Es hora de no concebir el mundo como antes. Este llamado ocurre 
cada tanto a la filosofía, y cada tanto es atendido. Pero a diferencia 
de la ciencia, que al renovarse puede descartar casi todo lo pasado, la 
filosofía se renueva recuperando al mismo tiempo su propia herencia. Los
 problemas cambian, pero nunca se transforman en algo absolutamente 
nuevo. 
Hay ciertos indicios de que esto acaba de ocurrir una vez 
más y que este acontecimiento tiene un nombre más o menos establecido: 
el Nuevo Realismo. Algunos lo atribuyen al agotamiento del 
posmodernismo, otros a la recuperación de la especulación. Sea como sea,
 una corriente que está dando que hablar hace unos diez años en Europa 
parece responder a aquel llamado. Si se dijera “realismo” a secas, 
anunciarlo sugeriría un regreso dogmático a las doctrinas anteriores a 
Immanuel Kant y hasta a Tomás de Aquino, del siglo XIII, que postulaba 
una adecuación evidente entre lo que pensamos y los objetos del mundo. 
Ahora, se trata de un “nuevo” realismo para algunos, para otros de un 
“realismo especulativo” o hasta de un “materialismo especulativo”. Todos
 coinciden en que si algo han dejado de lado, es la vieja ingenuidad.
De la especulación filosófica
 El movimiento, como tal, cobró verdadero cuerpo hacia mediados de los 
años 2000, pero tiene muchas vertientes y varios precursores en los 
noventa del siglo XX. En parte, fue una reacción ante las dificultades 
que habían llevado a la filosofía los presupuestos del posmodernismo. 
Una reacción tardía y necesaria al dominio del fenómeno y de la 
interpretación que todo lo cubre y todo lo permite. Si el posmodernismo 
había declarado: no hay hechos, sino puras interpretaciones, llegando al
 paroxismo de declarar que una guerra no existe porque se nos aparece en
 las pantallas como un mero fenómeno, como un puro efecto televisivo, el
 nuevo realismo viene a denunciar, en cierto sentido, que ese 
diagnóstico es insostenible.
Así de múltiple como pueda parecer 
este incipiente movimiento, que va desde la filosofía más rigurosa (el 
caso del francés Quentin Meillassoux, que es un racionalista) hasta los 
movimientos alimentados por blogs y discusiones que se dan en Internet y
 van de la especulación filosófica hasta la ciencia ficción, hay sin 
embargo un denominador común: la primacía del objeto. El nuevo realismo 
ha venido a expandir nuestra idea de realidad. 
¿Pero no es acaso 
la ciencia positiva, no son los físicos y los químicos, los atentos 
experimentadores del laboratorio los guardianes sagrados del objeto en 
este mundo de puro texto y de pura interpretación?
Extrañamente, 
esto no es así. La ciencia, o mejor dicho la filosofía de la ciencia, es
 y ha sido desde el siglo XIX eminentemente kantiana. ¿Qué quiere decir 
esto? Que ha entendido la relación con el mundo a través de la pregunta 
por la posibilidad del conocimiento. Pero el conocimiento es 
absolutamente humano, nos dice, y ocurre sobre las condiciones de 
nuestra humanidad y en los límites de nuestras facultades. La tarea de 
la filosofía de la ciencia ha sido, desde Kant, tratar de delimitar y 
nombrar esas posibilidades del saber, describiendo la relación con un 
objeto detrás de varios velos. De ahí el decreto prohibitivo de Kant 
sobre la cosa en sí: nada sabemos propiamente de ella. 
Con el 
tiempo, y extremando algunas conclusiones, la verdad de la ciencia 
terminó siendo la verdad de un paradigma válido en la actualidad, 
reconocido por un grupo de científicos, que mañana podrá ser otra. 
Quienes tiraron de la cuerda de este argumento, entre ellos en parte lo 
que se llamó posmodernismo, llegaron a aquella osada conclusión de la 
inexistencia de la Guerra del Golfo, o de proclamar que lo no dicho o no
 visto no ha existido nunca. El sujeto, tan sepultado al parecer por los
 discursos, en verdad fue entronado doblemente en los últimos tiempos.
El
 llamado a cambiar nuestro modo de concebir el mundo, ese atendido por 
el Nuevo Realismo, proviene del agotamiento de un muy poderoso modelo 
filosófico que dominó el siglo XX: la fenomenología. Sus mayores 
representantes: Edmund Husserl, Martin Heidegger y Maurice 
Merleau-Ponty. Su heredero más extremo fue Jacques Derrida. Sin embargo,
 la primacía del objeto no había muerto del todo y sobrevivió en parte 
en el materialismo más o menos marxista. No es casualidad que los 
“nuevos realistas” vengan de abandonar la fenomenología. El filósofo 
alemán Theodor Adorno repetía en sus clases un lema que lo guiaba y que 
atribuía a su maestro Hegel: la libertad hacia el objeto. Esa libertad 
suponía para Adorno poder pensar más allá de las limitaciones kantianas 
del conocimiento. Aunque esto significase una especie de paradoja; para 
tener el objeto, sumergirse en la especulación. 
Esto bien lo sabe Quentin Meillassoux, quien lo demostró en su libro Después de la finitud
  (Caja Negra) apoyándose en la matemática. La idea está mucho más cerca
 de las ciencias de lo que pensamos. Sabemos, por ejemplo, que Albert 
Einstein atribuía el origen de su teoría de la relatividad al hecho de 
que de muy joven soñaba –digamos, imaginaba o especulaba– con perseguir 
un rayo de luz. Nuestro ejemplo no es demostración alguna, aunque vale 
de ilustración para pensar que la ciencia ocurre en principio fuera del 
laboratorio y fuera de la experiencia: en la especulación pura. Pero 
esta especulación, ¿no está precisamente en contra del objeto? ¿No 
resulta paradójico hablar de realismo especulativo? Esta es la 
develación de Meillassoux: se trata solo de una contradicción aparente. 
De ahí que uno de los derivados de su pensamiento sea 
–sorprendentemente– la defensa de la absoluta contingencia y, como 
resultado, de la multiplicidad de los mundos posibles. 
Después de la finitud
  sirvió de catalizador de inquietudes para una primera “fundación” de 
la nueva corriente, hacia mediados del año 2007, y cuyos integrantes 
–que los haya y que podamos nombrar sus protagonistas es también parte 
de este fenómeno– son Meillassoux, Graham Harman, Ray Brassier y Iain 
Hamilton Grant. Unos años más tarde, sobre el eje alemán e italiano, el 
paraguas conceptual del realismo especulativo se amplió y se convirtió, a
 secas, en un “nuevo” realismo. Como si la diferencia entre la filosofía
 continental y anglosajona ya no se sostuviese, en una reciente 
compilación alemana de la editorial Suhrkamp grandes figuras de la 
filosofía analítica, como Hilary Putnam y John Searle, han salido a 
discutir el problema del realismo. Desde Italia, el escritor y semiólogo
 Umberto Eco también, siguiendo los presupuestos de su compatriota 
Maurizio Ferraris, uno de los precursores de la postura anti-posmoderna.
 Eso que había comenzado en el intercambio de muy jóvenes filósofos en 
un congreso en Finlandia en el año 2006 está convirtiéndose en el más 
actual debate mundial filosófico. 
Diferencias con el realismo clásico
 En la esfera académica alemana, Markus Gabriel tuvo un dinámico papel 
como anunciador de la nueva corriente. Criticado por algunos por su 
cultivo de la escritura de divulgación, junto con Ferraris dieron inicio
 formal en 2011, también mediante un congreso, a lo que ellos bautizaron
 nuevo realismo. Puesto a resumir qué los diferencia del realismo 
clásico, tildado por todos de ingenuo, y de la fenomenología (llamada 
técnicamente “constructivismo”, dado que entiende la relación del sujeto
 con el mundo, a fin de cuentas, como una construcción del sujeto hacia 
el mundo), Gabriel explica que esa vieja diferencia entre lo “real” del 
mundo de los objetos, y el sujeto del pensamiento, tal como la entendía 
Kant, ya no puede sostenerse. “Nuestra facultad de conocimiento y los 
conceptos y capacidades ligados a ella son tan reales como los objetos y
 los hechos que por lo general atribuimos a la  ‘realidad’, al ‘mundo’, 
 a la ‘naturaleza’.” Entre todos estos representantes, el pensamiento y 
la formulación del francés Quentin Meillassoux mantiene cierta forma 
deductiva clásica de la filosofía. No por nada, su valioso y 
esclarecedor Después de la finitud  parte de la base de una 
antigua distinción del pensamiento cartesiano, desde la cual deduce, con
 el rigor del racionalismo, sus osadas conclusiones. Una de ellas lo 
identifica como discípulo de Alain Badiou, quien escribe el prólogo a su
 libro: la tesis de que todo lo que, de un objeto, puede formalizarse en
 términos matemáticos puede ser pensado como una propiedad del objeto en
 sí. En sí quiere decir: más allá de quien lo observe o tenga una 
experiencia de él, más allá de que alguien lo observe o no lo haga. 
Habrá Guerra del Golfo o la muerte de una estrella de otra galaxia, 
aunque nadie lo sepa. Uno de sus pilares es la entronización de la 
matemática; el otro, más controvertido debido a la audacia general de 
sus afirmaciones, es el salvataje a toda costa del antiguo y 
aristotélico principio de no contradicción. Meillassoux irá tan lejos 
como para hacer contingentes, es decir variables, todas las leyes 
posibles del universo, pero salvando las matemáticas pos cantorianas 
(las de los múltiples infinitos, como había estudiado ya Badiou) y el 
principio de la no contradicción. Sus postulados son tan rigurosos como 
temerarios, y eso lo convirtió de inmediato en un referente de su joven 
generación.
De la contingencia de las leyes del universo a la 
teoría del Caos hay un solo paso, y ese es el paso que Meillassoux da. 
La contingencia absoluta es un “puro posible”. Pero su caos no es un 
enorme lavarropas del cambio irrefrenable (Kant había deducido la 
imposibilidad del pensamiento ante el cambio absoluto) sino que tiene 
una cierta constancia: esta es la clave de la infinita posibilidad de 
los mundos y del caos reinstalado en el pensamiento de lo real.
Es
 hora de concebir no ya el mundo, sino los mundos, en plural. Este es en
 verdad el llamado a la filosofía. Una vez postulada la especulación 
como herramienta y la matemática como universal, nuestro mundo humano se
 vuelve pequeño y limitado. De ahí que el nuevo realismo sea una 
expansión. De la especulación a la contingencia de las leyes de la 
naturaleza, de la contingencia al caos, del caos a los mundos posibles: 
falta un solo paso, y ya estamos en el arte y en la ficción.
Quien lo da es una lúcida ensayista francesa, Anne Cauquelin. En Desde el ángulo de los mundos posibles
  (Adriana Hidalgo) emprende un recorrido de esta idea antigua en la 
filosofía, que aparece ya en Aristóteles hasta llegar a Leibniz, para 
preguntarse “qué suerte de acceso ofrece la ficción a los posibles, y 
cómo se operan los pasajes entre obras y mundos plurales”. Esos posibles
 están mucho más presentes de lo que creemos y participan en forma 
cotidiana de la realidad del mundo real. Y Cauquelin aventura una 
primera conclusión: la estética será entonces una “ciencia de los 
accesos a los mundos posibles”, un modo de cultivar el pasaje de lo real
 a lo posible, pero también de lo posible a lo real.
Los caminos 
son muchos: por la metafísica, por las matemáticas, por el arte o por la
 dialéctica se anuncia lo nuevo de un realismo, aunque sea también lo 
viejo. Para algunos, los que nunca abandonaron el materialismo, no será 
una gran novedad. Para muchos, será la forma de atender a la urgencia o 
la persistencia del presente, como hace y ha hecho desde siempre la 
filosofía.