El resucitador, como sucede en otras narraciones de Lovecraft, pone un pie en la ciencia-ficción. En efecto, se trata de la historia del visionario médico Herbert West y de su amigo y ayudante, que oficia de narrador
H. P. Lovecraft. Escritor de terror y ciencia-ficción |
Hace unas semanas escribí en El Mundo sobre H.P. Lovecraft (1890-1937),
reflejando el “boom” editorial que está protagonizando en estos meses
el creador de la moderna literatura de horror fantástico. Uno de los
libros que señalan este renacimiento del escritor norteamericano, que
nunca llegó a publicar un libro en vida, es El resucitador,
editado por Periférica, relato breve o, si se prefiere, novela corta
cuya acción transcurre básicamente en dos lugares emblemáticos de la
ficción lovecraftiana: la ciudad de Arkham y la universidad de
Miskatonic.
El resucitador, como sucede en otras narraciones de
Lovecraft, pone un pie en la ciencia-ficción. En efecto, se trata de la
historia del visionario médico Herbert West y de su amigo y ayudante,
que oficia de narrador. Ambos son materialistas, y no sólo no creen en
la existencia del alma, sino que piensan que la vida y la conciencia son
el resultado de una mecánica biológica que ni siquiera está regida por
el cerebro, sino que se encuentra asentada en la totalidad del cuerpo,
de manera que la infiltración de determinadas soluciones químicas –pues
las funciones del organismo son mera química- puede ser capaz de
resucitar a los muertos, siempre que esa resucitación se practique con
la fórmula adecuada, con premura, sobre cadáveres –“especímenes”, dice
Lovecraft- frescos y no muy dañados en sus órganos fundamentales.
A esa tarea se entregan, bajo la dirección imperativa del exaltado
West, los dos amigos, siendo su primer requisito conseguir, por
cualquier método, esos cadáveres. El relato, como habrá colegido el
lector, se inspira en el Frankenstein (1818), de Mary Shelley,
pero va más lejos en su, digamos, condicionado científico y en su
horizonte de propuesta, al prescindir del papel decisivo del cerebro y
al propugnar, conforme evoluciona, que cualquier parte del cadáver
tratado químicamente puede volver a la vida con autonomía. La narración,
por otra parte, introduce la figura de los zombis –sin llamarlos así-,
de los muertos vivientes, siendo ésta –por la edad de oro que
actualmente “viven” los zombis en el cine y en la literatura- una de las
razones, entre otras varias, del rescate y vigencia del escritor de
Providence, seminal precursor de tantas fantasías y de no pocas
parciales realidades.
Los amantes del género disfrutarán de El resucitador con
espanto creciente, pues la mente del doctor West va propiciando, ante el
miedo creciente de su abducido colaborador, escenas y episodios cada
vez más espeluznantes, cuyo efecto no mengua por las constantes
repeticiones y recapitulaciones –que delatan su origen como narración
seriada por capítulos- ni por los apuntes racistas –“un asqueroso
monstruo africano”- que, sin duda, repugnan al lector de hoy y que, como
es sabido, fueron muy propios de un Lovecraft convencido de la
superioridad de la raza blanca.
“Sobre Herbert West, que fue mi amigo en la universidad y en años
posteriores, sólo puedo hablar con extremo horror”. Así comienza la
narración. “Extremo horror”. El temible e influyente crítico
norteamericano Edmund Wilson fulminó brutalmente a Lovecraft en un artículo publicado en 1945, justo cuando el autor de En las montañas de la locura
(Acantilado) estaba siendo reivindicado y alcanzaba la popularidad y el
respeto de los que hoy goza. “El único verdadero horror en la mayoría
de estas ficciones es el horror al mal gusto y al mal arte”, escribió el
implacable crítico de The New Yorker, quien, dicho sea de paso, también consideraba mediocre a Robert Louis Stevenson, no así a Edgar Allan Poe, claro antecedente de Lovecraft.
Un argumento central de la despiadada diatriba de Wilson se presta,
sin embargo, a una reflexión interesante. Escribe el crítico
norteamericano: “Una de las mayores faltas de Lovecraft es su
incesante esfuerzo por preparar las expectativas del lector con
adjetivos tales como “horrible”, “terrible”, “aterrador”, “increíble”,
“espeluznante”, “raro”, “prohibido”, “profano”, “blasfemo”, “infernal” y
“diabólico”. Ciertamente una de las reglas básicas para escribir un
cuento de terror eficaz es no usar nunca una de estas palabras”.
Esos adjetivos y otros similares abundan, desde luego, en los relatos de Lovecraft. ¿Exagera
Wilson?, ¿tiene razón al formular su estricta regla? En todo caso, es
probable que lo mejor de la literatura de Lovecraft no radique en su
lenguaje, en el uso y combinación de las palabras, sino en la fuerza de
sus ideas y de sus tramas, en la esencia de sus personajes y de las
acciones que abordan, en la imaginación del escritor a la hora de lograr
que el lector traspase los límites de su propia fantasía y se adentre
en los horrores, sí, de sus pesadillas, en un imposible que aparece como
el lado oculto de lo real.