sábado, 1 de marzo de 2014

El cuento negrísimo



Rubem Fonseca

Amarguras de un joven escritor

El día empezó mal desde temprano, cuando fui a la playa. No podía ver el mar, me hacía mal, por eso atravesaba la avenida Atlántica con los ojos cerrados, después volvía el cuerpo, abría los ojos y caminaba de espaldas por la arena hasta encontrar mi sitio, donde me sentaba de espaldas al océano. Cuando estaba atravesando la calle, sentí un miedo súbito, como si un carro me fuera a atropellar, y abrí los ojos. No vi ningún carro, pero vi el mar, sólo un segundo, sin embargo, un desgraciado instante de la visión dantesca de aquella horrenda masa verde azulada fue lo suficiente para provocarme una crisis de sudores fríos y vómitos, allí mismo en la acera. Cuando el ataque pasó fui a casa, me quité el pantalón y me dejé caer en la cama agotado, pero en seguida tocaron el timbre, y cuando miré por la mirilla vi en el corredor oscuro una figura toda encapuchada. Me asusté, estaba solo, Ligia había viajado, sólo podía ser un ladrón queriendo asaltarme, o un asesino, la situación en la ciudad no era buena. Intenté llamar a la policía, pero mi teléfono estaba descompuesto y el embozado tocaba el timbre insistentemente, poniéndome los nervios de punta. ¡Socorro!, grité desde la ventana, con la voz débil del miedo, pero el ruido de la calle no permitía que la gente me oyera, o quizás es que no se molestaban. El timbre continuaba tocando, el enmascarado no se iba, y yo, desnudo, dentro de la casa, lívido de miedo, sin saber qué hacer. Recordé que en la cocina había un cuchillo grande. Abrí la puerta blandiendo el cuchillo amenazadoramente, pero era una monja vieja quien estaba allí de pie, con aquella cosa que ellas usan en la cabeza. Me había equivocado. Cuando me vio desnudo, con el cuchillo en la mano, la hermana salió corriendo, gritando por el pasillo. Cerré la puerta aliviado y volví a la cama, pero poco tiempo después el timbre sonó de nuevo; era la policía. Abrí la puerta y el policía me dio un citatorio para presentarme a declarar el lunes, a causa de la queja de la monja, que, decía ella, había llamado a mi puerta para pedir limosna para los huérfanos y fue amenazada de muerte. ¿No te da vergüenza andar desnudo?, preguntó el policía. Increíble, no se podía andar desnudo ni siquiera dentro de casa. El domingo fue aún más complicado. La Ligia, que volvió inesperadamente, me vio en el cine con una muchacha, y allí mismo, mientras estaban proyectando la película, me llenó de golpes, un escándalo, me dieron veinte puntadas en la cabeza. No puedo continuar viviendo contigo, mira lo que hiciste conmigo, le dije cuando fue a recogerme al hospital, y Ligia abrió la bolsa y me mostró un enorme revólver negro, y dijo, si me engañas con otra mujer te mato. Confusiones que comenzaron mucho antes, cuando gané el premio de poesía de la Academia y mi retrato salió en el periódico, y creí que sería inmediatamente famoso, con las mujeres arrojándose a mis brazos. El tiempo fue pasando y nada de eso ocurría, un día fui al oculista y al decirle a la recepcionista, profesión escritor, preguntó ¿estibador? Mi fama duró veinticuatro horas. Fue entonces cuando apareció Ligia, entró al departamento alborozada y anhelante diciendo, no sabes las dificultades que tuve que vencer para descubrir tu dirección, ¡oh!, mi ídolo, haz de mí lo que quieras, y me conmoví, el mundo ignoraba mis realizaciones y aparece esta chica venida de lejos para postrarse a mis pies. Antes de ir a la cama dijo, dramáticamente, guardé el tesoro de mi pureza y de mi juventud para ti, y soy feliz. En fin, no tenía adónde ir y se instaló en mi departamento, cocinaba para mí y cosía para fuera, a pesar de ser mala costurera, arreglaba la casa, pasaba a máquina la larga novela que yo estaba escribiendo, hacía las compras en el supermercado con su dinero. Era un buen apaño, lo malo es que me obligaba a trabajar ocho horas diarias en la novela —ve hablando, decía, mientras mecanografiaba apresuradamente en la máquina. También controlaba mi bebida, y cuando dije que todo escritor bebía, dijo que eso era mentira, que Machado de Assis no bebía y que gracias a ella todavía no me había vuelto un pobre e infeliz alcohólico. Yo aguantaba todo eso, pero cuando me partió la cabeza creí que tenía que arreglármelas para salir de aquello sin que me diera un tiro, y una buena manera era fingirme impotente, cosa que ningún brasileño hace, ni siquiera para salvar el pellejo, pero mi desesperación era tanta que estaba dispuesto a pasar por la calle y que Ligia dijera, señalándome con su dedo grande y huesudo, ahí va ése, premiado por la Academia pero impotente. Cuando dije a Ligia que estaba en aquella situación, me arrastró al médico y dijo, doctor, está muy joven para ser impotente, ¿no le parece?, debe ser un virus o un gusano, quiero que le mande usted hacer todos los exámenes —y el médico me miró y dijo, ¿no fuiste tú premiado por la Academia? Así es la vida. Volvimos a casa, nos acostamos en el cuarto y cuando Ligia se durmió me levanté y saqué el revólver de su bolsa, para tirarlo a la basura, pero el edificio donde vivíamos era antiguo y no tenía basurero y me quedé con el revólver en la mano y sólo me venía a la cabeza la imagen de Marcel Proust, con bigotito y flor en la solapa, blandiendo el paraguas hacia las nubes, exclamando ¡zut! ¡zut! ¡zut! Al fin decidí salir y tirar el arma en una alcantarilla de la calle. Era noche entrada, y cuando me curvaba sobre el canalillo para introducir el revólver a través de la rejilla, llegó un negro con una navaja en la mano diciendo, echa para acá la lana y el reloj si no quieres que te raje. ¡Carajo, mi reloj es japonés de cuarzo, que no me quito de la muñeca ni para dormir y que se atrasa sólo un segundo en seis meses! Me levanté y sólo entonces el negro vio el revólver en mi mano, dio un paso hacia atrás asustado, pero ya era tarde, ya había apretado el gatillo, ¡bum!, y el negro cayó al suelo. Volví corriendo a casa diciendo, maté al negro, maté al negro, mientras en mi cabeza polifásica Joyce preguntaba a su hermana ¿puede un sacerdote ser enterrado con sotana?, ¿pueden ser celebradas elecciones en Dublín durante el mes de octubre?, hasta que llegué al cuarto, aún con el revólver en la mano, ¡zut! zut! ¡zut! y sin saber con certeza lo que hacía, volví a colocar el revólver en la bolsa de Ligia. Pasé el resto de la noche sin dormir. Cuando Ligia despertó dije, puedes matarme, pero me marcho, y comencé a vestirme. Ligia se arrodilló a mis pies y dijo, no me abandones, justo ahora que estás a la moda, con tu cabello negro peinado con brillantina, serás explotado por las demás mujeres, fuimos hechos uno para el otro, sin mí nunca acabarás la novela, si me dejas me mato, dejaré una terrible nota de despedida. La miré bien y vi que Ligia estaba diciendo la más absoluta verdad y por algunos instantes me quedé en la duda, qué era mejor para un joven escritor, ¿un premio de la Academia o una mujer que se mata por él, dejando una carta de despedida, culpándolo de ese gesto de amor desesperado? Para mí la novela ya acabó, dije, y puse una cara sarcástica y salí dando un portazo con estruendo. Me quedé parado en el pasillo algún tiempo, esperando que Ligia abriera la puerta y me llamara como siempre hacía cuando discutíamos, pero ese día eso no ocurrió. Yo tenía ganas de volver, y me sentía solo y además de eso estaba preocupado con la muerte del negro, pero seguí adelante y anduve por las calles hasta que entré en un bar a tomar una cerveza. En la mesa de al lado había una mujer y le sonreí, ella me devolvió la sonrisa y al momento estábamos sentados en la misma mesa. Era estudiante de enfermera, pero lo que le gustaba era el cine y la poesía. Fernando Pessoa, Drumond, Camões (el lírico), aquella cosa masticada de siempre, Fellini, Godard, Buñuel, Bergman, siempre lo mismo, rayos, siempre las mismas figuras. Está claro que la cretina no me conocía. Cuando le dije que era escritor, noté que su rostro se encendió de curiosidad, pero al decir mi nombre, preguntó desanimada, ¿cómo?, y repetí y dio una sonrisa amarilla, nunca había oído hablar de mí. Tomamos caipiriña, en mi cabeza una nube agradable, Conrad diciendo que viví todo aquello y la chica repitiendo la pregunta, ¿sobre qué escribes? Sobre personas, dije, mi historia es sobre personas que no aprendieron a morir y tomamos algunas caipiriñas más. Escribe una historia de amor, dijo la enfermera, y ya era noche avanzada y fui hacia la casa, entré tambaleante y dije a Ligia que estaba en la cama durmiendo, ¿la historia que estamos escribiendo es de amor?, pero Ligia no me respondió, permaneció en su sueño profundo. Entonces vi el recado en la mesita de la cabecera, junto con el frasco vació de píldoras tranquilizantes: José, adiós, sin ti no puedo vivir, no te culpo de nada, te perdono; quiera Dios que un día te conviertas en un buen escritor, pero me parece difícil; viviría contigo, aunque impotente, pero tampoco de eso tienes la culpa, pobre infeliz. Ligia Castelo Branco. Sacudí a Ligia con fuerza, pero estaba en coma. Intenté telefonear, pero mi teléfono está descompuesto, zut, zut, Gustave, le mot juste, bajé las escaleras corriendo, cuando llegué a la cabina, vi que no tenía ficha para el aparato y a aquella hora estaba todo cerrado. Y de repente, ¡diablos!, apareció un asaltante, ¡rayos!, ¡maldita desgracia!, pero no, no, ahí reconocí al asaltante, era el mismo negro al que yo había disparado, ¡estaba vivo! Él también me reconoció y salió corriendo, quizá con miedo de llevarse otro tiro. Corrí detrás de él gritando, ¡eh!, ¡eh!, ¿tienes una ficha de teléfono?, mi mujer lo está pasando mal, necesito llamar a la Cruz Roja y corrimos unos mil metros hasta que se detuvo, respirando con dificultad, estaba desnutrido y enfermo, y apenas y consiguió decir jadeante, por favor, no me des un tiro, soy casado y tengo hijos que mantener. Dije, quiero una ficha para el teléfono. Tenía una ficha para prestarme, atada a un hilo de nylon. Llamé a la Cruz Roja, tiré de la ficha para arriba y la entregué al ladrón, le pregunté si no quería ir a mi casa, a darme apoyo moral. Fuimos, y el ladrón, que se llamaba Eneas, hizo café para los dos mientras yo me lamentaba de la vida. No lo tomes a mal, dijo Eneas, pero creo que tu mujer ya estiro la pata, está fría como una lagartija. La Cruz Roja llegó, el médico examinó a Ligia y dijo, voy a tener que avisar a la policía, no toques nada, esos casos de suicidio tienen que ser comunicados, y me miró extrañado, ¿habría leído todo el recado? Al oír la palabra policía, Eneas dijo que ya era la hora de retirarse, ya sabes cómo es, lo siento mucho, amigo, y se marchó, dejándome solo con el cadáver. Lloré un poco, a decir verdad muy poco, no por falta de sentimiento, pero es que mi cabeza estaba en otras cosas. Me senté a la máquina: José, mi gran amor, adiós. No puedo obligarte a amarme con el mismo amor que yo te dedico. Tengo celos de todas las bellas mujeres que viven a tu alrededor intentando seducirte; tengo celos de las horas que pasas escribiendo tu importante novela. Oh, sí, amor de mi vida, sé que el escritor necesita soledad para crear, pero esta alma mezquina mía de mujer enamorada no tolera compartirte con otra persona o cosa. Mi querido amante, ¡fueron momentos maravillosos los que pasamos juntos! Siento tanto no poder ver terminado ese libro que será sin duda una obra maestra. ¡Adiós! ¡Adiós!, quiéreme mucho, acuérdate de mí, perdóname, pon una rosa en mi sepultura de Día de los Difuntos. Tu Ligia Castelo Branco. Firmé, haciendo la letra redondita de Ligia, y coloqué la carta en la mesita de cabecera, después cogí la carta que ella había escrito, la rompí, puse al fuego los pedacitos y tiré las cenizas en la taza del sanitario. Impotente y mal escritor —¡mierda!, ¿qué hice yo para que me tratara así?—; yo era gentil, apasionado, ¿no? —mientras pensaba en eso fui al refrigerador y cogí una cerveza—, trataba a Ligia con consideración y dignidad, ¿no?, si alguien mandaba en alguien, era ella la que mandaba en mí, ella era una persona libre, yo era quien estaba obligado a hacer gimnasia, dieta, dejar de beber —me levanté y cogí otra cerveza—, y ahora ella decía que era difícil que me convirtiera en un gran escritor; ¿qué fue lo que hice?, amé y fue así como ella me pagó, tragándose un frasco de mogadon y dejando una carta llena de calumnias —cogí otra cerveza y miré a Ligia en la cama, ahora su rostro estaba en reposo—, era bonita, y mucho más en aquellos momentos en que estaba pálida, sin pintura, y se veían las pecas en el rostro y los labios quedaban desarmados —me levanté y tomé otra cerveza— pobre Ligia, ¿por qué te enredaste con un escritor?, y me acerqué a ella y la agarré por el brazo que comenzaba a ponerse duro, además de frío, y dije, ¿eh?, ¿eh?, ¿por qué te enredaste con un escritor?, somos todos unos egoístas asquerosos, y tratamos a las mujeres como si fueran nuestras esclavas, tú ganabas el dinerito para sustentarnos y yo creaba la filosofía, ¿eh? —y me levanté, cogí otra cerveza y volví cerca de Ligia, pues aún no había terminado mi discurso—y continué, desperdiciamos nuestra vida, pensando que dos personas podían ser una sola, pobres ingenuos esperanzados —juro que en ese instante el pecho de Ligia se dilató como si hubiera suspirado—, los gusanos van a comerte, amor mío —y tomé otra cerveza, ¡zut!, por qué había tanta cerveza, aquello sí que era una ama de casa—, los gusanos van a comerte, pero quiero que sepas esta verdad...; en ese instante, mi borracha memoria me falló y me quedé allí, al lado del feo cadáver sin saber qué decir, besé los labios de Ligia con insoportable asco, fui al refrigerador y cogí la última cerveza, después de todo no era tan buena ama de casa, mi sed aún no se terminaba, y en ese instante llegó la policía. Dos hombres, uno me preguntó enseguida quién era yo y el otro cogió la carta, y los dos la leyeron y no le dieron más importancia, continuaban una conversación anterior —hasta que uno de ellos preguntó, ¿andaba nerviosa?—, hicieron preguntas que yo no entendía, el tiempo no pasaba, yo quería dormir, uno me preguntó, ¿el teléfono está descompuesto?, tenemos que llamar a los peritos, y el otro dijo, matarse por un raquítico de éstos, las mujeres están locas, y salió a llamar a los peritos por la radio del carro, mientras el colega se quedó fumando —era una mañana opresiva—, desde la ventana yo veía todas las chimeneas de los edificios de apartamentos, echando una humareda blanca, millares de basureros humeantes, trayendo de vuelta, por el aire, como un ángel maldito, la basura tirada fuera —mi cuerpo era raquítico pero era mío, así como mi pensamiento polifásico—. Entonces llegaron los peritos con máquinas fotográficas, cuadernos de apuntes, cintas métricas; llegaron dos hombres más, vestidos con una especie de uniforme que parecía una versión pobre de un traje elegante de verano, y tiraron el cuerpo de Ligia en una caja de aluminio y llevaron a Ligia para los gusanos —no aprendiste a morir, desgraciada, ¿tampoco tú?— y el policía que dirigía me citó para declarar al día siguiente, harían la autopsia del cuerpo y después quedaría a mi disposición —¿para qué?— y se fueron, llevándose la carta de Ligia. Imaginé los diarios del día siguiente, Hermosa Mujer se mata por Joven Escritor —no tengo la culpa de lo que ocurrió, dijo el Joven y Renombrado Escritor al ser entrevistado por este informativo, lamento mucho la muerte de esta pobre y alocada criatura, es todo lo que puedo decir— el reportaje de este diario descubrió que no es la primera vez que una mujer se mata por amor al Joven Escritor, hace dos años, en Minas Gerais —no, Minas Gerais no, mejor en el mismo Rio— hace dos años, en Rio de Janeiro, una Francesa estudiante de antropología —basta de pensamiento polifásico, pensé, y salí y fui al bar y estaba en la tercera caipiriña cuando se sentaron en una mesa de al lado dos muchachas y una empezó a decirme luego, eh. Eh, yo, y cogí mi vaso y cambié de mesa; una era modelo de anuncios de televisión y la otra no hacía nada. ¿Y tú? Soy asesino de mujeres —podría haber dicho, soy escritor, pero eso es peor que ser asesino, los escritores son amantes maravillosos, pero sólo por unos meses, y maridos asquerosos el resto de la vida— ¿y cómo las matas? —veneno, el lento veneno de la indiferencia— una se llamaba Iris, la que no hacía nada, y la otra Susana, llámame Suzie. No me acuerdo de nada más, estaba borracho y desperté al día siguiente con resaca —con menos de treinta años y ya sufriendo los lapsus de la memoria de los alcohólicos, además de ver doble mi palimpsesto después de la cuarta caipiriña. Salí, compré los diarios y sólo El Día daba la noticia de la muerte de Ligia; costurera se mata en Copacabana, era el título, en la sexta página, y en letra pequeña estaba escrito que el compañero de la costurera había dicho que la mujer sufría de los nervios. Fui a la Comisaría y esperé dos horas a que el escribano me atendiera. Puso papel en la máquina: Que el declarante vivía maritalmente con Ligia Castelo Branco, la suicida, Que el día 14 de julio salió de casa para tomar una copa, dejando a Ligia en la casa que habitaban, en la calle Barata Ribeiro, 435, depto. 12, Que al volver, horas después, verificó que la referida Ligia estaba en coma, y llamó a la Cruz Roja, Que al llegar, el médico constató la muerte de Ligia, Que Ligia dejó una carta aclarando que se había suicidado, Que la policía avisada por el médico llegó poco después, siendo el local peritado y el cuerpo llevado al Instituto Médico Legal. Firmé debajo de donde me indicó. En la Comisaría estaba un fotógrafo de prensa que me preguntó si tenía algún retrato de la chica, suicidio, ¿verdad? Un caso de amor loco, dije, y los diarios no dijeron nada, la carta es conmovedora. El tipo dijo que estaba trabajando con un novato que era una bestia, aprendiz y analfabeto, que él mismo escribiría el asunto, ¿cuál es el nombre de ella?, ¿y el tuyo?; y me fotografió desde varios ángulos mientras yo le decía, soy escritor, premiado por la Academia, estoy escribiendo una novela definitiva, la literatura brasileña está en crisis, una gran mierda, ¿dónde están los grandes temas de amor y muerte? Fui a dormir esperando el día siguiente y todo salió en el diario, destacado, mi retrato, flaco, romántico, pensativo y misterioso y debajo la leyenda comillas amor y muerte no se encuentran en los libros comillas. El rótulo era Diseñadora del Society Se Mata Por El Amor De Conocido Escritor. Ligia Castelo Branco, la hermosa y conocida diseñadora de la high society, se mató ayer, después de romper con su amante, renombrado novelista brasileño. Mi corazón latía de satisfacción, la carta había sido transcrita con integridad y bajo el retrato de Ligia estaba escrito comillas bella joven se mata pero al mundo no le importa comillas. La noticia hablaba además de mi libro, mencionaba mis palabras en la Comisaría, inventaba una vida elegante para Ligia, felizmente el periodista era un mentiroso. Al trabajo, bramé en mi pensamiento polifásico, y volví corriendo a casa, me senté frente a la máquina de escribir, dispuesto a terminar mi novela en una sola acometida, incluso sin mi Anna Grigorievna Castelo Branco Snitkina. Pero no salía una sola palabra, ni una siquiera, miraba el papel en blanco, torcía las manos, me mordía los labios, bufaba y suspiraba, pero no salía nada. Entonces procuré recordar la técnica que usaba: Ligia mecanografiaba mientras yo permanecía caminando y dictando las palabras. Me levanté e intenté repetir el mismo proceso, pero era imposible, gritaba una frase, corría, me sentaba a la máquina, escribía rápidamente, después me levantaba, caminaba, dictaba otra frase, me sentaba, escribía, me levantaba, dictaba, me sentaba, caminaba, me sentaba, levantaba, pero al poco tiempo verifiqué que eran enteramente idiotas las palabras que estaba escribiendo en el papel. Con Ligia yo no leía las palabras a medida que iban siendo escritas, es eso, pensé, con Ligia permanecía caminando por la sala, arrojando las palabras sobre ella, mientras ella golpeaba velozmente en el teclado y yo sólo veía el resultado más tarde, a veces al día siguiente. Intenté escribir, sin leer lo que estaba escribiendo, dejando correr mi pensamiento, pero vi que todo estaba resultando una porquería intragable, entonces, entonces, horrorizado comprendí todo —con las manos trémulas, y el corazón helado, cogí las hojas mecanografiadas por Ligia y leí lo que estaba escrito, y la verdad se reveló brutal y sin apelación, quien estaba escribiendo mi novela era Ligia, la costurera, la esclava del gran escritorzuelo de mierda, no había allí una palabra que fuese verdaderamente mía, ella era quien había escrito todo y aquello iba a ser verdaderamente una gran novela y yo, joven alcohólico, ni por lo más mínimo percibí lo que estaba ocurriendo. Me tumbé en la cama con ganas de morir, sí, sí, como dijo aquel ruso, la vida me enseñó a pensar, pero pensar no me enseñó a vivir, y entonces el timbre tocó y entró un hombre calvo, barrocamente vestido, pañuelo rojo en el bolsillo, anillo de rubí, corbata dorada con un alfiler de perla, camisa de colores y traje a rayas, que se presentó como detective Jacó y me pidió que escribiese el nombre de Ligia completo en un papel, y yo lo escribí y él se marcho y yo volví a tumbarme en la cama, triste y con hambre, un hambre tan fuerte que me hizo levantar e ir al bar, donde bebí varias botellas de cerveza, lo que alivió mi dolor. Volví a casa y releí la novela de Ligia: una obra maestra irretocable, podría ser publicada tal como estaba, sólo quien supiera que no había sido terminada, y eso nadie lo sabía, percibiría que faltaba alguna cosa, pero pensándolo bien ¿que cosa era esa?, ¿qué estaba esperando Ligia para dar el libro por terminado? Eso era fácil de responder, Ligia no iba a acabar nunca, la novela que ella fingía que estaba escribiendo era lo que me unía a ella, Ligia temía que el fin del libro fuera el fin de nuestra relación y en medio de mi pensamiento polifásico surgió la certeza de que Ligia no quería suicidarse, sólo darme un susto; si quisiera suicidarse podría haberse dado un tiro en la cabeza, manejaba las armas con perfección, ¿por qué habría de tomar mis malditas píldoras? El timbre tocó y era Jacó, el detective, usando ahora ropa de colores, otro alfiler en la corbata; entró, se sentó diciendo, mis pies me están matando, ¿puedo quitarme los zapatos?, usaba calcetines de colores y sus pies trasudaban a perfume, hedor que aumentó cuando Jacó sacó un frasquito del bolsillo y roció más perfume sobre los calcetines. Estás en un mal negocio, hijo mío, la Técnica probó que falsificaste la firma de la muerta y las píldoras fueron compradas con una receta a tu nombre y además de eso ya quisiste matar a una monja sin ningún motivo a no ser satisfacer tú ya ahora comprobado genio violento. Protesté, ¿violento?, yo soy un alma gentil y dulce, usted no me conoce, y me callé la boca, pues Jacó levantó el pie derecho hasta la nariz, olió y dijo, lo que más odio es el olor a quesos, y además de eso, prosiguió, hay la discusión entre la muerta y tú, tenemos la declaración del médico, y finalmente —Jacó sacó del bolsillo un calzador de tortuga donde estaba escrito Hotel Casa Grande y colocó cuidadosamente los pies en los zapatos—, finalmente aparecieron dos muchachas en la Comisaría que dijeron haberte oído decir en un bar que ya habías envenenado a algunas mujeres, vámonos, hijo mío. Puedo explicarlo todo, dije, pero Jacó me interrumpió, lo explicas en la Comisaría, vámonos. Cogí el libro y bajamos juntos, entré en el coche de la policía, mi pensamiento polifásico —novelista famoso acusado de crimen mortal— editores en fila llamando en las rejas de la cárcel, consagr

Texto: Los mejores relatos.Rubem   Fonseca. Editorial Alfaguara. 1998. Foto:elperro morao