sábado, 24 de enero de 2015

Estudio en escarlata: Primera parte

Arthur Conan Doyle

Índice
PRIMERA PARTE (Reimpresión de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina y oficial retirado del Cuerpo de Sanidad)
1. Mr. Sherlock Holmes
2. La ciencia de la deducción
3. El misterio de Lauriston Gardens
4. El informe de John Rance
5. Nuestro anuncio atrae a un visitante
6. Tobías Gregson en acción
7. Luz en la oscuridad
Primera parte
(Reimpresión de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina y oficial retirado del Cuerpo de Sanidad)
1. Mr. Sherlock Holmes
En el año 1878 obtuve el título de doctor en medicina por la Universidad de Londres, asistiendo después en Netley a los cursos que son de rigor antes de ingresar como médico en el ejército. Concluidos allí mis estudios, fui puntualmente destinado el 5.0 de Fusileros de Northumberland en calidad de médico ayudante. El regimiento se hallaba por entonces estacionado en la India, y antes de que pudiera unirme a él, estalló la segunda guerra de Afganistán. Al desembarcar en Bombay me llegó la noticia de que las tropas a las que estaba agregado habían traspuesto la línea montañosa, muy dentro ya de territorio enemigo. Seguí, sin embargo, camino con muchos otros oficiales en parecida situación a la mía, hasta Candahar, donde sano y salvo, y en compañía por fin del regimiento, me incorporé sin más dilación a mi nuevo servicio.
La campaña trajo a muchos honores, pero a mí sólo desgracias y calamidades. Fui separado de mi brigada e incorporado a las tropas de Berkshire, con las que estuve de servicio durante el desastre de Maiwand. En la susodicha batalla una bala de Jezail me hirió el hombro, haciéndose añicos el hueso y sufriendo algún daño la arteria subclavia. Hubiera caído en manos de los despiadados ghazis a no ser por el valor y lealtad de Murray, mi asistente, quien, tras ponerme de través sobre una caballería, logró alcanzar felizmente las líneas británicas.
Agotado por el dolor, y en un estado de gran debilidad a causa de las muchas fatigas sufridas, fui trasladado, junto a un nutrido convoy de maltrechos compañeros de infortunio, al hospital de la base de Peshawar. Allí me rehice, y estaba ya lo bastante sano para dar alguna que otra vuelta por las salas, y orearme de tiempo en tiempo en la terraza, cuando caí víctima del tifus, el azote de nuestras posesiones indias. Durante meses no se dio un ardite por mi vida, y una vez vuelto al conocimiento de las cosas, e iniciada la convalecencia, me sentí tan extenuado, y con tan pocas fuerzas, que el consejo médico determinó sin más mi inmediato retorno a Inglaterra. Despachado en el transporte militar Orontes, al mes de travesía toqué tierra en Portsmouth, con la salud malparada para siempre y nueve meses de plazo, sufragados por un gobierno paternal, para probar a remediarla.
No tenía en Inglaterra parientes ni amigos, y era, por tanto, libre como una alondra -es decir, todo lo libre que cabe ser con un ingreso diario de once chelines y medio-. Hallándome en semejante coyuntura gravité naturalmente hacia Londres, sumidero enorme donde van a dar de manera fatal cuantos desocupados y haraganes contiene el imperio. Permanecí durante algún tiempo en un hotel del Strand, viviendo antes mal que bien, sin ningún proyecto a la vista, y gastando lo poco que tenía, con mayor liberalidad, desde luego, de la que mi posición recomendaba. Tan alarmante se hizo el estado de mis finanzas que pronto caí en la cuenta de que no me quedaban otras alternativas que decir adiós a la metrópoli y emboscarme en el campo, o imprimir un radical cambio a mi modo de vida. Elegido el segundo camino, principié por hacerme a la idea de dejar el hotel, y sentar mis reales en un lugar menos caro y pretencioso.
No había pasado un día desde semejante decisión, cuando, hallándome en el Criterion Bar, alguien me puso la mano en el hombro, mano que al dar media vuelta reconocí como perteneciente al joven Stamford, el antiguo practicante a mis órdenes en el Barts. La vista de una cara amiga en la jungla londinense resulta en verdad de gran consuelo al hombre solitario. En los viejos tiempos no habíamos sido Stamford y yo lo que se dice uña y carne, pero ahora lo acogí con entusiasmo, y él, por su parte, pareció contento de verme. En ese arrebato de alegría lo invité a que almorzara conmigo en el Holborn, y juntos subimos a un coche de caballos..
-Pero ¿qué ha sido de usted, Watson? -me preguntó sin embozar su sorpresa mientras el traqueteante vehículo se abría camino por las pobladas calles de Londres-. Está delgado como un arenque y más negro que una nuez.
Le hice un breve resumen de mis aventuras, y apenas si había concluido cuando llegamos a destino.
-¡Pobre de usted! -dijo en tono conmiserativo al escuchar mis penalidades-. ¿Y qué proyectos tiene?
-Busco alojamiento -repuse-. Quiero ver si me las arreglo para vivir a un precio razonable.
-Cosa extraña -comentó mi compañero-, es usted la segunda persona que ha empleado esas palabras en el día de hoy.
-¿Y quién fue la primera? -pregunté.
-Un tipo que está trabajando en el laboratorio de química, en el hospital. Andaba quejándose esta mañana de no tener a nadie con quien compartir ciertas habitaciones que ha encontrado, bonitas a lo que parece, si bien de precio demasiado abultado para su bolsillo.
-¡Demonio! -exclamé-, si realmente está dispuesto a dividir el gasto y las habitaciones, soy el hombre que necesita. Prefiero tener un compañero antes que vivir solo.
El joven Stamford, el vaso en la mano, me miró de forma un tanto extraña.
-No conoce todavía a Sherlock Holmes -dijo-, podría llegar a la conclusión de que no es exactamente el tipo de persona que a uno le gustaría tener siempre por vecino.
-¿Sí? ¿Qué habla en contra suya?
-Oh, en ningún momento he sostenido que haya nada contra él. Se trata de un hombre de ideas un tanto peculiares..., un entusiasta de algunas ramas de la ciencia. Hasta donde se me alcanza, no es mala persona.
-Naturalmente sigue la carrera médica -inquirí.
-No... Nada sé de sus proyectos. Creo que anda versado en anatomía, y es un químico de primera clase; pero según mis informes, no ha asistido sistemáticamente a ningún curso de medicina. Persigue en el estudio rutas extremadamente dispares y excéntricas, si bien ha hecho acopio de una cantidad tal y tan desusada de conocimientos, que quedarían atónitos no pocos de sus profesores.
-¿Le ha preguntado alguna vez qué se trae entre manos?
-No; no es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque puede resultar comunicativo cuando está en vena.
-Me gustaría conocerle -dije-. Si he de partir la vivienda con alguien, prefiero que sea persona tranquila y consagrada al estudio. No me siento aún lo bastante fuerte para sufrir mucho alboroto o una excesiva agitación. Afganistán me ha dispensado ambas cosas en grado suficiente para lo que me resta de vida. ¿Cómo podría entrar en contacto con este amigo de usted?
-Ha de hallarse con seguridad en el laboratorio -repuso mi compañero-. O se ausenta de él durante semanas, o entra por la mañana para no dejarlo hasta la noche. Si usted quiere, podemos llegarnos allí después del almuerzo.
-Desde luego -contesté, y la conversación tiró por otros derroteros.
Una vez fuera de Holborn y rumbo ya al laboratorio, Stamford añadió algunos detalles sobre el caballero que llevaba trazas de convertirse en mi futuro coinquilino.
-Sepa exculparme si no llega a un acuerdo con él -dijo-, nuestro trato se reduce a unos cuantos y ocasionales encuentros en el laboratorio. Ha sido usted quien ha propuesto este arreglo, de modo que quedo exento de toda responsabilidad.
-Si no congeniamos bastará que cada cual siga su camino -repuse-. Me da la sensación, Stamford -añadí mirando fijamente a mi compañero-, de que tiene usted razones para querer lavarse las manos en este negocio. ¿Tan formidable es la destemplanza de nuestro hombre? Hable sin reparos.
-No es cosa sencilla expresar lo inexpresable -repuso riendo-. Holmes posee un carácter demasiado científico para mi gusto..., un carácter que raya en la frigidez. Me lo figuro ofreciendo a un amigo un pellizco del último alcaloide vegetal, no con malicia, entiéndame, sino por la pura curiosidad de investigar a la menuda sus efectos. Y si he de hacerle justicia, añadiré que en mi opinión lo engulliría él mismo con igual tranquilidad. Se diría que habita en su persona la pasión por el conocimiento detallado y preciso.
-Encomiable actitud.
-Y a veces extremosa... Cuando le induce a aporrear con un bastón los cadáveres, en la sala de disección, se pregunta uno si no está revistiendo acaso una forma en exceso peculiar.
-¡Aporrear los cadáveres!
-Sí, a fin de ver hasta qué punto pueden producirse magulladuras en un cuerpo muerto. Lo he contemplado con mis propios ojos.
-¿Y dice usted que no estudia medicina?
-No. Sabe Dios cuál será el objeto de tales investigaciones... Pero ya hemos llegado, y podrá usted formar una opinión sobre el personaje.
Cuando esto decía enfilamos una callejuela, y a través de una pequeña puerta lateral fuimos a dar a una de las alas del gran hospital. Siéndome el terreno familiar, no precisé guía para seguir mi itinerario por la lúgubre escalera de piedra y a través luego del largo pasillo de paredes encaladas y puertas color castaño. Casi al otro extremo, un corredor abovedado y de poca altura torcía hacia uno de los lados, conduciendo al laboratorio de química.
Era éste una habitación de elevado techo, llena toda de frascos que se alineaban a lo largo de las paredes o yacían desperdigados por el suelo. Aquí y allá aparecían unas mesas bajas y anchas erizadas de retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen con su azul y ondulante lengua de fuego. En la habitación hacía guardia un solitario estudiante que, absorto en su trabajo, se inclinaba sobre una mesa apartada. Al escuchar nuestros pasos volvió la cabeza, y saltando en pie dejó oír una exclamación de júbilo.
-¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! -gritó a mi acompañante mientras corría hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano-. He hallado un reactivo que precipita con la hemoglobina y solamente con ella.
El descubrimiento de una mina de oro no habría encendido placer más intenso en aquel rostro.
-Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes -anunció Stamford a modo de presentación.
-Encantado -dijo cordialmente mientras me estrechaba la mano con una fuerza que su aspecto casi desmentía-. Por lo que veo, ha estado usted en tierras afganas.
-¿Cómo diablos ha podido adivinarlo? -pregunté, lleno de asombro.
-No tiene importancia -repuso él riendo por lo bajo-. Volvamos a la hemoglobina. ¿Sin duda percibe usted el alcance de mi descubrimiento?
-Interesante desde un punto de vista químico -contesté-, pero, en cuanto a su aplicación práctica...
-Por Dios, se trata del más útil hallazgo que en el campo de la Medina Legal haya tenido lugar durante los últimos años. Fíjese: nos proporciona una prueba infalible para descubrir las manchas de sangre. ¡Venga usted a verlo!
Era tal su agitación que me agarró de la manga de la chaqueta, arrastrándome hasta el tablero donde había estado realizando sus experimentos.
-Hagámonos con un poco de sangre fresca -dijo, clavándose en el dedo una larga aguja y vertiendo en una probeta de laboratorio la gota manada de la herida.
-Ahora añado esta pequeña cantidad de sangre a un litro de agua. Puede usted observar que la mezcla resultante ofrece la apariencia del agua pura. La proporción de sangre no excederá de uno a un millón. No me cabe duda, sin embargo, de que nos las compondremos para obtener la reacción característica.
Mientras tal decía, arrojó en el recipiente unos pocos cristales blancos, agregando luego algunas gotas de cierto líquido transparente. En el acto la mezcla adquirió un apagado color caoba, en tanto que se posaba sobre el fondo de la vasija de vidrio un polvo parduzco.
-¡Ajá! -exclamó, dando palmadas y alborozado como un niño con zapatos nuevos-. ¿Qué me dice ahora?
-Fino experimento -repuse.
-¡Magnífico! ¡Magnífico! La tradicional prueba del guayaco resultaba muy tosca e insegura. Lo mismo cabe decir del examen de los corpúsculos de sangre... Este último es inútil cuando las manchas cuentan arriba de unas pocas horas. Sin embargo, acabamos de dar con un procedimiento que actúa tanto si la sangre es vieja como nueva. A ser mi hallazgo más temprano, muchas gentes que ahora pasean por la calle hubieran pagado tiempo atrás las penas a que sus crímenes les hacen acreedoras.
-Caramba... -murmuré.
-Los casos criminales giran siempre alrededor del mismo punto. A veces un hombre resulta sospechoso de un crimen meses más tarde de cometido éste; se someten a examen sus trajes y ropa blanca: aparecen unas manchas parduzcas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de óxido, acaso de fruta? Semejante extremo ha sumido en la confusión a más de un experto, y ¿sabe usted por qué? Por la inexistencia de una prueba segura. Sherlock Holmes ha aportado ahora esa prueba, y queda el camino despejado en lo venidero.
Había al hablar destellos en sus ojos; descansó la palma de la mano a la altura del corazón, haciendo después una reverencia, como si delante suyo se hallase congregada una imaginaria multitud.
-Merece usted que se le felicite -apunté, no poco sorprendido de su entusiasmo.
-¿Recuerda el pasado año el caso de Von Bischoff, en Frankfort? De haber existido esta prueba, mi experimento le habría llevado en derechura a la horca. ¡Y qué decir de Mason, el de Bradford, o del célebre Muller, o de Lefévre de Montpellier, o de Samson el de Nueva Orleans! Una veintena de casos me acuden a la mente en los que la prueba hubiera sido decisiva.
-Parece usted un almanaque viviente de hechos criminales -apuntó Stamford con una carcajada-. ¿Por qué no publica algo? Podría titularlo «Noticiario policiaco de tiempos pasados».
-No sería ningún disparate -repuso Sherlock Holmes poniendo un pedacito de parche sobre el pinchazo-. He de andar con tiento -prosiguió mientras se volvía sonriente hacia mí-, porque manejo venenos con mucha frecuencia.
Al tiempo que hablaba alargó la mano, y eché de ver que la tenía moteada de parches similares y descolorida por el efecto de ácidos fuertes.
-Hemos venido a tratar un negocio -dijo Stamford tomando asiento en un elevado taburete de tres patas, y empujando otro hacia mí con el pie-. Este señor anda buscando dónde cobijarse, y como se lamentaba usted de no encontrar nadie que quisiera ir a medias en la misma operación, he creído buena la idea de reunirlos a los dos.
A Sherlock Holmes pareció seducirle el proyecto de dividir su vivienda conmigo.
-Tengo echado el ojo a unas habitaciones en Baker Street -dijo-, que nos vendrían de perlas. Espero que no le repugne el olor a tabaco fuerte.
-No gasto otro -repuse.
-Hasta ahí vamos bastante bien. Suelo trastear con sustancias químicas y de vez en cuanto realizo algún experimento. ¿Le importa?
-En absoluto.
-Veamos..., cuáles son mis otros inconvenientes. De tarde en tarde me pongo melancólico y no despego los labios durante días. No lo atribuya usted nunca a mal humor o resentimiento. Déjeme sencillamente a mi aire y verá qué pronto me enderezo. En fin, ¿qué tiene usted a su vez que confesarme? Es aconsejable que dos individuos estén impuestos sobre sus peores aspectos antes de que se decidan a vivir juntos.
Me hizo reír semejante interrogatorio. -Soy dueño de un cachorrito -dije-, y desapruebo los estrépitos porque mis nervios están destrozados... y me levanto a las horas más inesperadas y me declaro, en fin, perezoso en extremo. Guardo otra serie de vicios para los momentos de euforia, aunque los enumerados ocupan a la sazón un lugar preeminente.
-¿Entra para usted el violín en la categoría de lo estrepitoso? -me preguntó muy alarmado.
-Según quién lo toque -repuse-. Un violín bien tratado es un regalo de los dioses, un violín en manos poco diestras...
-Magnífico -concluyó con una risa alegre-. Creo que puede considerarse el trato zanjado..., siempre y cuando dé usted el visto bueno a las habitaciones.
-¿Cuándo podemos visitarlas?
-Venga usted a recogerme mañana a mediodía; saldremos después juntos y quedará todo arreglado.
-De acuerdo, a las doce en punto -repuse estrechándole la mano.
Lo dejamos enzarzado con sus productos químicos y juntos fuimos caminando hacia el hotel.
-Por cierto -pregunté de pronto, deteniendo la marcha y dirigiéndome a Stamford-, ¿cómo demonios ha caído en la cuenta de que venía yo de Afganistán?
Sobre el rostro de mi compañero se insinuó una enigmática sonrisa.
-He ahí una peculiaridad de nuestro hombre -dijo-. Es mucha la gente a la que intriga esa facultad suya de adivinar las cosas.
-¡Caramba! ¿Se trata de un misterio? -exclamé frotándome las manos-. Esto empieza a ponerse interesante. Realmente, le agradezco infinito su presentación... Como reza el dicho, «no hay objeto de estudio más digno del hombre que el hombre mismo».
-Aplíquese entonces a la tarea de estudiar a su amigo -dijo Stamford a modo de despedida-. Aunque no le arriendo la ganancia. Verá como acaba sabiendo él mucho más de usted, que usted de él ... Adiós.
-Adiós -repuse, y proseguí sin prisas mi camino hacia el hotel, no poco intrigado por el individuo que acababa de conocer.
2. La ciencia de la deducción
Nos vimos al día siguiente, según lo acordado, para inspeccionar las habitaciones del 221B de Baker Street a que se había hecho alusión durante nuestro encuentro. Consistían en dos confortables dormitorios y una única sala de estar, alegre y ventilada, con dos amplios ventanales por los que entraba la luz. Tan conveniente en todos los aspectos nos pareció el apartamento y tan moderado su precio, una vez dividido entre los dos, que el trato se cerró de inmediato y, sin más dilaciones, tomamos posesión de la vivienda. Esa misma tarde procedí a mudar mis pertenencias del hotel a la casa, y a la otra mañana Sherlock Holmes hizo lo correspondiente con las suyas, presentándose con un equipaje compuesto de maletas y múltiples cajas. Durante uno o dos días nos entregamos a la tarea de desembalar las cosas y colocarlas lo mejor posible. Salvado semejante trámite, fue ya cuestión de hacerse al paisaje circundante e ir echando raíces nuevas.
No resultaba ciertamente Holmes hombre de difícil convivencia. Sus maneras eran suaves y sus hábitos regulares. Pocas veces le sorprendían las diez de la noche fuera de la cama, e indefectiblemente, al levantarme yo por la mañana, había tomado ya el desayuno y enfilado la calle. Algunos de sus días transcurrían íntegros en el laboratorio de química o en la sala de disección, destinando otros, ocasionalmente, a largos paseos que parecían llevarle hasta los barrios más bajos de la ciudad. Cuando se apoderaba de él la fiebre del trabajo era capaz de desplegar una energía sin parangón; pero a trechos y con puntualidad fatal, caía en un extraño estado de abulia, y entonces, y durante días, permanecía extendido sobre el sofá de la sala de estar, sin mover apenas un músculo o pronunciar palabra de la mañana a la noche. En tales ocasiones no dejaba de percibir en sus ojos cierta expresión perdida y como ausente que, a no ser por la templanza y limpieza de su vida toda, me habría atrevido a imputar al efecto de algún narcótico. Conforme pasaban las semanas, mi interés por él y la curiosidad que su proyecto de vida suscitaba en mí, fueron haciéndose cada vez más patentes y profundos. Su misma apariencia y aspecto externos eran a propósito para llamar la atención del más casual observador. En altura andaba antes por encima que por debajo de los seis pies, aunque la delgadez extrema exageraba considerablemente esa estatura. Los ojos eran agudos y penetrantes, salvo en los períodos de sopor a que he aludido, y su fina nariz de ave rapaz le daba no sé qué aire de viveza y determinación. La barbilla también, prominente y maciza, delataba en su dueño a un hombre de firmes resoluciones. Las manos aparecían siempre manchadas de tinta y distintos productos químicos, siendo, sin embargo, de una exquisita delicadeza, como innumerables veces eché de ver por el modo en que manejaba Holmes sus frágiles instrumentos de física.
Acaso el lector me esté calificando ya de entrometido impenitente en vista de lo mucho que este hombre excitaba mi curiosidad y de la solicitud impertinente con que procuraba yo vencer la reserva en que se hallaba envuelto todo lo que a él concernía. No sería ecuánime sin embargo, antes de dictar sentencia, echar en olvido hasta qué punto sin objeto era entonces mi vida, y qué pocas cosas a la sazón podían animarla. Siendo el que era mi estado de salud, sólo en días de tiempo extraordinariamente benigno me estaba permitido aventurarme al espacio exterior, faltándome, los demás, amigos con quienes endulzar la monotonía de mi rutina cotidiana. En semejantes circunstancias, acogí casi con entusiasmo el pequeño misterio que rodeaba a mi compañero, así como la oportunidad de matar el tiempo probando a desvelarlo.
No seguía la carrera médica. Él mismo, respondiendo a cierta pregunta, había confirmado el parecer de Stamford sobre semejante punto. Tampoco parecía empeñado en suerte alguna de estudio que pudiera auparle hasta un título científico, o abrirle otra cualquiera de las reconocidas puertas por donde se accede al mundo académico. Pese a todo, el celo puesto en determinadas labores era notable, y sus conocimientos, excéntricamente circunscritos a determinados campos, tan amplios y escrupulosos que daban lugar a observaciones sencillamente asombrosas. Imposible resultaba que un trabajo denodado y una información en tal grado exacta no persiguieran un fin concreto. El lector poco sistemático no se caracteriza por la precisión de los datos acumulados en el curso de sus lecturas. Nadie satura su inteligencia con asuntos menudos a menos que tenga alguna razón de peso para hacerlo así.
Si sabía un número de cosas fuera de lo común, ignoraba otras tantas de todo el mundo conocidas. De literatura contemporánea, filosofía y política, estaba casi completamente en ayunas. Cierta vez que saqué yo a colación el nombre de Tomás Carlyle, me preguntó, con la mayor inocencia, quién era aquél y lo que había hecho. Mi estupefacción llegó sin embargo a su cenit cuando descubrí por casualidad que ignoraba la teoría copernicana y la composición del sistema solar. El que un hombre civilizado desconociese en nuestro siglo XIX que la tierra gira en torno al sol, se me antojó un hecho tan extraordinario que apenas si podía darle crédito.
-Parece usted sorprendido -dijo sonriendo ante mi expresión de asombro-. Ahora que me ha puesto usted al corriente, haré lo posible por olvidarlo.
-¡Olvidarlo!
-Entiéndame -explicó-, considero que el cerebro de cada cual es como una pequeña pieza vacía que vamos amueblando con elementos de nuestra elección. Un necio echa mano de cuanto encuentra a su paso, de modo que el conocimiento que pudiera serle útil, o no encuentra cabida o, en el mejor de los casos, se halla tan revuelto con las demás cosas que resulta difícil dar con él. El operario hábil selecciona con sumo cuidado el contenido de ese vano disponible que es su cabeza. Sólo de herramientas útiles se compondrá su arsenal, pero éstas serán abundantes y estarán en perfecto estado. Constituye un grave error el suponer que las paredes de la pequeña habitación son elásticas o capaces de dilatarse indefinidamente. A partir de cierto punto, cada nuevo dato añadido desplaza necesariamente a otro que ya poseíamos. Resulta por tanto de inestimable importancia vigilar que los hechos inútiles no arrebaten espacio a los útiles.
-¡Sí, pero el sistema solar..! -protesté.
-¿Y qué se me da a mí el sistema solar? -interrumpió ya impacientado-: dice usted que giramos en torno al sol... Que lo hiciéramos alrededor de la luna no afectaría un ápice a cuanto soy o hago.
Estuve entonces a punto de interrogarle sobre eso que él hacía, pero un no sé qué en su actitud me dio a entender que semejante pregunta no sería de su agrado. No dejé de reflexionar, sin embargo, acerca de nuestra conversación y las pistas que ella me insinuaba. Había mencionado su propósito de no entrometerse en conocimiento alguno que no atañera a su trabajo. Por tanto, todos los datos que atesoraba le reportaban por fuerza cierta utilidad. Enumeraré mentalmente los distintos asuntos sobre los que había demostrado estar excepcionalmente bien informado. Incluso tomé un lápiz y los fui poniendo por escrito. No pude contener una sonrisa cuando vi el documento en toda su extensión. Decía así: «Sherlock Holmes; sus límites.
1. Conocimientos de Literatura: ninguno.
2. Conocimientos de Filosofía: ninguno.
3. Conocimientos de Astronomía: ninguno.
4. Conocimientos de Política: escasos.
5. Conocimientos de Botánica: desiguales. Al día en lo atañadero a la belladona, el opio y los venenos en general. Nulos en lo referente a la jardinería.
6. Conocimientos de Geología: prácticos aunque restringidos. De una ojeada distingue un suelo geoló gico de otro. Después de un paseo me ha enseñado las manchas de barro de sus pantalones y ha sabido decirme, por la consistencia y color de la tierra, a qué parte de Londres correspondía cada una.
7. Conocimientos de Química: profundos.
8. Conocimientos de Anatomía: exactos, pero poco sistemáticos.
9. Conocimientos de literatura sensacionalista: inmensos. Parece conocer todos los detalles de cada hecho macabro acaecido en nuestro siglo.
10. Toca bien el violín.
11. Experto boxeador, y esgrimista de palo y espada.
12. Familiarizado con los aspectos prácticos de la ley inglesa.»
Al llegar a este punto, desesperado, arrojé la lista al fuego. «Si para adivinar lo que este tipo se propone -me dije- he de buscar qué profesión corresponde al común denominador de sus talentos, puedo ya darme por vencido.»
Observo haber aludido poco más arriba a su aptitud para el violín. Era ésta notable, aunque no menos peregrina que todas las restantes. Que podía ejecutar piezas musicales, y de las difíciles, lo sabía de sobra, ya que a petición mía había reproducido las notas de algunos lieder de Mendelssohn y otras composiciones de mi elección. Cuando se dejaba llevar de su gusto, rara vez arrancaba sin embargo a su instrumento música o aires reconocibles. Recostado en su butaca durante toda una tarde, cerraba los ojos y con ademán descuidado arañaba las cuerdas del violín, colocado de través sobre una de sus rodillas. Unas veces eran las notas vibrantes y melancólicas, otras, de aire fantástico y alegre. Sin duda tales acordes reflejaban al exterior los ocultos pensamientos del músico, bien dándoles su definitiva forma, bien acompañándolos no más que como una caprichosa melodía del espíritu. Sabe Dios que no hubiera sufrido pasivamente esos exasperantes solos a no tener Holmes la costumbre de rematarlos con una rápida sucesión de mis piezas favoritas, ejecutadas en descargo de lo que antes de ellas había debido oír.
Llevábamos juntos alrededor de una semana sin que nadie apareciese por nuestro habitáculo, cuando empecé a sospechar en mi compañero una orfandad de amistades pareja a la mía. Pero, según pude descubrir a continuación, no sólo era ello falso, sino que además los contactos de Holmes se distribuían entre las más dispersas cajas de la sociedad. Existía, por ejemplo, un hombrecillo de ratonil aspecto, pálido y ojimoreno, que me fue presentado como el señor Lestrade y que vino a casa en no menos de tres o cuatro ocasiones a lo largo de una semana. Otra mañana una joven elegantemente vestida fue nuestro huésped durante más de media hora. A la joven sucedió por la noche un tipo harapiento y de cabeza cana -la clásica estampa del buhonero judío-, que parecía hallarse sobre ascuas y que a su vez dejó paso a una raída y provetta señora. Un día estuvo mi compañero departiendo con cierto caballero anciano y de melena blanca como la nieve; otro, recibió a un mozo de cuerda que venía con su uniforme de pana. Cuando alguno de los miembros de esta abigarrada comunidad hacía acto de presencia, solía Holmes suplicarme el usufructo de la sala y yo me retiraba entonces a mi dormitorio. Jamás dejó de disculparse por el trastorno que de semejante modo me causaba. -Tengo que utilizar esta habitación como oficina -decía-, y la gente que entra en ella constituye mi clientela-. ¡Qué mejor momento para interrogarle a quemarropa! Sin embargo, me vi siempre sujeto por el recato de no querer forzar la confidencia ajena. Imagina que algo le impedía dejar al descubierto ese aspecto de su vida, cosa que pronto me desmintió él mismo yendo derecho al asunto sin el menor requerimiento por mi parte.
Se cumplía como bien recuerdo el 4 de marzo, cuando, habiéndome levantado antes que de costumbre, encontré a Holmes despachando su aún inconcluso desayuno. Tan hecha estaba la patrona a mis hábitos poco madrugadores, que no hallé ni el plato aparejado ni el café dispuesto. Con la característica y nada razonable petulancia del común de los mortales, llamé entonces al timbre y anuncié muy cortante que esperaba mi ración. Acto seguido tomé un periódico de la mesa e intenté distraer con él el tiempo mientras mi compañero terminaba en silencio su tostada. El encabezamiento de uno de los artículos estaba subrayado en rojo, y a él, naturalmente, dirigí en primer lugar mi atención.
Sobre la raya encarnada aparecían estas ampulosas palabras: EL LIBRO DE LA VIDA, y a ellas seguía una demostración de las innumerables cosas que a cualquiera le sería dado deducir no más que sometiendo a examen preciso y sistemático los acontecimientos de que el azar le hiciese testigo. El escrito se me antojó una extraña mezcolanza de agudeza y disparate. A sólidas y apretadas razones sucedían inferencias en exceso audaces o exageradas. Afirmaba el autor poder adentrarse, guiado de señales tan someras como un gesto, el estremecimiento de un músculo, o la mirada de unos ojos, en los más escondidos pensamientos de otro hombre. Según él, la simulación y el engaño resultaban impracticables delante de un individuo avezado al análisis y a la observación. Lo que éste dedujera sería tan cierto como las proposiciones de Euclides. Tan sorprendentes serían los resultados, que el no iniciado en las rutas por donde se llega de los principios a las conclusiones, habría por fuerza de creerse en presencia de un auténtico nigromante.
-A partir de una gota de agua -decía el autor-, cabría al lógico establecer la posible existencia de un océano Atlántico o unas cataratas del Niágara, aunque ni de lo uno ni de lo otro hubiese tenido jamás la más mínima noticia. La vida toda es una gran cadena cuya naturaleza se manifiesta a la sola vista de un eslabón aislado. A semejanza de otros oficios, la Ciencia de la Deducción y el Análisis exige en su ejecutante un estudio prolongado y paciente, no habiendo vida humana tan larga que en el curso de ella quepa a nadie alcanzar la perfección máxima de que el arte deductivo es susceptible. Antes de poner sobre el tapete los aspectos morales y psicológicos de más bulto que esta materia suscita, descenderé a resolver algunos problemas elementales. Por ejemplo, cómo apenas divisada una persona cualquiera, resulta hacedero inferir su historia completa, así como su oficio o profesión. Parece un ejercicio pueril, y sin embargo afina la capacidad de observación, descubriendo los puntos más importantes y el modo como encontrarles respuesta. Las uñas de un individuo, las mangas de su chaqueta, sus botas, la rodillera de los pantalones, la callosidad de los dedos pulgar e índice, la expresión facial, los puños de su camisa, todos estos detalles, en fin, son prendas personales por donde claramente se revela la profesión del hombre observado. Que semejantes elementos, puestos en junto, no iluminen al inquisidor competente sobre el caso más difícil, resulta, sin más, inconcebible.
-¡Valiente sarta de sandeces! -grité, dejando el periódico sobre la mesa con un golpe seco-. Jamás había leído en mi vida tanto disparate.
-¿De qué se trata? -preguntó Sherlock Holmes.
-De ese artículo -dije, apuntando hacia él con mi cucharilla mientras me sentaba para dar cuenta de mi desayuno-. Veo que lo ha leído, ya que está subrayado por usted. No niego habilidad al escritor. Pero me subleva lo que dice. Se trata a ojos vista de uno de esos divagadores de profesión a los que entusiasma elucubrar preciosas paradojas en la soledad de sus despachos. Pura teoría. ¡Quién lo viera encerrado en el metro, en un vagón de tercera clase, frente por frente de los pasajeros, y puesto a la tarea de ir adivinando las profesiones de cada uno! Apostaría uno a mil en contra suya.
-Perdería usted su dinero -repuso Holmes tranquilamente-. En cuanto al artículo, es mío.
-¡Suyo!
-Sí; soy aficionado tanto a la observación como a la deducción. Esas teorías expuestas en el periódico y que a usted se le antojan tan quiméricas, vienen a ser en realidad extremadamente prácticas, hasta el punto que de ellas vivo.
-¿Cómo? -pregunté involuntariamente.
-Tengo un oficio muy particular, sospecho que único en el mundo. Soy detective asesor... Verá ahora lo que ello significa. En Londres abundan los detectives comisionados por el gobierno, y no son menos los privados. Cuando uno de ellos no sabe muy bien por dónde anda, acude a mí, y yo lo coloco entonces sobre la pista. Suelen presentarme toda la evidencia de que disponen, a partir de la cual, y con ayuda de mi conocimiento de la historia criminal, me las arreglo decentemente para enseñarles el camino. Existe un fuerte aire de familia entre los distintos hechos delictivos, y si se dominan a la menuda los mil primeros, no resulta difícil descifrar el que completa el número mil uno. Lestrade es un detective bien conocido. No hace mucho se enredó en un caso de falsificación, y hallándose un tanto desorientado, vino aquí a pedir consejo.
-¿Y los demás visitantes?
-Proceden en la mayoría de agencias privadas de investigación. Son gente que está a oscuras sobre algún asunto y acude a buscar un poco de luz. Atiendo a su relato, doy mi opinión, y presento la minuta.
-¿Pretende usted decirme -atajé- que sin salir de esta habitación se las compone para poner en claro lo que otros, en contacto directo con las cosas, e impuestos sobre todos sus detalles, sólo ven a medias?
-Exactamente. Poseo, en ese sentido, una especie de intuición. De cuando en cuando surge un caso más complicado, y entonces es menester ponerse en movimiento y echar alguna que otra ojeada. Sabe usted que he atesorado una cantidad respetable de datos fuera de lo común; este conocimiento facilita extraordinariamente mi tarea. Las reglas deductivas por mí sentadas en el artículo que acaba de suscitar su desdén me prestan además un inestimable servicio. La capacidad de observación constituye en mi caso una segunda naturaleza. Pareció usted sorprendido cuando, nada más conocerlo, observé que había estado en Afganistán.
-Alguien se lo dijo, sin duda.
-En absoluto. Me constaba esa procedencia suya de Afganistán. El hábito bien afirmado imprime a los pensamientos una tan rápida y fluida continuidad, que me vi abocado a la conclusión sin que llegaran a hacérseme siquiera manifiestos los pasos intermedios. Éstos, sin embargo, tuvieron su debido lugar. Helos aquí puestos en orden: «Hay delante de mí un individuo con aspecto de médico y militar a un tiempo. Luego se trata de un médico militar. Acaba de llegar del trópico, porque la tez de su cara es oscura y ése no es el color suyo natural, como se ve por la piel de sus muñecas. Según lo pregona su macilento rostro ha experimentado sufrimientos y enfermedades. Le han herido en el brazo izquierdo. Lo mantiene rígido y de manera forzada... ¿en qué lugar del trópico es posible que haya sufrido un médico militar semejantes contrariedades, recibiendo, además, una herida en el brazo? Evidentemente, en Afganistán». Esta concatenación de pensamientos no duró el espacio de un segundo. Observé entonces que venía de la región afgana, y usted se quedó con la boca abierta.
-Tal como me ha relatado el lance, parece cosa de nada -dije sonriendo-. Me recuerda usted al Dupin de Allan Poe. Nunca imaginé que tales individuos pudieran existir en realidad.
Sherlock Holmes se puso en pie y encendió la pipa.
-Sin duda cree usted halagarme estableciendo un paralelo con Dupin -apuntó-. Ahora bien, en mi opinión, Dupin era un tipo de poca monta. Ese expediente suyo de irrumpir en los pensamientos de un amigo con una frase oportuna, tras un cuarto de hora de silencio, tiene mucho de histriónico y superficial. No le niego, desde luego, talento analítico, pero dista infinitamente de ser el fenómeno que Poe parece haber supuesto.
-¿Ha leído usted las obras de Gaboriau? -pregunté-. ¿Responde Lecoq a su ideal detectivesco?
Sherlock Holmes arrugó sarcástico la nariz.
-Lecoq era un chapucero indecoroso -dijo con la voz alterada-, que no tenía sino una sola cualidad, a saber: la energía. Cierto libro suyo me pone sencillamente enfermo... En él se trata de identificar a un prisionero desconocido, sencillísima tarea que yo hubiera ventilado en veinticuatro horas y para la cual Lecoq precisa, poco más o menos, seis meses. Ese libro merecería ser repartido entre los profesionales del ramo como manual y ejemplo de lo que no hay que hacer.
Hirió algo mi amor propio al ver tratados tan displicentemente a dos personas que admiraba. Me aproximé a la ventana, y tuve durante un rato la mirada perdida en la calle llena de gente. «No sé si será este tipo muy listo», pensé para mis adentros, «pero no cabe la menor duda de que es un engreído.»
-No quedan ya crímenes ni criminales -prosiguió, en tono quejumbroso-. ¿De qué sirve en nuestra profesión tener la cabeza bien puesta sobre los hombros? Sé de cierto que no me faltan condiciones para hacer mi nombre famoso. Ningún individuo, ahora o antes de mí, puso jamás tanto estudio y talento natural al servicio de la causa detectivesca... ¿Y para qué? ¡No aparece el gran caso criminal! A lo sumo me cruzo con alguna que otra chapucera villanía, tan transparente, que su móvil no puede hurtarse siquiera a los ojos de un oficial de Scotland Yard.
Persistía en mí el enfado ante la presuntuosa verbosidad de mi compañero, de manera que juzgué conveniente cambiar de tercio.
-¿Qué tripa se le habrá roto al tipo aquél? -pregunté señalando a cierto individuo fornido y no muy bien trajeado que a paso lento recorría la acera opuesta, sin dejar al tiempo de lanzar unas presurosas ojeadas a los números de cada puerta. Portaba en la mano un gran sobre azul, y su traza era a la vista la de un mensajero.
-¿Se refiere usted seguramente al sargento retirado de la Marina? -dijo Sherlock Holmes.
«¡Fanfarrón!», pensé para mí. «Sabe que no puedo verificar su conjetura.»
Apenas si este pensamiento había cruzado mi mente, cuando el hombre que espiábamos percibió el número de nuestra puerta y se apresuró a atravesar la calle. Oímos un golpe seco de aldaba, una profunda voz que venía de abajo y el ruido pesado de unos pasos a lo largo de la escalera.
-¡Para el señor Sherlock Holmes! -exclamó el extraño, y, entrando en la habitación, entregó la carta a mi amigo. ¡Era el momento de bajarle a éste los humos! ¡Quién le hubiera dicho, al soltar aquella andanada en el vacío, que iba a verse de pronto en el brete de hacerla buena!
Pregunté entonces con mi más acariciadora voz:
-¿Buen hombre, tendría usted la bondad de decirme cuál es su profesión?
-Ordenanza, señor -dijo con un gruñido-. Me están arreglando el uniforme.
-¿Qué era usted antes? -inquirí mientras miraba maliciosamente a Sherlock Holmes con el rabillo del ojo. -Sargento, señor, sargento de infantería ligera de la Marina Real. ¿No hay contestación? Perfectamente, señor.
Y juntando los talones, saludó militarmente y desapareció de nuestra vista.
3. El misterio de Lauriston Gardens
No ocultaré mi sorpresa ante la eficacia que otra vez evidenciaban las teorías de Holmes. Sentí que mi respeto hacia tamaña facultad adivinatoria aumentaba portentosamente. Aun así, no podía acallar completamente la sospecha de que fuera todo un montaje enderezado a deslumbrarme en vista de algún motivo sencillamente incomprensible. Cuando dirigí hacia él la mirada, había concluido ya de leer la nota y en sus ojos flotaba la expresión vacía y sin brillo por donde se manifiestan al exterior los estados de abstracción meditativa.
-¿Cómo diantres ha llevado usted a cabo su deducción? -pregunté.
-¿Qué deducción? -repuso petulantemente.
-Caramba, la de que era un sargento retirado de la Marina. -No estoy para bagatelas -contestó de manera cortante; y añadió, con una sonrisa-: Perdone mi brusquedad, pero ha cortado usted el hilo de mis pensamientos. Es lo mismo... Así, pues, ¿no le había saltado a la vista la condición del mensajero?
-Puede estar seguro.
-Resulta más fácil adivinar las cosas que explicar cómo da uno con ellas. Si le pidieran una demostración de por qué dos y dos son cuatro, es posible que se viera usted en un aprieto, no cabiéndole, con todo, ninguna duda en torno a la verdad del caso. Incluso desde el lado de la calle opuesto a aquel donde se hallaba nuestro hombre, acerté a distinguir un ancla azul de considerable tamaño tatuada sobre el dorso de su mano. Primera señal marinera. El porte era militar, sin embargo, y las patillas se ajustaban a la longitud que dicta el reglamento. Henos, pues, instalados en la Armada. Añádase cierta fachenda y como ínfulas de mando... Seguramente ha notado usted lo erguido de su cabeza y el modo como hacía oscilar el bastón. Un hombre formal, respetable, por añadidura de mediana edad... Tomados los hechos en conjunto, ¿de quién podía tratarse, sino de un sargento?
-¡Admirable! -exclamé.
-Trivial... -repuso Holmes, aunque adiviné por su expresión el contento que en él habían producido mi sorpresa y admiración-. Dejé dicho hace poco que no quedaban criminales. Pues bien, he de desmentirme. ¡Eche un vistazo!
Me confió la nota traída por el ordenanza.
-¡Demonios! -grité tras ponerle la vista encima-, ¡es espantoso!
-Parece salirse un tanto de los casos vulgares -observó flemático-. ¿Tendría la bondad de leérmela en voz alta?
He aquí la carta a la que di lectura:
«Ml QUERIDO SHERLOCK HOLMES,
»Esta noche, en el número tres de Lauriston Gardens, según se va a Brixton, se nos ha presentado un feo asunto. Como a las dos de la mañana advirtió el policía de turno que estaban las luces encendidas, y, dado que se encuentra la casa deshabitada, sospechó de inmediato algo irregular. Halló la puerta abierta, y en la pieza delantera, desprovista de muebles, el cuerpo de un caballero bien trajeado. En uno de sus bolsillos había una tarjeta con estas señas grabadas: "Enoch J. Drebber, Cleveland, Ohio, U.S.A". No ha tenido lugar robo alguno, ni se echa de ver cómo haya podido sorprender la muerte a este desdichado. Aunque existen en la habitación huellas de sangre, el cuerpo no ostenta una sola herida. Desconocemos también por qué medio o conducto vino a dar el finado a la mansión vacía; de hecho, el percance todo presenta rasgos desconcertantes. Si se le pone a tiro llegarse aquí antes de las doce, me hallará en el escenario del crimen. He dejado orden de que nada se toque antes de que usted dé señales de vida. Si no pudiera acudir, le explicaría el caso más circunstanciadamente, en la esperanza de que me concediese el favor de su dictamen.
»Le saluda atentamente,
TOBÍAS GREGSON.»
-Gregson es el más despierto de los inspectores de Scotland Yard -apuntó mi amigo-; él y Lestrade constituyen la flor y nata de un pelotón de torpes. Despliegan ambos rapidez y energía, mas son convencionales en grado sorprendente. Por añadidura, se tienen puesta mutuamente la proa. En punto a celos no les va a la zaga la damisela más presumida, y como uno y otro decidan tirar de la manta, la cosa va a resultar divertida.
No podía contener mi sorpresa ante la calma negligente con que iba Sherlock Holmes desgranando sus observaciones. -Desde luego no hay un momento que perder -exclamé-: ¿le parece que llame ahora mismo a un coche de caballos? -No sé qué decirle. Soy el hombre más perezoso que imaginarse pueda... Cuando me da por ahí, naturalmente, porque, llegado el caso, también sé andar a la carrera.
-¿No era ésta la ocasión que tanto esperaba?
-¿Y qué más da, hombre de Dios? En el supuesto de que me las componga para desenredar la madeja, no le quepa duda que serán Gregson, Lestrade y compañía quienes se lleven los laureles. ¡He ahí lo malo de ir uno por su cuenta!
-Le ha suplicado su ayuda...
-En efecto. Me sabe superior, y en privado lo reconoce, mas antes se dejaría cortar la lengua que admitir esa superioridad en público. Sin embargo, podemos ir a echar un vistazo. Haré las cosas a mi modo, y cuando menos podré reírme a costa de ellos. ¡En marcha!
Se puso el gabán a toda prisa, dando muestras, según se movía de un lado a otro, de que a la desgana anterior había sucedido una etapa de euforia.
-No olvide su sombrero -dijo.
-¿Desea usted que le acompañe?
-Sí, si no se le ocurre nada mejor que hacer.
Un momento después nos hallábamos instalados en un coche, en rápida carrera hacia el camino de Brixton.
Se trataba de una de esas mañanas brumosas en que los cendales de niebla, suspendidos sobre los tejados y azoteas, parecen copiar el sucio barro callejero. Estaba Holmes de excelente humor, no cesando de abundar en asuntos tales como los violines de Cremona o la diferencia que media entre un Stradivarius y un Amati. En cuanto a mí, no abrí la boca, ya que el tiempo melancólico y el asunto fúnebre que nos solicitaba no eran a propósito para levantarle a uno el ánimo.
-Parece usted tener el pensamiento muy lejos del caso que se trae entre manos -dije al cabo, interrumpiendo la cháchara musical de Holmes.
-Faltan datos -repuso-. Es un error capital precipitarse a edificar teorías cuando no se halla aún reunida toda la evidencia, porque suele salir entonces el juicio combado según los caprichos de la suposición primera.
-Los datos no van a hacerse esperar -observé, extendiendo el índice-; esta calle es la de Brixton y aquélla la casa, a lo que parece.
-En efecto. ¡Pare, cochero, pare!
Unas cien yardas nos separaban todavía de nuestro destino, pese a lo cual Holmes porfió en apearse del coche y hacer andando lo que restaba de camino.
El número tres de Lauriston Gardens ofreció un aspecto entre amenazador y siniestro. Formaba parte de un grupo de cuatro inmuebles sitos algo a trasmano de la carretera, dos de ellos habitados y vacíos los restantes. Las fachadas de estos últimos estaban guarnecidas de tres melancólicas hileras de ventanas, tan polvorientas y cegadas que no habría resultado fácil distinguir unas de otras a no ser porque, de trecho en trecho, podía verse, como una catarata crecida en la oquedad de un ojo, el cartel de «Se alquila». Unos jardincillos salpicados de cierta vegetación anémica y escasa ponían tierra entre la calle y los portales, a los que se accedía por unos senderos estrechos, compuestos de una sustancia amarillenta que parecía ser mezcla de arcilla y grava. La lluvia caída durante la noche había convertido el paraje en un barrizal. El jardín se hallaba ceñido por un muro de ladrillo, de tres pies de altura y somero remate de madera; sobre este cercado o empalizada descansaba su macicez un guardia, rodeado de un pequeño grupo de curiosos, quienes, castigando inútilmente la vista y el cuello, hacían lo imposible por alcanzar el interior del recinto.
Yo había imaginado que Sherlock Holmes entraría de galope en el edificio para aplicarse sin un momento de pérdida al estudio de aquel misterio. Nada más lejos, aparentemente, de su propósito. Con un aire negligente que, dadas las circunstancias, rayaba en la afectación, recorrió varias veces, despacioso, el largo de la carretera, lanzando miradas un tanto ausentes al suelo, el cielo, las casas fronteras y la valla de madera. Acabado que hubo semejante examen, se dio a seguir palmo a palmo el sendero, o mejor dicho, el borde de hierba que flanqueaba el sendero, fijos los ojos en tierra. Dos veces se detuvo y una de ellas le vi sonreírse, a la par que de sus labios escapaba un murmullo de satisfacción. Se apreciaban sobre el suelo arcilloso varias improntas de pasos; pero como quiera que la policía había estado yendo y viniendo, no alcanzaba yo a comprender de qué utilidad podían resultar tales huellas a mi amigo. Con todo, en vista de las extraordinarias pruebas de facultad perceptiva que poco antes me había dado, no me cabía la menor duda de que a sus ojos se hallaban presentes muchos más indicios que a los míos.
En la puerta nos tropezamos a un hombre alto y pálido, de cabellera casi blanca por lo rubia, el cual, apenas vernos -llevaba en la mano un cuaderno de notas-, se precipitó hacia Sherlock Holmes, asiendo efusivamente su diestra.
-¡Le agradezco que haya venido! -dijo-. Todo está como lo encontré..
-Excepto eso -repuso Holmes señalando el sendero-. Una manada de búfalos no habría obrado mayor confusión. Aunque sin duda supongo, Gregson, que ya tenía usted hecha una composición de lugar cuando permitió semejante estropicio.
-La tarea del interior de la casa no me ha dejado sosiego para nada -dijo evasivamente el detective-. Mi colega el señor Lestrade se encuentra aquí. A él había confiado mirar por las demás cosas.
Holmes dirigió los ojos hacia mí y enarcó sardónico las cejas.
-Con dos tipos como usted y Lestrade en la brecha, no sé qué va a pintar aquí una tercera persona -repuso. Halagado, Gregson frotó una mano contra la otra.
-Creo que hemos hecho todo lo hacedero -dijo-; aunque, tratándose de un caso extraño, imaginé que le interesaría echar un vistazo.
-¿Se llegó usted aquí en coche? -preguntó Sherlock Holmes.
-No.
-¿Tampoco Lestrade?
-Tampoco.
-Vamos entonces a dar una vuelta por la habitación.
Tras este extemporáneo enunciado, entró en la casa seguido de Gregson, en cuyo rostro se dibujaba la más completa sorpresa.
Un corto pasillo, polvoriento y con el entarimado desnudo, conducía a la cocina y demás dependencias. Dos puertas se abrían a sendos lados. Una llevaba, evidentemente, varias semanas cerrada. La otra daba al comedor, escenario del misterioso hecho ocurrido. Allí se dirigió Holmes, y yo detrás de él, presa el corazón del cauteloso sentimiento que siempre inspira la muerte.
Se trataba de una gran pieza cuadrada cuyo tamaño aparecía magnificado por la absoluta ausencia de muebles. Un papel vulgar y chillón ornaba los tabiques, enmohecido a trechos y deteriorado de manera que las tiras desgarradas y colgantes dejaban de vez en cuando al desnudo el rancio yeso subyacente. Frente por frente de la puerta había una ostentosa chimenea, rematada por una repisa que quería figurar mármol blanco. A uno de los lados de la repisa se erguía el muñón rojo de una vela de cera. Sólo una ventana se abría en aquellos muros, tan sucia que la luz por ella filtrada, tenue e incierta, daba a todo un tinte grisáceo, intensificado por la espesa capa de polvo que cubría la estancia.
De estos detalles que aquí pongo me percaté más tarde. Por lo pronto mi atención se vio solicitada por la triste, solitaria e inmóvil figura que yacía extendida sobre el entarimado, fijos los ojos inexpresivos y ciegos en el techo sin color. Se trataba de un hombre de cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años, de talla mediana, ancho de hombros, rizado el hirsuto pelo negro, y barba corta y áspera. Gastaba levita y chaleco de grueso velarte, pantalones claros, y puños y cuello de camisa inmaculados. A su lado, en el suelo, se destacaba la silueta de una pulcra y bien cepillada chistera. Los puños cerrados, los brazos abiertos y la postura de las piernas, trabadas una con otra, sugerían un trance mortal de peculiar dureza. Sobre el rostro hierático había dibujado un gesto de horror, y, según me pareció, de odio, un odio jamás visto en ninguna otra parte. Esta contorsión maligna y terrible, en complicidad con la estrechez de la frente, la chatedad de la nariz y el prognatismo pronunciado daban al hombre muerto un aire simiesco, tanto mayor cuanto que aparecía el cuerpo retorcido y en insólita posición. He contemplado la muerte bajo diversas apariencias, todas, sin embargo, más tranquilizadoras que la ofrecida por esa siniestra y oscura habitación a orillas de la cual discurría una de las grandes arterias del Londres suburbial.
Lestrade, flaco y con su aire de animal de presa, estaba en pie junto al umbral, desde donde nos dio la bienvenida a mi amigo y a mí.
-Este caso va a traer cola -observó-. No se le compara ni uno sólo de los que he visto antes, y llevo tiempo en el oficio.
-¿Alguna pista? -dijo Gregson.
-En absoluto -repuso Lestrade.
Sherlock Holmes se aproximó al cuerpo, e hincándose de rodillas lo examinó cuidadosamente.
-¿Están seguros de que no tiene ninguna herida? -inquirió al tiempo que señalaba una serie de manchas y salpicaduras de sangre en torno al cadáver.
-¡Desde luego! -clamaron los detectives.
-Entonces, cae de por sí que esta sangre pertenece a un segundo individuo... Al asesino, en el supuesto de que se haya perpetrado un asesinato. Me vienen a las mientes ciertas semejanzas de este caso con el de la muerte de Van Jansen, en Utrecht, allá por el año treinta y cuatro. ¿Recuerda usted aquel suceso, Gregson?
-No.
-No deje entonces de acudir a los archivos. Nada hay nuevo bajo el sol... Cada acto o cada cosa tiene un precedente en el pasado.
Al tiempo sus ágiles dedos volaban de un lado para otro, palpando, presionando, desabrochando, examinando, mientras podía apreciarse en los ojos esa expresión remota a la que antes he aludido. Tan presto llegó el reconocimiento a término, que nadie hubiera podido adivinar su exactitud exquisita. La operación de aplicar la nariz a los labios del difunto, y una ojeada a las botas de charol, pusieron el punto final.
-Me dicen que el cuerpo no ha sido desplazado -señaló interrogativamente.
-Lo mínimo necesario para el fin de nuestras pesquisas.
-Pueden llevarlo ya al depósito de cadáveres -dijo Holmes-. Aquí no hay nada más que hacer.
Gregson disponía de una camilla y cuatro hombres. A su llamada penetraron en la habitación, y el extraño fue aupado del suelo y conducido fuera. Cuando lo alzaban se oyó el tintineo de un anillo, que rodó sobre el pavimento. Lestrade, tras haberse hecho con la alhaja, le dirigió una mirada llena de confusión.
-En la habitación ha estado una mujer -observó-. Este anillo de boda pertenece a una mujer...
Y mientras así decía, nos mostraba en la palma de la mano el objeto hallado. Hicimos corro en torno a él y echamos una ojeada. Saltaba a la vista que el escueto aro de oro había adornado un día la mano de una novia.
-Se nos complica el asunto -dijo Gregson-. ¡Y sabe Dios que no era antes sencillo!
-¿Está usted seguro de que no se simplifica? -repuso Holmes-. Veamos, no va a progresar usted mucho con esa mirada de pasmo..., ¿encontraron algo en los bolsillos del muerto?
-Está todo allí -dijo Gregson señalando unos cuantos objetos reunidos en montón sobre uno de los primeros peldaños de la escalera-. Un reloj de oro, número noventa y siete ciento sesenta y tres, de la casa Barraud de Londres. Una cadena de lo mismo, muy maciza y pesada. Un anillo, también de oro, que ostenta el emblema de la masonería. Un alfiler de oro cuyo remate figura la cabeza de un bulldog, con dos rubíes a modo de ojos. Tarjetero de piel de Rusia con unas cartulinas a nombre de Enoch J. Drebber de Cleveland, título que corresponde a las iniciales E. J. D. bordadas en la ropa blanca. No hay monedero, aunque sí dinero suelto por un montante de siete libras trece chelines. Una edición de bolsillo del Decamerón de Boccaccio con el nombre de Joseph Stangerson escrito en la guarda. Dos cartas, dirigida una a E. J. Drebber, y a Joseph Stangerson la otra.
-¿Y la dirección?
-American Exchange, Strand, donde debían permanecer hasta su oportuna solicitación. Proceden ambas de la Guion Steamship Company, y tratan de la zarpa de sus buques desde Liverpool. A la vista está que este desgraciado se disponía a volver a Nueva York.
-¿Ha averiguado usted algo sobre el tal Stangerson?
-Inicié las diligencias de inmediato -dijo Gregson-. He puesto anuncios en todos los periódicos, y uno de mis hombres se halla destacado en el American Exchange, de donde no ha vuelto aún.
-¿Han establecido contacto con Cleveland?
-Esta mañana, por telegrama.
-¿Cómo lo redactaron?
-Tras hacer una relación detallada de lo sucedido, solicitamos cuanta información pudiera sernos útil.
-¿Hizo hincapié en algún punto que le pareciese de especial importancia?
-Pedí informes acerca de Stangerson.
-¿Nada más? ¿No existe para usted ningún detalle capital sobre el que repose el misterio de este asunto? ¿No telegrafiará de nuevo?
-He dicho cuanto tenía que decir -repuso Gregson con el tono de amor propio ofendido.
Sherlock Holmes rió para sí, y parecía presto a una observación, cuando Lestrade, ocupado durante el interrogatorio en examinar la habitación delantera, hizo acto de presencia, frotándose las manos con mucha fachenda.
-El señor Gregson -dijo-, acaba de encontrar algo de suma importancia, algo que se nos habría escapado si no llega a darme por explorar atentamente las paredes.
Brillaban como brasas los ojos del hombrecillo, a duras penas capaz de contener la euforia en él despertada por ese tanto de ventaja obtenido sobre su rival.
-Síganme -dijo volviendo a la habitación, menos sombría desde el momento en que había sido retirado su lívido inquilino-. ¡Ahora, aguarden!
Encendió un fósforo frotándolo contra la suela de la bota, y lo acostó a guisa de antorcha a la pared.
-¡Vean ustedes! -exclamó, triunfante.
He dicho antes que el papel colgaba en andrajos aquí y allá. Justo donde arrojaba ahora el fósforo su luz, una gran tira se había desprendido del soporte, descubriendo un parche cuadrado de tosco revoco. De lado a lado podía leerse, garrapateada en rojo sangriento, la siguiente palabra:
RACHE
-¿Qué les parece? -clamó el detective alargando la mano con desparpajo de farandulero-. Por hallarse estos trazos en la esquina más oscura de la habitación nadie les había echado el ojo antes. El asesino o la asesina los plasmó con su propia sangre. Observen esa gota que se ha escurrido pared abajo... En fin, queda excluida la hipótesis del suicidio. ¿Por qué hubo de ser escrito el mensaje precisamente en el rincón? Ya he dado con la causa. Reparen en la vela que está sobre la repisa. Se encontraba entonces encendida, resultando de ahí una claridad mayor en la esquina que en el resto de la pieza.
-Muy bien. ¿Y qué conclusiones saca de este hallazgo suyo? -preguntó Gregson en tono despectivo.
-Escuche: el autor del escrito, hombre o mujer, iba a completar la palabra «Rachel» cuando se vio impedido de hacerlo. No le quepa duda que una vez desentrañado el caso saldrá a relucir una dama, de nombre, precisamente... ¡Sí, ría cuanto quiera, señor Holmes, mas no olvide, por listo que sea, que después de habladas y pensadas las cosas, no resta mejor método que el del viejo perro de rastreo!
-Le ruego que me perdone -repuso mi compañero, quien había excitado la cólera del hombrecillo con un súbito acceso de risa-. Sin duda corresponde a usted el mérito de haber descubierto antes que nadie la inscripción, debida, según usted afirma, a la mano de uno de los actores de este drama. No me ha dado lugar aún a examinar la habitación, cosa a la que ahora procederé con su permiso.
Esto dicho, desenterró de su bolsillo una cinta métrica y una lupa, de grueso cristal y redonda armadura. Pertrechado 'con semejantes herramientas, se aprestó después a una silenciosa exploración de la pieza, deteniéndose unas veces, arrodillándose otras, llegando incluso a ponerse de bruces en el suelo en determinada ocasión. Tan absorto se hallaba por la tarea, que parecía haber olvidado nuestra presencia, estableciendo consigo mismo un diálogo compuesto de un pintoresco conjunto de exclamaciones, gruñidos, susurros y ligeros gritos de triunfo y ánimo, emitidos en ininterrumpida sucesión. Imposible era, frente a parejo espectáculo, no darse a pensar en un sabueso bien entrenado y de pura sangre en persecución de su presa, ora haciendo camino, ora deshaciendo lo andado, anhelante siempre hasta el hallazgo del rastro perdido. Más de veinte minutos duraron las pesquisas, en el curso de las cuales fueron medidas con precisión matemática distancias entre marcas para mí invisibles, o aplicada la cinta métrica, repentinamente, y de forma igualmente inalcanzable, a los muros de la habitación. En cierto sitio reunió Holmes un montoncito de polvo gris y lo guardó en un sobre. Finalmente, aplicó al ojo la lupa y sometió cada una de las palabras escritas con sangre a un circunstanciadísimo examen. Hecho lo cual, debió dar las pesquisas por terminadas, ya que fueron lupa y cinta devueltos a sus primitivos lugares.
-Se ha dicho que el genio se caracteriza por su infinita sensibilidad para el detalle -observó con una sonrisa-. La definición es muy mala, pero rige en lo tocante al oficio detectivesco.
Gregson y Lestrade habían seguido las maniobras de su compañero amateur con notable curiosidad y un punto de desdén. Evidentemente ignoraban aún, como yo había ignorado hasta poco antes, que los más insignificantes ademanes de Sherlock Holmes iban enderezados siempre a un fin práctico y definido.
-¿Cuál es su dictamen? -inquirieron a coro.
-¿Me creen capaz de menoscabar su mérito, osando iluminarles sobre el caso? -repuso mi amigo-. Están ustedes llevándolo muy diestramente, y sería pena inmiscuirse.
No necesito decir la hiriente ironía de estas palabras.
-Si tienen ustedes en lo sucesivo la bondad de confiarme la naturaleza de sus investigaciones -prosiguió-, me placerá ayudarles en la medida de mis fuerzas. Entre tanto sería conveniente cruzar unas palabras con el policía que halló el cadáver. ¿Podría saber su nombre y dirección?
Lestrade consultó un libro de notas.
-John Rance -dijo-. Está ahora fuera de servicio. Puede encontrarle en el cuarenta y seis de Audley Court, Kennington Park Gate.
Holmes tomó nota de la dirección.
-Venga, doctor -añadió-; vayamos a echar un vistazo a nuestro hombre... En cuanto a ustedes -dijo volviéndose hacia los policías-, les haré saber algo que acaso sea de su incumbencia. Existe un asesinato, cometido, para más señas, por un hombre. Mide más de uno ochenta, se halla en la flor de la vida, tiene pie pequeño para su altura, llevaba a la sazón unas botas bastas de punta cuadrada y estaba fumando un cigarro puro tipo Trichinopoly. Llegó aquí con su víctima en un carruaje de cuatro ruedas, tirado por un caballo con tres cascos viejos y uno nuevo, el de la pata delantera derecha; probablemente el asesino es de faz rubicunda, y ostenta en la mano diestra unas uñas de peculiar longitud. No son muchos los datos, aunque pueden resultar de alguna ayuda.
Lestrade y Gregson intercambiaron una sonrisa de incredulidad.
-Suponiendo que se haya producido un asesinato, ¿cómo llegó a ser ejecutado? -preguntó el primero.
-Veneno -repuso cortante Sherlock Holmes, y se dirigió hacia la puerta-. Otra cosa, Lestrade -añadió antes de salir-. «Rache» es palabra alemana que significa «Venganza», de modo que no pierda el tiempo buscando a una dama de ese nombre.
Disparada la última andanada dejó la habitación, y con ella a los dos boquiabiertos rivales.
4. El informe de John Rance
A la una de la tarde abandonamos el número tres de Lauriston Gardens. Sherlock Holmes me condujo hasta la oficina de telégrafos más próxima, donde despachó una larga nota. Después llamó a un coche de alquiler, y dio al conductor la dirección que poco antes nos había facilitado Lestrade.
-La mejor evidencia es la que se obtiene de primera mano -observó mi amigo-; yo tengo hecha ya una composición de lugar, y aún así no desdeño ningún nuevo dato, por menudo que parezca.
-Me asombra usted, Holmes -dije-. Por descontado, no está usted tan seguro como parece de los particulares que enumeró hace un rato.
-No existe posibilidad de error -contestó-. Nada más llegado eché de ver dos surcos que un carruaje había dejado sobre el barro, a orillas de la acera. Como desde hace una semana, y hasta ayer noche, no ha caído una gota de lluvia, era fuerza que esas dos profundas rodadas se hubieran producido justo por entonces, esto es, ya anochecido. También aprecié pisadas de caballo, las correspondientes a uno de los cascos más nítidas que las de los otros tres restantes, prueba de que el animal había sido herrado recientemente. En fin, si el coche estuvo allí después de comenzada la lluvia, pero ya no estaba -al menos tal asegura Gregson- por la mañana, se sigue que hizo acto de presencia durante la noche, y que, por tanto, trajo a la casa a nuestros dos individuos.
-De momento, sea... -repuse-; ¿pero cómo se explica que obre en su conocimiento la estatura del otro hombre?
-Es claro; en nueve de cada diez casos, la altura de un individuo está en consonancia con el largor de su zancada. El cálculo no presenta dificultades, aunque tampoco es cuestión de que le aburra ahora a usted dándole pormenores. Las huellas visibles en la arcilla del exterior y el polvo del interior me permitieron estimar el espacio existente entre paso y paso. Otra oportunidad se me ofreció para poner a prueba esta primera conjetura... Cuando un hombre escribe sobre una pared, alarga la mano, por instinto, a la altura de sus ojos. Las palabras que hemos encontrado se hallaban a más de seis pies del suelo. Como ve, se trata de un juego de niños.
-¿Y la edad?
-Un tipo que de una zancada se planta a cuatro pies y medio de donde estaba, anda todavía bastante terne. En el sendero del jardín vi un charco de semejante anchura con dos clases de huellas: las de las botas de charol, que lo habían bordeado, y las de las botas de puntera cuadrada, que habían pasado por encima. Aquí no hay misterios. Me limito a aplicar a la vida ordinaria los preceptos sobre observación y deducción que usted pudo leer en aquel articulo. ¿Tiene alguna otra curiosidad?
-La longitud de las uñas y la marca del tabaco -dije.
-La inscripción de la pared fue efectuada con la uña del dedo índice, untada en sangre. A través de la lupa acerté a observar que el estuco se hallaba algo rayado, prueba de que la uña no había sido recortada. Recogí una muestra de la ceniza esparcida por el suelo. Era oscura, y como formando escamas: este residuo sólo lo produce un cigarro tipo Trichinopoly. He leído estudios sobre la ceniza del tabaco, llegando a escribir incluso un trabajo científico. Me precio de poder distinguir todas las marcas de puro o cigarrillo no más que echando un vistazo a sus restos quemados. En detalles como éste se diferencia el detective hábil de los practicones al estilo de Lestrade o Gregson.
-¿Y la faz rubicunda? -pregunté.
-Ésa ha sido una conjetura un tanto aventurada, aunque no dudo de su verdad. De momento, permítame callar semejante punto.
Me pasé la mano por la frente.
-Siento como si fuera a estallarme la cabeza... -observé-. Cuanto más cavilo sobre el asunto, más enigmático se me antoja. ¿Cómo diablos entraron los dos hombres -supuesto que fuesen dos- en la casa vacía? ¿Qué ha sido del cochero que los llevó hasta ella? ¿De qué expediente usó uno de los individuos para que engullera el otro el veneno? ¿De dónde procede la sangre? ¿Cuál pudo ser el objeto del asesinato, si descartamos el robo? ¿Por qué conducto llegó el anillo de la mujer hasta la casa? Ante todo, ¿a santo de qué se puso a escribir el segundo hombre la palabra alemana «RACHE» antes de levantar el vuelo? Me reconozco incapaz de poner en armonía tantos hechos contradictorios.
Mi compañero sonrió con gesto aprobatorio.
-Ha resumido usted los aspectos problemáticos del caso de forma sucinta e inteligente -dijo-. Resta aún mucho por ser elucidado, aunque tengo ya pronto un veredicto sobre los puntos clave. En lo referente al descubrimiento de ese infeliz de Lestrade, se trata no más que de una añagaza para situar a la policía sobre una pista falsa, insinuándole historias de socialismo y sociedades secretas. Mas no hay alemanes por medio. La «A», fíjese bien, estaba escrita con caligrafía un poco gótica. Ahora bien, los alemanes de veras emplean siempre los caracteres latinos, de donde cabe afirmar que nos hallamos frente a un burdo imitador empeñado en exagerar un tanto su papel. Existía el propósito de conducir la investigación fuera de su curso adecuado. De momento, no más aclaraciones, doctor; como usted sabe, los adivinadores malogran su magia al desvelar el artificio que hay detrás de ella, y si continúo explicándole mi método va a llegar a la conclusión de que soy un tipo vulgar, después de todo.
-Puede usted tener la seguridad de lo contrario -repuse-; ha traído la investigación detectivesca a un grado de exactitud científica que jamás volverá a ser visto en el mundo.
Un puro rubor de satisfacción encendió el rostro de mi compañero ante semejantes palabras y el tono de verdad con que estaban dichas. Había ya observado que era tan sensible el halago en lo atañadero a su arte, como pueda serlo cualquier muchachita respecto de su belleza física.
-Otra cosa voy a confiarle -dijo-. El que gastaba bota acharolada, y su acompañante, el de las botas de puntera cuadrada, llegaron en el mismo coche de alquiler e hicieron el sendero juntos y en buena amistad, probablemente cogidos del brazo. Una vez dentro, recorrieron varias veces la habitación -mejor dicho, las botas de charol permanecieron fijas en un punto mientras las otras medían sucesivamente la estancia-. Estos hechos se hallaban escritos en el polvo; pude apreciar también que el individuo en movimiento fue dejándose ganar por el nerviosismo. La longitud creciente de sus pasos lo demuestra. En ningún instante dejó de hablar, al tiempo que su furia, sin duda, iba en aumento. Entonces ocurrió la tragedia. Dispone usted ya de todos los datos ciertos, puesto que los restantes entran en el campo de la conjetura. Nuestra base de partida, sin embargo, no es mala. ¡Ahora, apresurémonos! ¡No quiero dejar de asistir esta tarde al concierto que en el Hall da Norman Neruda!
Esta conversación tuvo lugar mientras el carruaje hilaba su camino por una infinita sucesión de sucias calles y tristes pasadizos. Llegados éramos al más sucio y triste de todos, cuando el cochero detuvo de pronto su vehículo.
-Ahí está Audley Court -explicó, señalando una grieta o corredor abierto en el frontero muro de ladrillos-. De vuelta, me hallarán en el mismo lugar.
Audley Court no era un paraje placentero. Calle adelante desembocamos en un patio cuadrangular, tendido de losas y con sórdidas construcciones a los lados. Allí, entre grupos de chiquillos mugrientos, y sorteando las cuerdas empavesadas de ropa puesta a secar, llegamos a nuestro paradero, la puerta del número 45, guarnecida de una pequeña placa de bronce que ostentaba el nombre de «Rance». Fuimos enterados de que el policía estaba en la cama, y hubimos de aguardarlo en una breve pieza que a la entrada hacía las veces de sala de recibir.
Al fin apareció el hombre, un tanto enfadado, según se echaba de ver, por la súbita interrupción de su sueño.
-Ya he presentado mi informe en la comisaría -dijo. Holmes enterró la mano en el bolsillo, sacó medio soberano, y se puso a juguetear con él despaciosamente. -Resulta que nos gustaría oírlo repetido de sus propios labios -afirmó.
-Estoy a su completa disposición -repuso entonces el policía, súbitamente fascinado por el pequeño disco de oro. -Diga no más, como le venga a las mientes, lo que usted presenció.
Rance tomó asiento en el sofá de crin y contrajo las cejas, en la actitud de quien se concentra para poner toda su alma en una empresa.
-Ahí va la historia entera -dijo-. Mi ronda dura desde las diez de la noche a las seis de la madrugada. A las once hubo trifulca en «El Ciervo Blanco», pero, fuera de eso, no se produjo otra novedad durante el tiempo de servicio. A la una, cuando comenzaban a caer las primeras gotas, me tropecé en la esquina de Henrietta Street a Harry Murcher -el que tiene a su cargo la vigilancia de Holland Grove-, y allí estuvimos de palique un buen rato. Hacia las dos -o quizá un poco más tarde- me puse otra vez en movimiento para ver si todo seguía en orden en Brixton Road. Ni un susurro se oía en la calle enfangada... Tampoco se me echó a la cara persona viviente, aunque me rebasaron uno o dos coches. Seguí mi marcha, pensando, dicho sea entre nosotros, en lo bien que me vendría un vaso de ginebra calentita, de los de a cuatro, cuando súbitamente percibí un rayo de luz filtrándose por una de las ventanas de la casa en cuestión. Ahora bien, yo sabía que esas dos casas de Lauriston Gardens estaban deshabitadas con motivo de unos desagües que el dueño se negaba a reponer, siendo así que el último inquilino había muerto de unas tifoideas. Me dejó un tanto patitieso aquella luz, y sospeché de inmediato alguna irregularidad. Alcanzada la puerta...
-Se detuvo usted, y retrocedió después hasta la cancela del jardín -interrumpió mi compañero-. ¿Por qué?
Rance se sobrecogió todo, fijos los maravillados ojos en Sherlock Holmes.
-¡Cierto, señor! -dijo-, aunque el diablo me confunda si llego a saber alguna vez cómo lo ha adivinado usted. En fin, ganada la puerta, me pareció aquello tan silencioso y solitario que consideré oportuno agenciarme antes la ayuda de otra persona. No hay bicho de carne y hueso que me asuste, pero me dio por imaginar que a lo mejor el difunto de las fiebres tifoideas andaba revolviendo en los desagües para ver qué se lo había llevado al otro mundo. Esta idea me produjo como un cosquilleo, y viré hasta la puerta del jardín, desde donde no se oteaba rastro de la linterna de Murcher ni de persona alguna.
-¿No había nadie en la calle?
-Nadie, señor, ni tan siquiera un perro se echaba de ver... Hice entonces de tripas corazón, volví sobre mis pasos y empujé la puerta. Adentro no encontré novedad, sólo una luz brillando en la habitación. Se trataba de una vela colocada encima de la repisa de la chimenea, una vela roja, por cuyo resplandor yo...
-Sí, sé ya todo lo que usted vio. Dio varias vueltas por la pieza, y después se hincó de rodillas junto al cadáver, y después caminó en derechura a la puerta de la cocina, y después...
John Race se puso en pie de un salto, pintado el susto en la cara y con una expresión de desconfianza en los ojos. -¿Desde dónde estuvo espiándome? -exclamó-. Me da en la nariz que sabe usted mucho más de lo que debiera. Soltando una carcajada, arrojó Holmes su tarjeta sobre la mesa.
-¡No se le ocurra arrestarme por asesinato! -dijo-. Soy de la jauría, no la pieza perseguida. El señor Gregson o el señor Lestrade pueden atestiguarlo. Ahora, adelante. ¿Qué ocurrió a continuación?
Rance volvió a sentarse, sin que desapareciera empero de su rostro la expresión de desconfianza.
-Volví a la cancela e hice sonar mi silbato. A la llamada acudieron Murcher y otros dos compañeros.
-¿Seguía la calle despejada de gente?
-De gente útil, sí.
-¿Qué quiere usted decir?
La boca del policía se distendió en una amplia sonrisa.
-Llevo vistos muchos hombres en mi vida -adujo-, aunque todos se me antojan sobrios al lado de aquel tipo. Estaba junto a la cancela cuando salí de la casa, apoyado en la verja y gritando a los cuatro vientos una canción que se titula Columbine's New-fangled Banner, o cosa por el estilo. No se aguantaba en pie. ¡Bonita ayuda iba a prestarme!
-Descríbame al hombre -dijo Sherlock Holmes.
Esta reiterada digresión pareció irritar un tanto a Rance.
-¡Un borracho muy peculiar! -prosiguió-. A no ser el momento que era, habría acabado en la comisaría.
-Su rostro, sus ropas... ¿Reparó en ellas? -atajó Holmes impaciente.
-¿Cómo no, si hubimos de sentarlo, para que no se cayera, entre Murcher y yo? Era un tipo largo, de mejillas rojas, con la parte inferior de la cara embozada...
-Basta con eso -exclamó Holmes-. ¿Qué fue del hombre?
-¡Pues no teníamos poco que hacer, para cuidar encima de él! -repuso el policía en tono ofendido-. Estese tranquilo: habrá sabido volver solito a su casa.
-¿Cómo iba vestido?
-Con un abrigo marrón.
-¿Sostenía un látigo en la mano?
-¿Un látigo? No...
-No lo llevaba consigo esta segunda vez... -murmuró mi compañero-. ¿Oyó usted o pudo ver al cabo de un rato, un coche de caballos?
-No.
-Ea, es dueño usted de medio soberano -dijo mi compañero, poniéndose en pie y recogiendo su sombrero-. Temo, Rance, que no le aguarda un futuro brillante en el Cuerpo. La cabeza de usted no debiera ser sólo de adorno. Pudo haber ganado ayer noche los galones de sargento. El hombre que sostuvo en sus brazos encierra la solución de este misterio, y constituye el principal objeto de nuestras pesquisas. No es momento de que demos más vueltas al asunto... Confórmese con mi palabra. Andando, doctor...
Enfilamos el camino de vuelta al coche, dejando a nuestro informador indeciso entre la incredulidad y la pena.
-¡Valiente idiota! ¡Pensar que ha desperdiciado una de esas oportunidades que sólo se presentan una vez en un millón!
-Yo estoy aún a oscuras. La descripción del hombre coincide con sus presunciones acerca del segundo actor de este drama, pero... ¿por qué hubo de volver a la casa? No suelen conducirse así los criminales.
-El anillo, amigo mío, el anillo; he ahí la causa de su retorno. Si no se nos presenta otro medio de echar el lazo al criminal, podemos aún probar suerte con el anillo. Voy a atraparlo, doctor; le apuesto a usted dos a uno que no se me va de las manos. Por cierto, gracias. A no ser por su insistencia, me habría perdido el caso más bonito de todos cuantos se me han presentado. Podríamos llamarlo estudio en escarlata... ¿Por qué no emplear por una vez una jerga pintoresca? Existe una roja hebra criminal en la madeja incolora de la vida, y nuestra misión consiste en desenredarla, aislarla, y poner al descubierto sus más insignificantes sinuosidades. Ahora a comer, y después a oír a Norman Neruda. Maneja el dedo y pulsa la cuerda de modo admirable... ¿Cuál esa melodía de Chopin que interpreta tan maravillosamente? Tra-lala-Lara-lira-lei.
Y el sabueso amateur, recostado en su asiento, siguió lanzando trinos, en tanto meditaba yo sobre los arcanos del alma humana.
5. Nuestro anuncio atrae aun visitante
Con el excesivo ajetreo de la jornada se resintió mi no fuerte salud, y por la tarde estaba agotado. Después que Holmes hubo partido al concierto, busqué el sofá para descabezar allí dos horas de sueño. Vano intento. Tras todo lo ocurrido, no cesaban de cruzar por mi agitada imaginación las más insólitas conjeturas y fantasías. Apenas cerrados los ojos veía delante de mí el descompuesto semblante, la traza simiesca del hombre asesinado. Tan sobrecogedora era la impresión suscitada por ese rostro que, aun sin quererlo, sentía un impulso de gratitud hacia la mano anónima que había obrado su extrañamiento de este mundo. Nunca se ha plasmado el vicio con elocuencia tan repugnante como la manifestada por las facciones de Enoch J. Drebber, avecindado en Cleveland. Naturalmente, no desconocía que la ley tiene también sus imperativos y que la depravación de la víctima no constituye motivo de disculpa para el criminal.
Cuanto más cavilaba sobre lo acontecido, tanto más extraordinaria se me volvía la hipótesis de mi compañero acerca de una muerte por envenenamiento. Recordaba ahora su gesto de aplicar la nariz a los labios del interfecto, y no dudaba en atribuirlo a alguna razón de peso. Pero descartado el veneno, ¿a qué causa remitirse, si no se apreciaban heridas ni huellas de estrangulamiento? Y además, ¿a quién demonios pertenecía la sangre, profusamente esparcida por el suelo? No existían señales de lucha, ni se había encontrado junto al cuerpo ningún arma de que pudiera servirse el agredido para atacar a su ofensor. ¡Duro trabajo el de conciliar el sueño, para Holmes no menos que para mí, en medio de tanto interrogante sin respuesta! Sólo de una secreta y satisfactoria explicación de los hechos, una explicación que aún no se me alcanzaba, podía dimanar, según me lo parecía a mí entonces, la serena y segura actitud de Holmes.
Éste volvió tarde, mucho más de lo que el concierto exigía. La cena estaba ya servida.
-¡Soberbio recital! -comentó mientras tomaba asiento-. ¿Recuerda usted lo que Darwin ha dicho acerca de la música? En su opinión, la facultad de producir y apreciar una armonía data en la raza humana de mayor antigüedad que el uso del lenguaje. Acaso sea ésta la causa de que influya en nosotros de forma tan sutil. Perviven en nuestras almas recuerdos borrosos de aquellos siglos en que el mundo se hallaba aún en su niñez...
-No me parece la idea muy estricta -apunté.
-Las ideas sobre la naturaleza han de ser tan holgadas como la naturaleza misma. ¿Cómo podría de otra manera ser ésta interpretada? A propósito -prosiguió-, su aspecto no es el de siempre. Se conoce que el asunto de Brixton Road le tiene a usted trastornado.
-No voy a decirle que no -repuse-. Y el caso es que con la experiencia de Afganistán debiera haberme curtido un poco. He visto a camaradas hechos picadillo en Maiwand sin conmoverme de este modo.
-Me hago cargo. Este asunto está envuelto en un misterio que estimula la imaginación; sin la imaginación no existe el miedo. ¿Ha leído usted el periódico de esta tarde?
-No.
-Rinde cumplida cuenta de lo sucedido, quitando que, al ser aupado el cuerpo, rodó un anillo de compromiso por el suelo. No es inoportuno el olvido.
-Explíqueme eso.
-Eche un vistazo a este anuncio -repuso-. He enviado por la mañana uno idéntico a cada periódico, inmediatamente después de ocurrida la cosa.
Me hizo llegar el periódico desde el otro lado de la mesa, y yo busqué con los ojos el lugar señalado. Ocupaba el mensaje la cabeza de la columna destinada a «Hallazgos».
«Esta mañana», decía, «ha sido encontrado un anillo de compromiso, en oro de ley, en el tramo de Brixton Road comprendido entre la taberna de "El Ciervo Blanco" y Holand Grove. Dirigirse al Doctor Watson, 221 B, Baker Street, de ocho a nueve de la noche.»
-Disculpe que haya utilizado su nombre -prosiguió-, pero el mío habría sido visto por alguno de estos badulaques, siempre prontos a meter las narices donde no les llaman.
-Eso no importa -repuse-. Importa más que no tengo el anillo.
-¡Claro que lo tiene! -exclamó, entregándome uno-. Para el caso es lo mismo, casi un facsímil.
-¿Y quién cree usted que contestará al anuncio?
-Naturalmente el tipo de abrigo marrón, nuestro amigo de rostro congestionado y botas con puntera cuadrada. Si no se presenta él personalmente, enviará a un cómplice.
-¿No se le antoja la maniobra demasiado peligrosa?
-En absoluto. Si estoy en lo cierto, y todo indica que tal es el caso, el hombre que nos preocupa sacrificaría cualquier cosa por no perder el anillo. Sospecho que se le cayó al suelo cuando se inclinaba sobre el cadáver, y que al pronto no lo echó en falta. Después de abandonar la casa y descubrir su pérdida, dio presurosa marcha atrás, pero la Policía había sido atraída ya a causa de la vela, que tontamente había dejado encendida. Se fingió borracho para despejar las sospechas acaso despertadas por su presencia en la cancela. Ahora, póngase en el pellejo de nuestro personaje. Revisando el caso, le habrá dado por pensar que el extravío ha podido producirse en la calle, fuera ya de la casa. ¿Qué hacer entonces? Sin duda ha consultado afanosamente los periódicos de la tarde, en la esperanza de hallar razón del objeto perdido. Mi anuncio no ha podido escapar a su atención. Estará ahora felicitándose de su suerte. ¿Por qué recelar una trampa? Desde su punto de vista, ninguna relación puede establecerse entre el hallazgo del anillo y el asesinato. Es probable que venga..., mejor aún, es inevitable. Aquí le tendremos antes de una hora.
-¿Y después? -dije.
-Déjelo de mi cuenta... ¿Dispone usted de algún arma?
-Mi viejo revólver de soldado y unos cuantos cartuchos. -Pues ya está usted limpiando ese revólver y poniendo los cartuchos en la recámara. Nuestro visitante es un hombre desesperado, sin nada que perder; acaso no baste el cogerlo desprevenido.
Fui a mi alcoba e hice lo que se me había aconsejado. Cuando volví con la pistola estaba ya la mesa despejada y Holmes, como otras veces, mataba el tiempo arañando las cuerdas de su violín.
-Cada vez es más espesa la maraña -observó al verme entrar-. Acabo de recibir desde América contestación a mi telegrama, y resulta que me hallaba en lo cierto.
-Explíquese -pedí entonces, impaciente.
-Este violín requiere cuerdas nuevas -dijo evasivamente Holmes-. En fin, métase la pistola en el bolsillo, y cuando se nos presente aquí ese pájaro, háblele sosegadamente. Yo me ocupo del resto. Evite las miradas insistentes, no vaya a despertar en él sospechas.
-Son en este instante exactamente las ocho -comenté, mirando el reloj.
-Estará probablemente aquí pasados unos minutos. Deje la puerta entreabierta. Así... Ahora, introduzca la llave por la parte de dentro. ¡Gracias! Encontré ayer esta rareza en un puesto de libros de lance... Se trata de De Jure ínter Gentes impreso en latín por una casa de Lieja, en los Países Bajos, allá por el año 1642. La cabeza del rey Carlos no había rodado aún por el cadalso cuando este pequeño volumen de tejuelos marrones vio la luz.
-¿Quién es el impresor?
-Philippe de Croy, o quien quiera que sea. En la guarda, con tinta casi borrada por los años, está escrita la leyenda «Ex libris Gulielmi Whyte». Me pregunto quién será el tal Willam Whyte. Probablemente un pragmático del XVII, como se echa de ver por el estilo abogadesco de su prosa. ¡Pero he aquí a nuestro hombre, según creo!
En ese instante se oyó en la entrada un fuerte campanillazo. Sherlock Holmes se incorporó suavemente y puso su silla frontera a la puerta. Oímos los pasos de la criada a través del vestíbulo, y después el ruido seco del picaporte al ser accionado.
-¿Vive aquí el doctor Watson? -preguntó una voz clara aunque más bien áspera.
No pudimos escuchar la respuesta de la sirviente, pero la puerta se cerró, siguiendo a ese ruido el de unos pasos escaleras arriba. Se apoyaban los pies sobre el suelo indecisamente, como arrastrándose. A medida que estas señales llegaban a mi compañero, una expresión de sorpresa iba pintándose en su rostro. Vino a continuación la penosa travesía del pasillo, y por fin unos débiles golpe de nudillos sobre la puerta.
-¡Adelante! -exclamé.
A mi convocatoria, en vez de la fiera humana que esperábamos, acudió renqueando una anciana y decrépita mujer. Pareció deslumbrada por el súbito destello de luz, y tras esbozar una reverencia, permaneció inmóvil, parpadeando en dirección nuestra mientras sus dedos se agitaban nerviosos e inseguros en la faltriquera. Miró a mi amigo, cuyo semblante había adquirido tal expresión de desconsuelo que a poco más pierdo la compostura y rompo a reír.
El vejestorio desenterró de sus ropas un periódico de la tarde y señaló nuestro anuncio.
-Aquí me tienen en busca de lo mío, caballeros -dijo improvisando otra reverencia-; un anillo de compromiso perdido en Brixton Road. Pertenece a mi Sally, casada hace doce meses con un hombre que trabaja como camarero en un barco de la Unión. ¡No quiero ni decirles lo que pasaría si a la vuelta ve a su mujer sin el anillo! ¡Es de natural irascible, y de malísimas pulgas cuando le da a la botella! Sin ir más lejos ayer fue mi niña al circo...
-¿Es éste el anillo? -pregunté.
-¡El Señor sea alabado! -exclamó la mujer-. Feliz noche le aguarda hoy a Sally... Éste es el anillo.
-¿Tendría la bondad de darme su dirección? -inquirí, tomando un lápiz.
-Duncan Street 13, Houndsditch. Muy a desmano de aquí.
-La calle Brixton no queda entre Houndsditch y circo alguno -terció entonces Sherlock Holmes, cortante.
La anciana dio media vuelta, mirándole vivamente con sus ojillos enrojecidos.
-El caballero pedía razón de mis señas -dijo-. Sally vive en el 3 de Mayfield Place, Peckham.
-¿Su apellido es..?
-Mi apellido es Sawyer, y el de ella Dennis, Dennis por Tom Dennis, su marido, un chico apañadito mientras está navegando -los jefes, por cierto, lo traen en palmitas-, pero no tanto en tierra, a causa de las mujeres y los bares...
-Aquí tiene usted el anillo, señora Sawyer -interrumpí de acuerdo con una seña de mi compañero-; no dudo que pertenece a su hija, y me complace devolverlo a su legítimo dueño.
Con mucho sahumerio de bendiciones, y haciendo protestas de gratitud, aquella ruina se embolsó el anillo, deslizándose después escaleras abajo. En ese mismo instante Sherlock Holmes saltó literalmente de su asiento y acudió veloz a su cuarto. Transcurridos apenas unos segundos apareció envuelto en un abrigo largo y amplio, de los llamados Ulster, y vestido el cuello con una bufanda.
-Voy a seguirla -me espetó a bocajarro-; se trata sin duda de un cómplice que nos conducirá hasta nuestro hombre. ¡Aguarde aquí mi vuelta!
Apenas si la puerta principal se había cerrado tras el paso de nuestra visitante, cuando Holmes se precipitó escaleras abajo. A través de la ventana pude observar a la vieja caminando penosamente a lo largo de la acera opuesta, mientras mi amigo la perseguía a una prudencial distancia.
-O es todo un disparate -pensé-, o esta mujer le llevará a la entraña del misterio.
No necesitaba Holmes haberme dicho que le aguardara en pie, puesto que jamás habría podido conciliar el sueño hasta conocer el desenlace de la aventura.
Holmes había partido al filo de las nueve. No teniendo noción de cuando volvería, decidí matar el tiempo aspirando estúpidamente el humo de mi pipa mientras fingía leer la Vie de Bohème de Henri Murger. Dieron las diez y oí los pasos de la sirviente camino de su dormitorio. Sonaron las once, y el más cadencioso taconeo del ama de llaves cruzó delante de mi puerta, en dirección también a la cama. Serían casi las doce cuando llegó a mis oídos el ruido seco del picaporte de la entrada. Ver a mi amigo y adivinar que no le había asistido el éxito fue todo uno. La pena y el buen humor parecían disputarse en él la preeminencia, hasta que de pronto llevó el segundo la mejor parte y Holmes dejó escapar una franca carcajada.
-¡Por nada del mundo permitiría que la Scotland Yard llegase a saber lo ocurrido! -exclamó, derrumbándose en su butaca-. He hecho tanta burla de ellos que no cesarían de recordármelo hasta el fin de mis días. Sí, me río porque adivino que a la larga me saldré con la mía.
-¿Qué hay? -pregunté.
-Le contaré un descalabro. Escuche: la vieja había caminado un trecho cuando comenzó a cojear, dando muestras de tener los pies baldados. Al fin se detuvo e hizo señas a un coche de punto. Acorté la distancia con el propósito de oír la dirección señalada al cochero, aunque por las voces de la vieja, bastantes a derribar una muralla, bien pudiera haber excusado tanta cautela. «¡Lléveme al 13 de Duncan Street, Houndsditch», chilló. «¿Habrá dicho antes la verdad?», pensé entonces para mí, y viéndola ya dentro del vehículo, me enganché a la trasera de éste. Se trata el último, por cierto, de un arte que todo detective debiera dominar. En fin, nos pusimos en movimiento, sin que una sola vez aminoraran los caballos su marcha hasta la calle en cuestión. Antes de alcanzada la decimotercera puerta desmonté e hice lo que quedaba de camino a pie, más bien despacio, como un paseante cualquiera. Vi detenerse el coche. Su conductor saltó del pescante y fue a abrir una de sus portezuelas, donde permaneció un rato a la espera. Nadie asomó la cabeza. Cuando llegué allí estaba el hombre palpando el interior de la cabina con aire de pasmo, al tiempo que adornaba su cólera con el más florido rosario de improperios que jamás haya escuchado. No había trazas del pasajero, quien según creo va a demorar no poco rato el importe de la carrera. Al preguntar en el número 13, supe que se hallaba ocupado por un respetable industrial de papeles pintados, de nombre Keswick, y que ninguna persona apellidada Sawyer o Dennis había sido vista en el referido inmueble.
-¿Pretende usted decirme -repuse asombrado-, que esa vieja y vacilante anciana ha sido capaz de saltar del coche en marcha sin que usted o el piloto se apercibieran de ello?
-¡Dios confunda a la vieja! -dijo con mucho énfasis Sherlock Holmes-. ¡Viejas nosotros, y viejas burladas! ¡Ha debido tratarse de un hombre joven y vigoroso, amén de excelente actor! Su caracterización ha sido inmejorable. Observó sin duda que estaba siendo perseguido, y se las compuso para darme esquinazo. Ello demuestra que el sujeto tras el cual nos afanamos no se halla tan desasistido como yo pensaba, y que cuenta con amigos dispuestos a jugarse algo por él. Bueno, doctor, parece usted agotado... Siga mi consejo y acuéstese.
Me encontraba en verdad al límite de mis fuerzas, de modo que di por buena aquella invitación. Dejé a Holmes sentado frente al fuego en brasas, y, muy entrada ya la noche, pude oír los suaves y melancólicos gemidos de su violín, señal de que se hallaba el músico meditando sobre el extraño problema pendiente todavía de explicación.
6. Tobías Gregson en acción
Al día siguiente sólo tenía la prensa palabras para «El misterio de Brixton», según fue bautizado aquel suceso. Tras hacer una detallada relación de lo ocurrido, algún periódico le dedicaba además el artículo de fondo. Vine así al conocimiento de puntos para mí inéditos. Conservo todavía en mi libro de recortes numerosos extractos y fragmentos relativos al caso. He aquí una muestra de ellos:
El Daily Telegraph señalaba que en la historia del crimen difícilmente podría hallarse un episodio rodeado de circunstancias más desconcertantes. El nombre alemán de la víctima, la ausencia de móviles, y la siniestra inscripción sobre el muro, apuntaban conjuntamente hacia un ajuste de cuentas entre refugiados políticos o elementos revolucionarios. Los socialistas tenían varias ramificaciones en América, y el interfecto había violado sin duda las reglas tácitas del juego, siendo por ese motivo rastreado hasta Londres. Tras traer un tanto extemporáneamente a colación a la Vehmgericht, el aqua tofana, los Carbonari, a la marquesa de Brinvilliers, la teoría darwiniana, los principios de Malthus, y el asesinato de la carretera de Ratcliff, el autor del artículo remataba su perorata con una admonición al gobierno y la recomendación de que los extranjeros residentes en Inglaterra fuesen vigilados más de cerca.
Al Standard todo se le volvía decir que esta clase de crímenes tendían a cundir bajo los gobiernos liberales. Estaba su causa en el soliviantamiento de las masas y la consiguiente debilitación de la autoridad. El finado era de hecho un caballero americano que llevaba residiendo algunas semanas en la metrópoli. Se había alojado en la pensión de madame Charpentier, en Torquay Terrace, Camberwell. El señor Joseph Stangerson, su secretario particular, le acompañaba en sus viajes. El martes día 4 habían partido los dos hacia Euston Station con el manifiesto propósito de coger el expreso de Liverpool. No existían dudas sobre su presencia conjunta en uno de los andenes de la estación. Aquí se extraviaba el rastro de ambos caballeros hasta el ya referido hallazgo del cadáver del señor Drebber en la casa vacía de Brixton Road, a muchas millas de distancia de Euston. Cómo pudo la víctima alcanzar el escenario del crimen y hallar la muerte, eran interrogantes aún abiertos. Acerca del paradero del señor Stangerson no se sabía absolutamente nada. Por fortuna incumbía al señor Lestrade y al señor Gregson, de Scotland Yard, la investigación del caso, sobre cuyo esclarecimiento, dada la conocida pericia de ambos inspectores, cabría esperar pronto noticias.
Según el Daily News, el crimen no podía ser sino político. El ejercicio despótico del poder y el odio al liberalismo, propios de los gobiernos continentales, arrojaban hacia nuestras costas a muchos hombres que acaso fueran excelentes ciudadanos a no hallarse su espíritu estragado por el recuerdo de los padecimientos sufridos. Entre estas gentes regía un puntilloso código de honor cuyo incumplimiento se castigaba con la muerte. No debía excusarse ningún esfuerzo en la búsqueda del secretario, Stangerson, ni en la investigación de algunos puntos concernientes a los hábitos de vida del interfecto. De gran importancia resultaba sin duda el descubrimiento de la casa donde éste se había hospedado, hazaña imputable enteramente a la perspicacia y energía del señor Gregson, de la Scotland Yard.
Sherlock Holmes y yo repasamos estas noticias durante el desayuno, con gran regocijo por parte de mi amigo.
-Ya le dije que, independientemente de cómo discurriera esta historia, los laureles serían al foral para Gregson y Lestrade.
-Según qué visos tome la cosa.
-¡Da lo mismo, bendito de Dios! Si nuestro hombre resulta atrapado, lo habrá sido en razón de sus esfuerzos; si por el contrario escapa, lo hará pese a ellos. Ocurra una cosa o la opuesta, llevan las de ganar... Un sot trouve toujours un plus sot qui l'admire.
-¿Qué demonios sucede? -exclamé yo, pues se había producido de pronto, en el vestíbulo primero y después en las escaleras, un gran estrépito de pasos, acompañados de audibles muestras de disgusto por parte del ama de llaves.
-Va usted a conocer el ejército de policías que tengo a mi servicio en Baker Street -repuso gravemente mi compañero, y en ese momento se precipitaron en la habitación media docena de los más costrosos pilluelos que nunca haya acertado a ver.
-¡Fiiirmés! -gritó Holmes con bronca voz, y los seis perdidos se alinearon enhiestos y horribles como seis esfinges de quincallería.
-De aquí en adelante -prosiguió Holmes-, será Wiggins quien suba a darme el parte, y vosotros os quedaréis abajo. ¿Ha habido suerte, Wiggins?
-No, patrón, todavía no -dijo uno de los jóvenes.
-En verdad, no esperaba otra cosa. Sin embargo, perseverad. Aquí tenéis vuestro jornal.
Dio a cada uno un chelín.
-Largo, y no se os ocurra volver la próxima vez sin alguna noticia.
Agitó la mano, y los seis chicos se precipitaron como ratas escaleras abajo. Un instante después, la calle resonaba con sus agudos chillidos.
-Cunde más uno de estos piojosos que doce hombres de la fuerza regular -observó Holmes-. Basta que un funcionario parezca serlo, para que la gente se llene de reserva. Por el contrario, mis peones tienen acceso a cualquier sitio, y no hay palabra o consigna que no oigan. Son además vivos como ardillas; perfectos policías a poco que uno dirija sus acciones.
-¿Les ha puesto usted a trabajar en el asunto de la calle Brixton? -pregunté.
-Sí: hay un punto que me urge dilucidar. No es sino cuestión de tiempo. ¡Ahora prepárese a recibir nuevas noticias, probablemente con su poco de veneno, porque ahí viene Gregson más hueco que un pavo! Imagino que se dirige a nuestro portal. Sí, acaba de detenerse. ¡En efecto, tenemos visita!
Se oyó un violento campanillazo y un instante después las zancadas del rubicundo detective, quien salvando los escalones de tres en tres, se plantó de sopetón en la sala.
-Querido colega, ¡felicíteme! -gritó sacudiendo la mano inerte de Holmes-. He dejado el asunto tan claro como el día.
Me pareció como si una sombra de inquietud cruzara por el expresivo rostro de mi compañero.
-¿Quiere usted decirme que está en la verdadera pista? -¡Pista..! ¡Tenemos al pájaro en la jaula!
-¿Cómo se llama?
-Arthur Charpentier, alférez de la Armada Británica -exclamó pomposamente Gregson juntando sus mantecosas manos e inflando el pecho.
Sherlock Holmes dejó escapar un suspiro de alivio, iluminado el semblante por una sonrisa.
-Tome asiento, caramba, y saboree uno de estos puros -dijo-. Ardemos en curiosidad por saber cómo ha resuelto el caso. ¿Le apetecería un poco de whisky con agua?
-No voy a decirle que no -repuso el detective-. La tensión formidable a que me he visto sometido estos últimos días ha concluido por agotarme. No se trata tanto, compréndame, del esfuerzo físico como del constante ejercicio de la inteligencia. Sabrá apreciarlo, amigo mío, porque los dos nos ganamos la vida a fuerza de sesos.
-Me abruma usted -repuso Holmes con mucha solemnidad-. Ahora, relátenos cómo llevó a término esta importante investigación.
El detective se instaló en la butaca y aspiró complacido el humo de su cigarro. De pronto pareció ganarle un recuerdo en extremo hilarante, y dándose una palmada en el muslo, dijo:
-Lo bueno del caso, es que ese infeliz de Lestrade, que se cree tan listo, ha seguido desde él principio una pista equivocada. Anda a la caza de Stangerson, el secretario, no más culpable de asesinato que usted o que yo. Quizá lo tenga ya bajo arresto.
Semejante idea abrió de nuevo en Gregson la compuerta de la risa, tanta que a poco más se ahoga.
-¿Y de qué manera dio usted con la clave?
-Se lo diré, aunque ha de quedar la cosa, como usted, doctor Watson, sin duda comprenderá, exclusivamente entre nosotros. Primero era obligado averiguar los antecedentes americanos del difunto. Ciertas personas habrían aguardado a que sus solicitudes encontrasen respuesta, o espontáneamente suministrasen información las distintas partes interesadas. Mas no es éste el estilo de Tobías Gregson. ¿Recuerda el sombrero que encontramos junto al muerto?
-Sí -dijo Holmes-; llevaba la marca John Underwood and Sons, 129, Camberwell Road. -
Gregson pareció al punto desarbolado.
-No sospechaba que lo hubiese' usted advertido -dijo-. ¿Ha estado en la sombrerería?
-No.
-Pues sepa usted -repuso con voz otra vez firme-, que no debe desdeñarse ningún indicio, por pequeño que parezca.
-Para un espíritu superior nada es pequeño -observó Holmes sentenciosamente.
-Bien, me llegué a ese Underwood, y le pregunté si había vendido un sombrero semejante en hechura y aspecto al de la víctima. En efecto, consultó los libros y de inmediato dio con la respuesta. Había sido enviado el sombrero a nombre del señor Drebber, residente en la pensión Charpentier, Torquay Terrace. Así supe la dirección del muerto.
-Hábil... ¡Muy hábil! -murmuró Sherlock Holmes.
-A continuación pregunté por madame Charpentier -prosiguió el detective-. Estaba pálida y parecía preocupada. Su hija, una muchacha de belleza notable, dicho sea de paso, se hallaba con ella en la habitación; tenía los ojos enrojecidos, y cuando le interpelé sus labios comenzaron a temblar. Tomé buena nota de ello. Empezaba a olerme la cosa a chamusquina. Conoce usted por experiencia, señor Holmes, la sensación que invade a un detective cuando al fin se halla en buen camino. Es un hormigueo muy especial.
»-¿Está usted enterada de la misteriosa muerte de su último inquilino, el señor Enoch J. Drebber, de Cleveland? -pregunté.
»La madre asintió, incapaz de decir palabra. La muchacha rompió a llorar. Tuve más que nunca la sensación de que aquella gente no era ajena a lo ocurrido.
»-¿A qué hora partió el señor Drebber hacia la estación? -añadí.
»-A las ocho -contestó ella, tragando saliva para dominar el nerviosismo-. Su secretario, el señor Stangerson, dijo que había dos trenes, uno a las 9,15 y otro a las 11. Tenía pensado coger el primero.
»-¿Y no volvió a verlo?
»Una mutación terrible se produjo en el semblante de la mujer. Sus facciones adquirieron palidez extraordinaria. Pasaron varios segundos antes de que pudiera articular la palabra "no", y aun entonces fue ésta pronunciada en tono brusco, poco natural.
»Se hizo el silencio, roto al cabo por la voz firme y tranquila de la muchacha.
»-A nada, madre, conduce el mentir -dijo-. Seamos sinceras con este caballero. Vimos de nuevo al señor Drebber.
»-¡Dios sea misericordioso!- gritó la madre echando los brazos a lo alto y dejándose caer en la butaca-. ¡Acabas de asesinar a tu hermano!
»-Arthur preferiría siempre que dijésemos la verdad- repuso enérgica la joven.
»-Será mejor que hablen por lo derecho -tercié yo-. Con las medias palabras no se adelanta nada. Además, ignoran ustedes hasta dónde llega nuestro conocimiento del caso.
»-¡Tú lo has querido, Alice!- exclamó la madre, y volviéndose hacia mí, añadió-: No le ocultaré nada, señor. No atribuya mi agitación a temor sobre la parte desempeñada por mi hijo en este terrible asunto. Es absolutamente inocente. Me asusta tan sólo que a los ojos de usted o de los demás pueda parecer que le toca alguna culpa. Mas ello no es ciertamente concebible. Sus altas prendas morales, su profesión, sus antecedentes, constituyen garantía bastante.
»-Sólo puede prestarle ayuda declarando la verdad -contesté-. Si su hijo es inocente, se beneficiará de ella.
»-Quizá, Alice, sea conveniente que nos dejes solos -apuntó la mujer, y su hija abandonó el cuarto-. Bien, señor, prosiguió-, no tenía intención de hacerle semejantes confidencias, pero dado que mi niña le ha desvelado lo ocurrido, no me queda otra alternativa. Se lo relataré todo sin omitir detalle.
»-El señor Drebber ha permanecido con nosotros cerca de tres semanas. Él y su secretario, el señor Stangerson, volvían de un viaje por el continente. Sus baúles ostentaban unas etiquetas con el nombre de "Copenhagen", señal de que había sido éste su último apeadero. Stangerson era hombre pacífico y retraído: siento tener que dar muy distinta cuenta de su patrón, agresivo y de maneras toscas. La misma noche de su llegada el alcohol acentuó tales rasgos. No recuerdo, de hecho, haberlo visto nunca sobrio después de las doce del mediodía. Con el servicio se concedía licencias intolerables. Peor aún, pronto hizo extensiva a mi hija tan reprobable actitud, llegando a permitirse una serie de insinuaciones que afortunadamente ella es demasiado inocente para comprender. En cierta ocasión la tomó en sus brazos y la apretó contra sí, arrebato cobarde que su mismo secretario no pudo por menos de echarle en cara.
»-¿Por qué toleró esos desmanes tanto tiempo? -repuse-: ¿Acaso no está usted en el derecho de deshacerse de sus huéspedes, llegado el caso?
»-La señora Charpentier se ruborizó ante mi pertinente pregunta.« ¡Válgame Dios, ojalá lo hubiera despedido el día mismo de su llegada!", dijo. "Pero la tentación era viva. Me pagaba una libra por cabeza y día -lo que hace catorce a la semana-, y estamos en la temporada baja. Soy viuda, con un hijo en la Armada que me ha costado por demás. Me afligía la idea de desaprovechar ese dinero. Hice lo que me dictaba la conciencia. Lo último acaecido rebasaba el límite de lo tolerable y conminé a mi huésped para que abandonara la casa. Fue ése el motivo de su marcha."
»-Prosiga.
»-Cuando lo vi partir sentí como si me quitaran un peso de encima. Mi hijo se encuentra precisamente ahora de permiso, pero no le dije nada porque es de natural violento y adora a su hermana. Al cerrar la puerta detrás de aquellos hombres respiré tranquila. Sin embargo, no había pasado una hora cuando se oyó un timbrazo y recibí la noticia de que el señor Drebber estaba de vuelta. Daba muestras de gran agitación, extremada, evidentemente, por el alcohol. Se abrió camino hasta la sala que ocupábamos mi hija y yo e hizo algunas incoherentes observaciones acerca del tren, que según él no había podido tomar. Se encaró después con Alice y delante de mis mismísimos ojos le propuso que se fugara con él. "Eres mayor de edad", dijo "y la ley no puede impedirlo. Tengo dinero abundante. Olvida ala vieja y vente conmigo. Vivirás como una princesa." La pobre chiquilla estaba tan asustada que quiso huir, pero aquel salvaje la sujetó por la muñeca e intentó arrastrarla hasta la puerta. Dio un grito que atrajo de inmediato a mi hijo Arthur. Desconozco lo que ocurrió después. Oí juramentos y los ruidos confusos de una pelea. Mi miedo era tanto que no me atrevía a levantar la cabeza. Cuando al fin alcé los ojos, Arthur estaba en el umbral riendo y con un bastón en la mano. "No creo que este tipo vuelva a molestarnos", dijo. "Iré detrás suyo para ver qué hace." A continuación, llegaba la noticia de la muerte del señor Drebber.
»El relato de la señora Charpentier fue entrecortado y dificultoso. A ratos hablaba tan quedo que apenas se alcanzaba a oír lo que decía. Hice sin embargo un rápido resumen escrito de cuanto iba relatando, de modo que no pudiese existir posibilidad de error.
-Apasionante -observó Sherlock Holmes con un bostezo-. ¿Qué ocurrió después?
-Concluida la declaración de la señora Charpentier -repuso el detective-, eché de ver que todo el caso reposaba sobre un solo punto. Fijando en ella la mirada de una forma que siempre he hallado efectiva con las mujeres, le pregunté a qué hora había vuelto su hijo.
»-¿No lo sabe?
»-No..., dispone de una llave y entra y sale cuando quiere.
»-¿Había vuelto cuando fue usted a la cama?
»-No.
»-¿Cuándo se acostó?
»-Hacia las once.
»-¿De modo que su hijo ya llevaba fuera más de dos horas?
»-Sí.
»-¿Quizá cuatro o cinco?
»-Sí.
»-¿Qué estuvo haciendo durante ese tiempo?
»-Lo ignoro -repuso ella palideciendo intensamente.
»Por supuesto, estaba todo dicho. Adivinado el paradero del teniente Charpentier, me hice acompañar de dos oficiales y arresté al sospechoso. Cuando posé la mano sobre su hombro conminándole a que se entregase sin resistencia, contestó insolente: "Imagino que estoy siendo arrestado por complicidad en el asesinato de ese miserable de Drebber." Nada le habíamos dicho sobre el caso, de modo que semejante comentario da mucho que pensar.
-Mucho -repuso Holmes.
-Aún portaba el grueso bastón que su madre afirma haberle visto cuando salió en persecución de Drebber. Se trata de una auténtica tranca de roble.
-En resumen, ¿cuál es su teoría?
-Bien, mi teoría es que siguió a Drebber hasta la calle Brixton. Allí se produjo una disputa entre los dos hombres, en el curso de la cual Drebber recibió un golpe de bastón, en la boca del estómago quizá, bastante a producirle la muerte sin la aparición de ninguna huella visible. Estaba la noche muy mala y la calle desierta, de modo que Charpentier pudo arrastrar el cuerpo de su víctima hasta el interior de la casa vacía. La vela, la sangre, la inscripción sobre la pared, el anillo, son probablemente pistas falsas con que se ha querido confundir a la Policía.
-¡Magnífico! -dijo Holmes en un tono alentador-. Realmente, progresa deprisa. ¡Acabaremos por hacer carrera de usted!
-Me precio de haber realizado un buen trabajo -contestó envanecido el detective-. El joven ha declarado que siguió un trecho el rastro de Drebber, hasta que éste, viéndose acechado, montó en un coche de punto. De vuelta a casa se tropezó a un antiguo camarada de a bordo, y los dos dieron un largo paseo. No ha sabido sin embargo decirme a satisfacción dónde se aloja este segundo individuo. Opino que las piezas encajan con pulcritud. Me divierte sobre todo pensar en las inútiles idas y venidas de Lestrade. Temo que le valgan de poco. ¡Pero caramba, aquí lo tenemos!
Sí, era Lestrade, que había subido las escaleras mientras hablábamos, y entraba ahora en la habitación. Eché sin embargo en falta la viveza y desenvoltura propios de su porte. Traía el semblante oscurecido, y hasta en la vestimenta se percibía un vago desaliño. Había venido evidentemente con el propósito de asesorarse cerca de Sherlock Holmes, porque la vista de su colega pareció turbarle. Permaneció todo confuso en el centro de la estancia, manoseando nerviosamente su sombrero y sin saber qué hacer.
-Se trata -dijo por fin- del más extraordinario, incomprensible asunto que nunca me haya echado en cara.
-¿Usted cree, señor Lestrade? -exclamó Gregson con voz triunfante-. Sabía que no podría ser otra su conclusión. ¿Qué hay del secretario, el señor Stangerson?
-El secretario, el señor Joseph Stangerson -repuso Lestrade gravemente-, ha sido asesinado hacia las seis de esta mañana, en el Private Hotel de Halliday.
7. Luz en la oscuridad
El calibre y carácter inesperado de la nueva noticia eran tales que quedamos todos sumidos en un gran estupor. Gregson saltó de su butaca derramando el whisky y el agua que aún no había tenido tiempo de ingerir. Yo miré en silencio a Sherlock Holmes, cuyos labios permanecían apretados y crispadas las cejas sobre entrambos ojos.
-¡También Stangerson! -murmuró-. El asunto se complica.
-No era antes sencillo -gruñó Lestrade allegándose una silla-. Por cierto, me da en la nariz que he interrumpido una especie de consejo de guerra.
-¿Está usted seguro de la noticia? -balbució Gregson.
-Vengo derecho de la habitación donde ha ocurrido el percance -repuso-. He sido precisamente yo el primero en descubrirlo.
-Gregson acaba de explicarnos qué piensa del caso -observó Holmes-. ¿Tendría usted inconveniente en relatarnos lo que por su cuenta ha hecho o visto?
-Ninguno -dijo Lestrade tomando asiento-. Confieso abiertamente que en todo momento creí a Stangerson complicado en la muerte de Drebber. El último suceso demuestra el alcance de mi error. Llevado de él, me puse a investigar el paradero del secretario. Ambos habían sido vistos juntos en Euston Station alrededor de las ocho y media de la tarde del día tres. A las dos de la mañana aparecía el cuerpo de Drebber en la calle Brixton. Era, por tanto, cuestión de averiguar qué había hecho Stangerson entre las ocho y media y la hora del crimen, y hacia dónde conducían sus pasos ulteriores. Despaché un telegrama a Liverpool con la descripción de mi hombre, y la advertencia de que no apartasen un instante los ojos de los barcos con destino a América. A continuación inicié una operación de rastreo por todos los hoteles y pensiones de la zona de Euston. Pensaba que si Drebber y su secretario se habían separado, era natural que el último buscara alojamiento en algún sitio a mano para descolgarse en la estación a la mañana siguiente.
-Habiendo tenido previamente la precaución de acordar con su compañero un posterior punto de encuentro -observó Holmes.
-En efecto. Toda la tarde de ayer se me fue en pesquisas inútiles. Esta mañana me puse a la tarea muy temprano, y a las ocho estaba ya plantado a la puerta del Halliday's Private Hotel, en la calle Little George. Inmediatamente me confirmaron la presencia del señor Stangerson en la lista de huéspedes.
-Sin duda es usted el caballero que estaba esperando -observaron-. Dos días hace que aguarda su visita.
»-¿Cuál es su habitación -inquirí.
»-La del piso de arriba. Desea ser despertado a las nueve.
»Subiré ahora mismo -dije.
»Confiaba que, desconcertado ante mi súbita aparición, dejara escapar quizá una frase comprometedora. El botones se ofreció a conducirme hasta la habitación. Se hallaba en el segundo piso, al cabo de un estrecho pasillo. Me señaló la puerta con un ademán de la mano, y se disponía ya a bajar las escaleras, cuando vi algo que me revolvió el estómago pese a mis veinte años largos de servicio. Por debajo de la puerta salía un pequeño hilo de sangre que, trazando caprichosos meandros a lo largo del pasillo, iba a estancarse contra el zócalo frontero. Di un grito que atrajo al botones. Casi se desmaya al llegar a mi altura. La puerta estaba cerrada por dentro, pero conseguimos quebrantar el pestillo a fuerza de hombros. Debajo de la ventana de la habitación, abierta de par en par, yacía hecho un ovillo y en camisa de dormir el cuerpo de un hombre. Estaba muerto, y desde hacía algún tiempo, según eché de ver por la frialdad y rigidez de sus miembros. Cuando lo volvimos boca arriba el botones reconoció de inmediato al individuo que había alquilado la habitación bajo el nombre de señor Stangerson. Una cuchillada en el costado izquierdo, lo bastante profunda para alcanzar el corazón, daba razón de aquella muerte. Y ahora viene lo más misterioso del asunto. ¿Qué imaginan ustedes que encontré en la pared, encima del cuerpo del asesinado?
Sentí un estremecimiento de todo el cuerpo, y como una aprensión de horror, antes incluso de que Sherlock Holmes hablara.
-La palabra «RACHE», escrita con sangre -dijo.
-Así es -repuso Lestrade en tono de espanto, y permanecimos silenciosos durante un rato.
Había un no sé qué de metódico e incomprensible en las fechorías del anónimo asesino que acrecía la sensación de horror. Mis nervios, bastante templados en el campo de batalla, chirriaban heridos al solo estremecimiento de lo acontecido.
-Nuestro hombre ha sido avistado... -prosiguió Lestrade-. Un repartidor de leche, camino de su tienda, acertó a pasar por la callejuela que arranca de los establos contiguos a la trasera del hotel. Observó que cierta escalera de mano, generalmente tendida en tierra, estaba apoyada contra una de las ventanas del segundo piso, abierta de par en par. Al cabo de un rato volvió la cabeza y vio a un hombre descendiendo por ella. Su actitud era tan abierta y reposada que el chico lo confundió sin más con un carpintero o un operario al servicio del hotel. Nada, excepto lo temprano de la hora, le pareció digno de atención. El chico cree recordar que el hombre era alto, tenía las mejillas congestionadas, e iba envuelto en un abrigo marrón. Hubo de permanecer arriba un rato después del asesinato, ya que hallamos sangre en la jofaina, donde se lavó las manos, y huellas sangrientas también en las sábanas, con las que de propósito enjugó el cuchillo.
Miré a Holmes, impresionado de la semejanza existente entre la descripción del criminal y la adelantada antes por él. La euforia o la vanidad estaban sin embargo ausentes del rostro de mi amigo.
-¿Y no ha encontrado usted en la habitación nada que pudiera conducirnos hasta el asesino? -preguntó.
-En absoluto. Stangerson tenía en el bolsillo el portamonedas de Drebber, cosa por otra parte natural, ya que hacía todos los pagos. Contamos ochenta y tantas libras, las mismas que portaba antes de ser muerto. De los posibles móviles del crimen hay que excluir desde luego el robo. No había en los bolsillos documentos ni anotaciones, fuera de un telegrama fechado en Cleveland un mes antes más o menos, con la siguiente leyenda: «J. H. se encuentra en Europa». El mensaje no traía firma.
-¿Nada más? -insistió Holmes.
-Nada importante. Había sobre la cama una novela que debió leer antes de dormirse, una pipa en una silla adyacente, un vaso de agua posado sobre la mesita de noche, y en el antepecho de la ventana una menuda caja de pomada con dos píldoras dentro.
Sherlock Holmes saltó de su asiento, presa de un júbilo extraordinario.
-¡Me han facilitado ustedes el último eslabón! -exclamó jubiloso-. El caso está cerrado.
Los dos detectives le dirigieron una mirada llena de pasmo.
-Tengo ahora entre las manos -añadió con aplomo mi compañero- los hilos que componen esta complicada madeja. No sabría, ciertamente, dar cuenta de todos los detalles, pero cuanto de importante ha sucedido, desde la separación de Drebber y Stangerson en la estación hasta el descubrimiento del segundo cadáver, se me revela casi con la nitidez de lo efectivamente visto. Les haré una demostración de eso que digo. ¿Podría agenciarse las píldoras?
-Las traigo conmigo -repuso Lestrade dejándonos ver una pequeña caja blanca-; hice acopio de ellas, junto al portamonedas y el telegrama, para ponerlas después a buen recaudo en la comisaría. Están aquí de milagro, ya que no les atribuyo la menor importancia.
-¡Déme esas píldoras! -exclamó Holmes; y a continuación, volviéndose hacia mí, añadió: -Díganos, doctor, ¿son estás comprimidos de uso corriente?
Ciertamente no lo eran. De un gris nacarado, pequeños, redondos, se tornaban casi transparentes vistos al trasluz.
-De su transparencia y ligereza concluyo que son solubles en agua -observé.
-Exactamente -repuso Holmes-. ¿Tendría ahora la bondad de bajar al primer piso y traer a ese pobre terrier hace tiempo enfermo, el que ayer pretendía el ama de llaves que usted librase por fin de tanto sufrimiento?
Descendí al primer piso y tomé al perro en mis brazos. La respiración difícil y la mirada vidriosa anunciaban una muerte próxima. De hecho, por la nieve inmaculada de su hocico, podía colegirse que aquel animal había vivido más de lo que es costumbre en la especie canina. Lo posé sobre un cojín, encima de la alfombra.
-Partiré en dos una de estas píldoras -anunció Holmes, y sacando su cortaplumas hizo verdad lo que había dicho-. Devolveremos la primera mitad a la caja, con el propósito que después se verá. La otra mitad voy a colocarla en esta copa de vino, donde he vertido un poco de agua. Pueden ustedes apreciar que nuestro amigo el doctor llevaba razón, y que la pastilla se disuelve en el líquido.
-No dudo que todo esto es fascinante -terció Lestrade en el tono herido de quien sospecha estar siendo víctima de una broma-; ¿pero qué demonios tiene que ver con la muerte de Joseph Stangerson?
-¡Paciencia, amigo mío, paciencia! Comprobará a su tiempo hasta qué punto no es sólo importante, sino esencial. Bien, ahora añado a la mezcla unas gotas de leche que la hagan sabrosa y se la doy a beber al perro, que no desdeñará el ofrecimiento.
En efecto, el animal apuró con ansiedad el mejunje que, mientras hablaba, había vertido Holmes en un platillo y colocado después delante suyo. La actitud de mi amigo estaba revestida de tal gravedad que todos, impresionados, permanecimos sentados en silencio y con la mirada fija en el perro, a la espera de algún acontecimiento extraordinario. Ninguno se produjo, sin embargo. El terrier permaneció extendido sobre el cojín, batallando por llenar de aire sus pulmones, ni mejor ni peor que antes de la libación.
Holmes había sacado su reloj de bolsillo, y conforme pasaba el tiempo inútilmente, una grandísima desolación se iba apoderando de su semblante. Se mordió los labios, aporreó la mesa con los dedos, y dio otras mil muestras de aguda impaciencia. Tan fuerte era su agitación que sentí auténtica pena, al tiempo que los dos detectives, antes jubilosos que afligidos por el fracaso de que eran testigos, sonreían maliciosamente.
-No puede tratarse de una coincidencia -gritó al fin saltando de su asiento y midiendo la estancia a grandes y frenéticos pasos-; es imposible que sea una pura coincidencia. Las mismas píldoras que deduje en el caso de Drebber aparecen tras la muerte de Stangerson. Y sin embargo son inofensivas. ¿Qué diantre significa ello? Desde luego no cabe que toda mi cadena de inferencias apunte en una falsa dirección. ¡Imposible! Y aún así esta pobre criatura no ha empeorado! ¡Ah, ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!
Con un alarido de perfecta felicidad acudió a la caja, partió la segunda píldora en dos, la disolvió en agua, añadió leche, y ofreció de nuevo la mezcla al terrier. No había tocado casi la lengua del desafortunado animal aquel líquido, cuando una terrible sacudida recorrió todo su cuerpo, rodando después por tierra tan rígido e inerte como si un rayo mortal se hubiera abatido sobre él desde las alturas.
Sherlock Holmes dio un largo suspiro y enjugó el sudor que perlaba su frente.
-Debiera tener más fe -dijo-; ya es tiempo de saber que cuando un hecho semeja oponerse a una apretada sucesión de deducciones, existe siempre otra interpretación que salva la aparente paradoja. De las dos píldoras que hay en este pastillero, una es inofensiva, mientras que su compañera encierra un veneno mortal. Vergüenza me causa no haberlo supuesto apenas vista la caja.
Semejante observación se me antojó gratuita, que difícilmente podía persuadirme de que Holmes la hubiera hecho en serio. Ahí estaba, sin embargo, el perro muerto como testimonio de lo cierto de sus conjeturas. Tuve la sensación de que empezaba a ver más claro, y sentí una suerte de vaga, incipiente percepción de la verdad.
-Todo esto ha de sorprenderles -prosiguió Holmes- por la sencilla razón de que no repararon al principio de la investigación en cierto dato, el único rico en consecuencias. Quiso la suerte que le concediera yo el peso que realmente tenía, y los acontecimientos posteriores no han hecho sino afirmar mi suposición original, de la que realmente se seguían como corolario lógico. Lo que a ustedes se presentaba en tinieblas o dejaba perplejos, señalaba para mí el camino auténtico, esbozado ya en mis primeras conclusiones. No debe confundirse lo insólito con lo misterioso. Cuanto más ordinario un crimen, más misterioso también, ya que estarán ausentes las características o peculiaridades que puedan servir de punto de partida a nuestro razonamiento. El asesinato hubiera resultado infinitamente más difícil de desentrañar si llega a ser descubierto el cadáver en la calle y no acompañado de esos aditamentos sensacionales y outré, los que le conferían, precisamente, un aire peculiar. Los detalles extraordinarios, lejos de estorbar esta investigación, han servido para facilitarla.
El señor Gregson, que había atendido a la alocución dando muestras de considerable impaciencia, no pudo al fin contenerse. -Mire usted, señor Holmes -dijo-, no necesita convencernos de que es usted un tipo listo, ni de que sigue métodos de trabajo muy personales. Sin embargo, no es éste el momento de ponerse a decir sermones o ventear teorías. La cuestión es atrapar al criminal. Hice mi propia composición de lugar, al parecer equivocadamente. El joven Charpentier no ha podido estar complicado en el segundo asesinato. Lestrade ha escogido a Stangerson, enfilando también, por lo que se ve, una ruta desviada. Usted sin embargo, según lo demuestran algunas observaciones aisladas, acumula mayor conocimiento sobre el caso que nosotros, habiendo llegado el momento, creo, de que nos diga de una vez y por lo derecho lo que sabe. ¿Le consta ya el nombre del asesino?
-He de sumarme por fuerza a la petición de Gregson -observó Lestrade-. Ambos hemos hecho cuanto estaba en nuestras manos, y los dos hemos fracasado. Le he oído decir a usted desde que estoy en esta habitación que contaba ya con todos los datos precisos. Espero que no los tenga ocultos por más tiempo.
-Cualquier tardanza en el apresamiento del asesino -tercié yo-, podría darle opción a una nueva atrocidad.
Ante nuestra insistencia, Holmes dio muestras de vacilar. Continuó midiendo el aposento a grandes pasos, con la cabeza hincada en el pecho y las cejas fruncidas, señales que en él denotaban un estado de profunda reflexión.
-No habrá más asesinatos -dijo al fin, parándose en seco y mirándonos a la cara-. Tal posibilidad queda descartada. Me preguntan ustedes si conozco el nombre del asesino. La respuesta es sí. Ello, sin embargo, poco significa comparado con la tarea más complicada de ponerle las manos encima. Espero hacerlo pronto, y a mi manera: pero es asunto delicado, ya que hemos de vérnoslas con un hombre astuto y desesperado al que presta ayuda, como he podido comprobar, un cómplice de prendas no menos formidables. Mientras el asesino desconozca que alguien le sigue la pista, existe la posibilidad de atraparlo: mas en cuanto le asalte la más mínima sospecha cambiará de nombre, perdiéndose sin más entre los cuatro millones de habitantes que pueblan esta gran ciudad. Sin propósito de ofenderles, debo admitir que considero a nuestros rivales de talla excesiva para las fuerzas de la policía, y que ésta ha sido la razón de que no requiera su ayuda. Si fracaso, no dudaré en reconocer el error de esta omisión, mas es riesgo que estoy dispuesto a correr. De momento, sepan ustedes que tan pronto como considere posible transmitirles información sin poner en peligro mis planes, lo haré gustoso.
Gregson y Lestrade quedaron lejos de satisfechos con estas declaraciones y la no muy halagadora alusión al cuerpo de policía. El primero se sonrojó hasta la raíz de sus rubios cabellos, en tanto los ojos de abalorio del otro echaban vivas chispas de inquietud y resentimiento. Ninguno de los dos había tenido tiempo sin embargo de abrir la boca, cuando sonaron unos golpecitos en la puerta y la mínima y poco agraciada persona del joven Wiggins, portavoz de los pilluelos, entró en escena.
-Señor -dijo llevándose la mano a la guedeja que le caía sobre la frente-, tengo ya abajo el coche de caballos.
-Bien hecho, chico -repuso Holmes en tono casi afectuoso. Después, habiendo sacado de un cajón un par de esposas de acero, añadió: -¿Por qué no adoptan este modelo en la Scotland Yard? Observen ustedes la suavidad del resorte. Cierra en un instante.
-También sirven las viejas mientras haya alguien a quien ponérselas -gruñó Lestrade.
-Está bien, está bien -repuso Holmes, sonriendo-. El cochero podría ayudarme a bajar los bultos. Dile que suba, Wiggins.
Me sorprendió ver a mi amigo prepararse a lo que parecía un largo viaje, ya que no me tenía dicho nada sobre su proyecto. Había en la habitación una pequeña maleta que asió enérgicamente y comenzó a sujetar con una correa. En tal manejo se hallaba ocupado cuando hizo acto de presencia el cochero.
-Venga acá, buen hombre -dijo hincando la rodilla en tierra, con la cabeza siempre echada hacia adelante-, y ponga mano a esta hebilla.
El cochero se llegó a él con aire entre arisco y desafiante, y alargó los brazos para auxiliarle en la faena. Entonces se oyó el clic de un resorte, resonaron unos metales, y Sherlock Holmes recuperó rápidamente la posición erecta.
-Señores -exclamó, centelleantes los ojos-, permítanme presentarles al señor Jefferson Hope, el asesino de Enoch Drebber y Joseph Stangerson.
El suceso tuvo lugar en un instante, tan breve que ni tiempo me dio a cobrar conciencia cabal de lo ocurrido. Conservo en la memoria la viva imagen de aquel momento: la expresión de triunfo de Holmes, y la faz furiosa, atónita, del hombre, fijos los ojos en las brillantes esposas que como por arte de encantamiento habían ceñido de pronto sus muñecas. Durante uno o dos segundos pudimos parecer un grupo de estatuas. Entonces el hombre dejó escapar un grito de loco, y desasiéndose de la presa de Holmes impulsó su cuerpo contra la ventana. Maderos y cristales cedieron ante la acometida, mas no había el fugitivo completado aún su propósito cuando Holmes, Lestrade y Gregson hacían de nuevo, al igual que sabuesos, presa en él. Fue arrastrado hacia la habitación, donde se desarrolló una formidable lucha. Tanta era la fuerza y el empeño de nuestro enemigo que varias veces nos vimos frustrados en el intento de inmovilizarlo. Parecía poseído del empuje convulsivo de un hombre al que domina una crisis epiléptica. Cara y manos se hallaban terriblemente laceradas por el cristal de la ventana, mas la pérdida de sangre no le restaba un ápice de fuerza. Hasta que Lestrade consiguió asirlo de la corbata y hacer con ella torniquete, cortándole casi la respiración, no cesó en su resistencia; aun entonces sólo nos sentimos dueños del campo después de haberle atado de pies y manos. Tras ello volvimos a incorporarnos, sin aliento y jadeando.
-Abajo está su coche -dijo Sherlock Holmes-. Nos servirá para conducirlo a Scotland Yard. Y ahora, caballeros -prosiguió con una sonrisa complaciente-, puede decirse que hemos llegado ya al fondo de nuestro pequeño misterio. Háganme cuantas preguntas les ronden por la cabeza, sin temor de que vaya a dejar alguna pendiente.