TV. Los spin-offs o series derivadas son una costumbre original de los 70 que se actualiza con Better Call Saul, sobre un rol de reparto de Breaking Bad
BETTER CALL SAUL. El spin-off sobre la vida de Saul Goodman, el siempre interesado abogado de Walter White, de Breaking Bad../revista Ñ |
La imagen funde a negro. Caen los títulos, nombres y apellidos
en cascada de personas que, confesémoslo, no nos dicen nada y que mucho
no nos importan (aunque deberían). Y adiós. Bajada de telón de una
historia televisiva con la que mantuvimos una relación infiel –porque
los seriófilos siempre le metemos los cuernos a una serie con otra–, un
matrimonio seguramente mucho más extenso que cualquier vínculo entablado
con otro ser humano. Y aunque todos –actores, productores, críticos–
juren que se terminó y que se remató hasta la última pieza de utilería y
escenografía a miles de dólares, en realidad, no se acabó nada. Porque,
a decir verdad, muchas –la mayoría– de las producciones televisivas
seriadas encuentran la manera de volverse eternas. De las más diversas
formas: saltando al cine, en formato de novelas gráficas, en parodias,
memes que circulan en la Web, en el loop infinito que empujan las repeticiones en el cable. Y, sobre todo, en las spin-offs .
En épocas de precuelas, reboots , remakes, secuelas, cross-overs , narraciones transmediáticas y webisodios, las llamadas “series derivadas” emergen como la expansión de un universo narrativo, una continuación, una segunda vuelta en la que un personaje satelital en el show original emprende su propio camino como protagonista. O como suelen llamarlo: se vuelve el show-runner .
En toda spin-off , así, se percibe una cuota de abandono del hogar. Y también de independencia. Como la que ya se huele desde lejos en cada noticia que se filtra de Better Call Saul , la próxima precuela de Breaking Bad : sin la tensión emotiva (y explosiva) de su predecesora, o sea, aquella historia de un profesor de química que se coronó como el rey del narcotráfico, admitió su creador –Vince Gilligan–, retrocederá en el tiempo para explorar la vida de Saul Goodman, el siempre interesado abogado de Walter White.
Hasta que debute en Netflix en noviembre nadie puede predecir con certeza cómo le irá. La incertidumbre se esconde en su propia estructura. Más que descendientes directas –una serie-hija o hermana–, estas producciones suelen ser primas lejanas: emparentadas por un código genético similar –la misma productora, el actor o actriz ahora al mando del barco– pero separadas por las siempre azarosas mutaciones. O sea, pequeñas grandes diferencias que dirigen ciegamente su destino y hacen que termine siendo un éxito o fracaso. Ejemplos no faltan: ahí, hundida como un cadáver, una nota al pie entre miles de páginas de Wikipedia, descansa olvidada Joey (2004), serie con la que los estudios Warner pretendieron perpetuar la década ganada de Friends.
En ella , Joey Tribbiani, ya independizado de Chandler, prueba suerte como actor en Hollywood. Sólo duró 46 episodios hasta que bajó el hacha de la cancelación.
La razón de la existencia de estas segundas partes (a medias) es clara: vivimos en una época en la que los fans –ni espectadores patológicos ni inadaptados sociales– son fundamentales para el funcionamiento de la cultura. Su gula permanente insatisfecha exige siempre más. Y si tiene algún vínculo o conexión con un universo narrativo aprobado por su gusto mejor.
No es un fenómeno ciento por ciento del siglo XXI: de El hombre nuclear emergió en 1975 La Mujer Biónica. En 1989, del The Tracey Ullman Show nacieron Los Simpson. Angel continuó en paralelo a Buffy: la cazavampiros, como Private Practice a Grey’s Anatomy. Frasier surgió de Cheers y Star trek: Deep Space Nine de Star trek: the next generation. Los expedientes X se diversificaron en Millennium y en la fallida The Lone Gunmen. La ley y el orden se multiplicó en Special Victims Unit, Criminal Intent y varias más, así como CSI en CSI: Miami y CSI: NY. Y, si bien es una serie –una narconovela– previa a El patrón del mal, El cartel de los sapos oficia como continuidad: la historia arranca justo después de la muerte de Pablo Escobar.
Cada una a su manera, estas producciones pretenden seguir una tradición comprobada efectiva, extienden el linaje con otra dinámica, escenarios, tonos. Se amplían. En la era de la pos televisión, de streaming y downloads , las historias dejaron de ser universos cerrados como frascos. Lo quieran o no sus creadores. Se expanden como los tentáculos de un pulpo. Como bien lo explica el gran mediólogo Henry Jenkins en su libro Fans, blogueros y videojuegos, un determinado producto cultural se ramifica con nuevos mensajes en diferentes spin-offs , adaptados a diversos canales (series para TV, mobisodios para la Web y el celular, videojuegos, adaptaciones en cine).
Vivimos el auge de las narraciones transmediáticas que se despliegan a través de múltiples plataformas no como repetición de más de lo mismo sino como ampliación: con historias periféricas o satélites, mobisodios, contenidos intersticiales, esquirlas de mundos narrativos, formatos breves ideales para una economía de la atención fragmentada, propios de la cultura snack . A este proceso, un Big Bang serial, el rosarino Carlos Alberto Scolari en su libro Narrativas transmedia: cuando todos los medios cuentan lo denomina " metástasis textual”. “Las narrativas transmedia se sabe dónde comienzan pero nunca dónde terminan –dice este investigador especialista en medios digitales, interfaces y ecología de la comunicación–. Son entidades orgánicas que contagian medios y plataformas de comunicación”.
Como lo comprobaron los etnógrafos de audiencias, la relación que establecen los espectadores con una serie no es únicamente la de consumo pasivo. Entablan más que nada vínculos afectivos, afiliaciones ideológicas (fortalecidas por los “Me gusta” de Facebook, las adhesiones en Twitter e Instagram donde un espectador puede ver la cocina de una serie y asomarse a la ventana de la vida cotidiana de sus actores favoritos). Ellos –nosotros, los “prosumidores”– también generan contenido a partir de las series. Se las apropian. En la semiosis infinita, las resignifican. Las vuelven chistes –como los de House of Cards y su curioso nexo con la realidad política nacional– y las hacen circular. Toman aquellas imágenes que quedan estampadas en la memoria (Walter White de Breaking Bad en calzoncillos, Jack de Lost y el grito de “¡Tenemos que volver!” –a la isla–) y las hacen eternas. Nuestras.
En épocas de precuelas, reboots , remakes, secuelas, cross-overs , narraciones transmediáticas y webisodios, las llamadas “series derivadas” emergen como la expansión de un universo narrativo, una continuación, una segunda vuelta en la que un personaje satelital en el show original emprende su propio camino como protagonista. O como suelen llamarlo: se vuelve el show-runner .
En toda spin-off , así, se percibe una cuota de abandono del hogar. Y también de independencia. Como la que ya se huele desde lejos en cada noticia que se filtra de Better Call Saul , la próxima precuela de Breaking Bad : sin la tensión emotiva (y explosiva) de su predecesora, o sea, aquella historia de un profesor de química que se coronó como el rey del narcotráfico, admitió su creador –Vince Gilligan–, retrocederá en el tiempo para explorar la vida de Saul Goodman, el siempre interesado abogado de Walter White.
Hasta que debute en Netflix en noviembre nadie puede predecir con certeza cómo le irá. La incertidumbre se esconde en su propia estructura. Más que descendientes directas –una serie-hija o hermana–, estas producciones suelen ser primas lejanas: emparentadas por un código genético similar –la misma productora, el actor o actriz ahora al mando del barco– pero separadas por las siempre azarosas mutaciones. O sea, pequeñas grandes diferencias que dirigen ciegamente su destino y hacen que termine siendo un éxito o fracaso. Ejemplos no faltan: ahí, hundida como un cadáver, una nota al pie entre miles de páginas de Wikipedia, descansa olvidada Joey (2004), serie con la que los estudios Warner pretendieron perpetuar la década ganada de Friends.
En ella , Joey Tribbiani, ya independizado de Chandler, prueba suerte como actor en Hollywood. Sólo duró 46 episodios hasta que bajó el hacha de la cancelación.
La razón de la existencia de estas segundas partes (a medias) es clara: vivimos en una época en la que los fans –ni espectadores patológicos ni inadaptados sociales– son fundamentales para el funcionamiento de la cultura. Su gula permanente insatisfecha exige siempre más. Y si tiene algún vínculo o conexión con un universo narrativo aprobado por su gusto mejor.
No es un fenómeno ciento por ciento del siglo XXI: de El hombre nuclear emergió en 1975 La Mujer Biónica. En 1989, del The Tracey Ullman Show nacieron Los Simpson. Angel continuó en paralelo a Buffy: la cazavampiros, como Private Practice a Grey’s Anatomy. Frasier surgió de Cheers y Star trek: Deep Space Nine de Star trek: the next generation. Los expedientes X se diversificaron en Millennium y en la fallida The Lone Gunmen. La ley y el orden se multiplicó en Special Victims Unit, Criminal Intent y varias más, así como CSI en CSI: Miami y CSI: NY. Y, si bien es una serie –una narconovela– previa a El patrón del mal, El cartel de los sapos oficia como continuidad: la historia arranca justo después de la muerte de Pablo Escobar.
Cada una a su manera, estas producciones pretenden seguir una tradición comprobada efectiva, extienden el linaje con otra dinámica, escenarios, tonos. Se amplían. En la era de la pos televisión, de streaming y downloads , las historias dejaron de ser universos cerrados como frascos. Lo quieran o no sus creadores. Se expanden como los tentáculos de un pulpo. Como bien lo explica el gran mediólogo Henry Jenkins en su libro Fans, blogueros y videojuegos, un determinado producto cultural se ramifica con nuevos mensajes en diferentes spin-offs , adaptados a diversos canales (series para TV, mobisodios para la Web y el celular, videojuegos, adaptaciones en cine).
Vivimos el auge de las narraciones transmediáticas que se despliegan a través de múltiples plataformas no como repetición de más de lo mismo sino como ampliación: con historias periféricas o satélites, mobisodios, contenidos intersticiales, esquirlas de mundos narrativos, formatos breves ideales para una economía de la atención fragmentada, propios de la cultura snack . A este proceso, un Big Bang serial, el rosarino Carlos Alberto Scolari en su libro Narrativas transmedia: cuando todos los medios cuentan lo denomina " metástasis textual”. “Las narrativas transmedia se sabe dónde comienzan pero nunca dónde terminan –dice este investigador especialista en medios digitales, interfaces y ecología de la comunicación–. Son entidades orgánicas que contagian medios y plataformas de comunicación”.
Como lo comprobaron los etnógrafos de audiencias, la relación que establecen los espectadores con una serie no es únicamente la de consumo pasivo. Entablan más que nada vínculos afectivos, afiliaciones ideológicas (fortalecidas por los “Me gusta” de Facebook, las adhesiones en Twitter e Instagram donde un espectador puede ver la cocina de una serie y asomarse a la ventana de la vida cotidiana de sus actores favoritos). Ellos –nosotros, los “prosumidores”– también generan contenido a partir de las series. Se las apropian. En la semiosis infinita, las resignifican. Las vuelven chistes –como los de House of Cards y su curioso nexo con la realidad política nacional– y las hacen circular. Toman aquellas imágenes que quedan estampadas en la memoria (Walter White de Breaking Bad en calzoncillos, Jack de Lost y el grito de “¡Tenemos que volver!” –a la isla–) y las hacen eternas. Nuestras.