Giorgio Pressburger
La ley de los espacios en blanco
Una mañana de invierno, el doctor Fleischmann se dio cuenta de
que ya no recordaba el nombre de su mejor amigo. Estaba solo en casa.
La gobernanta acudía los días hábiles. Su vieja amiga, Lea, estaba
confinada en la cama por una fuerte hemicrania. Durante la noche el
médico había soñado con un terremoto y luego con el encuentro con un
extraño enemigo de cabellos relucientes de brillantina, que todos
llamaban el Espíritu del Tiempo. Por la mañana se despertó y recordó a
su amigo, maestro de ajedrez y locutor de televisión. Nunca había
anotado su número telefónico en la agenda forrada en piel, ni lo había
memorizado con el pequeño ordenador que le regalara un primo residente
en Connecticut. Telefoneaba a su amigo todos los días. Le parecía
superfluo registrar en el papel o en los circuitos electrónicos una
serie de números que su memoria recordaba con tanta frecuencia. Pero en
noviembre su amigo había salido de vacaciones durante cuatro semanas, y
en ese tiempo su número se había borrado de la memoria del lector
Fleischmann. Quiso buscarlo en el listín telefónico, pero ¿con qué
nombre buscar? Durante diez minutos, ni el nombre ni el apellido de
Isaac Rosenwasser volvieron a la mente del médico. “Bueno, se ve que aún
estoy durmiendo”, se dijo a él mismo esa mañana. Se pellizcó el brazo.
“También esto podría ser sólo un sueño -volvió a decir en voz alta-.
Soñar que uno se pellizca, qué estupidez”, pensó.
Fleischmann
creía en el orden y en la solemne sentenciosidad de los propios
pensamientos. Lograba decir máximas áureas respecto de cualquier cosa, y
sus pacientes le consideraban un verdadero maestro de la vida además de
un gran médico.
Su ordenador personal tenía
anotados los datos de cada visita, la anamnesis de cada paciente. Su
vida afectiva permanecía al margen de esta tentativa de ordenamiento
perfecto del mundo: madre, hijos, mujeres, amigos, no correspondían a
ningún cuadro visible en la pantalla de su ordenador.
“¿Cómo
se llama? -insistía aquella fría mañana-. Lo tengo en la punta de la
lengua y no logro recordar su nombre. Crecimos juntos:¡Qué vergüenza!”
Muy
pronto su indignación se transformó en miedo, primero tímido, luego
cada vez más violento. “¿Y si fuese el comienzo de una enfermedad?”
Descartó esa idea. “Por un trivial fallo de la memoria no hay que pensar
en seguida lo peor. No se ha producido la sinapsis de dos neuronas. Una
molécula de fósforo o de potasio no ha sido arrastrada a la otra orilla
entre dos células de la corteza cerebral.”
Se
levantó de la cama. Realizó algunos ejercicios de gimnasia. Tenía
cincuenta y cinco años, y estaba en toda su plenitud. Esquiando dejaba
atrás a muchos jóvenes. En el Octavo Distrito tenía más de una amante
entre las señoras más jóvenes y procaces, y también entre las muchachas.
Telefoneó
a una de ellas, y durante su encuentro de la tarde en un pisito de la
calle del Árbol de Acacia encontró la manera de olvidar el desagradable
caso de amnesia.
Pero cinco días después el
doctor Fleischmann se sorprendió pensando larga e inútilmente en la
palabra “inyección”: no fue capaz de recordar su sonido. Se quedó
delante del paciente. El significado de esa palabra giraba en las
circunvoluciones de su cerebro, pero su sonido seguía ausente, perdido
en la nada. Después de veinte larguísimos segundos, el médico acabó por
reencontrarla en la memoria de su oído. Recetó al enfermo inyecciones de
vitamina B12, que debía administrarse a diario durante una semana.
“Estoy muy cansado -dijo Fleischmann en voz alta, apenas el paciente
cerró la puerta detrás de él-; también yo tengo que hacer una cura de
neurotróficos. Además debo reordenar mi vida. Tengo demasiadas ataduras,
debo simplificarlo todo.” Esta vez, la idea de que se tratase de una
temida enfermedad orgánica ni le rozó. Estaba seguro de él y de la
máquina de su cuerpo, de cuyo perfecto funcionamiento daban testimonio
cada día sus prestaciones deportivas y amorosas.
No
tardó en recobrar la tranquilidad y, mediante un ejercicio un poco
infantil pero habitual en él, repitió cien veces la palabra “inyección”
mientras escrutaba en todos sus pensamientos las asociaciones mentales
que pasaban por su cabeza. Y así, durante un instante, en su mente se
presentó la idea de la muerte, del más allá y del más acá. En ese
instante se sintió moribundo. “Se trata con seguridad de un deterioro
irreversible de las células de mi cerebro”, pensó a propósito de su
inesperada amnesia, que jamás había conocido hasta esos días. Empezó a
sudar y tuvo una sensación de vacío concretamente en el abdomen. El
lápiz, pues, había sido apuntado hacia su nombre que muy pronto sería
borrado de la lista de los vivos, y él se encontraría en la mesa de
mármol de una sala de disección, con los miembros rígidos. Y después la
disolución, las aguas putrefactas, la tierra. ¿Eso era todo? ¿Eso era la
vida?
Anotó mecánicamente una cita con un
laboratorio para el día siguiente, y a las siete de la mañana fue a
hacerse un análisis de sangre y de orina. Muy pronto sabría si la
máquina estaba condenada de veras a terminar entre la chatarra. “No es
una sentencia lo que espero. Cuando fui arrojado entre los vivos, ya se
había emanado la sentencia. No importa si un día ya no puedo decir la
palabra “yo”, porque el yo no existirá o ya no será capaz de hablar. Eso
no me importa”, pensó al salir del laboratorio. Fue directamente a
visitar a los pacientes que le esperaban. Durante esas visitas comprobó
con triunfal amargura y sentido del ridículo que los nombres
desaparecidos durante segundos y horas de su vocabulario se iban
multiplicando. Ya no se trataba de palabras de sonido complicado, como
plantígrado o clepsidra, sino que términos como dentífrico o arena
empezaron a obstaculizar durante un instante el pensamiento que recorría
el laberinto de las células cerebrales. “Peor estoy y peor me siento
-pensó Fleischmann-; pasará, me acostumbraré.”
Fue
a casa de su mujer, y habló largamente con ella de cosas sin
importancia, cotidianas. Sólo ahora le parecía estar vivo, cuando su
existencia había estado en peligro. Su vida anterior siempre le había
parecido un mero recuerdo, nunca un presente; un estado larvario en el
que se veía con la forma de un ser ciego, carente de inteligencia y de
conciencia. Ahora, en cambio, advertía en ese ser tanta prontitud y
tanta agudeza, que estaba asombrado. También su estupor le parecía un
movimiento del alma que nunca había sentido antes. Así pasaron dos días.
Al tercero fue a buscar los resultados de los análisis. Éstos mostraron
una alteración notable del cuadro hematológico. Tres o cuatro valores
estaban muy por encima de los límites normales, y sin una intervención
exterior pronto llevarían al doctor Fleischmann a lo que sus colegas
llamaban el Evento. “¿Ya has tenido un Evento? -le preguntó Flebus, en
efecto, cuando le llevó los resultados de los análisis-. ¿Balbuceas
alguna vez? ¿Te trabas al hablar? ¿No te acuden las palabras a la
lengua? Fleischmann negó. Fue a su casa, se encerró en el estudio y
lloró. Por la noche, en su círculo familiar de otra época, con los codos
apoyados en el mantel fresco, miró largamente a su hijo, a su madre, a
su mujer, que habían seguido viviendo juntos cuando él se hubo ido.
“¿Tiene
sentido todo esto?” Se dio cuenta con terror de que lo que más le
interesaba -el amor, el afecto, la responsabilidad por la vida de los
suyos- lo estaba abandonando, dejándole en un burlón coloquio con todo
lo que no era él: el mundo.
-Estás pálido, papá
-observó su hijo Benjamín-, tienes demasiados pacientes. Si recetases un
purgante menos gozarías más de la vida…
Fleischmann volcó el plato de sopa sobre la mesa y salió. Vio la mirada asustada, de perseguidos, de su hijo y de su mujer.
La
noche en la calle del Teatro Popular era fresca y estaba llena de
sonidos. Los borrachos subían a cuatro patas de las tabernas.
Fleischmann no sabía cómo huir de la persecución que él mismo se
infligía. Trataba de darse ánimo: “¿Quién ha dicho que ciertas
suposiciones de la ciencia son verdaderas? Nuestro cerebro es inmenso:
está formado por dos hemisferios, dos planetas, dos universos. Siento
que me ayudará. No ha llegado mi hora”.
Se
inscribió en un curso de memorización y lectura veloz que se realizaba
en la calle José II, en un oscuro piso de dos habitaciones. La primera
vez que subió las escaleras ennegrecidas de ese edificio de cinco
plantas encontró a algunos jóvenes de barba larga y a algunos
meticulosos empleados decididos a hacer carrera, todos vestidos más o
menos de la misma manera, con ropa barata y tosca. En el piso, cuyo
pavimento de madera tenía los listones flojos y gastados, una veintena
de sillas y una mesa estaban destinadas a dar la impresión de que allí
se seguía un método serio y tradicional. Era una de las primeras
iniciativas privadas permitidas por el Estado. “¡El Estado que permite
el uso de la memoria! Está bien. El Estado es sólo memoria. Está
destinado a destruirse, como todas las memorias”, pensó.
Después
de algunas semanas de iniciado el curso, observó una notable mejoría en
su propia capacidad para recordar nombres, rostros, lugares conocidos
recientemente (las cosas remotas se habían conservado intactas en su
memoria y en su olvido). La atmósfera de iniciados que reinaba entre los
participantes en el curso le daba la impresión de formar parte de una
secta cuya misión fuese continuar la vida en la tierra después de la
catástrofe.
Las lecturas veloces, transversales, a
saltos, las técnicas basadas en la acción común de los sentidos y en la
hipnosis, representaban para Fleischmann el viático para los siguientes
años de vida, para vivirlos sin el escándalo de la decadencia física.
Las tres semanas del curso fueron las últimas soportables en la
existencia del ilustre médico.
Al término de ese
período recibió un diploma, y el profesor -un rubito de aspecto
insignificante que había aprendido en Gran Bretaña el arte de la
memoria- le elogió de manera especial. Nunca había encontrado a un
alumno tan diligente y, al mismo tiempo, dotado de tanta inteligencia.
Fleischmann
reanudó su trabajo con mucho optimismo. Recorría las callejuelas del
Octavo Distrito, subía a los pisos oscuros donde visitaba a viejos
enfermos del corazón y a mujeres de noventa años solas, resignadas.
Tenía la convicción de poder darles algo importante: algunos minutos de
vida.
Un día, al volver de sus visitas, oyó sonar
el teléfono desde el hueco de la escalera. Subió corriendo el último
tramo. Por lo general no se apresuraba tanto: más bien detestaba el
teléfono, a través del cual podían alcanzarle los casos más imprevistos
de la vida y de la muerte, justamente a él, en cualquier momento. No
había pensado en eso al elegir la carrera de médico. Cuando abrió la
puerta encontró a la gobernanta -ochenta años, flaca y sorda- con el
auricular tendido hacia él y con lágrimas en los ojos.
-Venga, doctor -susurró la viejecita-; es para usted.
Y
así fue como Abraham Fleischmann se enteró de la muerte de su hermano.
Médico como él, profesor de Anatomía Comparada, cirujano de fama
internacional, el hermano siempre había estado un poco delicado de
salud. Pero murió de improviso. “Un ictus, mi infarto…”, murmuró
Fleischmann para sí, con objetividad científica. Un instante después
estalló en llanto, en un ulular doloroso que hizo huir a la vieja
sirvienta. El médico salió de su casa y se puso a correr, tragando sus
propias lágrimas y gimiendo en voz alta a lo largo de toda la calle Kun.
No pocos paseantes se volvían a mirarle, sin preguntar nada. De adulto,
Abraham Fleischmann había querido y admirado a ese hermano. En cambio,
de pequeños, su melancolía y su propensión contemplativa le irritaban.
Todavía no estaba en condiciones de comprender qué gentileza y
profundidad de sentimientos se escondían en su aparente abulia. Ahora
yacía allí, envuelto en una sábana, según la costumbre de los
hospitales, como una especie de momia. Hacía media hora que estaba
muerto, y bajo los pliegues de la tela se adivinaban los rasgos de su
cara, la protuberancia de la nariz, el dibujo de la boca. Como a muchos
mortales, también al médico Fleischmann, aunque habituado a asistir a
agonías y muertes, esa visión le hizo subir un grito a los labios:
-¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? -masculló sollozando el médico con el rostro bañado en lágrimas.
Para
sí mismo acusaba oscuramente al hermano por no haber sido previsor, por
haber consentido la muerte, por haberla deseado. Al mismo tiempo, sabía
que en pocos días se rendiría a la superior sabiduría y dulzura del
hermano difunto, cuya voluntad de morir -de otra manera, ¿por qué iba a
enfermar siendo tan joven y reputado?- era otra expresión de esa
sabiduría.
Seguir vivo le parecía ahora una insensatez sin igual, y la existencia toda, un horrendo y sucio matadero y nada más.
Aún
no sabía que al cabo de pocos días ese acontecimiento iba a cambiar su
sentido del mundo. Ese proceso tuvo un comienzo súbito apenas vio a su
cuñada acurrucada en el vano de una ventana del corredor en el hospital.
Por ella supo que su hermano había estado largo tiempo enfermo, durante
varios años, y que sólo por consideración hacia su madre -también ella
afectada por diferentes achaques debidos a la edad- no había confesado a
nadie, y mucho menos a él, la gravedad de su afección. El día antes de
morir, reunió todas sus fuerzas y telefoneó a su madre, y cuando ella le
preguntó cómo se encontraba, sin vacilar y con voz firme le contestó:
“Bien, bien”. Luego, sin pestañear, se despidió de ella y le dijo que
debía salir para un largo viaje, pero que transcurridos unos meses
estaría de regreso. Su voz delató cierta conmiseración hacia sí mismo.
Cuando colgó el aparato miró largamente hacia delante antes de susurrar:
-Dentro de cinco, seis meses, cuando se haya habituado a mi ausencia, decidle la verdad. Cuidad de ella.
Al
oír ese relato, el doctor Fleischmann tuvo la sensación de vivir un día
de fiesta excepcionalmente solemne, radiante. Luego, llegó el momento
de la prueba.
Su cuñada le rogó que fuera a su
casa, y le dio instrucciones para encontrar, guardado en un armario, el
traje con el que debían amortajar el cadáver. Le pidió que lo llevara al
hospital.
-¿Recuerdas todavía la plegaria por
los muertos? -le preguntó con voz ahogada, después de un momento de
silencio-. Deberías decirla tú. Si no la recuerdas apréndela esta noche.
Tendrá una veintena de líneas. Debes hacerlo por él. Estoy segura de
que lograrás aprenderla.
El doctor Fleischmann
salió del hospital muy agitado. Pensó que ahora la suerte de su hermano
dependía sólo de él, de su capacidad o no de aprender la plegaria de los
muertos. “¡Justamente ahora que mi memoria falla!” Rio con
desesperación. “¡Valiente estupidez! ¡Él ya no está, y eso es todo!” Fue
a casa del hermano, tomó el traje y volvió al hospital. Luego se
dirigió a casa de su mujer y de su madre, pero no dijo nada: se tomaba
tiempo, según el deseo del difunto. Volvió a su casa y ordenó a la
gobernanta que buscara su viejo libro de rezos con tapas de marfil y
lleno de garabatos en la primera página: la fecha de la muerte de
parientes y antepasados. Aquella noche no cenó. Se sentó en su estudio
polvoriento y oscuro y colocó delante de él, sobre el escritorio, el
libro de rezos.
¿Cuánto tiempo hacía que no tenía
en sus manos ese libro? ¿Treinta, cuarenta años? ¿Por qué debía fingir
que practicaba ciertos rituales que para él habían sido siempre
incomprensibles, pueriles? Vida y muerte -se dio cuenta el médico-
tenían tan poco sentido para él como esos rezos. Entonces, ¿qué tiene
sentido?, se preguntó. La insensatez de todo, la incomprensibilidad de
todo le asaltaron como un estado febril. Sintió las orejas enrojecidas.
Una especie de excitación erótica se estaba apoderando de él. “No, no me
haré preguntas. Siento que, en la incertidumbre, debo hacer este
pequeño esfuerzo, debo aprender de memoria estas palabras sin
significado para mí, estos sonidos. Es el último regalo que puedo hacer a
mi hermano o a mi cuñada… ¡Siempre fui tan avaro con ellos…!” Abrió el
libro.
Al principio, aquellas letras cuadradas se
le antojaron desconocidas por completo. Todo el sistema de
representación de los sonidos le pareció estúpidamente complicado,
arbitrario. “Empezar por dudar del alfabeto no me parece el mejor camino
para hacer lo que he decidido hacer: Es un invento antiguo, lo sé, pero
por ahora no hay otra cosa mejor.”
Con la ayuda
de una transcripción en caracteres latinos, Fleischmann descifró las
palabras de la plegaria. Pero en seguida decidió fijar en su memoria
aquel texto de antiguas letras cuadradas. En cuanto al significado de
las palabras, siguió resultándole desconocido. “No es nada -pensó-:
hasta mi padre, que tan velozmente sabía leer las plegarias, no conocía
el significado de cada una de las palabras pronunciadas. Haré como si
estudiara una partitura musical.” El médico volvió a pensar en la
innegable inmovilidad del cuerpo de su hermano, nunca tan existente como
en aquella muda afirmación de sí mismo. Y pensó que el significado
estaba allí, que era la evidencia de sí mismo de un cuerpo, de un
acontecimiento (la muerte). El resto, las palabras, los sonidos son,
para aludir a los significados más simples, complicaciones inútiles pero
necesarias. Empezó, pues, a repetir las palabras, los sonidos inútiles y
necesarios, primero en voz baja, en breves secuencias, y luego, a
medida que su seguridad crecía, alargaba las secuencias a siete, ocho
palabras, en lugar de las tres iniciales.
A la
una de la madrugada ya había repetido unas cien veces toda la plegaria
y, sin embargo, sólo recordaba de memoria la primera frase. Por más que
se esforzase, ni con las antiguas letras cuadradas, ni con las latinas
lo que seguía se presentaba a su visión interior, ni los sonidos
repercutían en sus oídos. Fleischmann sabía qué difícil era recordar los
sonidos durante más de algunos segundos. De su padre, por ejemplo,
muerto hacía ocho años, ya no recordaba la voz. Se había convertido para
él en un puro concepto, “voz baja, fuerte”, pero ya no era una
realidad. Y así sucedería también con su hermano. Aun escuchando sus
voces grabadas ya no serían reconocibles para él. No, no debía suceder
ese horror. Fleischmann sintió que, siguiendo su oscura sensación, debía
ser él quien determinara el destino de su hermano, aun como se
encontraba, despojado de las facultades que sostienen la mente.
Empezó
a repetir otra vez las palabras. Pero sonó el teléfono. La cuñada le
pidió que hiciera preparar algo de comer para ella. Estaba cansadísima.
Había velado a su marido hasta esa hora. Ahora la había reemplazado su
hermana. No había que dejarle solo, pobrecillo. Ella necesitaba tomar un
baño y comer un bocado. Llegaría en veinte minutos. “Veinte minutos…,
veinte minutos…”, repitió él. Tal vez si lo hubiera dejado solo en las
horas restantes de la noche hubiera logrado aprender la oración, pero
así… Por otra parte, ¿cómo negarle a la cuñada la ayuda que pedía?
-Ven, ven -contestó, y fue a despertar a la gobernanta.
Luego,
en vez de ayudarla a preparar algo caliente, se encerró en el estudio y
trató de comprobar si esa interrupción le servía para limpiar su
memoria y hacer lugar en ella para las palabras de una lengua
desconocida. Intentó una autohipnosis veloz. Estaba demasiado agitado
como para poder utilizarla como medio para recordar. Transcribió
entonces todo el texto de la plegaria en la memoria de su ordenador.
“Tal vez mañana, haciéndolo pasar una y otra vez por la pantalla
luminosa delante de mis ojos, lo aprenderé. Me levantaré a las cinco.
No, a las cuatro y media.”
La cuñada lloró
largamente, inclinada sobre el plato. En vez de comer, llenó la sopa con
las secreciones salinas de sus propias glándulas. Después de haberse
encerrado en el cuarto de baño, el doctor Fleischmann oyó largamente sus
gritos. Parecía que hablara con alguien aullando, maldiciendo, pero con
palabras pueriles, balbuceadas en una especie de lenguaje secreto de
colegiales. Quedó aterrado.
En otra época, siendo
niño, también él estaba acostumbrado a dialogar, antes de dormirse, con
una entidad a la que sólo le hablaba en versos rimados y a la que cada
noche rogaba que le hiciera morir junto con los otros miembros de la
familia, todos en el mismo momento, de manera que ninguno sintiese dolor
por la muerte del otro. ¿Cuánto tiempo hacía que había interrumpido
esos diálogos? ¿Era bueno o malo que se hubiesen interrumpido?
-¡Nos llevan a todos al matadero! -exclamó de golpe y se encerró en su estudio.
Pasó
varias horas delante de su ordenador. Hasta el alba se sintió el
zumbido del monitor encendido, acompañado por un murmullo quedo. Luego,
con la claridad, llegó el silencio. A las siete de la mañana la
gobernanta le vio salir del estudio.
-La aprendí -dijo el médico.
Despertó
con un beso en la frente a su cuñada, acurrucada en un diván, la
acompañó a su casa para que se cambiara de ropa, y juntos fueron en taxi
al viejo cementerio de la calle Kozma.
El
hermano estaba lavado, vestido, y yacía en la Casa de la Purificación,
en un ataúd muy sencillo. Su rostro cerúleo resplandecía. Los fragmentos
de terracota colocados sobre los ojos y los labios hacían pensar a
Fleischmann en un recién nacido. Goldstein, el purificador de cadáveres,
susurró en el frío de la sala:
-Lo hemos preparado entre cuatro. Somos cuatro. Cuatro, ¿comprende?
Con estas palabras pretendía una propina adecuada, y para hacer bien patente su honradez sacó del bolsillo un reloj de pulsera.
-Tome. Y este era su anillo.
Ese
ceremonial tan práctico apartó a Fleischmann de la espasmódica
repetición de la plegaria por los muertos. Dio dinero a Goldstein, tomó
los objetos arrebatados a la tierra y se los entregó a la cuñada. Abrió y
cerró el abrigo y se frotó las manos heladas. El purificador le rogó
que saliera… “He comprado la tumba para los dos. Adiós”, murmuró
Fleischmann para sus adentros, sabiendo que repetía palabras ya oídas.
Después de los discursos, los llantos, las breves y sonoras plegarias, se encaminaron hacia la tumba.
Desembolsando
una suma importante, Fleischmann había logrado una sepultura cerca de
la entrada, fuera del área más antigua y descuidada.
Se
había reunido una pequeña multitud, unas doscientas personas. Apoyaron
el ataúd en dos varas de madera por encima de la fosa. El corazón del
doctor Fleischmann latía fuerte. A él le correspondía decir la plegaria
por los muertos. Alguien le apretó levemente el brazo. Sintió una gran
opresión en el pecho, en la garganta. Se dio fuerzas y pronunció en voz
alta, casi gritándola, la parte inicial de la plegaria. Había vencido.
Las palabras salieron claras, seguras de su boca, aunque sin significado
para él: puro sonido. Pero él, Abraham Fleischmann, debía afirmar el
sentido del mundo, de la vida, más allá de toda duda y amargura. Debía
hacerlo por su hermano.
Abrió la boca para
gritar, más fuerte aún que antes, la segunda frase de la plegaria por
los muertos. Pero se dio cuenta con horror de que ya no recordaba los
sonidos. También las letras se habían borrado de su memoria. Se quedó
allí, con la boca abierta de par en par. Todos, alrededor, estaban
callados. Todos le miraban. Y Fleischmann estaba seguro de que hasta su
hermano le miraba desde el ataúd. Pero la segunda frase no le salía.
Sólo recordaba una palabra con todas las vocales dentro, y el sonido
misterioso de esa única palabra ululaba en su cerebro. Alguien
comprendió su turbación y dijo en su lugar la segunda frase: “Y ahora,
la tercera -pensó-. Sí, hay una palabra que me recuerda un perro, una
palabra de ataque. ¿Qué querrá decir? ¿Qué significado tendrá esa
palabra? Debo hacerme traducir la plegaria. Tal vez entonces la
recordaría. Pero no, no importa el significado. Es tan impreciso,
inaprehensible… Importa la forma. Y ya no la recuerdo… Los sonidos…
Alguien, mientras tanto, volvió a decir con una cantilena anónima la
continuación de la plegaria, velozmente, sin piedad. Fleischmann hubiera
querido aferrarse a esta o aquella palabra que sentía aflorar de las
ondas amenazadoras que emanaban de los pulmones del que recitaba y que
llegaban hasta él imparables. Imprevistamente se hizo silencio. ” ¿Era
tan breve la plegaria? ¡Y no había logrado aprenderla!”, pensó. Le
pusieron una pala en la mano. Debía echar la primera palada. Se inclinó,
recogió un poco de tierra con la pala y la arrojó encima del ataúd, que
mientras tanto había sido bajado al fondo de la fosa. Sintió un ruido
sordo. Era el sonido de la única buena acción que logró hacer por su
hermano: cubrirlo con la tierra. Mientras la multitud se dispersaba y
muchos le rodeaban (también su mujer e hijo, avisados por alguien por
suerte sin que la madre se enterara), mientras sentía que le estrechaban
la mano y le besaban la mejilla, el doctor Fleischmann seguía tratando
de evocar las palabras reencontradas y de nuevo perdidas.
Volvió
a su trabajo sin respetar los días de luto. ¿Para qué servía ese
ritual? El tenía que pensar en sus pacientes, en sus enfermos, tratar de
ayudar a los vivos, ya que no había logrado ayudar a los muertos.
Sin
embargo, cada mañana, después de afeitarse, pasaba un cuarto de hora
repitiendo la plegaria. Ponía en acción todas las técnicas aprendidas
durante los cursos de las semanas precedentes. Recurría a todas las
astucias de su mente, de sus capacidades psíquicas. Imaginó paisajes
idílicos, respiró rítmicamente, repitió algunas palabras necesarias para
disminuir la vigilancia de lo que se llama conciencia. Cuando le
faltaba una palabra, miraba el libro. Por la noche, antes de acostarse,
encendía el monitor, introducía la interfaz, accionaba el pequeño
ordenador y repasaba otras dos veces el acto de fe, la súplica por los
muertos. Después de dos semanas se puso a prueba. Hasta la mitad de la
plegaria todo anduvo bien, pero la segunda parte la recordaba mal.
Faltaban palabras importantísimas por su sonido, por lo imponente de su
grafía, y el significado permanecía ignorado. El doctor Fleischmann
empleaba diez minutos para decir la plegaria que podía pronunciarse en
cuarenta segundos. Por tanto, su preocupación no había terminado. “No me
rendiré -pensó Fleischmann-, no me rendiré tan fácilmente a la
enfermedad y a la degradación.” Estaba convencido de que con un notable
esfuerzo de voluntad y con una demostración de confianza en sus propias
capacidades, estaría en condiciones de derrotar ese mal cuyo síntoma era
la ausencia de memoria de las experiencias recientes. No servían
métodos, hipnosis, ordenadores; servía la perentoria afirmación de la
verdad del propio ser: “¡Estoy aquí, existo!”.
Volvió
a pensar en su hermano, en su inmovilidad y silencio en aquella cama de
hospital y en tantos enfermos a los que había cuidado sin éxito. “Ellos
están muertos. Por tanto estuvieron vivos. La muerte es la mayor prueba
de la existencia. Adelante. No hay que rendirse.” Una de aquellas
noches tuvo un bellísimo sueño. Él era un rey, estaba en una sala
dorada, sonaban las campanas. Debía ceñir una espada y anunciar al
pueblo el nacimiento del heredero. Se despertó con esa solemnidad en las
arterias, en el corazón. Fue al hospital y empezó a trabajar con
entusiasmo. Le parecía que los enfermos estaban curándose: la esperanza
no resultaba inútil para ninguno de ellos. Empezó a repetirse la
plegaria de los muertos, pero se trababa siempre en el mismo punto,
después del cual ya no recordaba la continuación. Y, sin embargo, tenía
la sensación de hacer progresos. Una noche se fue a la cama exhausto,
después de un largo recorrido de visitas. Se durmió y en seguida soñó.
En cierto sentido era la continuación del sueño de varios días antes, ya
que en el aire había una solemnidad de gran fiesta. Con un aspecto
florido, elegante, un poco envarado, como siempre había sido, el hermano
entró en un hermoso cuarto y se detuvo delante de él. Estaba
increíblemente alegre y benévolo, extendió la mano hacia él, luego se la
colocó sobre los hombros y empezó a recitar, palabra por palabra, la
plegaria de los muertos. Sonreía mientras pronunciaba esas sílabas sin
significado. Pero ahora el médico pareció aprehender, imprevistamente,
su sentido. No había necesidad de traducir esas palabras, esos sonidos
en esta o aquella lengua; tenían un sentido por ellos mismos, aunque era
un sentido inexplicable, irrepetible. Fleischmann empezó a besar las
manos del hermano y éste continuó con serena lentitud su salmodia. Y
entonces otra cosa se aclaró: todos los significados infantiles que el
doctor le había atribuido -siguiendo la semejanza de esos sonidos con
los de palabras conocidas- estaban allí para devolver alegría a su
mente, y convivían con el significado verdadero, solemne. De esa danza
de sílabas y sonidos surgían a veces palabras obscenas, pero también
éstas eran gozosas, en absoluto ofensivas.
Cuando
el hermano hubo pronunciado la última palabra de la plegaria de los
muertos, el doctor Fleischmann se dijo, en el sueño: “Finalmente la he
aprendido entera. Porque soy yo el que en mi sueño recitó la plegaria.
Mi hermano es una imagen de mi cerebro. Por tanto, no estoy enfermo. Las
peores condenas de la ciencia, las de las sustancias químicas, las
grasas que paralizan y obturan nuestros vasos sanguíneos, todavía no
cuentan. El hombre está más allá de la memoria, más allá de la lengua y
de los significados”. Ya estaba a medias despierto cuando terminó de
decir estas frases.
Abrió los ojos y vio la luz
gris del amanecer. Su feliz sensación se desvaneció en un instante. “Tal
vez ha sido de verdad mi hermano el que dijo de principio a fin la
plegaria. Tal vez ha venido a verme de veras, quién sabe desde dónde y
cómo.” Se conmovió, se puso a llorar. “¡No he sido capaz de hacer una
buena acción por mi hermano que estaba muerto, pero él, aun muerto, la
ha hecho por mí! No estamos solos en la tierra, no estarnos solos.
Infinitos seres nos aman, como supo amar mi hermano, y actúan por
nuestro amor dentro de nosotros. Nunca hubiera pensado que fuese así.” Y
a su vez pensó en su hermano con ese tardío amor que puede convertirse
en el tormento de toda una vida.
Sonó el teléfono
y llamaron al médico para que ayudara a una pobre vieja de setenta y
cinco años que había sufrido un infarto. Se vistió de prisa, y a la
gobernanta sólo le dijo:
-No morirá. Estoy seguro.
Salió.
Hizo corriendo el camino desde la calle Karfenstein a la calle Danko.
En medio de la ansiedad de la carrera intentó repetir con seguridad la
plegaria de los muertos. No recordaba ni una sílaba. Se detuvo. Tenía
ganas de golpearse la cabeza contra la pared. “Pero no. No debo
rendirme. Mi hermano volverá a ayudarme. Me ayudará cada vez que lo
necesite.”
Cuando llegó a la casa, la señora Wolf
había muerto pocos minutos antes. El médico se quedó mirando el
cadáver, del mismo modo que, a lo largo de su dilatada vida profesional,
había contemplado tantos y tantos difuntos.
-Sus últimas palabras han sido de agradecimiento para usted, doctor -dijo un pariente.
“Este
cadáver ha manifestado agradecimiento hacia mí”, pensó Fleischmann. Lo
miró largamente, y luego salió de la casa sin firmar el certificado de
defunción.
Después de las de la plegaria,
salieron poco a poco de su vocabulario otras palabras. Desaparecieron
rostros, formas a su vista, melodías a su oído. La memoria, hacia el
final, le abandonó casi del todo. ¡Cuando le ingresaron en el hospital
de San Juan ni recordaba haber tenido un hermano! Dijo a Isaac
Rosenwasser, que junto con una enfermera le ayudó a subir a la
ambulancia:
-Todo está escrito en los espacios en
blanco entre una letra y otra. El resto no cuenta. Entre sus apuntes,
observaciones científicas, cuadernos de un diario, en el revés de una
hoja, de instrucciones para el uso de su ordenador estaba la siguiente
anotación: “Cuanto más fuerte es tu grito, con más facilidad él te
escucha”.
Giorgio Pressburger, nacido en Hungría, en 1933. Escritor italiano de origen húngaro.También es dramaturgo. Ha escrito las novelas El susurro de la gran voz y El elefante verde.