Versiones. Un recorrido por los tributos y reciclajes dedicados al Ingenioso Hidalgo en la obra de autores argentinos y uruguayos contemporáneos
Serie El Quijote, de Carlos Alonso. Ilustración de la segunda parte de El Ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha (1958)./revista Ñ |
Más allá de la buena fortuna del Quijote en la estimación de la
crítica y de sus lectores modernos, no existe ninguna explicación
suficiente para la proliferación desbordada de apropiaciones,
continuaciones y reescrituras que ha generado desde su publicación. Ya
en 1607 desfilaban Don Quijote y Sancho entre los disfrazados del
carnaval de Lima, sólo dos años después de la aparición de la primera
parte en España. Y en 1614 aparecía la primera imitación: un segunda
parte espuria firmada con el seudónimo de Alonso Fernández de
Avellaneda. La continuación apócrifa no gustó nada a Cervantes, quien se
ocupó, en la segunda parte de 1615, de atenuar algunos juegos que
debilitaban la autoría de la primera, en cuyo prólogo, por ejemplo,
declaraba no ser padre, sino “padrastro” de Don Quijote. Cervantes
decide fortalecer su autoridad matando al protagonista, no sin antes
hacerlo renegar de sus hazañas. Esta estrategia de cierre estuvo lejos,
sin embargo, de desalentar a los admiradores futuros que, en estos
cuatro siglos, y a través distintas culturas y lenguas, han reincidido
una y otra vez en el intento de continuar o reescribir el Quijote.
En busca del original
Una de las formas que asumió la ficción cervantina en el Río de la Plata basó la anécdota en la llegada o el hallazgo de la primera edición del Quijote, volumen sacralizado, ungido con el valor del original y que, a su vez, contribuye a refrendar la legitimidad de la propiedad del clásico, que se quiere también originaria. Un relato del argentino Carlos Bosque, publicado en Montevideo en 1927, recreaba el revuelo de la llegada de un primer ejemplar a una viuda de Buenos Aires en 1612. En esta versión, la historia de Don Quijote circuló leída en tertulias y no faltaron quienes encontraron semejanza entre sus aventuras y las empresas poco heroicas de la conquista de Salta, hechas con bueyes remolones y “arreadas de porquerizos”. Alguno de los contertulios sugiere la inspiración americana: Cervantes debió enterarse de lo que ocurre por estas tierras, porque “lo que dice don Quijote tiene su origen en el sol indio que hace ver todo como heroico, grande, caballeresco”.
Más de dos décadas después, Mujica Lainez construye
una historia imaginando la peor suerte de otro ejemplar, llegado de
contrabando en 1605, entre víveres y municiones (“El libro”, Misteriosa Buenos Aires
, 1951). Las minucias del relato explican la escasa supervivencia de
algunos bienes simbólicos en el estrecho mundo colonial. Por su parte,
Héctor Tizón revela la inaudita y poco explicable existencia de uno de
estos valiosos y raros primeros ejemplares en una estancia en Jujuy, en
la casona de un tal Marqués de Yavi ( Tierras de frontera , 2000).
Por otro lado va Los pelagatos
, una novela de Alberto Gallo premiada por Planeta en 1997, que se
desarrolla como una autoficción de aprendizaje de la difícil adaptación
al mundo del protagonista adolescente montevideano, quien vive al lado
de un cine y escucha cada noche diálogos de películas que no siempre
puede ver. Los reiterados diálogos asaltan la memoria del protagonista
en los momentos más insospechados y él hace de ellos un uso artificioso
que sustituye su iniciativa, lo que recuerda los discursos librescos de
Don Quijote imitando los relatos caballerescos. Antes de morir, su
abuela confía al chico una primera edición del Quijote de 1605, dedicada
por el autor a Juan Gallo de Andrada. El legado resulta una carga, no
sólo porque él detesta el Quijote, mal aprendido y peor enseñado en las
clases de literatura, sino porque su posesión lo va a ir enredando en
una serie de líos propios del policial negro, con persecución incluida a
una banda de mafiosos que huye con el libro por la frontera uruguaya
con Brasil. La valiosa edición viene acompañada de seis cartas que Juan
Gallo dirigió a Felipe III, dándole cuenta de su conocimiento de
Cervantes y de las vivencias que compartieron en la juventud.
Hacerse caballero
Al hablar de Cervantes y América, suele evocarse un acontecimiento biográfico que ha sido muy productivo literariamente. Luego de su cautiverio y más de una decepción, sin empleo ni protectores, Cervantes solicita al Consejo de Indias un puesto vacante en América para probar mejor fortuna. Pocos días después, en junio de 1590, recibe una escueta negativa burocrática: “Busque por acá en que se le haga merced”. Desde que se conocen estas gestiones, se especula con que si Cervantes hubiera venido a América no habría escrito el Quijote, o habría escrito otro libro (¿un Lazarillo de ciegos caminantes tocado por el delirio?, ¿un “Quijote baldío”, como el que imaginó perdido Nicolás Rosa?).
A
su vez, la ficción latinoamericana ha reincidido en el empeño de
continuar las hazañas de Don Quijote en América como forma de reparación
simbólica del frustrado viaje del escritor. No faltaron quienes
recurrieran a una salida conjetural de Don Quijote por estas tierras
como forma de testimoniar lo mal que van las cosas y la necesidad de
heroísmos más puros, como es el caso temprano de Peregrinación de luz del día
, de Juan Bautista Alberdi (1874). Y los variados títulos que han
recreado nuevas aventuras españolas o americanas en clave rioplatense
(en versos criollos, en diálogos patrióticos, en culturas y geografías
alteradas): “El Quijote de Cuyo” (1818); “Don Quijano de la Pampa”
(1922); “Don Quijote en la calle Florida” (1933); “Don Quijote en la
Pampa” (1948), son algunos entre tantos que ha relevado Alejandro
Parada.
En Uruguay no han abundado tanto, aunque pueden
encontrarse textos con esas características, como “1616, Madrid,
Cervantes”, de Eduardo Galeano ( Memoria del fuego , 1982). Sin
embargo, un lector casi obligado del Quijote, Marcelo Estefanell, quien
lo leyó en la cárcel, preso durante la dictadura, escribió años después
una continuación de las más cabales: El retorno de Don Quijote, caballero de los galgos
(2004), permitiéndose incluso cambiar el final cervantino. Don Quijote
no ha muerto, sino que tras un período de vida pastoril, volvió a las
andanzas, cuya memoria se conserva en unos manuscritos en catalán que
alguien legó misteriosamente a Estefanell. Este deberá pedir ayuda a un
pariente para la traducción –también aquí la ascendencia peninsular
ingresa a la ficción–, y así reescribir su propia versión de las
aventuras restantes y la muerte heroica del personaje en el campo de
batalla, enfrentando al Caballero Rojo y Negro. Hasta donde sabemos, la
lectura del Quijote en la cárcel no enloqueció a nadie, pero sí hizo
nacer más de un escritor, como es el caso de Carlos Liscano, a quien
inoculó la posibilidad de salvarse inventando ficciones, según su propio
testimonio. No es novedad que el Quijote es una obra generadora de
ficcionalidades, de las cuales la reescritura o continuación es un tipo,
aquel en que la huella es más evidente. Pero no menos notable es el
tipo que trata de lectores enfermos o personajes a quienes enferma la
literatura. Esa marca lunática podría señalarse en La casa de papel
(2002), de Carlos María Domínguez, en la que el protagonista transita
de la lectura compulsiva a la acción, como Alonso Quijano, pero de
bibliófilo deviene en libricida. Más cervantinos son los lectores del
mundo creado por Onetti, quienes casi sistemáticamente son lectores, o
escritores o artistas frustrados, que han salido de ese lugar pasivo,
para transformarse en fabuladores y vivir una ficción propia, como Don
Quijote.
Hacerse escritor después de Borges
Martín Kohan ha dicho que la lectura de Cervantes es agobiante para un escritor, porque “todo” está ya en su obra, que se percibe como “definitiva”. La misma angustia puede significar para las últimas generaciones escribir después de Borges, lo que hace que sólo pueda escribirse “a partir” de él. En ese sentido puede suponerse que, en épocas recientes, la lectura de Cervantes no ha podido sustraerse a la influencia de Borges, a sus asaltos periódicos al Quijote para afirmar o negar la idea de la obra preexistente a su escritura, o la individualidad de la autoría, especialmente a las consecuencias de la creación de Pierre Menard como “autor del Quijote”.
María Elena
Fonsalido se ha ocupado de rastrear las huellas cervantinas en la obra
de Juan José Saer, así como en los textos críticos y ficcionales de
Carlos Gamerro y Martín Kohan. En diversos artículos, Saer ha dejado
pistas sobre los ítems de su deuda temática y formal con el Quijote: el
desmantelamiento del heroísmo, la transformación del personaje gracias a
la literatura, la “moral del fracaso”, la confrontación del símbolo con
el mundo empírico, la duda acerca del concepto de lo real que
supuestamente existe fuera del texto.
Como crítico, Gamerro forja
en Cervantes la teoría de las “ficciones barrocas”, que le será tan
productiva para leer la literatura argentina actual y que ejercitará
como creador en La aventura de los bustos de Eva (2004).
Fonsalido observó los ribetes quijotescos de Ernesto Marroné, el
protagonista, una versión paródica y fallida del Che Guevara, cuyas
aventuras se inspiran en la lectura e imitación literal de libros de
autoayuda.
En el caso de Kohan, señala el diálogo muy cervantino entre alta literatura y la de masas en Segundos afuera (2005) además del “juego de a dos”, contrapunto de personajes que responde al modelo de Don Quijote y Sancho. En Cuentas pendientes
(2010), Kohan asume otro recurso nacido en el Quijote: la conciencia
que la literatura puede tener de sí misma y de sus voces implícitas
(firma, autor textual, narradores, personajes). Incluso Federico
Jeanmaire, además dedicarse a la divulgación crítica del Quijote, ha
escrito una novela biográfica de su autor, usando también sus recursos
narrativos (Miguel, 1990).
A su modo, también Ana María Shua ha
seguido la línea borgeana de borramiento de tiempos y autorías en un
microrrelato de 1992, imaginando un Cervantes conocedor de la obra de
Menard. La enorme cantidad de implícitos que el mito quijotesco trae
anejo para cualquier lector occidental, hacen de él un material ideal
para la escritura de microficciones, que deben condensar o sugerir un
argumento en pocas líneas, por lo que los sobreentendidos resultan un
perfecto atajo. En el Río de la Plata han incursionado en ellas: Marco
Denevi (quien dedicó toda una serie al Quijote), Carlos María Domínguez y
Fabián Vique, entre otros. Mario Levrero siguió el camino de la
microficción crítica en segundo grado en “Giambattista Grozzo, autor de
«Pierre Menard, autor del Quijote»” (1992), homenaje y parodia a Borges,
de factura muy cervantina.
En Azul hay Dulcineas
Hay
tantos perfiles de coleccionistas como objetos coleccionables, y cierto
tipo de bibliofilia encaja en uno de estos tipos: la que busca
ediciones únicas o especiales, en particular de una obra o un autor. El
Quijote despierta la pasión del coleccionismo de quienes persiguen
completar una totalidad imposible de ediciones, a la vez que anexan
distinto tipo de objetos relacionados con la obra fetiche. El valor
simbólico y el poder asignado a la colección retornan al coleccionista
en forma de reconocimiento, invistiéndolo del prestigio de la cultura, y
eso se potencia tratándose de un clásico.
Ciertos lugares comunes
aseguran que el afán por la posesión, la búsqueda permanente, la
necesidad de completar la serie, compensarían algunas formas de la
carencia y la inseguridad, conjurarían la angustia ante el tiempo, la
vulnerabilidad y la muerte (la colección está destinada a conservar y
permanecer, a la vez que es siempre renovable). En el caso de
coleccionistas de Quijotes hay que tener en cuenta los valores asignados
al ambivalente personaje, cuya posesión simbólica se endosa el sujeto.
En
Uruguay existieron al menos dos coleccionistas cervantinos muy
destacables: Orlando Firpo (fallecido en 1964) y Arturo Xalambrí
(1888-1975). La biblioteca cervantina de Firpo, hoy inubicable, poseía
en 1950 miles de ejemplares, contando con un Quijote impreso en Valencia
en 1605 y nueve ediciones del siglo XVII. La colección de Xalambrí, hoy
bajo custodia de una universidad privada, llegó a reunir más de 1.000
ediciones del Quijote, una de ellas de 1611.
En Argentina,
Bartolomé Ronco (1881-1952), radicado en la ciudad de Azul desde 1908,
cultivó, como Xalambrí –a quien conoció– una desmesurada pasión
cervantina. La muerte de su única hija acentuó su bibliofilia; fue
además carpintero aficionado, fabricó ingeniosos juguetes de madera y,
junto a su esposa, se volcó a tareas culturales comunitarias y
caritativas. Ronco llegó a reunir una de las colecciones cervantinas más
importantes fuera de España, y mantuvo una pasión paralela por las
ediciones de Martín Fierro, del mismo modo que Xalambrí atesoró obras de
Zorrilla de San Martín. Coleccionismo y tradición suelen llevarse bien,
y en este caso, mientras Cervantes garantizaba el arraigo en la
herencia española, los autores del canon local aseguraban la pertenencia
nacional.
En 2007, la comunidad de Azul ha obtenido de la Unesco
el “título” de ciudad cervantina de Argentina. Desde entonces lleva
adelante un festival cada mes de noviembre, que reúne a artistas,
académicos y aficionados, a la vez que estimula a los lugareños un
particular culto al Quijote que bien podría haber nacido en una de las
tantas ficciones cervantinas utópicas y trasnochadas que recorrieron el
último siglo.