Quien se asoma a El gran cuaderno entra en un mundo en el que la crueldad se ha adueñado de cada rincón. En un país en guerra –podría ser Hungría, de donde procede Kristof- una madre lleva a sus hijos gemelos con su abuela, que vive en un pueblo, para protegerlos de los bombardeos y del hambre que sufren en la ciudad
Fotograma de El gran cuaderno, de János Szász, basada en el libro homónimo de Agota Kristof./elpais.com |
En una reseña del blog Estado Crítico sobre La ética de la crueldad,
Sara Mesa mencionaba a una autora que en aquel entonces yo no había
leído, Agota Kristof, y la citaba como ejemplo de escritora de obras
crueles. La curiosidad me empujó a buscar algún libro suyo. El primero que cayó en mis manos fue El gran cuaderno. No exagero si digo que lo leí de una sentada.
Tampoco lo hago diciendo que al día siguiente regresé a la librería y
me compré las dos siguientes novelas que componen la trilogía: La prueba y La tercera mentira (publicada en España como Claus y Lucas). Desde entonces he leído seis de sus libros, todos recomendables, todos devastadores y al mismo tiempo de una gran belleza.
Quien se asoma a El gran cuaderno entra en un mundo en el que la crueldad se ha adueñado de cada rincón.
En un país en guerra –podría ser Hungría, de donde procede Kristof- una
madre lleva a sus hijos gemelos con su abuela, que vive en un pueblo,
para protegerlos de los bombardeos y del hambre que sufren en la ciudad.
La abuela recibe con alegre ferocidad a los dos “hijos de perra”, o
“hijos del diablo”, como le gusta llamarlos, les roba el dinero que
envía la madre, los mantiene en la miseria y la suciedad. Cierto, no
todos los habitantes de la aldea son brutales con ellos: está por
ejemplo la criada que lava sus ropas, les da de comer, los baña, los
mima y les hace felaciones. El mundo es así: pasan cosas
incomprensibles, atroces muchas de ellas, y hay que aprender a
soportarlas. Los niños hacen lo que hacemos todos, inventar maneras de
acostumbrarse al dolor. Se insultan uno a otro hasta que les da igual la
humillación; se golpean hasta volverse indiferentes a los golpes;
ayunan para acostumbrarse al hambre; matan animales porque no les gusta
hacerlo y eso les parece una debilidad. No sentir, no padecer, no amar,
porque el amor no correspondido duele; por eso también se repiten las
palabras cariñosas de la madre hasta que no significan nada para ellos. Y
si matan a su padre no es porque lo odien por haberlos abandonado, sino
porque les resulta útil para sus planes. No aman y no aborrecen. Y eso
les permite componer su propio código ético, que nunca llegamos a
entender del todo.
Como
casi todos los grandes escritores crueles, Agota Kristof crea el
lenguaje necesario para sus fines. ¿Qué estilo convendría a ese mundo
sin sentimientos, en el que nadie parece actuar movido por la compasión o
la simpatía? Un estilo con la belleza de algunos paisajes
desérticos, de un bosque seco, de un suelo volcánico. Nada crece que no
sea indispensable y robusto, nada que no soporte condiciones extremas.
Frases breves, descriptivas, despojadas de opiniones o valoraciones: las
cosas suceden, las queramos o no; la vida es inexorable y nunca es
feliz, así que no merece la pena perder el tiempo con muchos adjetivos.
En un mundo carente de sentido es absurdo intentar dárselo mediante la
interpretación.
Agota Kristof escribió en La analfabeta que el estilo de la
trilogía se debía a que estaba escribiendo en un idioma extranjero; tras
huir de Hungría por razones políticas, atravesando la frontera junto
con su marido y su hijo pequeño, se instaló en Suiza y tuvo que aprender
francés. Y escribe en lo que puede parecer un francés tosco,
pero cuya dureza acaba convirtiéndolo en un lenguaje hipnótico, que no
te permite distracción ni consuelo alguno. El lenguaje también puede ser
cruel.
En otro lugar he escrito que hay autores que son crueles no porque
nos entreguen historias llenas de violencia, sino porque confrontan al
espectador consigo mismo, le obligan a poner en tela de juicio su manera
de mirar, hacen tambalearse las certezas con las que se protege de lo
imprevisible de la vida.
Cuando Agota Kristof escribió El gran cuaderno no había
pensado que fuese a formar parte de una trilogía. Pero, como diría
después, los personajes no la dejaban tranquila. La crueldad ambiental
sigue presente en la continuación de la historia (ah, esa escena
magnífica en la que Lucas encuentra a una joven llorando junto a un río
helado; ella tiene un bebé en brazos, ha querido ahogarlo pero no ha
sido capaz; Lucas entonces le ofrece arrojarlo al agua por ella; como la
madre ya no quiere hacerlo, Lucas acoge a ambos en su casa y se ocupa
de ellos.) Pero la crueldad es aún más refinada, porque lo que
hace Kristof en los siguientes libros es poner en tela de juicio nuestra
relación con la historia.
Aunque nos rebelemos contra ello, todos buscamos la empatía: entender
a los personajes, comprender sus motivaciones, identificarnos con tal o
cual rasgo, sentirnos cerca de ellos. Lo que es otra manera de
decir que nos gustaría que los personajes estuviesen vivos y que
nosotros pudiésemos ser durante un tiempo parte de su mundo.
Incluso del mundo despiadado de los gemelos; acabamos tomándoles afecto,
porque no son más crueles que lo que les rodea, y porque son capaces de
resistir, a su manera, a todas las pérdidas y todas las humillaciones.
Quién pudiera hacer lo mismo.
Pero en las dos siguientes novelas se van sembrando las dudas del lector. ¿Han
existido Claus y Lucas? ¿Son las misma persona?: un nombre es el
anagrama del otro, varios de los personajes dan a entender que nunca
conocieron al hermano, algunos expresan dudas sobre su existencia... ¿Es
todo la invención de uno de ellos? Y, si es así, ¿de cuál de
los dos? La empatía se destruye al destruirse al personaje; nada queda
en pie; ni siquiera la verdad de nuestras emociones, que se quedan
desamparadas, sin saber sobre quién volcarse. También el lenguaje cambia
ligeramente, los párrafos y los diálogos se vuelven más largos para
reflejar la complejidad de los sentimientos, que ahora sí afloran:
amargura, celos, soledad, rabia.
A muchos lectores les gustan menos La prueba y La tercera mentira que El gran cuaderno.
Sin duda prefieren la crueldad exacerbada pero verosímil, contundente,
sólida de éste a la confusión que generan los otros dos. La autora nos
obliga a comprender –nos reboza el hocico en esa dura constatación- que
lo que leemos no es real, que no podemos permitirnos el consuelo de
habitar esas páginas. Nosotros estamos siempre fuera, solos, con
nuestras propias crueldades. La literatura de evasión es
ridícula. Y lo somos los lectores cuando buscamos refugio en ella. Agota
Kristof se niega a ser cómplice del engaño.