Santos Juliá narra en su nuevo ensayo la historia reciente de España a través de los manifiestos de intelectuales, desde el desastre del 98 hasta el inicio de la crisis actual
De izquierda a derecha. El ministro de Trabajo, Largo Caballero, Unamuno y el titular de Hacienda, Indalecio Prieto, durante la manifestación del Primero de Mayo de 1931. /elpais.com |
Entre la carta que Unamuno escribió en noviembre de 1896 para apelar a
la clemencia de Cánovas del Castillo a favor de un anarquista
predestinado a pagar por otros y el manifiesto de Convocatoria Cívica,
presentado en el Ateneo de Madrid en julio de 2013 en defensa de “otro
camino” para salir de la crisis y fortalecer la democracia, hay una
cuerda de la que ha tirado Santos Juliá para escribir su nuevo ensayo: Nosotros, los abajo firmantes. Una historia de España a través de manifiestos y protestas(Galaxia Gutenberg).
Desde aquel extremo decimonónico nada, ni siquiera las etapas de
mordaza democrática (las dos dictaduras y la guerra), ha roto la cuerda
que lleva del desastre político del 98
al desastre económico de 2008. Así que Juliá reconstruye las
convulsiones del pasado reciente a partir de 446 escritos (manifiestos,
cartas, artículos, declaraciones…) que representan una voz colectiva y
que aspiran a influir sobre las acciones de gobierno. “La primera vez
que se sustantiva en un documento público la palabra intelectual es en
la carta de Unamuno. En Francia ocurre en torno al caso Dreyfus,
cuando se da la primera manifestación colectiva de los intelectuales.
El equivalente español será con la Generación del 14, aquí se da una
pequeña gran guerra de palabras entre aliadófilos y germanófilos”,
expone el historiador. “Nos hacemos solidarios de la causa de los
aliados, en cuanto representa los ideales de la justicia, coincidiendo
con los más hondos e ineludibles intereses políticos de la nación”,
voceaban desde la revista España en julio de 1915 Ortega y Gasset, Pérez
Galdós, Romero de Torres, Unamuno, Machado, Falla o Pittaluga.
“Afirmando la neutralidad del Estado español, se complacen en manifestar
la más rendida admiración y simpatía por la grandeza del pueblo
germánico, cuyos intereses son perfectamente armónicos con los de
España” replicaban cinco meses después desde Abc Benavente y Vázquez de Mella, entre otros.
Hasta este intercambio de puyas públicas, y con pocas excepciones (en
Cataluña), los intelectuales se habían expresado de forma individual.
Cada integrante de la Generación del 98 lloró y reflexionó por su
cuenta. Pero la carrera de El Llanero Solitario se extingue con ellos. A
partir de la Primera Guerra Mundial lo colectivo se impone. Se
registran alianzas que hoy asombrarían como la que observa Juliá durante
la dictadura de Primo de Rivera: “Lo
insólito fue que los intelectuales, que no habían manifestado oposición
ni levantado lamento alguno por las libertades perdidas ni por el
Parlamento cerrado, se mostraron de pronto muy numerosos y unidos en
defensa de la lengua catalana, que el dictador había proscrito de actos y
documentos oficiales y cuyo uso en las escuelas de primera enseñanza
había prohibido”.
En los treinta florecen los llamamientos políticos de pensadores.
Desde las filas conservadoras, adormecidas hasta entonces, emergen voces
como la del escritor José María Pemán que, en 1932, ataca al gremio:
“En lugar de enfrentarse valientemente con la masa y aprovechar su
nombre y su prestigio para imponerle sus ideas selectas, limitadoras de
los excesos, el intelectual lo que ha hecho es decorar con su prestigio y
con su nombre las ideas mediocres que la masa le imponía a él”. En
aquel marco internacional de pugna (también teórica) entre fascismo y
comunismo, España aporta su singular grano de arena. “El peso de los
intelectuales católicos será muy importante, con corrientes muy
combativas que defienden el exterminio del adversario. Esto le da un
carácter a la guerra que hace que no solo se pueda reducir al
fascismo/antifascismo, sino también al ser o no católico”, explica
Juliá. La derecha exalta la nación. La izquierda, el pueblo. “Este
levantamiento criminal de militarismo, clericalismo y aristocratismo de
casta contra la República democrática, contra el pueblo, representado
por su Gobierno del Frente Popular, ha encontrado en los procedimientos
fascistas la novedad de fortalecer todos aquellos elementos mortales de
nuestra historia…”, sostienen en La Voz el 30 de julio de 1936, entre otros, Gómez de la Serna, Chacel, Buñuel, Halffter o Dieste.
La dictadura de Franco trasladó las protestas al exilio. Juliá
aprecia dos etapas. Hasta 1953 los desterrados reclaman un retorno de la
República de la mano de los aliados. “Eso pierde fuerza a medida que se
convencen de que no tendrá viabilidad”, señala el autor de Historias de las dos Españas,
el libro de 2004 que motivó su inicial recopilación de escritos que con
el tiempo alimentarían el actual ensayo. Las revueltas estudiantiles de
1956 confirman la inflexión, como delata esta firma: “Nosotros, hijos
de los vencedores y los vencidos”. “La mirada ya no se dirige a los
aliados, sino al interior. Empieza la teoría de los puentes y, a partir
de los sesenta, proliferan los manifiestos firmados por gente que está
dentro y fuera que plantean demandas concretas”, indica Juliá. Comienza
“la lucha firmada”, en palabras de Javier Pradera. Uno de los ejemplos
tempranos es una carta de mayo de 1962, a raíz de una huelga minera,
suscrita por Menéndez Pidal, Cela, Laín Entralgo, Aleixandre,
Gil-Robles, Bergamín, Marías, Sastre, Saura, Torrente Ballester o
Ridruejo.
La democracia mantuvo el vigor del sujeto colectivo, aunque se
perciben cambios. “Se acrecienta la importancia de la gente del mundo
del espectáculo o trabajadores de la cultura, que ya había comenzado a
finales del franquismo. En un mismo manifiesto podemos encontrar juntos a
Sara Montiel y Aranguren, o a Cela y Ana Belén”. Culmina ese momento
con el Manifiesto por el Cambio de 1982, el último en el que las
diferencias partidistas no dividían en bandos a los intelectuales. Luego
llegaron decepciones (el ingreso en la OTAN,
la continuidad del terrorismo de ETA, las cuestiones territoriales, la
guerra de Irak…) y revoluciones tecnológicas (Internet). “Del
intelectual-profeta se pasa al observador comprometido con valores
universales. Con la Red se multiplican los manifiestos. Puede provocar
una banalización y ruido, pero es un elemento movilizador como nunca ha
habido, como vimos con la defensa de la sanidad pública en Madrid.
Aumenta la conciencia crítica, muy importante para la consolidación de
la democracia del futuro. El intelectual ya no tiene púlpito pero sí un
lugar en el escenario”.