El escritor antioqueño, quien conmocionó el mundo literario con Rosario Tijeras 15 años atrás, obtuvo el premio Alfaguara con su novela El mundo de afuera
Jorge Franco mira un porvenir literario.El premio consta de una escultura de Martín Chirino y de una bolsa de más de 350 millones de pesos./elespectador.com,eltiempo.com |
El mundo de afuera, como lo dijo la escritora Laura Restrepo, quien
ejerció las funciones de presidente del jurado, “narra un desquiciado
secuestro, en un ambiente progresivamente enrarecido, mediante la
combinación original de fábulas de cuento y cuentos de hadas, y rasgos
expresivos de un momento de violencia y de crisis. El jurado ha
valorado el sentido del humor, la eficacia de los diálogos, la
construcción de personajes complejos y la agilidad narrativa, que hace
que la tensión se mantenga hasta la última página”.
La trama se desarrolla en la Medellín de finales de los años 60 y
principios de los 70, con el telón de fondo de un castillo casi
fantástico, en el que vive su dueño, don Diego, con su hija Isolda. En
1971, don Diego es secuestrado por el ‘Mono’, cabecilla de una banda de
maleantes, para pedir un millonario rescate. Sin embargo, detrás de
este acto delincuencial, lo que realmente se esconde es una obsesión
amorosa.
Con la novela El mundo de afuera, el escritor antioqueño Jorge Franco consiguió el prestigioso Premio Alfaguara de Novela 2014, después de Laura Restrepo (Delirio, 2004) y de Juan Gabriel Vásquez (El ruido de las cosas al caer, 2011).
Gran sorpresa causó a los periodistas colombianos, reunidos en la
sala de juntas del Grupo Santillana, en Bogotá, la aparición en persona
de Jorge Franco, que se esperaba daría la tradicional rueda de prensa
desde Madrid, en donde se destapó el sobre de la obra ganadora.
Visiblemente emocionado, Franco respondió las preguntas de los medios
nacionales –entre los que se encontraba EL TIEMPO–, y de los
argentinos, mexicanos y españoles, que estaban conectados en directo, a
través de una teleconferencia.
El autor contó que se había enterado de la honrosa designación horas
antes, mientras dormía en la madrugada, cuando entró a su teléfono móvil
una llamada desde España; era Laura Restrepo para darle la noticia.
¿Cómo recibe este galardón en su carrera?
Yo tuve un maestro, cuando comencé a escribir, que fue Manuel Mejía
Vallejo, que alguna vez ganó el Premio Rómulo Gallegos. Él dijo, en uno
de sus talleres a los que asistí, una frase que me quedó grabada para
siempre: “Los premios dicen mucho y no dicen nada”. Yo en ese momento no
la entendía, pero ahora la entiendo. Creo que el premio se celebra, es
un acto de confianza para el escritor, por supuesto que te hace llegar
más lejos con la obra, pero yo creo que siempre hay que ser humilde
frente al éxito, porque un éxito no te garantiza el siguiente.
¿Cómo define esta novela?
Uno de los miembros del jurado (el escritor español Sergio Vila-San
Juan) me dijo algo que se acerca mucho a la esencia del libro: “La
novela comienza como un cuento de hadas, con un castillo, una princesa, y
termina como una historia de Tarantino”. Esa es una definición que se
acerca mucho, también, de manera muy metafórica, a la época que cuenta
la historia. A la Medellín idílica de esos años y que de pronto termina,
como lo vivimos muchos, muy a lo Tarantino; es ese punto de quiebre el
que estoy contando en esta historia.
¿Cómo surge la idea del relato?
Esta historia la llevo cargando décadas, desde mi infancia, porque yo
fui vecino de ese castillo y de ese personaje. Es una historia que está
inspirada en hechos reales; obviamente yo me tomé muchas licencias para
trabajarla como una novela. Pero fíjate lo que era para un niño vivir
al lado de un castillo, entre lo gótico y lo medieval, habitado por un
personaje totalmente anacrónico para esa época, que se desplazaba en una
limusina, tenía un paje y vestía de sacoleva, en una Medellín
conservadora, pacata, que todavía no había entrado en la turbulencia que
entraría unos años después.
Usted cuenta que ese castillo generaba en los niños algo especial…
Había algo que nos impactaba a los que vivíamos cerca de ese
castillo, que aún existe en la parte alta del Poblado, que era la
historia de la hija del dueño. Había un mito alrededor de Isolda, que
efectivamente fue un personaje real, y es que decían que estaba
embalsamada en el castillo. Que su padre efectivamente la tenía ahí
puesta sobre una mesa, también decían que la tenía en un sarcófago y
llegaron a decir que incluso la tenía embalsamada frente al piano. Yo no
sé por qué a mí se me metió que a la niña la tenían embalsamada en su
casa de muñecas, que había al lado del castillo. Entonces, todo este
mundo fascinante, yo creo que a los que vivíamos alrededor nos permitía
soñar. Esa historia la cargué durante mucho tiempo y en algún momento
dije que yo quería contar cómo fue ese momento antes en Medellín, previo
a esa historia que yo escribí alguna vez, y que realmente me cambió la
vida, que fue Rosario Tijeras. Tardé cerca de cuatro años escribiéndola.
La mayoría de sus novelas son protagonizadas por mujeres. En
esta, por primera vez, la voz protagónica es la del género masculino…
Sí, y siento que logré no solo un protagonista sino dos, que son
antagónicos, que están en extremos diferentes, en todos los sentidos: en
el económico, social, cultural, y eso me permitió poderme mover entre
mundos distintos, para ensayarlos. Me costó al principio encontrarles el
tono, la voz, pero creo que en este oficio, los hallazgos se dan en el
momento en que estás escribiendo. Uno puede estar lleno de ideas, de
imágenes, pero uno sabe que el momento real se da en la escritura. Creo
que los encontré, pero igualmente ellos van acompañados de la mano,
siempre, de mujeres muy fuertes.
¿En qué personajes reales está inspirada la novela?
Hay varios personajes reales que me inspiraron. Uno es el ‘Mono’
Riascos, que está inspirado en un personaje real que se llamaba el
‘Mono’ Trejos, que fue un bandido muy temido, sobre todo en las décadas
de los años 60 y de los 70, y en principio fue el que ejecutó el
secuestro de otro personaje real que se llama Diego Echavarría, que fue
el personaje este que vive en el castillo gótico-medieval del que
hablaba. A partir de esos dos personajes, yo comienzo a construir una
historia de ficción. Isolda, la hija de don Diego, y su esposa también
son personajes reales. Ya los otros son personajes que yo fui
incorporando, que hacen parte de las licencias que me tomé para
construir la historia.
Usted tiene una costumbre curiosa y es que una vez termina la novela, vuelve a transcribirla. ¿Por qué?
Cuando llego al punto final de la historia, suelo guardarla durante
unos meses, luego la imprimo, la pongo a mi lado y comienzo a
transcribirla palabra por palabra. Y creo que lo que estoy haciendo es
simplemente hacer lo que se hacía antes del computador, cuando se
escribía a mano o en máquina de escribir. Creo mucho en esa
transcripción porque te vuelve a meter no solamente en la lectura, sino
en la escritura. Y en ese proceso voy agregando y quitando. A veces,
también, encuentro partes con las que no me siento a gusto y me permiten
cuestionarme. Creo que es como continuar una tradición que se perdió
con la escritura en computador, que ayuda mucho, pero que de alguna
manera también nos vuelve perezosos.
¿Para qué sirve la literatura en la vida?
La literatura universal es la mejor autoayuda que puede haber.
Aquella en la que tú ves los rasgos de la condición humana. A través de
la historia de la literatura se han contado las miserias, las fisuras
del hombre, sus errores, sus aciertos; yo creo que ese es el mejor
espejo para que el lector se mire y encuentre ahí sus respuestas.
Otra de sus grandes pasiones es el cine. ¿Ya ha pensado en la
posibilidad de que esta novela sea llevada a la pantalla grande, como
otras suyas?
La verdad es que yo soy el primer sorprendido cuando surge una
adaptación al cine o la televisión de mis libros. En realidad yo siempre
escribo en términos estrictamente literarios. Esta es una novela de
época, que abarca un período muy amplio de la historia; no sé si eso
dificulta un poco. Pero creo que no soy yo la persona para mirar si es
adaptable o no. Creo que hay personas que tienen un ojo cinematográfico
mucho más educado, y que son quienes mirarán si se puede o no.
El camino de las letras
Pasó de los libros a las baladas, de las baladas al cine, de ahí a la
publicidad, y luego a la literatura. De William Faulkner a Paulina
Rubio, de Sandro a Woody Allen, y de Woody Allen a sus historias, a sus
propios personajes de piel, deseo, miedo, angustia, anhelo, paranoia y
ambición, a esa gente de todos los días y con todos los vicios que
conoció en Medellín en los peores tiempos de Medellín: años 80. De sus
historias y de la impotencia se nutrió, de la sangre de todos los días,
de la muerte, del todo vale, de sólo el amor salva. Entonces comenzó a
escribir oficialmente, porque ya antes lo había hecho en cientos de
páginas de cuaderno. Comenzó a escribir, aunque en el camino estudiara
cine, viajara a Londres un par de veces, creara una agencia de
publicidad y se matriculara en diversos talleres de literatura.
“Pienso
que ningún arte se acerca tanto al conocimiento de la condición humana
como la literatura —le confesaría Jorge Franco a Eduardo Arias , años
más tarde, en la revista Soho—. Que la palabra escrita es la más precisa
de todas. Que la escritura no subestima la imaginación como los medios
audiovisuales, donde todo está dado. La escritura no le da espacio a la
pereza mental, más bien deja el espacio libre para imaginar a nuestro
antojo, para que el lector redondee a su criterio lo que el escritor
quiso insinuar. Y, sobre todo, le apuesto a la literatura porque es el
mejor antídoto contra la imbecilidad”. La imbecilidad fue, en su obra,
la plata fácil, la cultura de los narcos, la venganza descarnada. Mucho
de Colombia, casi todo de Medellín. Toda aquella imbecilidad lo llevó a
escribir Rosario Tijeras, más que un clic en su vida, una bomba que
partió en dos su obra. Rosario Tijeras fue una joven, como tantas otras,
que fue violada de niña en las comunas de Medellín, que creció con el
odio incrustado en la piel, y que cuando pudo, cobró venganza de todo y
de todos. En abril del 99, Enrique Santos Calderón elogió en su columna
de Contraescape el libro y a Franco. “Se trata de una novela violenta y
tierna a la vez —escribió—. De una historia de amor en medio de la rumba
loca, el frenesí suicida y el choque de valores, clases y culturas que
produjo el auge del narcotráfico en la sociedad antioqueña. Un tema
fascinante, que se prestaba para el morbo o el sensacionalismo, pero que
Jorge Franco trata con una limpieza literaria impresionante. Es un
libro duro, pero natural y fresco. Escrito en un ritmo ascendente, que
no decae un minuto y que gira en torno de los recuerdos que asaltan a
uno de los enamorados de Rosario mientras ella agoniza en el hospital”.
Pasados
unos años, Franco admitiría que aquella columna de Santos había sido
fundamental para Rosario Tijeras. “Me hizo el milagro de salir del
cascarón del anonimato cuando se ocupó de Rosario Tijeras, si bien
pienso que el libro se hubiera abierto camino solito, hubiera calado por
sí mismo entre los lectores”. Aclararía, también, las razones por las
cuales las mujeres eran tan importantes en sus textos. “Bueno, yo sabía
mucho sobre el tema del sicariato porque me crié en Medellín —le diría a
Arias—. Pero además investigué, y en un estudio sobre el sicariato
encontré algo que me sorprendió incluso a mí: las niñas metidas en ese
sistema. Vi que allí había una historia: me acerqué a estas chicas en un
correccional para menores y hablé con ellas. Si la historia de Rosario
parece violenta, comparada con lo que cuentan esas niñas parece un
cuento infantil. De todos modos, yo quería hacer algo no sólo
testimonial, entonces recurrí a mis dos temas favoritos: el amor y el
mundo femenino. Puse como telón de fondo esa realidad y, en primer
plano, la historia de esta niña contada por su enamorado, que la lleva
en sus brazos, moribunda”.
La mujer, las mujeres, sus sacrificios y
resentimientos, su magia, su amor por el amor, sus ironías y
contradicciones, sus anhelos, retornaron en Paraíso Travel (2002), otro
de sus golpes literarios. Medellín quedó atrás. La reemplazó Nueva York.
Y al narcotráfico, la lucha de los inmigrantes por permanecer dentro de
una sociedad que los persigue, los estigmatiza, los humilla y condena.
Los colombianos, más allá de fronteras y lenguajes, siguieron siendo los
mismos perjudicados de siempre. Perjudicados y victimarios. Algunos
críticos le enrostraron a Franco su crudeza con los colombianos. Él,
simplemente, dijo: “Quedan jodidos en un mínimo porcentaje comparado con
lo jodidos que estamos en la realidad. Yo llegué a Nueva York y
encontré casos de secuestros, de extorsión; digamos, todo lo que sucede
acá, un microcosmos trasladado a la colonia colombiana. Conocí un
muchacho que tenía que pagar a unos sicarios para que no le secuestraran
a un familiar en Medellín”.
Diez, doce años más tarde, Franco, o
sus letras, que es casi lo mismo, retornaron a Medellín con su novela El
mundo de afuera. Como decía la reseña: “Allí, el tiempo viene envuelto
en una neblina, y las voces parecen silbidos que se pierden entre las
ramas. Una especie de castillo se atisba en las frondosas afueras y de
una puerta sale corriendo una niña rubia. Unos ojos miran cautivados esa
presencia insólita y la niña se pierde en el bosque. En 1971, el padre
de esa niña, don Diego, ha sido secuestrado. El Mono es el cabecilla de
los maleantes, cuya intención es pedir un rescate millonario a la
familia. El Mono tiene otras razones que las económicas para secuestrar a
don Diego: la obsesión amorosa por la hija de este, Isolda, una
princesa rubia a quien el padre, amante de la ópera de Wagner, mantiene
encerrada en el ‘castillo’ para preservar su pureza y evitar el contagio
con el mundo sucio que les rodea. Don Diego es germanófilo y se ha
casado con Dita, una mujer alemana que dejó el Berlín nazi para vivir en
la copia del castillo de La Rochefoucauld que su marido ha levantado en
Medellín. Desde muy pequeña, Isolda ha tomado la costumbre de escapar
al bosque, donde antes jugaba con conejos fantásticos que le tejían
peinados, mientras el Mono la admiraba encaramado en los árboles”.
Él,
Franco, fue parte de su novela, con otros nombres y en otros parajes
tal vez, pero él. Un hombre que fue niño y que tuvo que crecer escondido
entre cuatro paredes, que se refugió en su imaginación para salvarse
del miedo, que fue rebelde “porque el mundo me hizo así”, como cantaba a
dúo con Jeanette, que ni bebía ni fumaba porque ese perderse en su
mundo imaginario era casi suficiente, que se declaraba en guerra contra
las imposiciones de los retrógrados. “Recuerdo que estando en un colegio
jesuita, me dicen que van a celebrar la ceremonia de confirmación. Fui
entonces a decirle al padre que lo haría pero sin confesarme y él me
dijo que era requisito. Pero gané, logré confirmarme sin confesión. No
tenía bronca con la religión, pero iba a misa obligado y al colegio
también, porque tocaba (…) Desde hace mucho no tengo relaciones con la
Iglesia, no me casé por la Iglesia, pero con los jesuitas hubo algo en
su forma de ser que me permitió estar ahí”.
Y estuvo ahí, con los
jesuitas. Y estuvo ahí, en Medellín. Y estuvo ahí, en Colombia, pero
sobre todo, estuvo siempre apegado a la literatura, o a contar
historias, o a escribir. Consciente de que “no escucho nada nuevo, que
oriente; no veo un líder, un político, alguien que dé una señal, una luz
que indique el camino. No lo muestra el gobierno, ni los grupos al
margen de la ley. Entonces ¿qué queda? Pues como levantar los hombros.
No hay nada. Soy de un carácter más bien pesimista”. Consciente de que
todo pasa, de que no hay absolutos, de que no hay soluciones
definitivas. Ni milagros ni divinidades. Todo humano, demasiado humano,
como escribió Nietzsche. Todo pequeño.