Road, a muchas millas de
distancia de Euston. Cómo pudo la víctima alcanzar el escenario del crimen y
hallar la muerte, eran interrogantes aún abiertos. Acerca del paradero del
señor Stangerson no se sabía absolutamente nada. Por fortuna incumbía al señor
Lestrade y al señor Gregson, de Scotland Yard, la investigación del caso, sobre
cuyo esclarecimiento, dada la conocida pericia de ambos inspectores, cabría
esperar pronto noticias.
Según el
Daily News, el crimen no podía ser sino político. El ejercicio despótico del
poder y el odio al liberalismo, propios de los gobiernos continentales,
arrojaban hacia nuestras costas a muchos hombres que acaso fueran excelentes
ciudadanos a no hallarse su espíritu estragado por el recuerdo de los
padecimientos sufridos. Entre estas gentes regía un puntilloso código de honor
cuyo incumplimiento se castigaba con la muerte. No debía excusarse ningún
esfuerzo en la búsqueda del secretario, Stangerson, ni en la investigación de
algunos puntos concernientes a los hábitos de vida del interfecto. De gran
importancia resultaba sin duda el descubrimiento de la casa donde éste se había
hospedado, hazaña imputable enteramente a la perspicacia y energía del señor
Gregson, de la Scotland Yard.
Sherlock
Holmes y yo repasamos estas noticias durante el desayuno, con gran regocijo por
parte de mi amigo.
-Ya le
dije que, independientemente de cómo discurriera esta historia, los laureles
serían al foral para Gregson y Lestrade.
-Según
qué visos tome la cosa.
-¡Da lo
mismo, bendito de Dios! Si nuestro hombre resulta atrapado, lo habrá sido en
razón de sus esfuerzos; si por el contrario escapa, lo hará pese a ellos.
Ocurra una cosa o la opuesta, llevan las de ganar... Un sot trouve toujours un
plus sot qui l'admire.
-¿Qué
demonios sucede? -exclamé yo, pues se había producido de pronto, en el
vestíbulo primero y después en las escaleras, un gran estrépito de pasos,
acompañados de audibles muestras de disgusto por parte del ama de llaves.
-Va usted
a conocer el ejército de policías que tengo a mi servicio en Baker Street
-repuso gravemente mi compañero, y en ese momento se precipitaron en la
habitación media docena de los más costrosos pilluelos que nunca haya acertado
a ver.
-¡Fiiirmés!
-gritó Holmes con bronca voz, y los seis perdidos se alinearon enhiestos y
horribles como seis esfinges de quincallería.
-De aquí
en adelante -prosiguió Holmes-, será Wiggins quien suba a darme el parte, y
vosotros os quedaréis abajo. ¿Ha habido suerte, Wiggins?
-No,
patrón, todavía no -dijo uno de los jóvenes.
-En
verdad, no esperaba otra cosa. Sin embargo, perseverad. Aquí tenéis vuestro
jornal.
Dio a
cada uno un chelín.
-Largo, y
no se os ocurra volver la próxima vez sin alguna noticia.
Agitó la
mano, y los seis chicos se precipitaron como ratas escaleras abajo. Un instante
después, la calle resonaba con sus agudos chillidos.
-Cunde
más uno de estos piojosos que doce hombres de la fuerza regular -observó
Holmes-. Basta que un funcionario parezca serlo, para que la gente se llene de
reserva. Por el contrario, mis peones tienen acceso a cualquier sitio, y no hay
palabra o consigna que no oigan. Son además vivos como ardillas; perfectos
policías a poco que uno dirija sus acciones.
-¿Les ha
puesto usted a trabajar en el asunto de la calle Brixton? -pregunté.
-Sí: hay
un punto que me urge dilucidar. No es sino cuestión de tiempo. ¡Ahora prepárese
a recibir nuevas noticias, probablemente con su poco de veneno, porque ahí
viene Gregson más hueco que un pavo! Imagino que se dirige a nuestro portal.
Sí, acaba de detenerse. ¡En efecto, tenemos visita!
Se oyó un
violento campanillazo y un instante después las zancadas del rubicundo
detective, quien salvando los escalones de tres en tres, se plantó de sopetón
en la sala.
-Querido
colega, ¡felicíteme! -gritó sacudiendo la mano inerte de Holmes-. He dejado el
asunto tan claro como el día.
Me
pareció como si una sombra de inquietud cruzara por el expresivo rostro de mi
compañero.
-¿Quiere
usted decirme que está en la verdadera pista? -¡Pista..! ¡Tenemos al pájaro en
la jaula!
-¿Cómo se
llama?
-Arthur
Charpentier, alférez de la Armada Británica -exclamó pomposamente Gregson
juntando sus mantecosas manos e inflando el pecho.
Sherlock
Holmes dejó escapar un suspiro de alivio, iluminado el semblante por una
sonrisa.
-Tome
asiento, caramba, y saboree uno de estos puros -dijo-. Ardemos en curiosidad
por saber cómo ha resuelto el caso. ¿Le apetecería un poco de whisky con agua?
-No voy a
decirle que no -repuso el detective-. La tensión formidable a que me he visto
sometido estos últimos días ha concluido por agotarme. No se trata tanto,
compréndame, del esfuerzo físico como del constante ejercicio de la
inteligencia. Sabrá apreciarlo, amigo mío, porque los dos nos ganamos la vida a
fuerza de sesos.
-Me
abruma usted -repuso Holmes con mucha solemnidad-. Ahora, relátenos cómo llevó
a término esta importante investigación.
El
detective se instaló en la butaca y aspiró complacido el humo de su cigarro. De
pronto pareció ganarle un recuerdo en extremo hilarante, y dándose una palmada
en el muslo, dijo:
-Lo bueno
del caso, es que ese infeliz de Lestrade, que se cree tan listo, ha seguido
desde él principio una pista equivocada. Anda a la caza de Stangerson, el
secretario, no más culpable de asesinato que usted o que yo. Quizá lo tenga ya
bajo arresto.
Semejante
idea abrió de nuevo en Gregson la compuerta de la risa, tanta que a poco más se
ahoga.
-¿Y de
qué manera dio usted con la clave?
-Se lo
diré, aunque ha de quedar la cosa, como usted, doctor Watson, sin duda
comprenderá, exclusivamente entre nosotros. Primero era obligado averiguar los
antecedentes americanos del difunto. Ciertas personas habrían aguardado a que
sus solicitudes encontrasen respuesta, o espontáneamente suministrasen
información las distintas partes interesadas. Mas no es éste el estilo de Tobías
Gregson. ¿Recuerda el sombrero que encontramos junto al muerto?
-Sí -dijo
Holmes-; llevaba la marca John Underwood and Sons, 129, Camberwell Road. -
Gregson
pareció al punto desarbolado.
-No
sospechaba que lo hubiese' usted advertido -dijo-. ¿Ha estado en la
sombrerería?
-No.
-Pues
sepa usted -repuso con voz otra vez firme-, que no debe desdeñarse ningún
indicio, por pequeño que parezca.
-Para un
espíritu superior nada es pequeño -observó Holmes sentenciosamente.
-Bien, me
llegué a ese Underwood, y le pregunté si había vendido un sombrero semejante en
hechura y aspecto al de la víctima. En efecto, consultó los libros y de
inmediato dio con la respuesta. Había sido enviado el sombrero a nombre del
señor Drebber, residente en la pensión Charpentier, Torquay Terrace. Así supe
la dirección del muerto.
-Hábil...
¡Muy hábil! -murmuró Sherlock Holmes.
-A
continuación pregunté por madame Charpentier -prosiguió el detective-. Estaba
pálida y parecía preocupada. Su hija, una muchacha de belleza notable, dicho
sea de paso, se hallaba con ella en la habitación; tenía los ojos enrojecidos,
y cuando le interpelé sus labios comenzaron a temblar. Tomé buena nota de ello.
Empezaba a olerme la cosa a chamusquina. Conoce usted por experiencia, señor
Holmes, la sensación que invade a un detective cuando al fin se halla en buen
camino. Es un hormigueo muy especial.
»-¿Está
usted enterada de la misteriosa muerte de su último inquilino, el señor Enoch
J. Drebber, de Cleveland? -pregunté.
»La madre
asintió, incapaz de decir palabra. La muchacha rompió a llorar. Tuve más que
nunca la sensación de que aquella gente no era ajena a lo ocurrido.
»-¿A qué
hora partió el señor Drebber hacia la estación? -añadí.
»-A las
ocho -contestó ella, tragando saliva para dominar el nerviosismo-. Su
secretario, el señor Stangerson, dijo que había dos trenes, uno a las 9,15 y
otro a las 11. Tenía pensado coger el primero.
»-¿Y no
volvió a verlo?
»Una
mutación terrible se produjo en el semblante de la mujer. Sus facciones
adquirieron palidez extraordinaria. Pasaron varios segundos antes de que
pudiera articular la palabra "no", y aun entonces fue ésta
pronunciada en tono brusco, poco natural.
»Se hizo
el silencio, roto al cabo por la voz firme y tranquila de la muchacha.
»-A nada,
madre, conduce el mentir -dijo-. Seamos sinceras con este caballero. Vimos de
nuevo al señor Drebber.
»-¡Dios
sea misericordioso!- gritó la madre echando los brazos a lo alto y dejándose
caer en la butaca-. ¡Acabas de asesinar a tu hermano!
»-Arthur
preferiría siempre que dijésemos la verdad- repuso enérgica la joven.
»-Será
mejor que hablen por lo derecho -tercié yo-. Con las medias palabras no se
adelanta nada. Además, ignoran ustedes hasta dónde llega nuestro conocimiento
del caso.
»-¡Tú lo
has querido, Alice!- exclamó la madre, y volviéndose hacia mí, añadió-: No le
ocultaré nada, señor. No atribuya mi agitación a temor sobre la parte
desempeñada por mi hijo en este terrible asunto. Es absolutamente inocente. Me
asusta tan sólo que a los ojos de usted o de los demás pueda parecer que le
toca alguna culpa. Mas ello no es ciertamente concebible. Sus altas prendas
morales, su profesión, sus antecedentes, constituyen garantía bastante.
»-Sólo
puede prestarle ayuda declarando la verdad -contesté-. Si su hijo es inocente,
se beneficiará de ella.
»-Quizá,
Alice, sea conveniente que nos dejes solos -apuntó la mujer, y su hija abandonó
el cuarto-. Bien, señor, prosiguió-, no tenía intención de hacerle semejantes
confidencias, pero dado que mi niña le ha desvelado lo ocurrido, no me queda
otra alternativa. Se lo relataré todo sin omitir detalle.
»-El
señor Drebber ha permanecido con nosotros cerca de tres semanas. Él y su
secretario, el señor Stangerson, volvían de un viaje por el continente. Sus
baúles ostentaban unas etiquetas con el nombre de "Copenhagen", señal
de que había sido éste su último apeadero. Stangerson era hombre pacífico y
retraído: siento tener que dar muy distinta cuenta de su patrón, agresivo y de
maneras toscas. La misma noche de su llegada el alcohol acentuó tales rasgos.
No recuerdo, de hecho, haberlo visto nunca sobrio después de las doce del
mediodía. Con el servicio se concedía licencias intolerables. Peor aún, pronto
hizo extensiva a mi hija tan reprobable actitud, llegando a permitirse una
serie de insinuaciones que afortunadamente ella es demasiado inocente para
comprender. En cierta ocasión la tomó en sus brazos y la apretó contra sí,
arrebato cobarde que su mismo secretario no pudo por menos de echarle en cara.
»-¿Por
qué toleró esos desmanes tanto tiempo? -repuse-: ¿Acaso no está usted en el
derecho de deshacerse de sus huéspedes, llegado el caso?
»-La
señora Charpentier se ruborizó ante mi pertinente pregunta.« ¡Válgame Dios,
ojalá lo hubiera despedido el día mismo de su llegada!", dijo. "Pero
la tentación era viva. Me pagaba una libra por cabeza y día -lo que hace
catorce a la semana-, y estamos en la temporada baja. Soy viuda, con un hijo en
la Armada que me ha costado por demás. Me afligía la idea de desaprovechar ese
dinero. Hice lo que me dictaba la conciencia. Lo último acaecido rebasaba el
límite de lo tolerable y conminé a mi huésped para que abandonara la casa. Fue
ése el motivo de su marcha."
»-Prosiga.
»-Cuando
lo vi partir sentí como si me quitaran un peso de encima. Mi hijo se encuentra
precisamente ahora de permiso, pero no le dije nada porque es de natural
violento y adora a su hermana. Al cerrar la puerta detrás de aquellos hombres
respiré tranquila. Sin embargo, no había pasado una hora cuando se oyó un
timbrazo y recibí la noticia de que el señor Drebber estaba de vuelta. Daba
muestras de gran agitación, extremada, evidentemente, por el alcohol. Se abrió
camino hasta la sala que ocupábamos mi hija y yo e hizo algunas incoherentes
observaciones acerca del tren, que según él no había podido tomar. Se encaró
después con Alice y delante de mis mismísimos ojos le propuso que se fugara con
él. "Eres mayor de edad", dijo "y la ley no puede impedirlo.
Tengo dinero abundante. Olvida ala vieja y vente conmigo. Vivirás como una
princesa." La pobre chiquilla estaba tan asustada que quiso huir, pero
aquel salvaje la sujetó por la muñeca e intentó arrastrarla hasta la puerta.
Dio un grito que atrajo de inmediato a mi hijo Arthur. Desconozco lo que
ocurrió después. Oí juramentos y los ruidos confusos de una pelea. Mi miedo era
tanto que no me atrevía a levantar la cabeza. Cuando al fin alcé los ojos,
Arthur estaba en el umbral riendo y con un bastón en la mano. "No creo que
este tipo vuelva a molestarnos", dijo. "Iré detrás suyo para ver qué
hace." A continuación, llegaba la noticia de la muerte del señor Drebber.
»El
relato de la señora Charpentier fue entrecortado y dificultoso. A ratos hablaba
tan quedo que apenas se alcanzaba a oír lo que decía. Hice sin embargo un
rápido resumen escrito de cuanto iba relatando, de modo que no pudiese existir
posibilidad de error.
-Apasionante
-observó Sherlock Holmes con un bostezo-. ¿Qué ocurrió después?
-Concluida
la declaración de la señora Charpentier -repuso el detective-, eché de ver que
todo el caso reposaba sobre un solo punto. Fijando en ella la mirada de una
forma que siempre he hallado efectiva con las mujeres, le pregunté a qué hora
había vuelto su hijo.
»-¿No lo
sabe?
»-No...,
dispone de una llave y entra y sale cuando quiere.
»-¿Había
vuelto cuando fue usted a la cama?
»-No.
»-¿Cuándo
se acostó?
»-Hacia
las once.
»-¿De
modo que su hijo ya llevaba fuera más de dos horas?
»-Sí.
»-¿Quizá
cuatro o cinco?
»-Sí.
»-¿Qué
estuvo haciendo durante ese tiempo?
»-Lo
ignoro -repuso ella palideciendo intensamente.
»Por
supuesto, estaba todo dicho. Adivinado el paradero del teniente Charpentier, me
hice acompañar de dos oficiales y arresté al sospechoso. Cuando posé la mano
sobre su hombro conminándole a que se entregase sin resistencia, contestó
insolente: "Imagino que estoy siendo arrestado por complicidad en el
asesinato de ese miserable de Drebber." Nada le habíamos dicho sobre el
caso, de modo que semejante comentario da mucho que pensar.
-Mucho
-repuso Holmes.
-Aún
portaba el grueso bastón que su madre afirma haberle visto cuando salió en
persecución de Drebber. Se trata de una auténtica tranca de roble.
-En
resumen, ¿cuál es su teoría?
-Bien, mi
teoría es que siguió a Drebber hasta la calle Brixton. Allí se produjo una
disputa entre los dos hombres, en el curso de la cual Drebber recibió un golpe
de bastón, en la boca del estómago quizá, bastante a producirle la muerte sin
la aparición de ninguna huella visible. Estaba la noche muy mala y la calle
desierta, de modo que Charpentier pudo arrastrar el cuerpo de su víctima hasta
el interior de la casa vacía. La vela, la sangre, la inscripción sobre la
pared, el anillo, son probablemente pistas falsas con que se ha querido
confundir a la Policía.
-¡Magnífico!
-dijo Holmes en un tono alentador-. Realmente, progresa deprisa. ¡Acabaremos
por hacer carrera de usted!
-Me
precio de haber realizado un buen trabajo -contestó envanecido el detective-.
El joven ha declarado que siguió un trecho el rastro de Drebber, hasta que
éste, viéndose acechado, montó en un coche de punto. De vuelta a casa se
tropezó a un antiguo camarada de a bordo, y los dos dieron un largo paseo. No
ha sabido sin embargo decirme a satisfacción dónde se aloja este segundo
individuo. Opino que las piezas encajan con pulcritud. Me divierte sobre todo
pensar en las inútiles idas y venidas de Lestrade. Temo que le valgan de poco.
¡Pero caramba, aquí lo tenemos!
Sí, era
Lestrade, que había subido las escaleras mientras hablábamos, y entraba ahora
en la habitación. Eché sin embargo en falta la viveza y desenvoltura propios de
su porte. Traía el semblante oscurecido, y hasta en la vestimenta se percibía
un vago desaliño. Había venido evidentemente con el propósito de asesorarse
cerca de Sherlock Holmes, porque la vista de su colega pareció turbarle.
Permaneció todo confuso en el centro de la estancia, manoseando nerviosamente
su sombrero y sin saber qué hacer.
-Se trata
-dijo por fin- del más extraordinario, incomprensible asunto que nunca me haya
echado en cara.
-¿Usted
cree, señor Lestrade? -exclamó Gregson con voz triunfante-. Sabía que no podría
ser otra su conclusión. ¿Qué hay del secretario, el señor Stangerson?
-El
secretario, el señor Joseph Stangerson -repuso Lestrade gravemente-, ha sido
asesinado hacia las seis de esta mañana, en el Private Hotel de Halliday.
7. Luz en
la oscuridad
El
calibre y carácter inesperado de la nueva noticia eran tales que quedamos todos
sumidos en un gran estupor. Gregson saltó de su butaca derramando el whisky y
el agua que aún no había tenido tiempo de ingerir. Yo miré en silencio a
Sherlock Holmes, cuyos labios permanecían apretados y crispadas las cejas sobre
entrambos ojos.
-¡También
Stangerson! -murmuró-. El asunto se complica.
-No era
antes sencillo -gruñó Lestrade allegándose una silla-. Por cierto, me da en la
nariz que he interrumpido una especie de consejo de guerra.
-¿Está
usted seguro de la noticia? -balbució Gregson.
-Vengo
derecho de la habitación donde ha ocurrido el percance -repuso-. He sido precisamente
yo el primero en descubrirlo.
-Gregson
acaba de explicarnos qué piensa del caso -observó Holmes-. ¿Tendría usted
inconveniente en relatarnos lo que por su cuenta ha hecho o visto?
-Ninguno
-dijo Lestrade tomando asiento-. Confieso abiertamente que en todo momento creí
a Stangerson complicado en la muerte de Drebber. El último suceso demuestra el
alcance de mi error. Llevado de él, me puse a investigar el paradero del
secretario. Ambos habían sido vistos juntos en Euston Station alrededor de las
ocho y media de la tarde del día tres. A las dos de la mañana aparecía el
cuerpo de Drebber en la calle Brixton. Era, por tanto, cuestión de averiguar
qué había hecho Stangerson entre las ocho y media y la hora del crimen, y hacia
dónde conducían sus pasos ulteriores. Despaché un telegrama a Liverpool con la
descripción de mi hombre, y la advertencia de que no apartasen un instante los
ojos de los barcos con destino a América. A continuación inicié una operación
de rastreo por todos los hoteles y pensiones de la zona de Euston. Pensaba que
si Drebber y su secretario se habían separado, era natural que el último
buscara alojamiento en algún sitio a mano para descolgarse en la estación a la
mañana siguiente.
-Habiendo
tenido previamente la precaución de acordar con su compañero un posterior punto
de encuentro -observó Holmes.
-En
efecto. Toda la tarde de ayer se me fue en pesquisas inútiles. Esta mañana me
puse a la tarea muy temprano, y a las ocho estaba ya plantado a la puerta del
Halliday's Private Hotel, en la calle Little George. Inmediatamente me
confirmaron la presencia del señor Stangerson en la lista de huéspedes.
-Sin duda
es usted el caballero que estaba esperando -observaron-. Dos días hace que aguarda
su visita.
»-¿Cuál
es su habitación -inquirí.
»-La del
piso de arriba. Desea ser despertado a las nueve.
»Subiré
ahora mismo -dije.
»Confiaba
que, desconcertado ante mi súbita aparición, dejara escapar quizá una frase
comprometedora. El botones se ofreció a conducirme hasta la habitación. Se
hallaba en el segundo piso, al cabo de un estrecho pasillo. Me señaló la puerta
con un ademán de la mano, y se disponía ya a bajar las escaleras, cuando vi
algo que me revolvió el estómago pese a mis veinte años largos de servicio. Por
debajo de la puerta salía un pequeño hilo de sangre que, trazando caprichosos
meandros a lo largo del pasillo, iba a estancarse contra el zócalo frontero. Di
un grito que atrajo al botones. Casi se desmaya al llegar a mi altura. La
puerta estaba cerrada por dentro, pero conseguimos quebrantar el pestillo a
fuerza de hombros. Debajo de la ventana de la habitación, abierta de par en
par, yacía hecho un ovillo y en camisa de dormir el cuerpo de un hombre. Estaba
muerto, y desde hacía algún tiempo, según eché de ver por la frialdad y rigidez
de sus miembros. Cuando lo volvimos boca arriba el botones reconoció de
inmediato al individuo que había alquilado la habitación bajo el nombre de
señor Stangerson. Una cuchillada en el costado izquierdo, lo bastante profunda
para alcanzar el corazón, daba razón de aquella muerte. Y ahora viene lo más
misterioso del asunto. ¿Qué imaginan ustedes que encontré en la pared, encima
del cuerpo del asesinado?
Sentí un
estremecimiento de todo el cuerpo, y como una aprensión de horror, antes
incluso de que Sherlock Holmes hablara.
-La
palabra «RACHE», escrita con sangre -dijo.
-Así es
-repuso Lestrade en tono de espanto, y permanecimos silenciosos durante un rato.
Había un
no sé qué de metódico e incomprensible en las fechorías del anónimo asesino que
acrecía la sensación de horror. Mis nervios, bastante templados en el campo de
batalla, chirriaban heridos al solo estremecimiento de lo acontecido.
-Nuestro
hombre ha sido avistado... -prosiguió Lestrade-. Un repartidor de leche, camino
de su tienda, acertó a pasar por la callejuela que arranca de los establos
contiguos a la trasera del hotel. Observó que cierta escalera de mano,
generalmente tendida en tierra, estaba apoyada contra una de las ventanas del
segundo piso, abierta de par en par. Al cabo de un rato volvió la cabeza y vio
a un hombre descendiendo por ella. Su actitud era tan abierta y reposada que el
chico lo confundió sin más con un carpintero o un operario al servicio del
hotel. Nada, excepto lo temprano de la hora, le pareció digno de atención. El
chico cree recordar que el hombre era alto, tenía las mejillas congestionadas,
e iba envuelto en un abrigo marrón. Hubo de permanecer arriba un rato después
del asesinato, ya que hallamos sangre en la jofaina, donde se lavó las manos, y
huellas sangrientas también en las sábanas, con las que de propósito enjugó el
cuchillo.
Miré a
Holmes, impresionado de la semejanza existente entre la descripción del criminal
y la adelantada antes por él. La euforia o la vanidad estaban sin embargo
ausentes del rostro de mi amigo.
-¿Y no ha
encontrado usted en la habitación nada que pudiera conducirnos hasta el
asesino? -preguntó.
-En
absoluto. Stangerson tenía en el bolsillo el portamonedas de Drebber, cosa por
otra parte natural, ya que hacía todos los pagos. Contamos ochenta y tantas
libras, las mismas que portaba antes de ser muerto. De los posibles móviles del
crimen hay que excluir desde luego el robo. No había en los bolsillos
documentos ni anotaciones, fuera de un telegrama fechado en Cleveland un mes
antes más o menos, con la siguiente leyenda: «J. H. se encuentra en Europa». El
mensaje no traía firma.
-¿Nada
más? -insistió Holmes.
-Nada
importante. Había sobre la cama una novela que debió leer antes de dormirse,
una pipa en una silla adyacente, un vaso de agua posado sobre la mesita de
noche, y en el antepecho de la ventana una menuda caja de pomada con dos
píldoras dentro.
Sherlock
Holmes saltó de su asiento, presa de un júbilo extraordinario.
-¡Me han
facilitado ustedes el último eslabón! -exclamó jubiloso-. El caso está cerrado.
Los dos
detectives le dirigieron una mirada llena de pasmo.
-Tengo
ahora entre las manos -añadió con aplomo mi compañero- los hilos que componen
esta complicada madeja. No sabría, ciertamente, dar cuenta de todos los
detalles, pero cuanto de importante ha sucedido, desde la separación de Drebber
y Stangerson en la estación hasta el descubrimiento del segundo cadáver, se me
revela casi con la nitidez de lo efectivamente visto. Les haré una demostración
de eso que digo. ¿Podría agenciarse las píldoras?
-Las
traigo conmigo -repuso Lestrade dejándonos ver una pequeña caja blanca-; hice
acopio de ellas, junto al portamonedas y el telegrama, para ponerlas después a
buen recaudo en la comisaría. Están aquí de milagro, ya que no les atribuyo la
menor importancia.
-¡Déme
esas píldoras! -exclamó Holmes; y a continuación, volviéndose hacia mí, añadió:
-Díganos, doctor, ¿son estás comprimidos de uso corriente?
Ciertamente
no lo eran. De un gris nacarado, pequeños, redondos, se tornaban casi
transparentes vistos al trasluz.
-De su
transparencia y ligereza concluyo que son solubles en agua -observé.
-Exactamente
-repuso Holmes-. ¿Tendría ahora la bondad de bajar al primer piso y traer a ese
pobre terrier hace tiempo enfermo, el que ayer pretendía el ama de llaves que
usted librase por fin de tanto sufrimiento?
Descendí
al primer piso y tomé al perro en mis brazos. La respiración difícil y la mirada
vidriosa anunciaban una muerte próxima. De hecho, por la nieve inmaculada de su
hocico, podía colegirse que aquel animal había vivido más de lo que es
costumbre en la especie canina. Lo posé sobre un cojín, encima de la alfombra.
-Partiré
en dos una de estas píldoras -anunció Holmes, y sacando su cortaplumas hizo
verdad lo que había dicho-. Devolveremos la primera mitad a la caja, con el
propósito que después se verá. La otra mitad voy a colocarla en esta copa de
vino, donde he vertido un poco de agua. Pueden ustedes apreciar que nuestro
amigo el doctor llevaba razón, y que la pastilla se disuelve en el líquido.
-No dudo
que todo esto es fascinante -terció Lestrade en el tono herido de quien
sospecha estar siendo víctima de una broma-; ¿pero qué demonios tiene que ver
con la muerte de Joseph Stangerson?
-¡Paciencia,
amigo mío, paciencia! Comprobará a su tiempo hasta qué punto no es sólo
importante, sino esencial. Bien, ahora añado a la mezcla unas gotas de leche
que la hagan sabrosa y se la doy a beber al perro, que no desdeñará el
ofrecimiento.
En
efecto, el animal apuró con ansiedad el mejunje que, mientras hablaba, había
vertido Holmes en un platillo y colocado después delante suyo. La actitud de mi
amigo estaba revestida de tal gravedad que todos, impresionados, permanecimos
sentados en silencio y con la mirada fija en el perro, a la espera de algún
acontecimiento extraordinario. Ninguno se produjo, sin embargo. El terrier
permaneció extendido sobre el cojín, batallando por llenar de aire sus pulmones,
ni mejor ni peor que antes de la libación.
Holmes
había sacado su reloj de bolsillo, y conforme pasaba el tiempo inútilmente, una
grandísima desolación se iba apoderando de su semblante. Se mordió los labios,
aporreó la mesa con los dedos, y dio otras mil muestras de aguda impaciencia.
Tan fuerte era su agitación que sentí auténtica pena, al tiempo que los dos
detectives, antes jubilosos que afligidos por el fracaso de que eran testigos,
sonreían maliciosamente.
-No puede
tratarse de una coincidencia -gritó al fin saltando de su asiento y midiendo la
estancia a grandes y frenéticos pasos-; es imposible que sea una pura
coincidencia. Las mismas píldoras que deduje en el caso de Drebber aparecen
tras la muerte de Stangerson. Y sin embargo son inofensivas. ¿Qué diantre
significa ello? Desde luego no cabe que toda mi cadena de inferencias apunte en
una falsa dirección. ¡Imposible! Y aún así esta pobre criatura no ha empeorado!
¡Ah, ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!
Con un
alarido de perfecta felicidad acudió a la caja, partió la segunda píldora en
dos, la disolvió en agua, añadió leche, y ofreció de nuevo la mezcla al
terrier. No había tocado casi la lengua del desafortunado animal aquel líquido,
cuando una terrible sacudida recorrió todo su cuerpo, rodando después por
tierra tan rígido e inerte como si un rayo mortal se hubiera abatido sobre él
desde las alturas.
Sherlock
Holmes dio un largo suspiro y enjugó el sudor que perlaba su frente.
-Debiera
tener más fe -dijo-; ya es tiempo de saber que cuando un hecho semeja oponerse
a una apretada sucesión de deducciones, existe siempre otra interpretación que
salva la aparente paradoja. De las dos píldoras que hay en este pastillero, una
es inofensiva, mientras que su compañera encierra un veneno mortal. Vergüenza
me causa no haberlo supuesto apenas vista la caja.
Semejante
observación se me antojó gratuita, que difícilmente podía persuadirme de que
Holmes la hubiera hecho en serio. Ahí estaba, sin embargo, el perro muerto como
testimonio de lo cierto de sus conjeturas. Tuve la sensación de que empezaba a
ver más claro, y sentí una suerte de vaga, incipiente percepción de la verdad.
-Todo
esto ha de sorprenderles -prosiguió Holmes- por la sencilla razón de que no
repararon al principio de la investigación en cierto dato, el único rico en
consecuencias. Quiso la suerte que le concediera yo el peso que realmente
tenía, y los acontecimientos posteriores no han hecho sino afirmar mi
suposición original, de la que realmente se seguían como corolario lógico. Lo
que a ustedes se presentaba en tinieblas o dejaba perplejos, señalaba para mí
el camino auténtico, esbozado ya en mis primeras conclusiones. No debe
confundirse lo insólito con lo misterioso. Cuanto más ordinario un crimen, más
misterioso también, ya que estarán ausentes las características o
peculiaridades que puedan servir de punto de partida a nuestro razonamiento. El
asesinato hubiera resultado infinitamente más difícil de desentrañar si llega a
ser descubierto el cadáver en la calle y no acompañado de esos aditamentos
sensacionales y outré, los que le conferían, precisamente, un aire peculiar.
Los detalles extraordinarios, lejos de estorbar esta investigación, han servido
para facilitarla.
El señor
Gregson, que había atendido a la alocución dando muestras de considerable
impaciencia, no pudo al fin contenerse. -Mire usted, señor Holmes -dijo-, no
necesita convencernos de que es usted un tipo listo, ni de que sigue métodos de
trabajo muy personales. Sin embargo, no es éste el momento de ponerse a decir
sermones o ventear teorías. La cuestión es atrapar al criminal. Hice mi propia
composición de lugar, al parecer equivocadamente. El joven Charpentier no ha
podido estar complicado en el segundo asesinato. Lestrade ha escogido a
Stangerson, enfilando también, por lo que se ve, una ruta desviada. Usted sin
embargo, según lo demuestran algunas observaciones aisladas, acumula mayor
conocimiento sobre el caso que nosotros, habiendo llegado el momento, creo, de
que nos diga de una vez y por lo derecho lo que sabe. ¿Le consta ya el nombre
del asesino?
-He de
sumarme por fuerza a la petición de Gregson -observó Lestrade-. Ambos hemos
hecho cuanto estaba en nuestras manos, y los dos hemos fracasado. Le he oído
decir a usted desde que estoy en esta habitación que contaba ya con todos los
datos precisos. Espero que no los tenga ocultos por más tiempo.
-Cualquier
tardanza en el apresamiento del asesino -tercié yo-, podría darle opción a una
nueva atrocidad.
Ante
nuestra insistencia, Holmes dio muestras de vacilar. Continuó midiendo el
aposento a grandes pasos, con la cabeza hincada en el pecho y las cejas
fruncidas, señales que en él denotaban un estado de profunda reflexión.
-No habrá
más asesinatos -dijo al fin, parándose en seco y mirándonos a la cara-. Tal
posibilidad queda descartada. Me preguntan ustedes si conozco el nombre del
asesino. La respuesta es sí. Ello, sin embargo, poco significa comparado con la
tarea más complicada de ponerle las manos encima. Espero hacerlo pronto, y a mi
manera: pero es asunto delicado, ya que hemos de vérnoslas con un hombre astuto
y desesperado al que presta ayuda, como he podido comprobar, un cómplice de
prendas no menos formidables. Mientras el asesino desconozca que alguien le
sigue la pista, existe la posibilidad de atraparlo: mas en cuanto le asalte la
más mínima sospecha cambiará de nombre, perdiéndose sin más entre los cuatro
millones de habitantes que pueblan esta gran ciudad. Sin propósito de
ofenderles, debo admitir que considero a nuestros rivales de talla excesiva
para las fuerzas de la policía, y que ésta ha sido la razón de que no requiera
su ayuda. Si fracaso, no dudaré en reconocer el error de esta omisión, mas es
riesgo que estoy dispuesto a correr. De momento, sepan ustedes que tan pronto
como considere posible transmitirles información sin poner en peligro mis
planes, lo haré gustoso.
Gregson y
Lestrade quedaron lejos de satisfechos con estas declaraciones y la no muy halagadora
alusión al cuerpo de policía. El primero se sonrojó hasta la raíz de sus rubios
cabellos, en tanto los ojos de abalorio del otro echaban vivas chispas de
inquietud y resentimiento. Ninguno de los dos había tenido tiempo sin embargo
de abrir la boca, cuando sonaron unos golpecitos en la puerta y la mínima y
poco agraciada persona del joven Wiggins, portavoz de los pilluelos, entró en
escena.
-Señor
-dijo llevándose la mano a la guedeja que le caía sobre la frente-, tengo ya
abajo el coche de caballos.
-Bien
hecho, chico -repuso Holmes en tono casi afectuoso. Después, habiendo sacado de
un cajón un par de esposas de acero, añadió: -¿Por qué no adoptan este modelo
en la Scotland Yard? Observen ustedes la suavidad del resorte. Cierra en un
instante.
-También
sirven las viejas mientras haya alguien a quien ponérselas -gruñó Lestrade.
-Está
bien, está bien -repuso Holmes, sonriendo-. El cochero podría ayudarme a bajar
los bultos. Dile que suba, Wiggins.
Me
sorprendió ver a mi amigo prepararse a lo que parecía un largo viaje, ya que no
me tenía dicho nada sobre su proyecto. Había en la habitación una pequeña
maleta que asió enérgicamente y comenzó a sujetar con una correa. En tal manejo
se hallaba ocupado cuando hizo acto de presencia el cochero.
-Venga acá,
buen hombre -dijo hincando la rodilla en tierra, con la cabeza siempre echada
hacia adelante-, y ponga mano a esta hebilla.
El
cochero se llegó a él con aire entre arisco y desafiante, y alargó los brazos
para auxiliarle en la faena. Entonces se oyó el clic de un resorte, resonaron
unos metales, y Sherlock Holmes recuperó rápidamente la posición erecta.
-Señores
-exclamó, centelleantes los ojos-, permítanme presentarles al señor Jefferson
Hope, el asesino de Enoch Drebber y Joseph Stangerson.
El suceso
tuvo lugar en un instante, tan breve que ni tiempo me dio a cobrar conciencia
cabal de lo ocurrido. Conservo en la memoria la viva imagen de aquel momento:
la expresión de triunfo de Holmes, y la faz furiosa, atónita, del hombre, fijos
los ojos en las brillantes esposas que como por arte de encantamiento habían
ceñido de pronto sus muñecas. Durante uno o dos segundos pudimos parecer un
grupo de estatuas. Entonces el hombre dejó escapar un grito de loco, y
desasiéndose de la presa de Holmes impulsó su cuerpo contra la ventana. Maderos
y cristales cedieron ante la acometida, mas no había el fugitivo completado aún
su propósito cuando Holmes, Lestrade y Gregson hacían de nuevo, al igual que
sabuesos, presa en él. Fue arrastrado hacia la habitación, donde se desarrolló
una formidable lucha. Tanta era la fuerza y el empeño de nuestro enemigo que
varias veces nos vimos frustrados en el intento de inmovilizarlo. Parecía
poseído del empuje convulsivo de un hombre al que domina una crisis epiléptica.
Cara y manos se hallaban terriblemente laceradas por el cristal de la ventana,
mas la pérdida de sangre no le restaba un ápice de fuerza. Hasta que Lestrade
consiguió asirlo de la corbata y hacer con ella torniquete, cortándole casi la
respiración, no cesó en su resistencia; aun entonces sólo nos sentimos dueños
del campo después de haberle atado de pies y manos. Tras ello volvimos a
incorporarnos, sin aliento y jadeando.
-Abajo
está su coche -dijo Sherlock Holmes-. Nos servirá para conducirlo a Scotland
Yard. Y ahora, caballeros -prosiguió con una sonrisa complaciente-, puede
decirse que hemos llegado ya al fondo de nuestro pequeño misterio. Háganme
cuantas preguntas les ronden por la cabeza, sin temor de que vaya a dejar
alguna pendiente.