Gabriel García Márquez
El avión de la bella durmiente
Era bella, elástica, con una piel tierna del color del pan y
los ojos de almendras verdes, y tenía el cabello liso y negro y largo
hasta la espalda, y una aura de antigüedad que lo mismo podía ser de
Indonesiá que de los Andes. Estaba vestida con un gusto sutil: chaqueta
de lince, blusa de seda natural con flores muy tenues, pantalones de
lino crudo, y unos zapatos lineales del color de las bugambilias. “Esta
es la mujer más bella que he visto en mi vida”, pensé, cuando la vi
pasar con sus sigilosos trancos de leona, mientras yo hacía la cola para
abordar el avión de Nueva York en el aeropuerto Charles de Gaulle de
París. Fue una aparición sobrenatural que existió sólo un instante y,
desapareció en la muchedumbre del vestíbulo.
Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera.
Yo estaba en la fila de registro detrás de una anciana holandesa que demoró casi una hora discutiendo el peso de sus once maletas. Empezaba a aburrirme cuando vi la aparición instantánea que me dejó sin aliento, así que no supe cómo terminó el altercado, hasta que la empleada me bajó de las nubes con un reproche por mi distracción. A modo de disculpa le pregunté si creía en los amores a primera vista. “Claro que sí”, me dijo. “Los imposibles son los otros”. Siguió con la vista fija en la pantalla,de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.
—Me da lo mismo —le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once maletas.
Ella lo agradeció con una sonrisa comercial sin apartar la vista de la pantalla fosforescente.
—Escoja un número —me dijo—: tres, cuatro o siete.
—Cuatro.
Su sonrisa tuvo un destello triunfal.
—En quince años que llevo aquí —dijo—, es el primero que no escoge el siete.
Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo entonces me advirtió que el aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que Dios quiera —dijo con su sonrisa. La radio anunció esta mañana que será la nevada más grande del año.
Se equivocó: fue la más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase la primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta la música enlatada parecía tan sublime y sedante como lo pretendían sus creadores. De pronto se me ocurrió que aquel era un refugio adecuado para la bella, y la busqué en los otros salones, estremecido por mi propia audacia. Pero la mayoría eran hombres de la vida real que leían periódicos en inglés mientras sus mujeres pensaban en otros, contemplando los aviones muertos en la nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando las fábricas glaciales, los vastos sementeras de Roissy devastados por los leones. Después del mediodía no había un espacio disponible, y el calor se había vuelto tan insoportable que escapé para respirar.
Afuera encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las salas de espera, y estaban acampadas en los corredores sofocantes, y aun en las escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje. Pues también la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico, transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.
A la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías, los bares atestados, y en menos de tres horas tuvieron que cerrarlos porque no había nada qué comer ni beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos los del mundo, se pusieron a llorar al mismo tiempo, y empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño. Era el tiempo de los instintos. Lo único que alcancé a comer en medio de la rebatiña fueron los dos últimos vasos de helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a poco en el mostrador, mientras los camareros ponían las sillas sobre las mesas a medida que se desocupaban, y viéndome a mí mismo en el espejo del fondo, con el último vasito de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en la bella.
El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los viajeros expertos. “Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería”, pensé. Y apenas si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió.
Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no la despertara por ningún motivo durante el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.
Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.
Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por una azafata cartesiano que trató de despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, v aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.
Hice una cena solitaria, diciéndome en silencio lo que le hubiera dicho a ella si hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir sino para morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.
—A tu salud, bella.
Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche del Atlántico era inmensa y limpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas. Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude percibir fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, las orejas perfectas sin puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud, y un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte años me consolé con la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero. “Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados”, pensé, repitiendo en la cresta de espúmas,de champaña el soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acostados más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su respiración era el mismo de la voz, y su piel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunarl Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia de¡ placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.
—Quién iba a creerlo —me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña—: Yo, anciano japonés a estas alturas.
Creo que dormí varias horas, vencido por la champaña y los fogonazos mudos de la película, Y desperté con la cabeza agrietada. Fui al baño. Dos lugares detrás del mío yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la poltrona. Parecía un muerto olvidado en el campo de batalla. En el suelo, a mitad del pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos.
Después de desahogarme de los excesos de champaña me sorprendí a mí mismo en el espejo, indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los estragos del amor. De pronto el avión se fue a pique, se enderezó como pudo, y prosiguió volando al galope. La orden de volver al asiento se encendió. Salí en estampida, con la ilusión de que sólo las turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que tuviera que refugiarse en mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a punto de pisar los lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y se los puse en el regazo, agradecido de pronto de que no hubiera escogido antes que yo el asiento número cuatro.
El sueño de la bella era invencible. Cuando el avión se estabilizó, tuve que resistir la tentación de sacudirla con cualquier pretexto, porque lo único que deseaba en aquella última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui capaz. “Carajo”, me dije, con un gran desprecio. “¡Por qué no nací Tauro!”.
Despertó sin ayuda en el instante en que se encendieron los anuncios del aterrizaje, y estaba tan bella y lozana como si hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones, igual que los matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar. Tampoco ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la poltrona, tiró a un lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban solas con su propio peso, volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido y superfluo, que le alcanzó justo para no mirarme hasta que la puerta se abrió. Entonces se puso la chaqueta de lince, pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en castellano puro de las Américas, y se fue sin despedirse siquiera, sin agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.
Eran las nueve de la mañana. Estaba nevando desde la noche anterior, y el tránsito era más denso que de costumbre en las calles de la ciudad, y más lento aún en la autopista, y había camiones de carga alineados a la orilla, y automóviles humeantes en la nieve. En el vestíbulo del aeropuerto, en cambio, la vida seguía en primavera.
Yo estaba en la fila de registro detrás de una anciana holandesa que demoró casi una hora discutiendo el peso de sus once maletas. Empezaba a aburrirme cuando vi la aparición instantánea que me dejó sin aliento, así que no supe cómo terminó el altercado, hasta que la empleada me bajó de las nubes con un reproche por mi distracción. A modo de disculpa le pregunté si creía en los amores a primera vista. “Claro que sí”, me dijo. “Los imposibles son los otros”. Siguió con la vista fija en la pantalla,de la computadora, y me preguntó qué asiento prefería: fumar o no fumar.
—Me da lo mismo —le dije con toda intención—, siempre que no sea al lado de las once maletas.
Ella lo agradeció con una sonrisa comercial sin apartar la vista de la pantalla fosforescente.
—Escoja un número —me dijo—: tres, cuatro o siete.
—Cuatro.
Su sonrisa tuvo un destello triunfal.
—En quince años que llevo aquí —dijo—, es el primero que no escoge el siete.
Marcó en la tarjeta de embarque el número del asiento y me la entregó con el resto de mis papeles, mirándome por primera vez con unos ojos color de uva que me sirvieron de consuelo mientras volvía a ver la bella. Sólo entonces me advirtió que el aeropuerto acababa de cerrarse y todos los vuelos estaban diferidos.
—¿Hasta cuándo?
—Hasta que Dios quiera —dijo con su sonrisa. La radio anunció esta mañana que será la nevada más grande del año.
Se equivocó: fue la más grande del siglo. Pero en la sala de espera de la primera clase la primavera era tan real que había rosas vivas en los floreros y hasta la música enlatada parecía tan sublime y sedante como lo pretendían sus creadores. De pronto se me ocurrió que aquel era un refugio adecuado para la bella, y la busqué en los otros salones, estremecido por mi propia audacia. Pero la mayoría eran hombres de la vida real que leían periódicos en inglés mientras sus mujeres pensaban en otros, contemplando los aviones muertos en la nieve a través de las vidrieras panorámicas, contemplando las fábricas glaciales, los vastos sementeras de Roissy devastados por los leones. Después del mediodía no había un espacio disponible, y el calor se había vuelto tan insoportable que escapé para respirar.
Afuera encontré un espectáculo sobrecogedor. Gentes de toda ley habían desbordado las salas de espera, y estaban acampadas en los corredores sofocantes, y aun en las escaleras, tendidas por los suelos con sus animales y sus niños, y sus enseres de viaje. Pues también la comunicación con la ciudad estaba interrumpida, y el palacio de plástico, transparente parecía una inmensa cápsula espacial varada en la tormenta. No pude evitar la idea de que también la bella debía estar en algún lugar en medio de aquellas hordas mansas, y esa fantasía me infundió nuevos ánimos para esperar.
A la hora del almuerzo habíamos asumido nuestra conciencia de náufragos. Las colas se hicieron interminables frente a los siete restaurantes, las cafeterías, los bares atestados, y en menos de tres horas tuvieron que cerrarlos porque no había nada qué comer ni beber. Los niños, que por un momento parecían ser todos los del mundo, se pusieron a llorar al mismo tiempo, y empezó a levantarse de la muchedumbre un olor de rebaño. Era el tiempo de los instintos. Lo único que alcancé a comer en medio de la rebatiña fueron los dos últimos vasos de helado de crema en una tienda infantil. Me los tomé poco a poco en el mostrador, mientras los camareros ponían las sillas sobre las mesas a medida que se desocupaban, y viéndome a mí mismo en el espejo del fondo, con el último vasito de cartón y la última cucharita de cartón, y pensando en la bella.
El vuelo de Nueva York, previsto para las once de la mañana, salió a las ocho de la noche. Cuando por fin logré embarcar, los pasajeros de la primera clase estaban ya en su sitio, y una azafata me condujo al mío. Me quedé sin aliento. En la poltrona vecina, junto a la ventanilla, la bella estaba tomando posesión de su espacio con el dominio de los viajeros expertos. “Si alguna vez escribiera esto, nadie me lo creería”, pensé. Y apenas si intenté en mi media lengua un saludo indeciso que ella no percibió.
Se instaló como para vivir muchos años, poniendo cada cosa en su sitio y en su orden, hasta que el lugar quedó tan bien dispuesto como la casa ideal donde todo estaba al alcance de la mano. Mientras lo hacía, el sobrecargo nos llevó la champaña de bienvenida. Cogí una copa para ofrecérsela a ella, pero me arrepentí a tiempo. Pues sólo quiso un vaso de agua, y le pidió al sobrecargo, primero en un francés inaccesible y luego en un inglés apenas más fácil, que no la despertara por ningún motivo durante el vuelo. Su voz grave y tibia arrastraba una tristeza oriental.
Cuando le llevaron el agua, abrió sobre las rodillas un cofre de tocador con esquinas de cobre, como los baúles de las abuelas, y sacó dos pastillas doradas de un estuche donde llevaba otras de colores diversos. Hacía todo de un modo metódico y parsimonioso, como si no hubiera nada que no estuviera previsto para ella desde su nacimiento. Por último bajó la cortina de la ventana, extendió la poltrona al máximo, se cubrió con la manta hasta la cintura sin quitarse los zapatos, se puso el antifaz de dormir, se acostó de medio lado en la poltrona, de espaldas a mí, y durmió sin una sola pausa, sin un suspiro, sin un cambio mínimo de posición, durante las ocho horas eternas y los doce minutos de sobra que duró el vuelo a Nueva York.
Fue un viaje intenso. Siempre he creído que no hay nada más hermoso en la naturaleza que una mujer hermosa, de modo que me fue imposible escapar ni un instante al hechizo de aquella criatura de fábula que dormía a mi lado. El sobrecargo había desaparecido tan pronto como despegamos, y fue reemplazado por una azafata cartesiano que trató de despertar a la bella para darle el estuche de tocador y los auriculares para la música. Le repetí la advertencia que ella le había hecho al sobrecargo, pero la azafata insistió para oír de ella misma que tampoco quería cenar. Tuvo que confirmárselo el sobrecargo, v aun así me reprendió porque la bella no se hubiera colgado en el cuello el cartoncito con la orden de no despertarla.
Hice una cena solitaria, diciéndome en silencio lo que le hubiera dicho a ella si hubiera estado despierta. Su sueño era tan estable, que en cierto momento tuve la inquietud de que las pastillas que se había tomado no fueran para dormir sino para morir. Antes de cada trago, levantaba la copa y brindaba.
—A tu salud, bella.
Terminada la cena apagaron las luces, dieron la película para nadie, y los dos quedamos solos en la penumbra del mundo. La tormenta más grande del siglo había pasado, y la noche del Atlántico era inmensa y limpida, y el avión parecía inmóvil entre las estrellas. Entonces la contemplé palmo a palmo durante varias horas, y la única señal de vida que pude percibir fueron las sombras de los sueños que pasaban por su frente como las nubes en el agua. Tenía en el cuello una cadena tan fina que era casi invisible sobre su piel de oro, las orejas perfectas sin puntadas para los aretes, las uñas rosadas de la buena salud, y un anillo liso en la mano izquierda. Como no parecía tener más de veinte años me consolé con la idea de que no fuera un anillo de bodas sino el de un noviazgo efímero. “Saber que duermes tú, cierta, segura, cauce fiel de abandono, línea pura, tan cerca de mis brazos maniatados”, pensé, repitiendo en la cresta de espúmas,de champaña el soneto magistral de Gerardo Diego. Luego extendí la poltrona a la altura de la suya, y quedamos acostados más cerca que en una cama matrimonial. El clima de su respiración era el mismo de la voz, y su piel exhalaba un hálito tenue que sólo podía ser el olor propio de su belleza. Me parecía increíble: en la primavera anterior había leído una hermosa novela de Yasunarl Kawabata sobre los ancianos burgueses de Kyoto que pagaban sumas enormes para pasar la noche contemplando a las muchachas más bellas de la ciudad, desnudas y narcotizadas, mientras ellos agonizaban de amor en la misma cama. No podían despertarlas, ni tocarlas, y ni siquiera lo intentaban, porque la esencia de¡ placer era verlas dormir. Aquella noche, velando el sueño de la bella, no sólo entendí aquel refinamiento senil, sino que lo viví a plenitud.
—Quién iba a creerlo —me dije, con el amor propio exacerbado por la champaña—: Yo, anciano japonés a estas alturas.
Creo que dormí varias horas, vencido por la champaña y los fogonazos mudos de la película, Y desperté con la cabeza agrietada. Fui al baño. Dos lugares detrás del mío yacía la anciana de las once maletas despatarrada de mala manera en la poltrona. Parecía un muerto olvidado en el campo de batalla. En el suelo, a mitad del pasillo, estaban sus lentes de leer con el collar de cuentas de colores, y por un instante disfruté de la dicha mezquina de no recogerlos.
Después de desahogarme de los excesos de champaña me sorprendí a mí mismo en el espejo, indigno y feo, y me asombré de que fueran tan terribles los estragos del amor. De pronto el avión se fue a pique, se enderezó como pudo, y prosiguió volando al galope. La orden de volver al asiento se encendió. Salí en estampida, con la ilusión de que sólo las turbulencias de Dios despertaran a la bella, y que tuviera que refugiarse en mis brazos huyendo del terror. En la prisa estuve a punto de pisar los lentes de la holandesa, y me hubiera alegrado. Pero volví sobre mis pasos, los recogí, y se los puse en el regazo, agradecido de pronto de que no hubiera escogido antes que yo el asiento número cuatro.
El sueño de la bella era invencible. Cuando el avión se estabilizó, tuve que resistir la tentación de sacudirla con cualquier pretexto, porque lo único que deseaba en aquella última hora de vuelo era verla despierta, aunque fuera enfurecida, para que yo pudiera recobrar mi libertad, y tal vez mi juventud. Pero no fui capaz. “Carajo”, me dije, con un gran desprecio. “¡Por qué no nací Tauro!”.
Despertó sin ayuda en el instante en que se encendieron los anuncios del aterrizaje, y estaba tan bella y lozana como si hubiera dormido en un rosal. Sólo entonces caí en la cuenta de que los vecinos de asiento en los aviones, igual que los matrimonios viejos, no se dan los buenos días al despertar. Tampoco ella. Se quitó el antifaz, abrió los ojos radiantes, enderezó la poltrona, tiró a un lado la manta, se sacudió las crines que se peinaban solas con su propio peso, volvió a ponerse el cofre en las rodillas, y se hizo un maquillaje rápido y superfluo, que le alcanzó justo para no mirarme hasta que la puerta se abrió. Entonces se puso la chaqueta de lince, pasó casi por encima de mí con una disculpa convencional en castellano puro de las Américas, y se fue sin despedirse siquiera, sin agradecerme al menos lo mucho que hice por nuestra noche feliz, y desapareció hasta el sol de hoy en la amazonia de Nueva York.
Gabriel José de la Concordia García Márquez (Aracataca, 6 de marzo de 1927), mejor conocido como Gabriel García Márquez.Escritor, novelista, cuentista, guionista y periodista colombiano. En 1982 recibió el Premio Nobel de Literatura.
Es conocido familiarmente y por sus amigos como Gabito (hipocorístico guajiro para Gabriel), o por su apócope Gabo desde que Eduardo Zalamea Borda subdirector del diario El Espectador, comenzara a llamarle así.
Los abuelos eran dos personajes bien
particulares y marcaron el periplo literario del futuro Nobel: el
coronel Nicolás Márquez, veterano de la guerra de los Mil Días, le
contaba al pequeño Gabriel infinidad de historias de su juventud y de
las guerras civiles del siglo XIX, lo llevaba al circo y al cine, y fue
su cordón umbilical con la historia y con la realidad. Doña Tranquilina
Iguarán, su cegatona abuela, se la pasaba siempre contando fábulas y
leyendas familiares, mientras organizaba la vida de los miembros de la
casa de acuerdo con los mensajes que recibía en sueños: ella fue la
fuente de la visión mágica, supersticiosa y sobrenatural de la realidad.
Entre sus tías la que más lo marcó fue Francisca, quien tejió su propio
sudario para dar fin a su vida.
Gabriel García
Márquez aprendió a escribir a los cinco años, en el colegio Montessori
de Aracataca, con la joven y bella profesora Rosa Elena Fergusson, de
quien se enamoró: fue la primera mujer que lo perturbó. Cada vez que se
le acercaba, le daban ganas de besarla: le inculcó el gusto de ir a la
escuela, sólo por verla, además de la puntualidad y de escribir una
cuartilla sin borrador.
En
ese colegio permaneció hasta 1936, cuando murió el abuelo y tuvo que
irse a vivir con sus padres al sabanero y fluvial puerto de Sucre, de
donde salió para estudiar interno en el colegio San José, de
Barranquilla, donde a la edad de diez años ya escribía versos
humorísticos. En 1940, gracias a una beca, ingresó en el internado del
Liceo Nacional de Zipaquirá, una experiencia realmente traumática: el
frío del internado de la Ciudad de la Sal lo ponía melancólico, triste.
Permaneció siempre con un enorme saco de lana, y nunca sacaba las manos
por fuera de sus mangas, pues le tenía pánico al frío.
Sin
embargo, a las historias, fábulas y leyendas que le contaron sus
abuelos, sumó una experiencia vital que años más tarde sería temática de
la novela escrita después de recibir el premio Nobel: el recorrido del
río Magdalena en barco de vapor. En Zipaquirá tuvo como profesor de
literatura, entre 1944 y 1946, a Carlos Julio Calderón Hermida, a quien
en 1955, cuando publicó La hojarasca, le obsequió con la
siguiente dedicatoria: "A mi profesor Carlos Julio Calderón Hermida, a
quien se le metió en la cabeza esa vaina de que yo escribiera". Ocho
meses antes de la entrega del Nobel, en la columna que publicaba en
quince periódicos de todo el mundo, García Márquez declaró que Calderón
Hermida era "el profesor ideal de Literatura".
En los
años de estudiante en Zipaquirá, Gabriel García Márquez se dedicaba a
pintar gatos, burros y rosas, y a hacer caricaturas del rector y demás
compañeros de curso. En 1945 escribió unos sonetos y poemas octosílabos
inspirados en una novia que tenía: son uno de los pocos intentos del
escritor por versificar. En 1946 terminó sus estudios secundarios con
magníficas calificaciones.
Estudiante de leyes
En
1947, presionado por sus padres, se trasladó a Bogotá a estudiar
derecho en la Universidad Nacional, donde tuvo como profesor a Alfonso
López Michelsen y donde se hizo amigo de Camilo Torres Restrepo. La
capital del país fue para García Márquez la ciudad del mundo (y las
conoce casi todas) que más lo impresionó, pues era una ciudad gris,
fría, donde todo el mundo se vestía con ropa muy abrigada y negra. Al
igual que en Zipaquirá, García Márquez se llegó a sentir como un
extraño, en un país distinto al suyo: Bogotá era entonces "una ciudad
colonial, (...) de gentes introvertidas y silenciosas, todo lo contrario
al Caribe, en donde la gente sentía la presencia de otros seres
fenomenales aunque éstos no estuvieran allí".
El
estudio de leyes no era propiamente su pasión, pero logró consolidar su
vocación de escritor, pues el 13 de septiembre de 1947 se publicó su
primer cuento, La tercera resignación, en el suplemento Fin de
Semana, nº 80, de El Espectador, dirigido por Eduardo Zalamea Borda
(Ulises), quien en la presentación del relato escribió que García
Márquez era el nuevo genio de la literatura colombiana; las
ilustraciones del cuento estuvieron a cargo de Hernán Merino. A las
pocas semanas apareció un segundo cuento: Eva está dentro de un gato.
En
la Universidad Nacional permaneció sólo hasta el 9 de abril de 1948,
pues, a consecuencia del "Bogotazo", la Universidad se cerró
indefinidamente. García Márquez perdió muchos libros y manuscritos en el
incendio de la pensión donde vivía y se vio obligado a pedir traslado a
la Universidad de Cartagena, donde siguió siendo un alumno irregular.
Nunca se graduó, pero inició una de sus principales actividades
periodísticas: la de columnista. Manuel Zapata Olivella le consiguió una
columna diaria en el recién fundado periódico El Universal.
El Grupo de Barranquilla
A
principios de los años cuarenta comenzó a gestarse en Barranquilla una
especie de asociación de amigos de la literatura que se llamó el Grupo
de Barranquilla; su cabeza rectora era don Ramón Vinyes. El "sabio
catalán", dueño de una librería en la que se vendía lo mejor de la
literatura española, italiana, francesa e inglesa, orientaba al grupo en
las lecturas, analizaba autores, desmontaba obras y las volvía a armar,
lo que permitía descubrir los trucos de que se servían los novelistas.
La otra cabeza era José Félix Fuenmayor, que proponía los temas y
enseñaba a los jóvenes escritores en ciernes (Álvaro Cepeda Samudio,
Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas, entre otros) la manera de no caer en
lo folclórico.
Gabriel García Márquez se vinculó a
ese grupo. Al principio viajaba desde Cartagena a Barranquilla cada vez
que podía. Luego, gracias a una neumonía que le obligó a recluirse en
Sucre, cambió su trabajo en El Universal por una columna diaria en El
Heraldo de Barranquilla, que apareció a partir de enero de 1950 bajo el
encabezado de "La jirafa" y firmada por "Septimus".
En
el periódico barranquillero trabajaban Cepeda Samudio, Vargas y
Fuenmayor. García Márquez escribía, leía y discutía todos los días con
los tres redactores; el inseparable cuarteto se reunía a diario en la
librería del "sabio catalán" o se iba a los cafés a beber cerveza y ron
hasta altas horas de la madrugada. Polemizaban a grito herido sobre
literatura, o sobre sus propios trabajos, que los cuatro leían. Hacían
la disección de las obras de Defoe, Dos Passos, Camus, Virginia Woolf y
William Faulkner, escritor este último de gran influencia en la
literatura de ficción de América Latina y muy especialmente en la de
García Márquez, como él mismo reconoció en su famoso discurso "La
soledad de América Latina", que pronunció con motivo de la entrega del
premio Nobel en 1982: William Faulkner había sido su maestro. Sin
embargo, García Márquez nunca fue un crítico, ni un teórico literario,
actividades que, además, no son de su predilección: él prefirió y
prefiere contar historias.
En esa época del Grupo de
Barranquilla, García Márquez leyó a los grandes escritores rusos,
ingleses y norteamericanos, y perfeccionó su estilo directo de
periodista, pero también, en compañía de sus tres inseparables amigos,
analizó con cuidado el nuevo periodismo norteamericano. La vida de esos
años fue de completo desenfreno y locura. Fueron los tiempos de La
Cueva, un bar que pertenecía al dentista Eduardo Vila Fuenmayor y que se
convirtió en un sitio mitológico en el que se reunían los miembros del
Grupo de Barranquilla a hacer locuras: todo era posible allí, hasta las
trompadas entre ellos mismos.
También fue la época
en que vivía en pensiones de mala muerte, como El Rascacielos, edificio
de cuatro pisos, ubicado en la calle del Crimen, que alojaba también un
prostíbulo. Muchas veces no tenía el peso con cincuenta para pasar la
noche; entonces le daba al encargado sus mamotretos, los borradores de La hojarasca, y le decía: "Quédate con estos mamotretos, que valen más que la vida mía. Por la mañana te traigo plata y me los devuelves".
Los
miembros del Grupo de Barranquilla fundaron un periódico de vida muy
fugaz, Crónica, que según ellos sirvió para dar rienda suelta a sus
inquietudes intelectuales. El director era Alfonso Fuenmayor, el jefe de
redacción Gabriel García Márquez, el ilustrador Alejandro Obregón, y
sus colaboradores fueron, entre otros, Julio Mario Santo domingo, Meira
del Mar, Benjamín Sarta, Juan B. Fernández y Gonzalo González.
Periodismo y literatura
A principios de 1950, cuando ya tenía muy adelantada su primera novela, titulada entonces La casa,
acompañó a doña Luisa Santiaga al pequeño, caliente y polvoriento
Aracataca, con el fin de vender la vieja casa en donde él se había
criado. Comprendió entonces que estaba escribiendo una novela falsa,
pues su pueblo no era siquiera una sombra de lo que había conocido en su
niñez; a la obra en curso le cambió el título por La hojarasca, y
el pueblo ya no fue Aracataca, sino Macondo, en honor de los
corpulentos árboles de la familia de las bombáceas, comunes en la región
y semejantes a las ceibas, que alcanzan una altura de entre treinta y
cuarenta metros.
En febrero de 1954 García Márquez
se integró en la redacción de El Espectador, donde inicialmente se
convirtió en el primer columnista de cine del periodismo colombiano, y
luego en brillante cronista y reportero. El año siguiente apareció en
Bogotá el primer número de la revista Mito, bajo la dirección de Jorge
Gaitán Durán.
Duró sólo siete años, pero fueron
suficientes, por la profunda influencia que ejerció en la vida cultural
colombiana, para considerar que Mito señala el momento de la aparición
de la modernidad en la historia intelectual del país, pues jugó un papel
definitivo en la sociedad y cultura colombianas: desde un principio se
ubicó en la contemporaneidad y en la cultura crítica. Gabriel García
Márquez publicó dos trabajos en la revista: un capítulo de La hojarasca, el Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo (1955), y El coronel no tiene quien le escriba
(1958). En realidad, el escritor siempre ha considerado que Mito fue
trascendental; en alguna ocasión dijo a Pedro Gómez Valderrama: "En Mito
comenzaron las cosas".
En ese año de 1955, García Márquez ganó el primer premio en el concurso de la Asociación de Escritores y Artistas; publicó La hojarasca y un extenso reportaje, por entregas, Relato de un náufrago,
el cual fue censurado por el régimen del general Gustavo Rojas Pinilla,
por lo que las directivas de El Espectador decidieron que Gabriel
García Márquez saliera del país rumbo a Ginebra, para cubrir la
conferencia de los Cuatro Grandes, y luego a Roma, donde el papa Pío XII
aparentemente agonizaba. En la capital italiana asistió, por unas
semanas, al Centro Sperimentale di Cinema.
Rondando por el mundo
Cuatro
años estuvo ausente de Colombia. Vivió una larga temporada en París, y
recorrió Polonia y Hungría, la República Democrática Alemana,
Checoslovaquia y la Unión Soviética. Continuó como corresponsal de El
Espectador, aunque en precarias condiciones, pues si bien escribió dos
novelas, El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora,
vivía pobre a morir, esperando el giro mensual que El Espectador debía
enviar pero que demoraba debido a las dificultades del diario con el
régimen de Rojas Pinilla. Esta situación se refleja en El coronel,
donde se relata la desesperanza de un viejo oficial de la guerra de los
Mil Días aguardando la carta oficial que había de anunciarle la pensión
de retiro a que tiene derecho. Además, fue corresponsal de El
Independiente, cuando El Espectador fue clausurado por la dictadura, y
colaboró también con la revista venezolana Élite y la colombianísima
Cromos.
Su estancia en Europa le permitió a García
Márquez ver América Latina desde otra perspectiva. Le señaló las
diferencias entre los distintos países latinoamericanos, y tomó además
mucho material para escribir cuentos acerca de los latinos que vivían en
la ciudad luz. Aprendió a desconfiar de los intelectuales franceses, de
sus abstracciones y esquemáticos juegos mentales, y se dio cuenta de
que Europa era un continente viejo, en decadencia, mientras que América,
y en especial Latinoamérica, era lo nuevo, la renovación, lo vivo.
A
finales de 1957 fue vinculado a la revista Momento y viajó a Venezuela,
donde pudo ser testigo de los últimos momentos de la dictadura del
general Marcos Pérez Jiménez. En marzo de 1958, contrajo matrimonio en
Barranquilla con Mercedes Barcha, unión de la que nacieron dos hijos:
Rodrigo (1959), bautizado en la Clínica Palermo de Bogotá por Camilo
Torres Restrepo, y Gonzalo (1962). Al poco tiempo de su matrimonio, de
regreso a Venezuela, tuvo que dejar su cargo en Momento y asumir un
extenuante trabajo en Venezuela Gráfica, sin dejar de colaborar
ocasionalmente en Élite.
Pese a tener poco tiempo para escribir, su cuento Un día después del sábado
fue premiado. En 1959 fue nombrado director de la recién creada agencia
de noticias cubana Prensa Latina. En 1960 vivió seis meses en Cuba y al
año siguiente fue trasladado a Nueva York, pero tuvo grandes problemas
con los cubanos exiliados y finalmente renunció. Después de recorrer el
sur de Estados Unidos se fue a vivir a México. No sobra decir que, luego
de esa estadía en Estados Unidos, el gobierno de ese país le denegó el
visado de entrada, porque, según las autoridades, García Márquez estaba
afiliado al partido comunista. Sólo en 1971, cuando la Universidad de
Columbia le otorgó el título de doctor honoris causa, le dieron un visado, aunque condicionado.
Recién
llegado a México, donde García Márquez ha vivido muchos años de su
vida, se dedicó a escribir guiones de cine y durante dos años
(1961-1963) publicó en las revistas La Familia y Sucesos, de las cuales
fue director. De sus intentos cinematográficos el más exitoso fue El gallo de oro
(1963), basado en un cuento del mismo nombre escrito por Juan Rulfo, y
que García Márquez adaptó con el también escritor Carlos Fuentes. El año
anterior había obtenido el premio Esso de Novela Colombiana con La mala hora.
La consagración
Un
día de 1966 en que se dirigía desde Ciudad de México al balneario de
Acapulco, Gabriel García Márquez tuvo la repentina visión de la novela
que durante 17 años venía rumiando: consideró que ya la tenía madura, se
sentó a la máquina y durante 18 meses seguidos trabajó ocho y más horas
diarias, mientras que su esposa se ocupaba del sostenimiento de la
casa.
En 1967 apareció Cien años de soledad,
novela cuyo universo es el tiempo cíclico, en el que suceden historias
fantásticas: pestes de insomnio, diluvios, fertilidad desmedida,
levitaciones... Es una gran metáfora en la que, a la vez que se narra la
historia de las generaciones de los Buendía en el mundo mágico de
Macondo, desde la fundación del pueblo hasta la completa extinción de la
estirpe, se cuenta de manera insuperable la historia colombiana desde
después del Libertador hasta los años treinta del presente siglo. De ese
libro Pablo Neruda, el gran poeta chileno, opinó: "Es la mejor novela
que se ha escrito en castellano después del Quijote". Con tan calificado
concepto se ha dicho todo: el libro no sólo es la opus magnum de
García Márquez, sino que constituye un hito en Latinoamérica, como uno
de los libros que más traducciones tiene, treinta idiomas por lo menos, y
que mayores ventas ha logrado, convirtiéndose en un verdadero bestseller mundial.
Después del éxito de Cien años de soledad,
García Márquez se estableció en Barcelona y pasó temporadas en Bogotá,
México, Cartagena y La Habana. Durante las tres décadas transcurridas,
ha escrito cuatro novelas más, se han publicado tres volúmenes de
cuentos y dos relatos, así como importantes recopilaciones de su
producción periodística y narrativa.
Varios
elementos marcan ese periplo: se profesionalizó como escritor
literario, y sólo después de casi 23 años reanudó sus colaboraciones en
El Espectador. En 1985 cambió la máquina de escribir por el computador.
Su esposa Mercedes Barcha siempre ha colocado un ramo de rosas amarillas
en su mesa de trabajo, flores que García Márquez considera de buena
suerte. Un vigilante autorretrato de Alejandro Obregón, que el pintor le
regaló y que quiso matar en una noche de locos con cinco tiros del
calibre 38, preside su estudio. Finalmente, dos de sus compañeros
periodísticos, Álvaro Cepeda Samudio y Germán Vargas Cantillo, murieron,
cumpliendo cierta predicción escrita en Cien años de soledad.
Premio Nobel de Literatura
En
la madrugada del 21 de octubre de 1982, García Márquez recibió en
México una noticia que hacía ya mucho tiempo esperaba por esas fechas:
la Academia Sueca le otorgó el ansiado premio Nobel de Literatura. Por
ese entonces se hallaba exiliado en México, pues el 26 de marzo de 1981
había tenido que salir de Colombia, ya que el ejército colombiano quería
detenerlo por una supuesta vinculación con el movimiento M-19 y porque
durante cinco años había mantenido la revista Alternativa, de corte
socialista.
La concesión del Nobel fue todo un
acontecimiento cultural en Colombia y Latinoamérica. El escritor Juan
Rulfo opinó: "Por primera vez después de muchos años se ha dado un
premio de literatura justo". La ceremonia de entrega del Nobel se
celebró en Estocolmo, los días 8, 9 y 10 de diciembre; según se supo
después, disputó el galardón con Graham Greene y Gunther Grass.
Dos
actos confirmaron el profundo sentimiento latinoamericano de García
Márquez: a la entrega del premio fue vestido con un clásico e impecable
liquiliqui de lino blanco, por ser el traje que usó su abuelo y que
usaban los coroneles de las guerras civiles, y que seguía siendo de
etiqueta en el Caribe continental. Con el discurso "La soledad de
América Latina" (que leyó el miércoles 8 de diciembre de 1982 ante la
Academia Sueca en pleno y ante cuatrocientos invitados y que fue
traducido simultáneamente a ocho idiomas), intentó romper los moldes o
frases gastadas con que tradicionalmente Europa se ha referido a
Latinoamérica, y denunció la falta de atención de las superpotencias por
el continente. Dio a entender cómo los europeos se han equivocado en su
posición frente a las Américas, y se han quedado tan sólo con la carga
de maravilla y magia que se ha asociado siempre a esta parte del mundo.
Sugirió cambiar ese punto de vista mediante la creación de una nueva y
gran utopía, la vida, que es a su vez la respuesta de Latinoamérica a su
propia trayectoria de muerte.
El discurso es una
auténtica pieza literaria de gran estilo y de hondo contenido
americanista, una hermosa manifestación de personalidad nacionalista, de
fe en los destinos del continente y de sus pueblos. Confirmó asimismo
su compromiso con Latinoamérica, convencido desde siempre de que el
subdesarrollo total, integral, afecta todos los elementos de la vida
latinoamericana. Por lo tanto, los escritores de esta parte del mundo
deben estar comprometidos con la realidad social total.
Con
motivo de la entrega del Nobel, el gobierno colombiano, presidido por
Belisario Betancur, programó una vistosa presentación folclórica en
Estocolmo. Además, adelantó una emisión de sellos con la efigie de
García Márquez dibujada por el pintor Juan Antonio Roda, con diseño de
Dickens Castro y texto de Guillermo Angulo, a propósito de la cual el
Nobel colombiano expresó: "El sueño de mi vida es que esta estampilla
sólo lleve cartas de amor".
Desde que se conoció la
noticia de la obtención del ambicionado premio, el asedio de periodistas
y medios de comunicación fue permanente y los compromisos se
multiplicaron. Sin embargo, en marzo de 1983 Gabo regresó a Colombia. En
Cartagena lo esperaban doña Luisa Santiaga Márquez de García, en su
casa del Callejón de Santa Clara, en el tradicional barrio de Manga, con
un suculento sancocho de tres carnes (salada, cerdo y gallina) y
abundante dulce de guayaba.
Después del Nobel,
García Márquez se ratificó como figura rectora de la cultura nacional,
latinoamericana y mundial. Sus conceptos sobre diferentes temas
ejercieron fuerte influencia. Durante el gobierno de César Gaviria
Trujillo (1990-1994), junto con otros sabios como Manuel Elkin
Patarroyo, Rodolfo Llinás y el historiador Marco Palacios, formó parte
de la comisión encargada de diseñar una estrategia nacional para la
ciencia, la investigación y la cultura. Pero, quizás, una de sus más
valientes actitudes ha sido el apoyo permanente a la revolución cubana y
a Fidel Castro, la defensa del régimen socialista impuesto en la isla y
su rechazo al bloqueo norteamericano, que ha servido para que otros
países apoyen de alguna manera a Cuba y que ha evitado mayores
intervenciones de los estadounidenses.
Tras años de silencio, en 2002 García Márquez presentó la primera parte de sus memorias, Vivir para contarla,
en la que repasa los primeros treinta años de su vida. La publicación
de esta obra supuso un acontecimiento editorial, con el lanzamiento
simultáneo de la primera edición (un millón de ejemplares) en todos los
países hispanohablantes. En 2004 vio la luz su novela Memorias de mis putas tristes.
Semblanza biográfica:biografiasyvidas.com.Texto:cuentosinfin.com.Foto:internet.