Rubem Fonseca
Crónica de sucesos
1
El inspector Miro trajo a la mujer a mi presencia.
Fue el marido, dijo Miro
despreocupadamente. En aquella comisaría de barrio eran comunes los pleitos de
marido y mujer.
Tenía dos dientes de enfrente rotos,
sangraba por los labios, el rostro hinchado. Moretones en los brazos y en el
cuello.
¿Fue su marido quien la puso así?,
pregunté.
Pero no lo hizo con mala intención, señor
policía, no quiero presentar denuncia.
Entonces, ¿por qué ha venido aquí?
Bueno, entonces estaba rabiosa, pero ahora
se me ha pasado ya. ¿Puedo irme?
No.
Miro suspiró. Deja que se largue, dijo
entre dientes.
Usted, señora, ha sufrido lesiones
corporales, y éste es un delito que se persigue de oficio, presente o no
presente denuncia. Voy a pedir que le hagan un examen detenido, dije.
Ubiratan es un poco nervioso, pero no es
malo, dijo la mujer. Por favor, no le hagan nada.
Vivían cerca. Decidí hablar con Ubiratan.
Una vez, estando en Madureira, logré convencer a un sujeto para que no volviera
a pegar a su mujer, y cuando trabajaba en la comisaría de Jacarepaguá, logré
persuadir también a otros dos tipos de la conveniencia de tratar decentemente a
la mujer.
Abrió la puerta un hombre alto y musculoso.
Iba en pantalón corto, sin camisa. En un rincón de la sala había una barra de
acero con pesadas anillas y dos pesas pintadas de rojo. Debía estar
entrenándose cuando llegué. Sus músculos se notaban hinchados y cubiertos por
una gruesa capa de sudor. Exhalaba la fuerza espiritual y el orgullo que la
buena salud y un cuerpo lleno de músculos proporciona a ciertos hombres.
Soy policía, le dije.
¡Vaya! ¡Conque esa idiota ha ido a
denunciarme!, ¿en?, rezongó Ubiratan. Abrió la nevera, sacó una lata de
cerveza, la destapó y empezó a beber.
Vaya y dígale que o vuelve pronto a casa, o
le voy a medir las costillas.
Tengo la impresión de que usted aún no se
ha dado cuenta de qué es lo que realmente he venido a hacer aquí. He venido a
invitarle a que me acompañe a la comisaría. Tiene que prestar declaración.
Ubiratan tiró la lata vacía por la ventana,
cogió la barra de acero y la levantó sobre su cabeza diez veces respirando
ruidosamente con la boca, como si fuera una máquina de tren.
¿Cree usted que a mí me dan miedo los
policías?, preguntó mientras se miraba con admiración y cariño los músculos del
pecho y de los brazos.
No se trata de que tenga o no tenga miedo.
Usted tiene que ir allí a declarar.
Ubiratan me agarró de un brazo y me
sacudió.
¡Largo de aquí! ¿Me oyes, tira de la
mierda? ¡Largo de aquí, que empiezo a cansarme!
Saqué el revólver de la funda. Puedo
detenerlo por desacato, pero no lo voy a hacer. No complique las cosas, véngase
conmigo a la comisaría. Dentro de media hora estará libre, dije con toda calma
y delicadeza.
Ubiratan se echó a reír. ¿Cuánto mides,
enanito?
Un metro setenta. Venga, vámonos ya.
Te voy a quitar esa mierda de la mano y a
orinar en el cañón, enanito. Ubiratan contrajo todos los músculos del cuerpo,
como un animal en actitud de pelea intentado asustar al otro. Tendió el brazo,
con la mano abierta para coger mi revólver. Le disparé al muslo. Me miró
atónito.
¡Mira lo que hiciste con mi sartorio!,
gritó Ubiratan mostrándome el muslo. Estás loco, ¡mi sartorio!
Lo siento mucho, dije, y ahora vámonos o te
pego otro tiro en la otra pierna.
¿Y adónde me vas a llevar, enanito?
Primero al hospital. Luego a la comisaría.
Esto no va a quedar así, enanito. Tengo
amigos influyentes.
Le corría la sangre por la pierna, goteaba
en el suelo del automóvil.
¡Desgraciado!, ¡mi sartorio! Su voz era más
estridente que la sirena que nos iba abriendo camino por las calles.
2
Una cálida mañana de diciembre, calle Sao Clemente. Un autobús
atropelló a un chiquillo de diez años. Las ruedas le aplastaron la cabeza
dejando un rastro, de masa encefálica, de algunos metros. Al lado del cuerpo,
una bicicleta nueva, sin un arañazo.
Un agente de tránsito detuvo en flagrante
al conductor. Dos testigos dijeron que el autobús iba a gran velocidad. El
lugar del accidente fue cuidadosamente aislado y se desvió el tráfico.
Una vieja mal vestida, con una vela
encendida en la mano, quería atravesar el cordón de aislamiento, “para salvar
el alma de ese angelito.” Se lo impidieron. Se quedó contemplando el cuerpo de
lejos, junto con otros espectadores. Aislado, en medio de la calle, el cadáver
parecía aún más pequeño. Menos mal que hoy es fiesta. ¿Te imaginas si ocurre
esto en un día de labor?, dijo un guardia de los que desviaban el tráfico.
Una mujer irrumpió a gritos y levantó el
cuerpo del suelo. Le ordené que lo dejara. La agarré del brazo y se lo retorcí,
pero ella no parecía sentir el dolor. Gemía ahogada, sin ceder. Luchamos con
ella los otros guardias y yo, hasta conseguir arrancarle el muerto de los
brazos y volver a colocarlo en el suelo, donde debía permanecer hasta la
llegada del forense. Unos guardias arrastraron lejos a la mujer.
Esos conductores de autobús son todos unos
asesinos, dijo el perito, se la va a cargar, se la va a cargar. El caso es
clarísimo.
Fui hasta el coche patrulla y me senté en
el asiento de adelante. Estuve allí un momento. Llevaba la guerrera sucia de
los despojos del muerto. Intenté limpiarme con las manos. Llamé a un guardia y
le dije que trajera al detenido.
Camino de la comisaría lo miré con
detenimiento. Era un hombre flaco, de unos sesenta años, y parecía cansado,
enfermo y con miedo. Un miedo, una enfermedad y un cansancio antiguos, que no
eran sólo de aquel día.
3
Llegué a la casa de la calle de la Cancela y el guardia que estaba
en la puerta dijo: primer piso. Está en el baño.
Subí. En la sala, una mujer con los ojos
enrojecidos me miró en silencio. A su lado, un chiquillo flaco, medio encogido,
con la boca abierta, respirando con dificultad.
¿El baño? Me indicó un corredor oscuro. La
casa olía a moho, como si las conducciones de agua vertieran en el interior de
las paredes. De algún sitio llegaba un olor a cebolla y ajo fritos.
La puerta del baño estaba entreabierta. El
hombre estaba allí. Volví a la sala. Ya había hecho todas las preguntas a la
mujer cuando llegó Azevedo, el forense.
En el baño, dije.
Empezaba a anochecer. Encendí la luz de la
sala. Azevedo me pidió ayuda. Fuimos al baño.
Levanta el cuerpo, dijo el perito, tengo
que soltar el nudo.
Sujeté al muerto por el vientre. De su boca
salió un gemido.
Es el aire que había quedado dentro, dijo
Azevedo. Es curioso, ¿eh? Reímos sin ganas. Dejamos el cuerpo en el suelo
húmedo. Un hombre flacucho, sin afeitar, de rostro ceniciento. Parecía un
muñeco de cera.
No dejó ninguna nota, dije.
Conozco a esta gente, dijo Azevedo, cuando
no aguantan más se matan deprisa, tiene que ser deprisa, si no se arrepienten.
Azevedo orinó en el retrete. Luego se lavó
las manos y se secó en los faldones de la camisa.