Rubem Fonseca
El Cobrador
En la puerta de la calle una dentadura enorme, debajo escrito Dr.
Carvalho, Dentista. En la sala de espera vacía un cartel, Espere, el doctor
está atendiendo a un cliente. Esperé media hora, la muela rabiando, la puerta
se abrió y apareció una mujer acompañada de un tipo grande, de unos cuarenta
años, con bata blanca.
Entré en el consultorio, me senté en el
sillón, el dentista me sujetó al pescuezo una servilleta de papel. Abrí la boca
y dije que la muela de atrás me dolía mucho. Miró con un espejito y preguntó
cómo es que había dejado que mi boca quedara en ese estado.
Como para partirse de risa. Tienen gracia
estos tipos.
Voy a tener que arrancársela, dijo, le
quedan pocos dientes, y si no hacemos un trabajo rápido, los va a perder todos,
hasta éstos —y dio un golpecito sonoro en los de adelante.
Una inyección de anestesia en la encía. Me
mostró la muela en la punta del botador: la raíz está podrida, ¿ve?, dijo sin
interés. Son cuatrocientos cruceiros.
De risa. No tengo, dije.
¿Que no tienes qué?
No tengo los cuatrocientos cruceiros. Fui
caminando en dirección a la puerta.
Me cerró el paso con el cuerpo. Será mejor
que pagues, dijo. Era un hombre alto, manos grandes y fuertes muñecas de tanto
arrancar muelas a los desgraciados. Mi pinta, un poco canija, envalentona a
cierta gente. Odio a los dentistas, a los comerciantes, a los abogados, a los
industriales, a los funcionarios, a los médicos, a los ejecutivos, a toda esa
canalla. Tienen muchas que pagarme todos ellos. Abrí la camisa, saqué el 38, y
pregunté con tanta rabia, que una gotita de saliva salió disparada hacia su
cara —¿qué tal si te meto esto en el culo? Se quedó blanco, retrocedió.
Apuntándole al pecho con el revólver empecé a aliviar mi corazón: arranqué los
cajones de los armarios, lo tiré todo por el suelo, la emprendí a puntapiés con
los Frasquitos, como si fueran balones; daban contra la pared y estallaban.
Hacer añicos las escupideras y los motores me costó más, hasta me hice daño en
las manos y en los pies. El dentista me miraba, varias veces pareció a punto de
saltar sobre mí, me hubiera gustado que lo hiciera, para pegarle un tiro en
aquel barrigón lleno de mierda.
¡No pago nada! ¡Ya me harté de pagar!, le
grité, ¡ahora soy yo quien cobra!
Le pegué un tiro en la rodilla. Tendría que
haber matado a aquel hijo de puta.
La calle llena de gente. Digo, dentro de mi cabeza y a veces para afuera,
¡todos me las tienen que pagar! Me deben comida, coños, cobertores, zapatos,
casa, coche, reloj, muelas; todo me lo deben. Un ciego pide limosna agitando
una escudilla de aluminio con monedas. Le pego una patada en la escudilla, el
tintineo de las monedas me irrita. Calle Marechal Floriano, armería, farmacia,
banco, putas, fotógrafo, Light, vacuna, médico, Ducal, gente a montones. Por
las mañanas no hay quien avance camino de la Central, la multitud viene
arrollando como una enorme oruga que ocupa toda la acera.
Me encabronan esos tipos que andan en Mercedes. La bocina del
carro también me fastidia. Anoche fui a ver a un tipo que tenía una Magnum con
silenciador para vender en la Cruzada, y cuando estaba atravesando la calle
tocó la bocina un sujeto que había ido a jugar tenis en uno de aquellos clubs
finolis de por allá. Yo iba distraído, pensando en la Magnum, cuando sonó la
bocina. Vi que el carro venía lentamente y me quedé parado frente a él.
¿Qué pasa?, gritó.
Era de noche y no había nadie por allí. Él
estaba vestido de blanco. Saqué el 38 y disparé contra el parabrisas, más para
cascarle el vidrio que para darle a él. Arrancó a toda prisa, como para
atropellarme o huir, o las dos cosas. Me eché a un lado, pasó el coche, los
neumáticos chirriando en el asfalto. Se paró un poco más allá. Me acerqué. El
tipo estaba tumbado con la cabeza hacia atrás, la cara y el cuerpo estaban
cubiertos de millares de astillitas de cristal. Sangraba mucho, con una herida
en el cuello, y llevaba ya el traje blanco todo manchado de rojo.
Volvió la cabeza, que estaba apoyada en el
asiento, los ojos muy abiertos, negros, y el blanco en torno era azul lechoso,
como una nuez de jabuticaba por dentro. Y porque el blanco de sus ojos era
azulado le dije —oye, vas a morir, ¿quieres que te pegue el tiro de gracia?
No, no, dijo con esfuerzo, por favor.
En la ventana vi a un tipo observándome. Se
escondió cuando miré hacia allá. Debía haber llamado a la policía.
Salí caminando tranquilamente, volví a la
Cruzada. Había sido una buena idea despedazar el parabrisas del Mercedes.
Tendría que haberle pegado un tiro en el capot y otro en cada puerta, el
hojalatero iba a agradecerlo.
El tipo de la Magnum ya había vuelto. ¿Traes los treinta mil?
Ponlos aquí, en esta mano que no ha agarrado en su vida el tacho. Su mano era
blanca, lisita, pero la mía estaba llena de cicatrices, tengo todo el cuerpo
lleno de cicatrices, hasta el pito lo tengo lleno de cicatrices.
También quiero comprar una radio, le dije.
Mientras iba a buscar la radio, examiné a
fondo mi Magnum. Bien engrasadita, y también cargada. Con el silenciador
parecía un cañón.
El perista volvió con una radio de pilas.
Es japonesa, dijo.
Dale, para que lo oiga.
Lo puso.
Más alto, le pedí.
Aumentó el volumen.
Puf. Creo que murió del primer tiro. Le
aticé dos más sólo para oír puf, puf.
Me deben escuela, novia, tocadiscos, respeto, sángüich de
mortadela en el bar de la calle Vieira Fazenda, helado, balón de futbol.
Me quedo frente a la televisión para
aumentar mi odio. Cuando mi cólera va disminuyendo y pierdo las ganas de cobrar
lo que me deben, me siento frente a la televisión y al poco tiempo me vuelve el
odio. Me gustaría mucho coger al tipo que hace el anuncio del güisqui. Está
vestidito, bonito, todo sanforizado, abrazado a una rubia reluciente, y echa
unos cubitos de hielo en el vaso y sonríe con todos los dientes, sus dientes firmes
y verdaderos; me gustaría agarrarlo y rajarle la boca con una navaja, por los
dos lados, hasta las orejas, y esos dientes tan blancos quedarían todos fuera,
con una sonrisa de calavera descarnada. Ahora está ahí, sonriendo, y luego besa
a la rubia en la boca. Se ve que tiene prisa el hombre.
Mi arsenal está casi completo: tengo la
Magnum con silenciador, un Colt Cobra 38, dos navajas, una carabina 12, un
Taurus 38, un puñal y un machete. Con el machete voy a cortarle a alguien la
cabeza de un solo tajo. Lo vi en el cine, en uno de esos países asiáticos, aún
en tiempo de los ingleses. El ritual consistía en cortar la cabeza de un
animal, creo que un búfalo, de un solo tajo. Los oficiales ingleses presidían
la ceremonia un poco incómodos, pero los decapitadores eran verdaderos
artistas. Un golpe seco y la cabeza del animal rodaba chorreando sangre.
En casa de una mujer que me atrapó en la calle. Coroa, dice que
estudia en la escuela nocturna. Ya pasé por eso, mi escuela fue la más nocturna
de todas las escuelas nocturnas del mundo, tan mala que ya ni existe. La
derribaron. Hasta la calle donde estaba fue demolida. Me pregunta qué hago, y
le digo que soy poeta, cosa que es rigurosamente cierta. Me pide que le recite
uno de mis poemas. Ahí va: A los ricos les gusta acostarse tarde/ sólo porque
saben que la chusma/ tiene que acostarse temprano para madrugar. Esa es otra
oportunidad suya/ para mostrarse diferentes:/ hacer el parásito,/ despreciar a
los que sudan para ganar la comida,/ dormir hasta tarde,/ tarde/ un día/ por
fortuna/ demasiado tarde./
Me interrumpe preguntándome si me gusta el
cine. ¿Y el poema? Ella no entiende. Sigo: Sabía bailar la samba y enamorarse/
y rodar por el suelo/ sólo por poco tiempo./ Del sudor de su rostro nada se
había construido./ Quería morir con ella,/ pero eso fue otro día,/ realmente
otro día./ En el cine Iris, en la calle Carioca/ El Fantasma de la Ópera/ Un
tío de negro,/ cartera negra, el rostro oculto,/ en la mano un pañuelo blanco
inmaculado,/ hacía puñetas a los espectadores;/ en aquel tiempo, en
Copacabana,/otro/ que ni apellido tenía,/ se bebía los orines de los
mingitorios de los cines/ y su rostro era verde e inolvidable,/ La Historia
está hecha de gente muerta/ y el futuro de gente que va a morir./ ¿Crees que
ella va a sufrir?/ Es fuerte, aguantará./ Aguantaría también si fuera débil./
Ahora bien, tú, no sé./ Fingiste tanto tiempo, pegaste bofetadas y gritos,
mentiste./ Estás cansado/, has terminado/ no sé qué es lo que te mantiene
vivo./
No entendía de poesía. Estaba sólo conmigo
y quería fingir indiferencia, bostezaba desesperadamente. La eterna trapacería
de las mujeres.
Me das miedo, acabó confesando.
Esta pendeja no me debe nada, pensé, vive
con estrechuras en su pisito, tiene los ojos hinchados de beber porquerías y de
leer la vida de las niñas bien en la revista Vogue.
¿Quieres que te mate?, pregunté mientras
bebíamos güisqui de garrafa.
Quiero que me revuelques en la cama, se rió
ansiosa, dubitativa.
¿Acabar con ella? Nunca había estrangulado
a nadie con mis propias manos. No tiene mucho estilo, ni drama, estrangular a
alguien; es como si fuera una pelea callejera. Pero, pese a todo, tenía ganas
de estrangular a alguien, pero no a una desgraciada como aquélla. Para un don
nadie basta quizá con un tiro en la nuca.
Lo he venido pensando últimamente. Se había
quitado la ropa: pechos mustios y colgantes; los pezones como pasas gigantescas
que alguien hubiera pisoteado; los muslos fláccidos, con celulitis, gelatina
estragada con pedazos de fruta podrida.
Estoy muerta de frío, dijo.
Me eché encima de ella. Me cogió por el
cuello, su boca y la lengua en mi boca, una vagina chorreante, cálida y
olorosa.
Cogimos.
Ahora se ha quedado dormida.
Soy justo.
Leo los periódicos. La muerte del perista de la Cruzada ni viene
en las noticias. El señoritingo del Mercedes con ropa de tenis murió en el
Miguel Couto y los periódicos dicen que fue asaltado por el bandido Boca Ancha.
Es como para morirse de risa.
Hago un poema titulado Infancia o Nuevos
Olores de Coño con U: Aquí estoy de nuevo/ oyendo a los Beatles/ en Radio
Mundial/ a las nueve de la noche/ en un cuarto que podía ser/ y era/ el de un
santo mártir./ No había pecado/ y no sé porqué me condenaban/ por ser inocente
o por estúpido. De todos modos/ el suelo seguía allí/ para zambullirse./ Cuando
no se tiene dinero/ es conveniente tener músculos/ y odio./
Leo los periódicos para saber qué es lo que
están comiendo, bebiendo, haciendo. Quiero vivir mucho para tener tiempo de
matarlos a todos.
Desde la calle veo la fiesta en la Vieira Souto, las mujeres con
vestido de noche, los hombres de negro. Camino lentamente, de un lado a otro,
por la calle; no quiero despertar sospechas y el machete lo llevo por dentro
del pantalón, amarrado; no me deja caminar bien. Parezco un lisiado, me siento
como un lisiado. Un matrimonio de mediana edad pasa a mi lado y me mira con
pena; también yo siento pena de mí, cojo, y me duele la pierna.
Desde la acera veo a los camareros sirviendo
champán francés. A esa gente le gusta el champán francés, la ropa francesa, la
lengua francesa.
Estaba allí desde las nueve, cuando pasé
por delante, bien pertrechado de armas, entregado a la suerte y al azar, y la
fiesta surgió ante mí.
Los estacionamientos que había ante la casa
se ocuparon pronto todos, y los coches de los asistentes tuvieron que
estacionarse en las oscuras calles laterales. Me interesó mucho uno, rojo, y en
él, un hombre y una mujer, jóvenes y elegantes los dos. Fueron hasta el edificio
sin cruzar palabra; él, ajustándose la pajarita, y ella, el vestido y el
peinado. Se preparaban para una entrada triunfal, pero desde la acera veo que
su llegada fue, como la de los otros, recibida con total desinterés. La gente
se acicala en el peluquero, en la modista, en los salones de masaje y sólo el
espejo les presta, en las fiestas, la atención que esperaban. Vi a la mujer con
su vestido azul flotante y murmuré: te voy a prestar la atención que te
mereces, por algo te pusiste tus mejores braguitas y has ido tantas veces a la
modista y te has pasado tantas cremas por la piel y te has puesto un perfume
tan caro.
Fueron los últimos en salir. No andaban con
la misma firmeza y discutían irritados, voces pastosas, confusas.
Llegué junto a ellos en el momento en que
el hombre abría la puerta del coche. Yo venía cojeando y él apenas me lanzó una
mirada distraída, a ver quién era, y descubrió sólo a un inofensivo inválido de
poca monta.
Le apoyé la pistola en la espalda.
Haz lo que te diga o mato a los dos, dije.
Entrar con la pata rígida en el estrecho
asiento de atrás no fue fácil. Quedé medio tumbado, con la pistola apuntando a
su cabeza. Le mandé que tirara hacia la Barra de Tijuca. Saque el machete de
dentro del pantalón cuando me dijo, llévate el dinero y el coche y déjanos
aquí. Estábamos frente al Hotel Nacional. De risa. Él estaba ya sobrio y quería
tomarse el último güisquito mientras daba cuenta a la policía por teléfono. Hay
gente que se cree que la vida es una fiesta. Seguimos por el Recreiro dos
Bandeirantes hasta llegar a una playa desierta. Saltamos. Dejé los faros
encendidos.
Nosotros no le hemos hecho nada, dijo él.
¿Que no? De risa. Sentí el odio inundándome
los oídos, las manos, la boca, todo mi cuerpo, un gusto de vinagre y de
lágrimas.
Está embarazada, dijo él señalando a la
mujer, va a ser nuestro primer hijo.
Miré la barriga de aquella esbelta mujer y
decidí ser misericordioso, y dije, puf, allá donde debía estar su ombligo y me
cargué al feto. La mujer cayó de bruces. Le apoyé la pistola en la sien y dejé
allí un agujero como la boca de una mina.
El hombre presenció todo sin decir ni una
palabra, la cartera del dinero en su mano tendida. Cogí la cartera y la tiré al
aire y cuando iba cayendo le di un taconazo, con la zurda, echándola lejos.
Le até las manos a la espalda con un cordel
que llevaba. Después le amarré los pies.
Arrodíllate, le dije.
Se arrodilló.
Los faros iluminaban su cuerpo. Me
arrodillé a su lado, le quité la pajarita, doblé el cuello de la camisa,
dejándole el pescuezo al aire.
Inclina la cabeza, ordené.
La inclinó. Levanté el machete, sujeto con
las dos manos, vi las estrellas en el cielo, la noche inmensa, el firmamento
infinito e hice caer el machete, estrella de acero, con toda mi fuerza, justo
en medio del pescuezo.
La cabeza no cayó y él intentó levantarse
agitándose como una gallina atontada en manos de una cocinera incompetente. Le
di otro golpe, y otro más y otro, y la cabeza no rodaba por el suelo. Se había
desmayado o había muerto con la condenada cabeza aquella sujeta al pescuezo.
Empujé el cuerpo sobre la salpicadera del coche. El cuello quedó en buena
posición. Me concentré como un atleta a punto de dar un salto mortal. Esta vez,
mientras el machete describía su corto recorrido mutilante zumbando, hendiendo el
aire, yo sabía que iba a conseguir lo que quería. ¡Broc!, la cabeza salió rodando por la
arena. Alcé el alfanje y grité: ¡Salve el Cobrador! Di un tremendo grito que no
era palabra alguna, sino un aullido prolongado y fuerte, para que todos los
animales se estremecieran y se largaran de allí. Por donde yo paso se derrite
el asfalto.
Una caja negra bajo el brazo. Digo con la lengua trabada que soy
el fontanero y que voy al departamento doscientos uno. Al portero le hace
gracia mi lengua estropajosa y me manda subir. Empiezo por el último piso. Soy
el fontanero (lengua normal ahora), vengo a arreglar eso. Por la abertura, dos
ojos: nadie ha llamado al fontanero. Bajo al séptimo, lo mismo. Sólo tengo
suerte en el primer piso.
La criada me abrió la puerta y gritó hacia
dentro, es el fontanero. Salió una muchacha en camisón, un frasquito de esmalte
de uñas en la mano, bonita, unos veinticinco años.
Debe haber un error, dijo, no necesitamos
al fontanero.
Saqué la Cobra de dentro de la funda. Claro
que lo necesitan, y quietas o me las cargo a las dos. ¿Hay alguien más en casa?
El marido estaba trabajando, y el chiquillo en la escuela. Agarré a la
criadita, le tapé la boca con esparadrapo. Me llevé a la mujer al cuarto.
Desnúdate.
No me voy a quitar la ropa, dijo con la
cabeza erguida.
Me lo deben todo, té, calcetines, cine,
filete y coño; anda, rápido. Le di un porrazo en la cabeza. Cayó en la cama,
con una marca roja en la cara. No me la quito. Le arranqué el camisón, las
braguitas. No llevaba sostén. Le abrí las piernas. Coloqué las rodillas sobre
sus muslos. Tenía una pelambrera basta y negra. Se quedó quieta, con los ojos
cerrados. No fue fácil entrar en aquella selva oscura, el coño estaba apretado
y seco. Me incliné, abrí la vagina y escupí allá adentro, un gargajo gordo.
Pero tampoco así fue fácil. Sentía la verga desollada. Empezó a gemir cuando se
la hundí con toda mi fuerza hasta el fin. Mientras la metía y sacaba le iba
pasando la lengua por los pechos, por la oreja, por el cuello, y le pasaba
levemente el dedo por el culo, le acariciaba las nalgas. Mi palo empezó a
quedar lubricado por los jugos de su vagina, ahora tibia y viscosa.
Como ya no me tenía miedo, o quizá porque
lo tenía, se vino antes que yo. Con lo que me iba saliendo aún, le dibujé un
círculo alrededor del ombligo.
A ver si dejan de abrir la puerta al
fontanero, dije, antes de marcharme.
Salgo de la buharda de la calle del
Visconde de Maranguape. Un agujero en cada muela lleno de cera del Dr. Lustosa/
masticar con los dientes de adelante/ caray con la foto de la revista/ libros
robados./ Me voy a la playa.
Dos mujeres charlan en la arena; una está
bronceada por el sol, lleva un pañuelo en la cabeza; la otra está muy blanca,
debe ir poco a la playa; tienen las dos un cuerpo muy bonito; el trasero de la
pálida es el trasero más hermoso que he visto en mi vida. Me siento cerca y me
quedo mirándola. Se dan cuenta de mi interés y empiezan a menearse inquietas, a
decir cosas con el cuerpo, a hacer movimientos tentadores con el trasero. En la
playa todos somos iguales, nosotros, los jodidos, y ellos. Y nosotros quedamos
incluso mejor, porque no tenemos esos barrigones y el culazo blando de los
parásitos. Me gusta la paliducha esa. Y ella parece interesada por mí, me mira
de reojo. Se ríen, se ríen, enseñando los dientes. Se despiden, y la blanca se
va andando hacia Ipanema, el agua mojando sus pies. Me acerco y voy caminando
junto a ella, sin saber qué decir.
Soy tímido, he llevado tantos estacazos en
la vida, y el pelo de ella se ve cuidado y fino, su tórax es esbelto, los senos
pequeños, los muslos sólidos, torneados, musculosos y el trasero formado por
dos hemisferios consistentes. Cuerpo de bailarina.
¿Estudias ballet?
Estudié, dice. Me sonríe. ¿Cómo puede tener
alguien una boca tan bonita? Me dan ganas de lamer su boca diente a diente.
¿Vives por aquí?, me pregunta. Sí, miento. Ella me señala una casa en la playa,
toda de mármol.
De vuelta a la calle del Visconde de Maranguape. Hago tiempo para
ir a la casa de la paliducha. Se llama Ana. Me gusta Ana, palindrómico. Afilo
el machete en una piedra especial, el cuello de aquel señorito era muy duro.
Los periódicos dedicaron mucho espacio a la pareja que maté en la Barra. La
chica era hija de uno de esos hijos de puta que se hacen ricos, en Sergipe o Piauí,
robando a los muertos de hambre, y luego se vienen a Rio, y los hijos de cara
chata ya no tienen acento, se tiñen el pelo de rubio y dicen que descienden de
holandeses.
Los cronistas de sociedad estaban
consternados. Aquel par de señoritingos que me cargué estaban a punto de salir
hacia París. Ya no hay seguridad en las calles, decían los titulares de un
periódico. De risa. Tiré los calzoncillos al aire e intenté cortarlos de un
tajo como hacía Saladino (con un lienzo de seda) en el cine.
Ahora ya no hacen cimitarras como las de
antes/ Soy una hecatombe/ No fue ni Dios ni el Diablo/ quien me hizo vengador/
Fui yo mismo/ Soy el Hombre-Pene/ Soy el Cobrador./
Voy al cuarto donde doña Clotilde está
acostada desde hace tres años. Doña Clotilde es la dueña de la buhardilla.
¿Quiere que barra la habitación?, le
pregunto.
No, hijo mío; sólo quería que me pusieras
la inyección de trinevral antes de marcharte.
Hiervo la jeringa, preparó la inyección. El
culo de doña Clotilde está seco como una hoja vieja y arrugada de papel arroz.
Vienes que ni caído del cielo, hijo mío. Ha
sido Dios quien te ha enviado, dice.
Doña Clotilde no tiene nada, podría
levantarse e ir de compras al supermercado. Su mal está en la cabeza. Y después
de pasarse tres años acostada, sólo se levanta para hacer pipí y caquitas, que
ni fuerzas debe tener.
El día menos pensado le pego un tiro en la
nuca.
Cuando satisfago mi odio me siento poseído por una sensación de
victoria, de euforia, que me da ganas de bailar —doy pequeños aullidos, gruño
sonidos inarticulados, más cerca de la música que de la poesía, y mis pies se
deslizan por el suelo, mi cuerpo se mueve con un ritmo hecho de balanceos y de
saltos, como un salvaje, o como un mono.
Quien quiera mandar en mí, puede quererlo,
pero morirá. Tengo ganas de acabar con un figurón de ésos que muestran en la
tele su cara paternal de bellaco triunfador, con una de esas personas de sangre
espesa a fuerza de caviares y champán. Come caviar/ tu hora va a llegar./ Me
deben una muchacha de veinte años, llena de dientes y perfume. ¿La de la casa
de mármol? Entro y me está esperando, sentada en la sala, quieta, inmóvil, el
pelo muy negro, la cara blanca, parece una fotografía.
Bueno, vámonos, le digo. Me pregunta si
traigo coche. Le digo que no tengo coche. Ella sí tiene. Bajamos por el
ascensor de servicio y salimos en el garaje, entramos en un Puma convertible.
Al cabo de un rato le pregunto si puedo
conducir y cambiamos de sitio. ¿Te parece bien a Petrópolis?, pregunto. Subimos
a la sierra sin decir palabra, ella mirándome. Cuando llegamos a Petrópolis me
pide que pare en un restaurante. Le digo que no tengo ni dinero ni hambre, pero
ella tiene las dos cosas, come vorazmente, como si temiera que en cualquier
momento vinieran a retirarle el plato. En la mesa de al lado, un grupo de
muchachos bebiendo y hablando a gritos, jóvenes ejecutivos que suben el viernes
y que beben antes de encontrarse con madame toda acicalada para jugar cartas o
para chismorrear mientras van catando quesos y vinos. Odio a los ejecutivos.
Acaba de comer y dice, ¿qué hacemos ahora? Ahora vamos a regresar, le digo, y
bajamos la sierra, yo conduciendo como un rayo, ella mirándome. Mi vida no
tiene sentido, hasta he pensado en suicidarme, dice. Paro en la calle del
Visconde de Maranguape. ¿Aquí vives? Salgo sin decir nada. Ella viene detrás:
¿cuándo te volveré a ver? Entro y mientras voy subiendo las escaleras oigo el
ruido del coche que se pone en marcha.
Top Executive Club. Usted merece el mejor relax, hecho de cariño y
comprensión. Nuestras masajistas son expertas. Elegancia y discreción.
Anoto la dirección y me encamino a un
local, una casa, en Ipanema. Espero a que él salga, vestido con traje gris,
chaleco, cartera negra, zapatos brillantes, pelo planchado. Saco un papel del
bolsillo, como alguien que anda en busca de una dirección, y voy siguiéndole
hasta el coche. Estos cabrones siempre cierran el coche con llave, saben que el
mundo está lleno de ladrones, también ellos lo son, pero nadie los agarra.
Mientras abre el coche, le meto el revólver en la barriga. Dos hombres, uno
frente al otro, hablando no llaman la atención. Meter el revólver en la espalda
asusta más, pero eso sólo debe hacerse en lugares desiertos.
Estáte quieto o te lleno de plomo esa
barrigota ejecutiva.
Tiene el aire petulante y al mismo tiempo
ordinario del ambicioso ascendente inmigrado del interior, deslumbrado por las
crónicas de sociedad, consumista, elector de la Arena, católico, cursillista,
patriota, mayordomista y bocalibrista, los hijos estudiando en la Universidad,
la mujer dedicada a la decoración de interiores y socia de una butique.
A ver, ejecutivo, ¿qué te hizo la masajista?
¿Te hizo una puñeta o te la chupó?
Bueno, usted es un hombre y sabe de estas
cosas, dijo. Palabras de ejecutivo con chofer de taxi o ascensorista. Desde
Botucatu a la Dictadura, cree que se ha enfrentado ya con todas las situaciones
de crisis.
Qué hombre ni qué niño muerto, digo
suavemente, soy el Cobrador.
¡Soy el Cobrador!, grito.
Empieza a ponerse del color del traje.
Piensa que estoy loco y él aún no se ha enfrentado con ningún loco en su
maldito despacho con aire acondicionado.
Vamos a tu casa, le digo.
No vivo aquí, en Rio, vivo en São Paulo,
dice. Ha perdido el valor, pero no las mañas. ¿Y el carro?, le pregunto. ¿El
carro? ¿Qué carro? ¿Ése con matricula de Rio? Tengo mujer y tres hijos, intenta
cambiar de conversación. ¿Qué es esto? ¿Una disculpa, una contraseña, habeas
corpus, salvoconducto? Le mando parar el coche. Puf, puf, puf, un tiro por cada
hijo, en el pecho. El de la mujer en la cabeza, puf.
Para olvidar a la chica de la casa de mármol voy a jugar futbol a
un descampado. Tres horas seguidas, mis piernas todas arruinadas de los
patadones que me llevé, el dedo gordo del pie derecho hinchado, tal vez roto.
Me siento, sudoroso, a un lado del campo, junto a un negro que lee O Dia. Los
titulares me interesan, le pido el periódico, el tío me dice ¿por qué no te
compras uno si quieres leerlo? No me enfado. El tipo tiene pocos dientes, dos o
tres, retorcidos y oscuros. Digo, bueno, no vamos a pelearnos por eso. Compro
dos perros calientes y dos cocas, le doy la mitad y él me da el periódico. Los
titulares dicen: La policía anda en busca del loco de la Magnum. Le devuelvo el
periódico, él no lo acepta, sonríe para mí mientras mastica con los dientes de
adelante, o mejor con las encías de adelante, que, de tanto usarlas, las tiene
afiladas como navajas. Noticia del diario: Un grupo de peces gordos de la zona
sur haciendo preparativos para el tradicional Baile de Navidad —Primer Grito
del Carnaval. El baile empieza el día 24 y termina el día 1o del Año
Nuevo; vienen hacendados de la Argentina, herederos alemanes, artistas
norteamericanos, ejecutivos japoneses, el parasitismo internacional. La Navidad
se ha convertido en una fiesta. Bebida, locura, orgía, despilfarro.
El Primer Grito del Carnaval. De risa.
Tienen gracia estos tipos...
Un loco se tiró desde el puente de Niterói
y estuvo nadando doce horas hasta que dio con él una lancha de salvamento. Y no
agarró ni un resfriado.
Cuarenta viejos mueren en el incendio de un
asilo, las familias lo celebrarán.
Acabo de poner la inyección de trinevral a doña Clotilde cuando
llaman al timbre. Nunca llama nadie al timbre de la buhardilla. Yo hago las
compras, arreglo la casa. Doña Clotilde no tiene parientes. Miro desde el
balcón. Es Ana Palindrómica.
Hablamos en la calle. ¿Estás huyendo de
mí?, pregunta. Más o menos, digo. Subo con ella a la buhardilla. Doña Clotilde,
estoy aquí con una chica, ¿puedo llevarla al cuarto? Hijo mío, la casa es tuya,
haz lo que quieras; pero me gustaría verla.
Nos quedamos de pie al lado de la cama.
Doña Clotilde se queda mirando a Ana un tiempo inmenso. Se le llenan los ojos
de lágrimas. Yo rezaba todas
las noches, solloza, todas las noches, para que encontraras una chica como
ésta. Alza los brazos flacos cubiertos de colgajos de piel fláccida, junta las
manos y dice, oh Dios mío, gracias, gracias.
Estamos en mi cuarto, de pie, ceja contra
ceja, como en el poema, y la desnudo, y ella me desnuda a mí, y su cuerpo es
tan hermoso que siento una opresión en la garganta, lágrimas en mi rostro, ojos
ardiendo, mis manos tiemblan y ahora estamos acostados, uno en el otro,
entrelazados, gimiendo, y más, y más, sin parar, ella grita, la boca abierta,
los dientes blancos como de un elefante joven, ¡ay, ay, adoro tu obsesión!,
grita ella, agua y sal y humores chorrean de nuestros cuerpos, sin parar.
Ahora, mucho después, acostados, mirándonos
uno al otro hipnotizados hasta que anochece y nuestros rostros brillan en la
oscuridad y el perfume de su cuerpo traspasa las paredes de la habitación.
Ana despertó antes que yo y la luz ya está
encendida. ¿Sólo tienes libros de poesía? Y todas estas armas, ¿para qué? Coge
la Magnum del armario, carne blanca y acero negro, apunta hacia mí. Me siento
en la cama.
¿Quieres disparar? Puedes disparar, la
vieja no va a oír. Pero un poco más arriba. Con la punta del dedo alzo el cañón
hasta la altura de mi frente. Aquí no duele.
¿Has matado a alguien alguna vez? Ana
apunta el arma a mi cabeza.
Sí.
¿Y te gustó?
Sí.
¿Qué sentiste?
Un alivio.
¿Como nosotros dos en la cama?
No, no. Otra cosa. Lo contrario.
Yo no te tengo miedo, Ana dice.
Ni yo a ti. Te quiero.
Hablamos hasta el amanecer. Siento una
especie de fiebre. Hago café para doña Clotilde y se lo llevo a la cama. Voy a
salir con Ana, digo. Dios oyó mis oraciones, dice la vieja entre trago y trago.
Hoy es 24 de diciembre, día del Baile de Navidad o Primer Grito
del Carnaval. Ana Palindrómica se ha ido de casa y vive conmigo. Mi odio ahora
es diferente. Tengo una misión. Siempre he tenido una misión y no lo sabía.
Ahora lo sé. Ana me ha ayudado a ver. Sé que si todos los jodidos hicieran lo
que yo, el mundo sería mejor y más justo. Ana me ha enseñado a usar los
explosivos y creo que estoy ya preparado para este cambio de escala. Andar
matándolos uno a uno es cosa mística, y ya me he liberado de eso. En el Baile
de Navidad mataremos convencionalmente a los que podamos. Será mi último gesto
romántico inconsecuente. Elegimos para iniciar la nueva fase a los consumistas
asquerosos de un supermercado de la zona sur. Los matará una bomba de gran
poder explosivo. Adiós machete, adiós puñal, adiós mi rifle, mi Colt Cobra, mi
Magnum, hoy será el último día que los use. Beso mi cuchillo. Hoy usaré
explosivos, reventaré a la gente, lograré fama, ya no seré sólo el loco de la
Magnum. Tampoco volveré a salir por el parqué de Flamengo mirando los árboles,
los troncos, la raíz, las hojas, la sombra, eligiendo el árbol que quería
tener, que siempre quise tener, un pedazo de suelo de tierra apisonada. Y los
vi crecer en el parque, y me alegraba cuando llovía, y la tierra se empapaba de
agua, las hojas lavadas por la lluvia, el viento balanceando las ramas,
mientras los automóviles de los canallas pasaban velozmente sin que ellos
miraran siquiera a los lados. Ya no pierdo mi tiempo con sueños.
El mundo entero sabrá quién eres tú, quiénes
somos nosotros, dice Ana.
Noticia: El gobernador se va a disfrazar de
Papá Noel. Noticia: Menos festejos y más meditación, vamos a purificar el
corazón. Noticia: No faltará cerveza. No faltarán pavos. Noticia: Los festejos
navideños causarán este año más víctimas de tráfico y de agresiones que en años
anteriores. Policía y hospitales se preparan para las celebraciones de Navidad.
El cardenal en la televisión: la fiesta de Navidad ha sido desfigurada, su
sentido no es éste, esa historia del Papá Noel es una desgraciada invención. El
cardenal afirma que Papá Noel es un payaso ficticio.
La víspera de Navidad es un buen día para
que esa gente pague lo que debe, dice Ana. Al Papá Noel del baile quiero
matarlo yo mismo a cuchilladas, digo.
Le leo a Ana lo que he escrito, nuestro
mensaje de Navidad para los periódicos. Nada de salir matando a diestra y
siniestra, sin objetivo definido. Hasta ahora no sabía qué quería, no buscaba
un resultado práctico, mi odio se estaba desperdiciando. Estaba en lo cierto por
lo que a mis impulsos se refiere, pero mi equivocación consistía en no saber
quién era el enemigo y por qué era enemigo. Ahora lo sé, Ana me lo enseñó. Y mi
ejemplo debe ser seguido por otros, sólo así cambiaremos el mundo. Ésta es la
síntesis de nuestro manifiesto.
Meto las armas en una maleta. Ana tira tan
bien como yo, sólo que no sabe manejar el cuchillo, pero ésta es ahora un arma
obsoleta. Le decimos adiós a doña Clotilde. Metemos la maleta en el coche.
Vamos al Baile de Navidad. No faltará cerveza, ni pavos. Ni sangre. Se cierra
un ciclo de mi vida y se abre otro.