“Viajar a través de la conciencia ha
sido uno de los experimentos más interesantes ofrecidos al espíritu
humano, que en la exploración del mundo interior halla imágenes y
sombras en que se multiplica su yo esquivo”.
Son palabras de Ricardo Gullón que nos
recuerdan la naturaleza inaprensible del yo y la necesidad de “reducir
el caos a dimensiones portables” por medio de la obra de arte. Esto es
precisamente lo que ha tratado de hacer Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948) en su última novela, El balcón en invierno (Tusquets, 2014), quizá
la mejor de todas las suyas –y una de las mejores escritas en nuestra
lengua- precisamente por esto, porque convierte en arte una honesta
revisión de su infancia y adolescencia, seleccionando esos momentos
fundacionales de su existencia capaces de torcer un destino y que te sacan del alma las verdades más hondas y escondidas. Pues
se trata de un libro de memorias, sin duda, que no excluye una
emocionante revisión de las figuras parentales y un homenaje a la
sufrida generación de la posguerra, pero al mismo tiempo, y mediante una
estructura fragmentaria de saltos temporales, es también una novela de
formación y aprendizaje, del escritor que pasa del caos lector al canon
literario, y un canto a la naturaleza que se convierte en nostalgia de
su infancia y en elegía ante la desaparición del modo de vida campesino
de sus ancestros y a las irrevocables pruebas a que sometió la vida a
sus seres queridos.
Y es que El balcón en invierno cierra
con una perfección insólita en nuestra literatura el ciclo de escritura
de un gran escritor, que fue profesor de literatura en la Escuela de
Arte Dramático de Madrid y en la Universidad de Yale, y que entró en el
mundo literario por la puerta grande con su primera y aplaudidísima
novela Juegos de la edad tardía (1989), Premio Nacional de Narrativa y Premio de la Crítica,
y que causó tanta pasión entre sus lectores que llegaron a crear el
Círculo Cultural Faroni como modo de honrar la fantasía literaria de su
protagonista. Digo que cierra un ciclo, no solo porque el resto de sus
seis novelas publicadas hasta ahora, de un modo u otro, directa o
tangencialmente, remitían a algunos de esos momentos cruciales de su
existencia, que culminaron en su libro Entre líneas: el cuento o la vida,
una franca y perspicaz revisión de esos fragmentos existenciales
imposibles de desoír a la par que una serena revisión de principios
narrativos y una reflexión sobre la escritura, sino porque todo ello
sirve de asiento a El balcón en invierno, que es su culmen y, por qué no, su colofón.
El libro que contiene la memoria emotiva
del autor, su visión del mundo, de la vida propia y la de los suyos,
especialmente la de su padre, el libro que habita el alma de su
escritura porque sella de un modo definitivo su territorio emocional y
literario y porque nos ayuda a entender lo que somos a través de su
pasado, un pasado que, como él mismo señala, no deja nunca de pasar.
Incluso cierra un ciclo porque representa ese punto de inflexión del
escritor en el momento en que, tras la mirada lúcida al pasado personal y
literario desde un balcón simbólico, se pregunta si ha merecido la pena
sustituir la acción, la vida, por la escritura, y descubre que ha
llegado la hora de dar el salto definitivo hacia la escritura honesta,
franca y luminosa que desoiga las palabras que suenen falsas y artificiosas, y todo oficio que no vaya acompañado por el espíritu de invención y riesgo, alejándose de toda clase de baratijas sentimentales y ya cansado de
los trucos retóricos, de las frases bien hechas, de las expectativas
bien urdidas, de las penosas dudas hamletianas ante un adjetivo o ante
el cierre de un párrafo. Como consecuencia de todo ello, El balcón en invierno se
convierte en la extracción de la piedra de la sabiduría, que representa
ese punto en el que la franca introspección halla el secreto de lo que
se es, resuelve el enigma de la propia existencia y clava en el corazón
de la escritura su sentido, esa verdad que siempre busca el héroe de la
novela contemporánea y que no todos los escritores son capaces de
descubrir en sus obras –Kafka, por ejemplo, incapaz de hallar un sentido
a su novela América, decidió abandonar su escritura- y que Landero encuentra sin duda aquí, de un modo definitivo y, por qué no, ejemplar.
Porque ejemplar es su irrenunciable amor
a la palabra verdadera, que nace de la audaz combinación de juego y
oficio y del manantial de la intuición. Y de una emoción, contenida
siempre, y por tanto con una carga superior de transmisión de empatía.
Esta emoción vívida y sin desbordamientos bebe del carácter imaginario
de la memoria y de la certeza de que contar la vida propia sería una
empresa tediosa si no se organizara con armonía en torno a un argumento.
Su argumento son piezas fragmentarias, como hemos dicho, que giran en
torno a un suceso trascendental en su vida, el de la muerte de su padre
cuando el autor contaba dieciséis años, estas líneas, deudoras, como todo lo que he escrito en mi vida, de aquella tarde incesante de mayo.
Esa experiencia crucial, mezcla de culpa insuperable, es el motor de su
escritura, que demanda para ella su parcela de cauterización de las
heridas del pasado y, como él mismo escribía en Entre líneas: el cuento o la vida, que acaba por ser, después de la tormenta, una reparación de daños. Pero
la escritura es también para Landero una manera de fijar lo vivido e
impedir que se pierda del todo. Y en este sentido, aplica su finísima
percepción sensorial a la reconstrucción sinestésica de su pasado,
porque un olor es suficiente para reconstruir el reino perdido de la infancia (Entre líneas), aunque en esta novela la magdalena proustiana sean los sonidos, la banda sonora de la memoria:
una atmósfera excelentemente reconstruida a partir de los sonidos: la
tricotosa en la que trabajaban su madre y sus hermanas cuando
abandonaron el pueblo para vivir en el barrio madrileño de la
Prosperidad; y el de la garrota del padre sobre la percha, el sonido más triste del mundo para un muchacho asustado ante la autoridad paterna y su obsesión por convertirle en un hombre de provecho.
Múltiples oficios harían poco tediosa, y
triste, la adolescencia del escritor hasta llegar a convertirse en una
imagen más o menos cercana a lo que su padre deseaba para él. Pero los
capítulos dedicados a su proceso de formación como escritor son una
buena muestra de lo que las palabras pueden hacer con un hombre
dispuesto a recibirlas: Las palabras acudían solícitas al reclamo de
algo oscuro que yo quería decir, y que no sabía lo que era hasta que
ellas, las palabras, venían a revelármelo. Es decir, hasta que
consigue formar, con sus lecturas y sus escritos, su gusto literario y
su sensibilidad artística y comprender a qué se debe el canon literario.
Pero si hay algo que deslumbre en esta
novela toda luminosa, es la honda humanidad de sus criaturas. Si todos
los personajes de sus novelas anteriores eran cautivadores e
inolvidables –ahí tenemos a Gregorio, el protagonista de Juegos de la edad tardía, al
que dibuja siempre con mirada compasiva a pesar de su carga de ironía,
humor y patetismo, o Angelina, el envés de su marido, que encarna el
sentido común, la anuencia y la docilidad, frente a los arranques de
locura inventiva y estrafalaria de Gregorio; o Manuel Pérez Aguado, el
profesor de Entre líneas, el alter ego del escritor; o Lino, de Absolución, o Emil, de El guitarrista…-.
Pero el retrato de todos ellos, con ser de enjundia, queda superado por
el que hace en esta novela Landero de sus personajes reales, todos
miembros de su familia excepto el profesor de literatura, dibujados con
las líneas maestras, esenciales, y tan acertadas que el lector los
sentirá como propios, como miembros de su propia memoria. Porque esto de
la escritura, nos recuerda, solo tiene que ver con saber mirar las
cosas, saber ver lo esencial y lo distinto que contienen, descubrir lo
que nos ocultan, más allá de inventar grandes cosas: En cada instante, en cada acontecer, lo trivial y lo misterioso van a partes iguales. Landero
sabe, como Coetzee, que el novelista puede aprender del poeta a
concentrar y a intensificar el sentimiento y el pensamiento. Y, como
Orhan Pamuk -La literatura necesita tener para mí ciertas características y un puntito-, para
Landero, más importante que la perfección es que contenga encanto. Y
les aseguro que esta novela lo contiene, encanto, a raudales. De hecho,
se trata de esa novela que todos los escritores habríamos deseado
escribir para resolver nuestros propios enigmas y para que nuestras
almas habiten para siempre en nuestra escritura.