Así como al hombre primitivo pintaba en la cueva a la futura presa, al hombre moderno no sólo le sirve sino que necesita de la ficción para ser en el mundo
Pintura rupestre/ Chico Ferreira – Flickr Commons./revistadeletras.net |
Imagina a unos enamorados, a unos
amantes ubicados en cualquier urbe occidental de comienzos del siglo
XXI. Piensa, a su vez, en un cazador de mamuts en su caverna habitual,
la que quieras, no hay restricción. ¿Sabes qué? Sus mentes funcionan
exactamente igual. Si los primeros sienten la urgencia de planear un
camino posible —una hipótesis que ahonde en la calma de asegurarse un
cuerpo cálido entre las sábanas—, el segundo dibuja los trazos del
objetivo, recrea en los muros de una cueva aquello que anhela poseer
para que antes de morir a sus manos exista ya de forma ideal en su
imaginación. Se trata de facilitar la tarea, en suma, de garantizar
mínimamente un objetivo necesario.
No ha cambiado casi nada. La búsqueda de
lo imaginal es inherente a la sustancia humana: creamos ficciones para
mejorar unas determinadas circunstancias vitales y es ésta la diferencia
fundamental entre cazador y mamut, entre arquitecto y abeja. Lo que sí
ha mutado es el contexto: se llama capitalismo y ese sí que es salvaje.
Los años ochenta del pasado siglo son claves para reconocer el origen del sistema económico actual: las políticas neoliberales de Ronald Reagan en EEUU y de Margaret Thatcher en Gran Bretaña son el pistoletazo de salida a la regulación propia de los mercados que, como estamos conociendo en carne propia, tiene unas consecuencias más bien infames. No hay más que fijarse en el funcionamiento de compraventa de pisos en España: por un lado se vendieron pisos que ni siquiera existían, que ni tan sólo estaban construidos —los llamados pisos ficticios— y, por otro, se edificaron otros que nunca llegarían a ser adquiridos por los interesados debido a la situación actual de mayor oferta que demanda. Esa lógica capitalista responde, según la hipótesis salvaje, a una mala gestión de la capacidad imaginal del ser humano. El cuerpo social ha permitido que el feudalismo reaparezca en forma de entidad bancaria y que el peligro para el libre pensamiento que constituía otrora la Iglesia se haya transferido al Cuarto poder. Estamos inmersos en una sociedad falocéntrica en la que lo visible es lo real y lo importante mientras que el resto, aquello que escapa a la razón, ha de ser negado. Esta sociedad tecnológica obvia entonces todo lo que tenga que ver con la magia y la fantasía cayendo en un inmenso error, pues los seres humanos necesitan nutrirse de ficción, de arte.
El capitalismo no quiere creadores sino
ejecutores de su lógica. ¿El origen? la disociación absurda entre
ciencias y letras que, además, viene de largo: entre los siglos XVIII y
XIX la reflexión estética se desconectó totalmente de la ética y el arte
perdió su carácter urgente para la Humanidad y, por ende, se produjo
una carencia en el ordenamiento social. Desde la caída del muro de Berlín
en 1989, el capitalismo se ha instaurado como único sistema posible
estando basado, además, en el fortalecimiento de una concepción del
mundo totalmente alejada de cualquier búsqueda espiritual: el ser humano
ha caminado y camina hacia su propia alienación, en lugar de continuar
buscando su completitud, como le sería natural. El modelo social del
siglo XX ha producido seres disociados, escindidos, incapaces de
insertarse en la verdadera complejidad del mundo que habitamos. El uso
de un único discurso dominante —el científico— ha comportado un fuerte
rechazo de todas aquellas formas de saber que estarían relacionadas con
reflexiones metafísicas de la existencia humana, como sería la literatura que, obviamente, trabaja por medio de la ficción.
Pero el consumo de ficción,
lo quieran o no, es irrefrenable. En el año 1995 se produjo la
democratización de Internet y desde entonces hasta el momento se ha
construido una realidad planetaria altamente compleja que funciona a
través de la Teoría de los seis grados basada, entre otras
cosas, en el software Alexa. Todos, como seres nodulares, estamos
interconectados y esta interconexión se realiza a través del lenguaje.
No deja de ser una contradicción que el sistema en el que estamos
inmersos desprecie la ficción teniendo en cuenta que uno de los pilares
básicos de su existencia se rige precisamente por la comunicación entre
seres que han hecho de Internet un elemento indisociable de su vida. El
consumo de nuevas formas de relación, la búsqueda de novedosos espacios
para la semiótica, la comunicación simbólica, debería
hacernos ver lo importante que es el lenguaje de signos como medio para
la comunicación de entidades reales.
Que esa realidad virtual haya tomado un impulso imparable no es casual: para el ser humano el arte, y dentro de él la ficción, constituye una necesidad biológica. Las ciencias más innovadoras, como la epigenética, avanzan hacia la confirmación de que las neuronas funcionan semióticamente, o lo que es lo mismo, hacia la afirmación de que nuestro organismo sería modificado a través de signos y no única y exclusivamente mediante el contacto sensorial o físico. Si nosotros, como seres humanos, no nacemos efectivamente equilibrados genéticamente, entonces necesitamos de la ficción para reajustar ese desequilibrio: a partir de ella aprendemos a gestionar nuestra propia vida. Somos el único ser vivo que planifica su existencia y el único que sólo a partir de su capacidad creativa es capaz de transformar la materia en algo útil. Los primitivos se nutrían de su natural capacidad imaginal —entendiendo ésta como la forma de pensamiento que se desarrolla mediante imágenes y/o símbolos— para interactuar con su realidad. Este modo de ser en el mundo no está tan alejado del hombre moderno: hoy utilizamos nuevas zonas neuronales “pero en ningún caso hemos anulado la función de las otras, que siguen siendo origen de experiencias tan profundas y humanas como las religiosas, las artísticas y las creativas en general” [F. Rubia].
Insistiendo en este tema de la
proximidad entre mentalidad primitiva y moderna, pregunto: ¿por qué en
la sociedad ágrafa, regida por la absoluta urgencia, el hombre
primitivo se dedica a pintar animales en las paredes de las cuevas en
las que habita? Es irrisorio contestarme que lo hacía por puro
entretenimiento: la urgencia por la supervivencia impide que esa noción
siquiera existiese entonces. Entonces, ¿no podríamos decir que el ser
primitivo, del mismo modo que el ser moderno, “quiere ser algo más que
él mismo” [E. Fischer] y que sólo mediante el arte el
hombre consigue una verdad inmutable que no cambia con el paso del
tiempo, que le permite confirmarse parte del todo? Así, que el hombre
primitivo pinte al animal que desea cazar —el pobre mamut, digo— hace
que este mismo hombre se sienta más cerca de su presa, que exista de
forma ideal en su imaginación.
El empeño en negar la herencia primitiva
es discutible al menos por dos razones: la primera es que “El
pensamiento y el comportamiento humanos resultan mucho menos misteriosos
cuando comprobamos que la capacidad de elección y la sensibilidad están
ya exquisitamente desarrolladas en las células macrobianas que se
convirtieron en nuestros ancestros” [L. Margulis] , y
la segunda es que los arquetipos, las imágenes colectivas, no
desaparecen: “[…] podemos decir que la mentalidad arcaica procede de una
parte del cerebro que no sólo sigue activa, sino que forma parte de
estructuras que han dado origen a experiencias y conductas humanas sin
las cuales difícilmente podríamos identificarnos como seres humanos” [F. Rubia].
La ficción tiene
consecuencias neurobiológicas: el pensamiento puede modificar los genes
puesto que aunque “Los genes no son creativos en sí mismos, […]
funcionan en el contexto del organismo, que sí lo es” [B. Goodwin].
Tales genes no son sino estados informativos que están especificados
por la serie de pares de cromosomas, ya que “El gen es un paquete de
información, no un objeto. La secuencia de pares de bases en una
molécula de ADN especifica el gen. Pero la molécula de ADN es el medio,
no el mensaje” [G. Williams]. Así, es posible decir que la literatura es terapéutica. Aristóteles consideraba este arte como una medicina: la oralidad de la poesía,
por ejemplo, con su rítmica precisa, crea una sonoridad capaz de
introducir cambios en el estado de conciencia del ser humano que la
escucha o recibe. Mediante el influjo de la imaginación y de los
pensamientos se pueden alterar, del mismo modo que lo hace el
psicoanálisis, las redes neuronales puesto que el cerebro es un elemento
maleable y, por lo tanto, susceptible de ser restaurado.
Siguiendo este razonamiento, conviene reflexionar acerca del papel del creador en nuestra sociedad actual, el del sanador. Pero la hipótesis salvaje de la ficción no abarca únicamente la salvación de los creadores sino también de los receptores:
la obra de arte literaria no termina en el momento en que el autor
escribe la última palabra, sino que se renueva en cada lector que recibe
su trabajo. La literatura se construye a través de un juego placentero y
dialéctico entre autores y lectores y esto es además inevitable: todo
ser humano pertenece a un cuerpo social que se va modificando a lo largo
de los siglos y a través de ese tiempo también, se construyen los
arquetipos que forman el inconsciente colectivo como suma de los
imaginarios individuales. Lectores privilegiados o no, todo ser humano
puede reconocerse alguna vez en el texto artístico pues, en cierto modo,
la literatura es una historia de recurrencias tan insaciable como
necesaria.
Así, la realidad sería generada por la
ficción, sería capaz de auto-verificarse y crear de esta forma una
realidad concreta. Este acceso a tal mundo parece imposible para el
hombre moderno inserto en la lógica del capitalismo actual, es decir,
como un ser que desprecia absolutamente todo lo que no sea tangible. Sin
embargo, es innegable que la literatura, la ficción creada, sirve para
interactuar, como demuestra el concepto de neuronas espejo de marco Iacobini.
Así como al hombre primitivo pintaba en la cueva a la futura presa, al hombre moderno no sólo le sirve sino que necesita de la ficción para ser en el mundo. Y es que, lo quieran o no, cada día se dejan más a la luz las contradicciones que rigen nuestra forma de vida y esa realidad impuesta no hace más que destruirse a sí misma, caer por su propio peso porque la práctica económica actual es patológica: la realidad es mucho más plural de lo que nos quieren hacer creer y sólo la apatía, —que no la indiferencia— hace soportable la situación presente.